jueves, 28 de diciembre de 2017

«THE NIGHT OF» (2016): BETTER CALL JOHN (TURTURRO)

De manera sistemática, cada película producida en el mundo anglosajón que hoy en día merece la consideración de clásico lleva aparejada una “intrahistoria” ya sea en relación a la elaboración de guiones que pasaron por distintas manos, cuestiones relativas al rodaje o la elección de determinados intérpretes para los roles principales. En este último apartado un ejemplo paradigmático de cómo podría cambiar nuestra valoración sobre un determinado largometraje sería El hombre que pudo reinar (1975), para la que el director John Huston había pensado en primera instancia en Humphrey Bogart y Clark Gable como pareja protagonista. Más de treinta años después de aquella primera tentativa de adaptar el relato de Rudyard Kipling, Huston llevó a buen puerto el proyecto con Sir Sean Connery y Sir Michael Caine encabezando el reparto. Difícilmente podemos imaginarnos dos intérpretes más acertados a la hora de dar vida en la gran pantalla a Daniel Dravot y Peachy Carnehan en un film que, huelga decir, se sitúa entre lo más granado de la filmografía de John Huston al encarar éste su recta profesional y vital. Un tanto de lo mismo sucede en el espacio televisivo, en que las series despiertan un interés añadido en virtud de la necesidad de conocer detalles sobre una determinada producción más allá de lo que podemos observar en pantalla.
    Sin duda, John Huston figura en un lugar de honor en una eventual lista de realizadores que consignaron en el celuloide diversas producciones que han generado ríos de tinta en relación a sus “interioridades” y que incluso han comportado la publicación de monografías para dar cuenta de sus rodajes. Entre éstas figura Shooting Montezuma: A Hollywood Monster Story (2001), en que su autor Jan Merlin, entre otras cuestiones, nos coloca sobre la pista de un proyecto sobre el célebre conquistador que quedó abortado. Cincuenta y cinco años después de aquella tentativa que no prosperaría de ello se lamentaría el resto de su existencia Huston, Steven Zaillian perfiló un guión en aras a servir de base para una producción auspiciada tras las cámaras por su tocayo Spielberg. Una propuesta esperada para todos aquellos especialmente conmovidos por la historia de La lisla de Schindler (1993), la que representó la primera asociación entre Steven Spielberg y Zaillian, y que más tarde se repetiría de manera “extraoficial” al ejercer de script doctor este último para Amistad (1997). En ese hiato que separa su contribución en la sombra en Amistad de su colaboración en el proyecto de Montezuma Zaillian ha compaginado su habitual quehacer en calidad de guionista y/o script doctor con la dirección de largometrajes y producciones televisivas. En sintonía con otros guionistas que, como David Mamet, han querido alternar la escritura de guiones con la dirección merced a querer controlar el proceso creativo hasta el final, Zaillian encontró el campo abonado a satisfacer sus aspiraciones “autorales” con The Night Of, una miniserie producida por la HBO, que adapta una serie británica titulada Criminal Justice (2008-2009). Pocos años después de concluir el último y décimo episodio de la serie inglesa, HBO parecía predispuesta a financiar una versión norteamericana con la participación de James Gandolfini (Los Soprano) desdoblado en productor ejecutivo e intérprete, quedando confinado al papel del abogado defensor John Stone. Su inesperada muerte a los cincuenta y un años dejó el camino expedito para que Robert De Niro atendiera al requerimiento de participar en The Night Of, pero al parecer ya tuvo comprometida su presencia en el reparto de otra propuesta (en el ámbito cinematográfico) que encierra una doble curiosidad. Por una parte, en su título lleva incorporado el vocablo Stone –Hand of Stone (2016), en alusión al apodo del campeón mundial de boxeo Roberto Durán— y entre su nutrido reparto figura John Turturro, el que se postularía, a la postre, para ocupar la “vacante” dejada por Robert De Niro. Así pues, al igual que ocurrió con la dupla Connery-Caine en relación al film dirigido por Huston, resulta harto complejo imaginarnos The Night Of sin el concurso de John Turturro, encarnando a una atípico abogado afectado de un eczema en sus pies, que hace de la soledad su mejor compañía y que practica relaciones sexuales con una mujer de raza negra. Un personaje pintoresco, pues, cercano al universo de los hermanos Joel y Ethan Coen –el tándem que propició la eclosión profesional de John Turturro a finales de los años ochenta— que atiende, entre otras de sus peculiaridades, al cuidado de un gato… que merodeaba en la escena del crimen acaecida en una noche de octubre de 2015 en el distrito 87 de Nueva York. En la senda de los police procedural de los años setenta se acomoda la estética visual y narrativa de The Night Of, una producción de una robustez a prueba de bomba, que a lo largo de sus quinientos minutos de duración traza una panorámica sobre la realidad del único encausado de homicidio Nasir Khan (impecable Riz Ahmed), el hombre que pudo reinar en presidio, y de su familia de origen pakistaní, mientras en paralelo asistimos a las dinámicas cotidianas de John Stone, el agente a punto de jubilarse Dennis Box (Bill Camp, trasunto de Humphrey Bogart del siglo XXI: cínico, taciturno, con la coraza incorporada) y la fiscal Helen Weiss (Jeannie Berlin, mostrando un rostro andrógino que arroja sombras de duda sobre su sexualidad natural). Todos ellos hacen del ejercicio de su profesión el centro de sus vidas, una manera de aplacar un sentimiento de soledad que les embarga por igual fuera de su jornada laboral. Pero mientras Dennis tiene una presencia intermitente en el relato y Helen Weiss va ganando peso con el devenir de los capítulos, John Stone supone un personaje plenamente asentado en la narrativa construida por Zaillian en coalición con Richard Price (otro guionista con galones, que se mueve como pez en el agua en el lenguaje de los bajos fondos de su ciudad, Nueva York), en dura pugna con Razid, cuya noche más oscura asimismo fue la que más luz aportó a su ideal de amor al entrar en contacto con la horas más tarde vilmente asesinada Andrea Cornish (Sofia Black-D’Elia). La escena que clausura esta modélica miniserie, una auténtica obra maestra en su campo, hubiera podido ser planificada por Michael Mann: Razid rememorando sus instantes de gloria junto a Andrea, envuelto de un manto de nocturnidad, al borde del río Hudson con el puente de Brooklyn al fondo del encuadre final, en plano general. Una lección de savoir faire evaluada en ocho episodios por parte de un equipo de trabajo liderado por Zaillian y Price, que pasan a buen recaudo en la memoria de un servidor. Presumo que no faltarán las tentativas de abordar la confección de una segunda temporada, en que John Stone vuelva a las andadas. Better Call John en la jungla de asfalto, territorio propicio para esos losers que otro John (Huston) tantas veces dio cancha en multitud de historias servidas para el celuloide.                   


jueves, 21 de diciembre de 2017

«LA TORRE DE ÉBANO» (1974) de John Fowles: EL RETORNO DEL «MAGO» DE LAS PALABRAS

En un ya lejano pase televisivo, dentro del espacio Sesión de noche emitido un sábado por la noche en la primera cadena de TVE descubrí por primera vez El coleccionista (1965). Era una de aquellas películas que vistas en la adolescencia o en la primera juventud difícilmente se olvidan. Desde entonces traté de buscar infructuosamente la novela de partida obra de John Fowles (1926-2005). A lo largo de los últimos diez años he tenido la oportunidad, empero, de leer buena parte del patrimonio literario de Fowles, llegando a la conclusión que su enorme talento, su condición de erudito, puesto al servicio de un rosario de novelas, ensayos, relatos cortos y poesía, no ha sido lo suficientemente valorado por estos lares. En realidad, Fowles ha sido un autor que ha tenido mal encaje dentro de las corrientes literarias anglosajonas surgidas en el siglo XX. Más que un escritor al uso, Fowles devino un pensador que trató de reflexionar sobre el periodo que le tocó vivir, estableciendo una peculiar dialéctica que atravesaba indistintamente el corazón de la filosofía, la política, la educación o el arte, entre otros asuntos. Juicios a menudo medidos desde el escepticismo que se iría acrecentando a medida que iba cubriéndose el último tramo de la centuria pasada. No por casualidad, algunas de sus propuestas narrativas juega con el “enfrentamiento” entre individuos que pertenecen, por lo general, a esferas sociales, intelectuales y generacionales disímiles. Un planteamiento narrativo que Fowles dio carta de naturaleza en El coleccionista (1963) y El mago (1965), y que encontramos en otras piezas literarias, como es el caso de La torre de ébano y El pobre Koko, contenidas en la colección de textos manufacturados por el autor inglés que Impedimenta ha sacado al mercado en el último trimestre de 2017. Editada por primera vez por Plaza & Janés en 1976, el sello madrileño recupera esta serie de cuatro relatos y la novela corta que da nombre a la colección, fundamentales para calibrar el alcance de una pluma tan vigilante en el cuidado del lenguaje, en ocasiones afinada hacia un sarcasmo “heredado” de su admirado Thomas Love Peacock (1785-1866), coetáneo y amigo de Percy B. Shelley. De hecho, Peacock se cuela por la puerta de atrás del relato El pobre Koko, en el que Fowles puso negro sobre blanco un episodio verídico que experimentó en sus propias carnes. Al leer esta gema literaria con fruición desviaba un pensamiento hacia La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess modélicamente trasladada a la gran pantalla por Stanley Kubrick, concretamente en aquel pasaje donde Alex DeLarge irrumpe en el caserón del profesor Alexander en horario nocturno. Pero asimismo me retrotraía a la memoria ese “duelo” librado entre el aristócrata taimado Andrew Wike y el peluquero cockney Milo Tindle en La huella, la pieza teatral servida por Anthony Shaffer que tuvo una pluscuamperfecta traducción en pantalla manejada tras las cámaras por Joseph L. Mankiewicz y con Michael Caine y Sir Laurence Olivier como pareja protagonista. Curiosamente, sendos intérpretes vinculados, de una manera indirecta o directa al patrimonio literario del propio Fowles; el uno (Caine) a través de su participación en la adaptación cinética de El mago –en el papel del joven Nicholas, rodada parcialmente en el refugio estival del escritor inglés, Mallorca, y el otro (Olivier) procurando una de sus postreras apariciones en la hacienda televisiva con una versión de la novela corta La torre de ébano. Se trata de una delicada pieza literaria enquistada en esa dialéctica que nos ayuda a definir el pensamiento crítico de su autor a través de la contraposición de caracteres tomando como eje temático la observación del arte y del uso que hacemos del mismo. Ni por asomo el septuagenario Olivier se correspondía con la imagen abstracta que debió hacerse Fowles al insuflar vida al profesor de arte Henry Breasley, en cierta forma una extensión del propio pensamiento del escritor británico que pasaría largas temporadas entre las Islas Baleares, alternando con su estancia en el condado de Dorset, cuna de Mr. Peacock.
    Más allá de La torre de ébano y El pobre Koko, otros tres textos –Eliduc (un bello cuento que recupera mitos y leyendas bretones que rivaliza, en cierta manera con el mito artúrico pero despojado de su alcance a escala planetaria), El enigma (direccionado hacia el espacio de la intriga que compromete al futuro de un parlamentario supuestamente secuestrado) y La nube (con un propósito coral que, a mi juicio, desdibuja el juego psicológico pretendido) jalonan esta colección que viste nuevamente de elegancia, exquisitez y savoir faire el itinerario literario que desde hace casi diez años nos reserva el sello Impedimenta con parada obligada en la hacienda británica. Allí donde nació y creció John Robert Fowles antes de ampliar su formación intelectual en plazas como Francia o Grecia. Sería precisamente el país heleno el que acomodaría para su parque audiovisual el documental I epistrofi tou mago (2000), uno de los escasos testimonios a cámara de un Fowles que por aquel entonces trataba de librar batalla a la apoplejía que sufría. Al cabo de un lustro John Fowles falleció, siendo enterrado en el municipio de Lyme Regis, en Dorset, envuelto de un manto de naturaleza. A partir de entonces, se ha sucedido la publicación de la obra de Fowles en lengua castellana en distintas editoriales, tomando últimamente el testigo Impedimenta con la impresión del relato corto El árbol (1979) y La torre de ébano (1974).  

domingo, 3 de diciembre de 2017

«THE VISITOR» (2017) de Neil Young + Promise of the Real: LEVANTANDO MUROS DE ESPERANZA

Pieza de (ultra)coleccionista, a mediados los años ochenta los Países Bajos registraban la grabación en LP de siete pulgadas un single en que aparecen en portada los rostros de Willie Nelson (n. 1933) y Neil Young. Mientras en la cara «A» queda impreso el tema obra del canadiense Are There Any More Cowboys en la cara «B» luce grabada la leyenda I’m a Memory, pieza compuesta por el músico texano adscrito al country-rock. Se trata, pues, del único álbum en que ambos músicos coindicieron en la edición de un disco, descontadas las participaciones de Willie Nelson en las jornadas a mayor gloria del Farm Aids que desde esas lejanas fechas de los años ochenta Neil Young ha convocado con fines altruistas para una causa benéfica en favor de familias de enfermos con severas discapacidades psicomotoras, como su hijo Zeke. Una sequía de colaboraciones que, empero, no ha impedido que se siga manteniendo la llama de una amistad, redoblada si acaso cuando a principios de la presente década entró en escena Lukas Nelson (n. 1988) con el ánimo de formalizar la confección de su propia banda en la costa Oeste de los Estados Unidos. De la procesión de bandas y solistas que han pasado por Farms Aids a lo largo de su ya dilatada historia Neil Young reparó de manera especial en 2014 en Promise of the Real, la banda integrada, además de su frontman Lukas Nelson, por Anthony Logerfo batería al que había conocido por primera vez precisamente en el marco de un concierto del astro canadiense, Merlyn Kelly (bajista) y Tato Melgar (percusionista). Fruto de una serie de circunstancias, entre éstas la certeza de que la banda Crazy Horse entraba en vía muerta en los primeros compases de la segunda década del siglo XXI, Neil Young debió capitular por aquel entonces y la intuición le llevó a encontrar un “recambio” en Promise of the Real. Pronto, Young entendió que su asociación con la formación angelina le procuraba seguir apostando por su perenne necesidad de “renovarse”, rodeado de músicos que bien hubieran podido ser sus hijos. En ese impulso juvenil tan carácterístico del multidisciplinar norteamericano, a la par que daba rienda suelta a su veta de escritor —herencia directa de su progenitor Scott Young— formalizaba la grabación de su primer disco junto a Promise of the Real, The Monsanto Years (2015), en que se sumaba la participación de otro hijo varón del legendario Willie Nelson, Micah Nelson. Un soplo de aire fresco, pues, a una trayectoria musical, la de Young, que había incurrido en el “mal” de muchos artistas que, al llegar a determinadas edades, echan mano de la fórmula del disco de versiones para capear el temporal. En ese disco de debut Promise of the Real y Neil Young trabajaban en una misma onda a efectos de un discurso netamente combativo, preñado de un ecologismo que sigue mostrando sus garras en Earth (2016) –de cuya gira europea mi mujer Esther Solías y un servidor pudimos levantar testimonio por partida doble— y The Visitor (2017). En este tercer disco en estudio lo hace preferentemente a través de los temas “Stand Tall” y “Children of Destiny” de los diez que jalonan The Visitor. En las postrimerías de 2017 en que se enmarca la publicación de The Visitor concretamente, el primer día del último mes del calendario— todo parece dispuesto para el anuncio de una gira que esperemos pase por el estado español. Si fuera así podría saborear en directo de buena parte de los temas que integran esta nueva apuesta discográfica, en que, a buen seguro, no faltará en el set list “Almost Always” con una estructura armónica y ciertas resoluciones a la guitarra, a modo de “interludios”, parejos a la canción “An Unknown Legend”, contenido en el álbum Harvest Moon (1992), “Change of Heart” orientando sus antenas hacia el folk-rock evaluado con tiempos medios— y la citada “Children of Destiny”, en que Young vuelve a experimentar con el acompañamiento de las voces corales de infantes que ya había repercutido en anteriores discos recientes del autor canadiense. Mención aparte merece el tema “Carnival”, en que la voz de Neil Young se contorsiona de tal modo que asistimos a pasajes habitados por esos timbres nasales característicos a ritmo de vals, alternando con esas voces de “ultratumba” a coro incluidas las del canadiense— que podrían tener acomodo en un festival musical azteca “el día de muertos” allén de las fronteras de los Estados Unidos con México. A propósito del muro que pretende construir la Aministración Trump, Neil Young manda un recado en forma de velada crítica en el tema de apertura del disco, “Already Great”, entre cuyas estrofas podemos leer “No Wall / No Hate / No Fascist USA”. Ya en la gira de Earth se coló algún que otro improperio a Donald Trump, que para la ocasión queda atenuado en el contenido de un disco que representa un canto a la esperanza, sin que por ello pierda fuelle su vena crítica en materia ecológica, social y de derechos sociales. De ahí que en las imágenes contenidas en el CD procesado en formato cartón aparezcan los seis músicos luciendo cada uno de ellos un cartel con el nombre de un color. Más que un homenaje a Reservoir Dogs (1992) en el cumplimiento de su veinticinco aniversario responde a una necesidad por expresar que la diversidad (racial, cultural, étnica) representa un valor añadido, en sentido contrario al que ha querido adoptar en los Estados Unidos Donald Trump a lo largo de su (prácticamente) primer año de legislatura. Un presidente que, sin duda, seguirá dando juego a un septuagenario Neil Young a la hora de articular el contenido de nuevas canciones. No en vano, en tantos aspectos ese visitante procedente de Canadá representa su antítesis.    

«JIM Y ANDY: THE GREAT BEYOND» (2017): IMITACIÓN A LA VIDA

Amigo de los mensajes encriptados contenidos en las letras de sus canciones, Michael Stipe armó el tema Man on the Moon en los albores de la década de los noventa, convirtiéndose en el primer single escogido del álbum Automatic for the People (1992). Con ello R. E. M. daba carta de naturaleza a uno de sus grandes obras, siendo a partir de entonces Man on the Moon una canción imprescindible del set list de los conciertos celebrados por la banda de Athens a escala planetaria, al punto que era la que cerraba cada uno de los mismos. Su popularidad cruzó fronteras y, a la altura del final de esa década prodigiosa para R. E. M., una película llevaría el título del buque insignia de una obra pluscuamperfecta llamada Automatic for the People. La razón de todo ello: Andy Kaufman (1949-1984). En su adolescencia, Michael Stipe, siempre atento a dejarse seducir por la voz de los out-system, reparó en un cómico irreverente que hizo del non sense su tarjeta de visita en los platós televisivos y en los locales nocturnos donde actuaba. En algún rincón de su geografía mental quedaría sellada la imagen de Andy Kaufman enfundado en el traje de lucha libre enfrentándose a profesionales de este deporte y a féminas que aparecían en el cuadrilátero para defenderse de insultos de signo machista procurados por el “anti-cómico” de marras. Al poder de la misma no podía sustraerse la película finisecular formulada a modo de homenaje, a título póstumo de Andy Kaufman,   en que Milos Forman, acostumbrado a lidiar con actores de fuerte temperamento Jack Nicholson (Alguien voló sobre el nido del cuco), James Cagney (Ragtime), Woody Harrelson (El escándalo Larry Flynt), etc. debió bregar con el canadiense Jim Carrey hasta límites insospechados. Al calor del estreno de Man on the Moon (1999) las especulaciones en torno a la dificultad de dirigir a un actor desbocado encarnando a Andy Kaufman se irían sucediendo, sin que los desmentidos o las aprobaciones llegaran a aclarar determinados extremos. Custodiado bajo llave por el propio Jim Carrey durante veinte años, el actor canadiense decidió de motu proprio sacar a la luz imágenes relativas al rodaje de Man On the Moon, veladas hasta entonces al conocimiento del aficionado. A partir de ese diamante en bruto, Carrey confió a Chris Smith (artífice de Collapse, centrada en un oficial de policía reciclado a reportero que predijo la crisis financiera mundial) la dirección de Jim & Andy: The Great Beyond (2017), un documental que el paso del tiempo puede servir de salvoconducto para aproximarnos a una personalidad tan excepcional como controvertida, la de ese hombre en la luna oriundo de Newmarket, en el estado de Ontario. Jim & Andy: The Great Beyond razona hasta qué punto resulta imperceptible la línea que separa al intérprete del personaje y viceversa. Imágenes que, puestas en perspectiva, dibujan el grado de dificultad al que se enfrentó Milos Forman, cuyo carácter sosegado y  su alma de negociador hizo posible lo imposible: concluir el rodaje sin menoscabar su sique pero  con el juramento interior de no volver a contar con la participación de Carrey para otro film. Sin un metteur en scene con los atributos de Forman, el plató de Man  on the Moon se hubiera convertido en un barrizal, en que Carrey, “abducido” por la personalidad de Andy Kaufman desde ese great beyond (título de la fabulosa canción  creada ex profeso por R. E. M.) campaba a sus anchas. Una manera de acercar si cabe aún más al personaje sería la admisión de distintos miembros de la familia Kaufman en el plató su novia Lynne Margulies, sus progenitores Janice y Stanley, y su hermano Michael, además de aquellos que habían compartido espacio televisivo en la serie “Taxi” (1978-1983) —Judd Hirsch y Danny DeVito, entre otros, en que uno de los alter egos de Andy, Latka Gravas, provocó un auténtico cisma para solaz desesperación de los productores de la misma. No obstante, el alter ego de Andy Kaufman que tuvo más recorrido y daría mayor juego, Tony Clifton, protagoniza algunos de los momentos más hilarantes de este documental. Uno de ellos nos sitúa en la mansión de Hugh Hefner, el propietario de la franquicia Playboy, donde Clifton llega envuelto de su manto de provocador para acabar rodeado de bellas chicas. Algunos de los asistentes parecen dudar si en realidad no es Jim Carrey quien ha acudido a la residencia de lujo… algo que desmiente las posteriores imágenes cuando el canadiense aparece vestido de paisano sin máscara alguna. En contrapartida a este tipo de secuencias, las reflexiones a cámara de Carrey, envejecido verbigracia de una poblada barba cana y una mirada que ha perdido parte de su brillo, sirven para medir la temperatura del estado emocional de un actor cuya recreación de Andy Kaufman le cambió la vida o, cuando menos, su percepción de la misma. En su momento se especuló que Andy Kaufman no había muerto a mediados los años ochenta. Al tiempo que la kaufmanía iba creciendo, no hubo evidencias de su regreso al mundo de los mortales, aunque una vez visionado este espléndido documental podemos acertar a decir que se había “reencarnado” en Jim Carrey nacido en idéntico día del año, un 17 de enero. Por si acaso, el 16 de mayo fecha de defunción de Andy Kaufman debería ser arrancado del calendario personal de Carrey para evitar  tentaciones, máxime cuando de un tiempo a esta parte la depresión cabalga a lomos de este canadiense errante  que abrazó la gloria con sus intervenciones en Man on the Moon y El show de Truman (1998), otro de los títulos que merecen un espacio para la reflexión en Jim & Andy: The Great Beyond con un subtítulo, a modo de añadido –Featuring a Very Special, Contractually Obligated Mention of Tony Clifton-- que inflexiona sobre su vena más  irónica.             


martes, 21 de noviembre de 2017

«EL DESERTOR» (1952): LA JOYA «OCULTA» DE SIEGFRIED LENZ

En la década de los veinte nacieron algunos de los escritores que dieron carta de naturaleza a obras que han servido para cartografiar un particular mapa del ser humano vinculado a su relación con la guerra con una orientación netamente crítica, al albur de uno de los episodios más cruentos vividos durante la centuria pasada. La mayor parte de estos autores proceden del continente norteamericano, caso de Norman Mailer (1923-1997) Los desnudos y los muertos (1949), William Wharton (1925-2008) A Midnight Clear (1982), Joseph Heller (1923-1999) Trampa 22 (1961)— o Kurt Vonnegut Jr (1922-2007) —Matadero Cinco: o la cruzada de los niños (1969), siendo el medio cinematográfico el que contribuiría a popularizar sendos textos. Este escenario, en cambio, no ha podido darse con El desertor (1952), la segunda novela escrita por Siegfried Lenz (1926-2014), pero que no sería publicada hasta el año pasado en Alemania y, en lengua castellana y catalana en el año en curso. Bien es cierto que Lenz hubiera podido plegarse a las sugerencias de su editor de Hoffman & Campe, Rudolf Soelter, quien a su vez había contratado los servicios de Otto Görner para someter a revisión el manuscrito librado por el emergente escritor de origen prusiano. No obstante, tal como se detalla en las últimas páginas de la edición en castellano a cargo de impedimenta, Lenz se mantuvo firme en su propósito de sacar adelante su propia visión de una historia que le había convocado infinidad de horas frente al papel, escribiendo a mano para luego su esposa Liselotte proceder a mecanografiarlo. Sometido al ejercicio de revisionar lo escrito y ampliar determinadas partes del libro en ciernes, Lenz confiaría en su talento a la hora de armar un relato del que sentía especialmente satisfecho, pero que no dudaría a renunciar a su publicación si ello comportaba una modificación sustancial de su sustrato literario y de lo que, a la postre, serviría para que se alineara en su espíritu crítico para con la guerra con las piezas escritas por los citados de Mailer, Wharton, Heller y Vonnegut.
    Sesenta y cuatro años después de haber sido entregada una segunda versión de Oberläufer traducible por El desertor, aunque inicialmente había previsto el título …da gibst’s ein Wiederseben / Habrá un reencuentro, tomado de una estrofa de una popular canción teutona, la misma editorial a la que Lenz fue fiel hasta el último aliento, Hoffman & Campe, se avino a publicar la segunda de las novelas completadas por un autor que en vida recibió multitud de distinciones y reconocimientos en Alemania, pero asimismo en distintos puntos de la geografía mundial. Presumiblemente sin merecer en nuestro país la consideración de sus compatriotas Heinrich Böll o Günther Grass, empero, de un tiempo a esta parte la obra de Lenz ha ido ganando terreno al conocimiento de los lectores a través de la publicación de una parte significativa de sus novelas y de sus relatos cortos. A la determinación de los sellos Tusquets Campo de maniobras (1988), El usurpador (1990), La prueba acústica (1993), Akal El legado de Arne (2002), Duelo con la sombra (2006), Objetos perdidos (2008), Maeva Minuto de silencio (2009), El teatro de la vida (2011)— y Ediciones del Viento Qué tierno era Suleyken (2008)— se ha sumado Impedimenta con la publicación de El barco faro (2014), Lección de alemán (2016) y El desertor (2017), esta última con traducción a cargo de Consuelo Rubio Alcover. Ciertamente, se trata de tres piezas que dan fe de las hechuras de excelente escritor de Lenz, para quien su opera prima Es waren Habitche in der Luft (Azores en el aire) serviría de salvoconducto para lograr su meta: dedicación plena a su profesión. Solo así entendía que su talento innato vitaminado con su formación como Filólogo en Lengua Inglesa— llegara a buen puerto en la adecuación, por ejemplo, de un relato El desertor que parece navegar entre dos aguas; el de una reconstrucción sumamente realista el detallismo a la hora de describir escenarios y personajes devino una de sus principales bazas— y, a la par, dotada de un aliento de ficción. En este último plano es donde descansan los puntos de fuga de la existencia del soldado prusiano Walter Proska, hilo conductor de un relato evocador de un mundo en que asistimos a la radiografía de las miserias del ser humano en el campo de batalla en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. A imagen y semejanza de la pieza literaria librada por Kurt Vonnegut a finales de los años sesenta, El desertor infunde, además de un componente poético, un soterrado humor que opera por debajo de esa capa de realidad que trata de anular la capacidad de decisión individual frente al valor hegemónico de lo colectivo. Proska decide, por su cuenta y riesgo, salirse de ese marco de represión y sometimiendo, algo que iría en contra de los principios que aún seguían rigiendo en la Alemania de postguerra en ciertas instancias de ámbito cultural léase editoriales, incluso en aquellas regladas para dar cobertura a los librepensadores como Lenz, luego alineado con el asentamiento de la socialdemocracia en el país germano. A tres años del deceso de Lenz, pues, cabe celebrar la llegada a las librerías de El desertor, una pieza profundamente humanista que contribuye a ampliar el conocimiento sobre uno de los más insignes escritores alemanes de la segunda mitad del siglo XX

miércoles, 8 de noviembre de 2017

«GLORIA» (1932) de VLADIMIR NABOKOV: EL PERIPLO DE MARTIN EDELWEISS

Este pasado verano se cumplía cuarenta años de la desaparición de Vladimir Nabokov (1899-1977), considerado uno de los grandes escritores del siglo XX. En el tramo final de su trayectoria vital Nabokov compaginó su pasión por cazar mariposas –presumía de una colección de coleópteros de incalculable valor que acabaría quedando a resguardo de la Universidad de Harvard y de Lausana, la ciudad donde pereció— con la confección de ensayos críticos, la elaboración de novelas (cuyas ediciones se dilataban más en el tiempo) y en la revisión de textos con arreglo a ser publicados en lengua inglesa. Entre éstos figura Podvig (1932), la última de una serie de nueve escritas en su lengua materna (el ruso) y que demandaban tener su correspondiente traducción en la lengua de John Milton. Podría interpretarse que los casi cuarenta años que separan la publicación en inglés de Podvig en relación a la salida al mercado de su original en ruso se debe a que el propio Nabokov podría mostrar un cierto desdén en torno a una «obra de juventud» que pivota sobre el personaje de Martin Edelweiss, con pasaporte ruso pero con un apellido de una fonética netamente centroeuropea y que, a su vez, remite al nombre alternativo de la mariposa llamada «La flor de las nieves» o Leontopodium alpinum. Consumadas las ediciones de sus “obras mayores” quedaba, pues, que un sexagenario Nabokov aceptara de buen grado sacar a la luz un material desconocido incluso para aquellos seguidores y/o admiradores de su prosa ubicados en suelo norteamericano o en Gran Bretaña. Para los que sostenemos que Vladimir Nabokov poseía un don a la hora de escribir mayoritariamente en prosa, el hecho que a la conclusión de sus treinta y tres años de vida acumulara un total de nueve novelas publicadas deviene un síntoma que en ese “curso acelerado” de escritura que le llevó a ir puliendo un estilo intransferible a lo largo de una docena de años, lo que contaba era dejar constancia de una agilidad mental que maniobraba para acometer obras armadas más desde conceptos, ideas que desde una sólida estructura narrativa bien trabada a través del desarrollo de una serie de personajes y situaciones. Ciertamente, a renglón seguido de la elaboración de Soglyadatay («El ojo») (1931) Vladimir Nabokov anduvo resuelto a formular otra de esas piezas con el brillo propio de un lenguaje que desobedece el marco de una ortodoxia narrativa que abominaba y persigue un ejercicio de abstracción. La forma, pues, importa sobremanera en la literatura de Nabokov, empeñado de manera sistemática en que buena parte de los personajes en danza en Podvig Gloria para su traducción en castellana a cargo de Anagrama, aunque otro título hubiera podido ser el de "orgullo", desde una perspectiva patriótica y/o de realización personal— sean “interpelados” por esa mirada entre refinada, displicente e irónica de su autor. Destellos de una personalidad propia que recorre la espina dorsal del (anti)héroe de la función, Martin Edelweiss, cuyo periplo europeo permanece salpimentado por toda clase de situaciones, algunas de ellas rocambolescas y otras tantas adueñadas de una acerada crítica sobre los modos y costumbres de determinados habitantes del corazón del viejo continente. En su búsqueda de un amor que se proyecta en el cuerpo y alma de Sonia, Martin se enfrenta a sus propias contradicciones que le conducen a sentir nostalgia de su país de nacimiento y, al mismo tiempo exhibir una actitud crítica para con esa Rusia pre-revolucionaria. Una vez más, a cuenta de una galería de personajes pintorescos, Nabokov hace gala de su exquisita precisión en el uso del lenguaje, arremolinado en su voluntad porque la lectura de cada página merezca un sentimiento íntimo de júbilo en el receptor de un aficionado no necesariamente asistido por un interés primario en el seguimiento de una determinada trama. Haciendo un símil con una de sus prácticas predilectas, Nabokov caza al vuelo expresiones preferentemente en francés, prestas a formar parte de una colección de especies literarias sojuzgados por un porcentaje elevado de críticos de obras en peligro de extinción. Lo es merced al uso de un lenguaje que debía ser procesado en la destilaría de la familia Nabokov con una disribución de funciones perfectamente delimitada: mientras su hijo Dmitri iba sentando los pilares de una eventual traducción al inglés, el padre Vladimir remataba la faena recubriendo las paredes de un edificio de altura media (el equivalente a unas doscientas treinta páginas, descontadas las páginas introductorias escritas por el propio autor) con esa gracia innata a la hora de armonizar un texto en cuya prescripción se recomienda ser leído en ese marco de tranquilidad y calma necesaria para que cada expresión, cada nota de humor y timbre crítico pase como una fragancia cerca de nuestras fosas nasales. Hay libros que deben ser leídos con el sentido del tacto (el papel), la vista (sobre el papel) y el olfato (alrededor del papel) perfectamente alineados. Este es uno de ellos.    

         

lunes, 23 de octubre de 2017

«RUMBO AL MAR BLANCO», LA OBRA INACABADA DE MALCOLM LOWRY, RESURGE DE LAS «CENIZAS»

En cada viaje al extranjero me acompaña la lectura de una novela que, al cabo, la relaciono con la estancia en un determinado país. En el caso del viaje a Gales a principios de septiembre del año en curso la obra escogida fue Rumbo al Mar Blanco, escrita por alguien como Malcolm Lowry (1909-1957), quien hizo precisamente de la aventura de viajar uno de los principales alicientes de su agitada y, a la par, turbulenta existencia. Al regresar de Gales concluí la novela de marras pero definitivamente decidí releer varios pasajes para tener una perspectiva más certera sobre su contenido. He dejado un considerable margen de tiempo para reposar y meditar la valoración que me merece una obra inconclusa, cuya rocambolesca historia queda glosada en la nota editorial que acompaña a Rumbo al Mar Blanco. Entonces, por mi parte se abre una ventana a la intuición en el sentido que la obra Rumbo al Mar Blanco tal como la conocemos en su edición a cargo del sello Malpaso apunta que hubiera podido ser un texto de incalculable valor intelectual, quedando alineada entre los más granado servido por la Literatura Universal en la primera mitad del siglo XX. Por ello debemos lamentarnos que Lowry, dipsómano contumaz, no llegara ni tan siquiera a apuntalar un manuscrito con el que albergaba serias esperanzas de situarlo entre las grandes plumas de la pasada centuria. De entrada, cabe agradecer el arrojo de Malpaso en ofrecer a la comunidad de entusiastas de la Literatura la traducción a la lengua de Dámaso Alonso de esta pieza inconclusa, subrayando el ímprobo trabajo llevado a cabo por Ignacio Villaro. Sobre este traductor descansa la tarea suplementaria de colocar infinidad de notas a pie de página referidas a personajes, citas, alusiones, referencias veladas, ejercicios tautológicos a los que era tan aficionado Lowry. En cierta forma estas ingentes notas que se suceden en la inmensa mayoría de las páginas (unas trescientas setenta) ralentizan el cometido de una lectura que, a juzgar por la experiencia propia, camina con un sentimiento de ambivalencia. Por una parte, la erudición de la que hace gala el escritor inglés sirve para entender la profundidad de un texto nacido con un propósito de trascender a la propia Historia de la Literatura, pero por otra desdibuja el fin último de una narración que debe tratar de acercarse a la orilla del pensamiento de un público lector adulto. En ese ejercicio de releer fragmentos de una obra de una complejidad laberíntica, he podido descifrar algunas de las claves que se me pasaron por alto en una primera lectura, pero aun así queda mucho por explorar sobre las intenciones reales de Lowry sobre ese texto más que sin pulir, fragmentado e incluso pendiente de ser aprobada una estructura narrativa lo suficientemente sólida para resistir las embestidas del paso del tiempo y, por consiguiente, de obtener el beneplácito de varias generaciones de lectores. Llegados a este punto, cabe reboninar sobre lo ocurrido el 7 de junio de 1944, en que una cabaña situada en la Columbia Británica ardió como una tea. Malcolm Lowry se encontraba a las puertas de cumplir su treinta y cinco aniversario cuando el incendio declarado en su refugio alejado del mundanal ruido marcó un nuevo punto de inflexión en su existencia. Si bien pudo rescatar a tiempo el manuscrito Bajo el volcán (1947), que tres años más tarde se editó con una buena acogida entre aficionados a la Literatura, Lowry se sintió presa de la desesperación al recuperar tan solo entre las llamas unas decenas de páginas de un manuscrito que llevaría por título In Ballast in the White Sea. Lo paradójico del asunto es que el propio Lowry había depositado en 1936 una copia en papel carbón del manuscrito en la residencia neoyorquina de su suegra, la madre de su primera mujer, Jan Gabrial. En este lapso de tiempo de seis años Lowry se dedicó en cuerpo y alma a la escritura de Under the Volcano, pero iría dejando espacio en su privilegiada mente para cavilar sobre aspectos de una novela que pretendía más ambiciosa que su precedente. Una novela de madurez que interpela a clásicos incuestionables como Moby Dick de Herman Melville, o piezas pertenecientes al ámbito creativo de Joseph Conrad, en ese viaje homérico al que se pliegan los hermanos Tor i Sibjorn, hijos de un armador escandinavo. Diversas lenguas hacen acto de presencia en un texto que persigue un propósito de excelencia en su narrativa, pero afectada de su condición de obra mostrada en alfileres y, por consiguiente, un traje que precisaría de una mayor elaboración. Con todo, en contra de algunas voces que puedan cuestionar su edición, Rumbo al Mar Blanco es otra herramienta que nos permite seguir reconstruyendo el talento de un escritor de conocimientos enciclopédicos, que vivió más que bajo el volcán, en el interior de un volcán en erupción, el propio de alguien que se sintió tocado por los Dioses pero se dejó seducir en exceso por los aromas etílicos prestos a convocarle a una vida desordenada y definitivamente corta. Su certificado de defunción se dio el 26 de junio de 1957, en su país natal. Trece años antes, empero, de que su razón para vivir quedara seriamente dañada tras el fatídico incendio de la que levantaría acta su segunda esposa, Margerie Bonner. Ella le sobrevivió, como también esta edición en el haber de Malpaso con el habitual sello de calidad de este sello barcelonés.         

jueves, 19 de octubre de 2017

EL PRESIDENT PUIGDEMONT Y LA «RASPUTINA» MARCELA EN EL «TEATRO DEL ABSURDO»

Superado el ecuador del siglo XXI presumo que los nuevos volúmenes consagrados a la Historia del estado español reservarán un generoso espacio a trazar una panorámica sobre lo acontecido en la segunda década de esta centuria en el noreste del país, concretamente en Catalunya. En ese recorrido cronológico no faltará el detalle de lo ocurrido en octubre de 2017, un mes que arrancó con un seudoreferéndum y concluyó con la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española como antídoto a la decisión del Govern de la Generalitat de Catalunya de proclamar la DUI, esto es, la Declaración Unilateral de Independencia de Catalunya. Condenada al fracaso desde su fecha de nacimiento al no haber obtenido el beneplácito de las cancillerías europeas y de prácticamente la totalidad del resto del mundo, la DUI representaría un órdago al Estado español impulsada por un govern liderado por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, sendos máximos mandatarios de PDeCat (Partit Demòcrata de Catalunya) y ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), respectivamente. La suma de ambos partidos arroja como resultado de la ecuación Junts pel Sí, un proyecto surgido con el objetivo de alcanzar la independencia con el inestimable apoyo de la CUP, formación de carácter asambleario e instalado en la noción del anticapitalismo. En diversas ocasiones he tratado de razonar el porqué de esa precipitación al lanzarse al vacío en un proyecto suicida, con el Estado español evitando que no se quiebre el status quo. Al cabo, la explicación la encuentro tras varias lecturas reveladoras de un hecho determinante: para tirar adelante un proyecto de tamaña envergadura cabía tener al frente personajes desligados de un sentido de la realidad que, a buen seguro, les hubiera comportado frenar sus impulsos primarios. El uno (Junqueras), creyente acérrimo del catolicismo, apelando a cuestiones divinas buscando en su bondad y de quién les rodea un escudo protector frente a toda suerte de críticas; el otro (Puigdemont) imbuido de una mística que ya había cultivado durante sus años de adolescencia y juventud en su localidad natal de Amer (un pequeño municipio de la comarca de la Selva envuelto de un manto de naturaleza), reactivado exponencialmente al conocer a la que hoy en día sigue siendo su esposa, Marcela Topor. Sin parentesco alguno con el artista pluridisciplinar Roland Topor, la rumana Marcela padeció las calamidades inherentes a la dictadura de Nicolae Ceaucescu y encontró refugio en el teatro para dibujar ventanas de esperanza de cara al futuro. La representación escénica de piezas de su coetáneo Eugène Ionesco figura capital de la cultura en su país de nacimiento— llevaron a Marcela Topor a participar en uno de los festivales de teatro que se programan anualmente en Girona. A partir de asistir a la representación de la pieza El rey se ha muerto cuyo protagonista curiosamente se llama Berenguer, apellido enrraizado a la propia Historia de Catalunya a través de una nissaga de poder— Marcela y Carles Puigdemont cruzaron sus destinos, procurando que sus aficiones comunes sirvieran para ir apuntalando una relación de pareja.
   La celebridad de Ionesco viene determinada por haber sido el impulsor de lo que se dio en llamar «El teatro del absurdo». Desde el plano del subconsciente el título de El rey se ha muerto debió seducir a Puigdemont antes de asistir a la representación de la obra de Ionesco en un teatro gerundense a finales del siglo pasado cuando ocupaba el cargo de director del Centre de Cultura de Girona. Allí, sobre los escenarios, lucía la figura de Marcela, quien poco más tarde asumiría la condición de rasputina en el contexto de ese «teatro del absurdo» en el que se ha convertido la política en Catalunya a partir de que la CUP “destronara” al Rey Artur(o) Mas sopena de amenaza de convocatoria de nuevos comicios electorales de ámbito autonómico (sic) en 2016. Para la inmensa mayoría de los habitantes con derecho a voto de Catalunya, el sustituto de Mas resultaba ser un auténtico desconocido con la salvedad de haber sido edil en el ayuntamiento de Girona con el cambio de milenio. Pronto salieron a relucir detalles sueltos de su biografía fuera de la esfera política. Por razones óbvias reparé en aquellos gustos musicales que le llevaron a ejercer de bajista en una banda denominada Zénit. Me llamó la curiosidad su afición por Motörhead. Luego entendí el porqué: la conexión con el satanismo y la brujería que había sido una de sus pasiones de adolescencia. Ya instalado en la cuarentena, la entrada en contacto con Marcela avivó esa llama semiapagada por esos temas esotéricos. En esa dimensión sobrenatural a la que acuden representaciones provenientes de la tradición pagana de Centroeuropa es donde su ubica el hoy president de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont, cuya decisión de hacerse fuerte en el Palau de la Generalitat, pasando a residir allí sine die (la amenaza de una hipotética detención planea sobre el nido del cuco), abunda sobre algo que hace meses he meditado: no solo trata de escapar de la legalidad sino de la realidad. Entretanto, la rasputina sigue tratando de hacer vida normal en Girona. La conexión entre ambos no tan solo viaja por skype o por línea telefónica, sino por vía espiritual. En una de las escasas entrevistas que ha concedido Marcela Topor manifestó que «no le importaba salir de la Unión Europea con tal que Catalunya se independizara de España». En manos de una conversa con aspiraciones de rasputina y un fanático mórbido del independentismo (en sus años de juventud llegó a utilizar un falso DNI catalán para identificarse en distintas plazas hoteleras de Europa) se encuentra el destino de Catalunya, a los ojos de aquellos que no dudarían en aclamarlo como el President de la República del nou Estat. Óbviamente, el Estado español se verá impelido a aplicar el artículo 155 de la Carta Magna y de no deponer su actitud Puigdemont le espera un horizonte judicial sumamente complicado. Me aventuro a creer que el destierro de los Cárpatos no resultaría un mal destino para alguien que quiso llevar a Catalunya al zenit del independentismo, impelido por esa conexión de tintes esotéricos con su consorte Marcela. Ella que había nacido para educarse en el infierno, que diría el finado Lemmy Kilmister, el líder espiritual de Motörhead, banda de cabecera de alguien como Carles Puigdemont, a quien no deseo ver en prisión; más bien intuyo que puede acabar en algún otro tipo de espacio con paredes bien acolchadas por si le sobreviene un mal pensamiento.    

domingo, 1 de octubre de 2017

LA NOCHE MÁS OSCURA: LEVANTANDO ACTA DEL 1-0 DE 2017

Días antes de la celebración de un referéndum convocado por el Govern de la Generalitat de Catalunya el 1-O, contraviniendo toda lógica dictada por el sentido común, asistí a la proyección de Detroit (2017). Ciertamente, el tema de los disturbios que tuvieron lugar en la ciudad más poblada del estado de Michigan en el verano en el año que nací en el marco de lo que se dio en llamar «The Long Hot Summer of 1967», jugando con el título de la popular película filmada nueve años antes, a su vez inspirada en una serie de relatos escritor por William Faulkner— hasta entonces no había sido tratado de una forma directa en la gran pantalla, a pesar que hubiera sido un material propicio de abordar por realizadores como John Singleton , el "otro" Steve McQueen y sobre todo Spike Lee. Focalizada de manera especial en lo que ocurrió en el interior del Algiers Motel, donde el cantante de The Dramatist, una banda emergente de R&B, se ve envuelto en unos trágicos acontecimientos, con fuerzas militares y la Guardia Nacional provocando una auténtica barbarie al saberse atacados por un snipper («francotirador»), Detroit me dejó un gusto agridulce, pero con la creencia que directora (Kathryn Bigelow) y guionista (Mark Bolan) habían contribuido decisivamente a sacar a la palestra uno de esos episodios de la crónica negra de los Estados Unidos del siglo XX que invitan a tomar la temperatura del grado de racismo que tuvo lugar hace medio siglo y que, por desgracia, anda lejos de ser eliminado de raíz. Con todo, poco podía imaginar que días después Catalunya, mi amada Catalunya, se convertiría en campo abonado para la represión policial fruto de la locura y el despropósito de unos y otros. Seguramente, muchos de los habitantes de Catalunya tardarán meses, acaso años a la hora de pasar página de uno de los días más funestos de su historia reciente. Un día con su correspondiente noche. Parafraseando el título de la película anterior a Detroit concebida por la dupla Bigelow-Bolan, esta noche más oscura en la que, al filo del amanecer escribo estas líneas tratando de mantener el ánimo sereno y el pulso firme. Ni por asomo un referéndum ilegal merece que más de ochocientos de mis hermanos catalanes hayan sufrido heridas de distinta consideración, pero todas ellas con el denominador común que trabaja asimismo desde un plano psicológico del que resultará más complejo si cabe recuperarse. Me duele en el alma la desproporción con la que han actuado cuerpos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional desplazados desde distintos puntos de la geografía española para cumplir un mandato dictado desde las altas esferas judiciales con hilo (in)directo con el gobierno del Estado. Decidí no ir a votar al considerar que no había ninguna garantía legal en relación a una convocatoria camuflada de referéndum. Pero entendí que esas personas prestas a ir a votar debían hacerlo con plena libertad. Una vez celebrado ese acto festivo-reivindicativo a favor del independentismo, tocaría saldar cuentas con aquellos dirigentes políticos obcecados en poner a los pies de los caballos a ediles, personal de centros públicos y a una ciudadanía que, vistos los resultados, creían que la violencia policial practicada por los nuevos centuriones formaba parte intrínseca de otras realidades geográficas como la estadounidense, con el conflicto racial aún latente. Obviamente, a toda represión policial cabe una respuesta de contraataque por parte de grupos o grupúsculos de personas violentadas por la situación creada. El campo de batalla estaba servido en algunos puntos de la geografía catalana, en que una mezcla de odio por saberse “traicionados” por la policía local los Mossos d’Escuadra, presión acumulada durante días y el desconocimiento del territorio, sirvió de reactivo para que Policía Nacional y Guardia Civil enloquecieran, atacando indiscriminadamente a todas aquellas personas de bien (equivocadas o no al hacer suyo un referéndum con más sombras que luces) que trataban de defender su derecho a voto y, porqué no, acariciar con las yemas de los dedos un ideal de independencia. No hay que privar de alcanzar sus sueños a nadie. La imagen de cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estados trepando por una valla como si fueran a asaltar la madriguera de terroristas de Al Queda o ISIS, quedará grabada para siempre en mi memoria. Iban a por esas urnas que, a la postre, han resultado el MacGuffin en este relato en negro que debería cubrir de vergüenza al  PP (Partido Popular) con su nefasto Presidente del Gobierno Mariano Rajoy al frente. Ni una sola traza de humanidad se pudo leer en sus labios al omitir a las más de ochocientas víctimas de la población civil cuando hizo acto de presencia en esta, la noche más oscura donde actuaron a sus anchas uniformados en tierra hostil, algunos de los cuales solo les faltaba lucir en sus cascos la leyenda «Born to Kill»mientran blandían sus porras.
  Aún con los ojos humedecidos solo quiero expresar mi convicción que existe la esperanza de volver a reconstruir esos puentes que han tratado de dinamitar auténticos descerebrados. Ante la historia Mariano Rajoy quedará como el máximo responsable de una de las peores decisiones que ha conocido nuestro país. La llave que puede abrir una eventual solución se llama PSOE (Partido Socialista Obrero Español), dando por descontado que Unidos Podemos demostrará una vez más su visión de estado y acierto en el diagnóstico de situación. Lo dice un catalán que les seguirá votando, aún con el corazón compungido y con la certeza que asimismo Carles Puigdemont y Oriol Junqueras deben rendir cuentas con la Historia, a pesar que sean convertidos en mártires por una significativa porción de mis conciudadanos. En la irresponsabilidad de ambos por crear un espejismo en forma de referéndum ilegal en el oasis catalán radica una de las razones del porqué de la situación creada en nuestro territorio. El tiempo, dicen, lo cura todo. Habrá, pues, que poner pronto el contador a cero para volver a dinámicas de antaño, en que iguales podrían discrepar ideológicamente, pero la convivencia en paz se presumía como una de las principales conquistas tras la dictadura franquista, aquella en la que en el imaginario de algunos sigue bien presente.   

  

lunes, 18 de septiembre de 2017

«EL CRIMEN DEL CONDE NEVILLE» (2015), A PROPÓSITO DE AMÉLIE NOTHOMB, UNA AUTORA «DE NOVELA»

Apenas obtuvo repercusión en nuestro país el premio César concecido a Sylvie Testud por su encarnación de una traductora francesa a su regreso a Japón en Stupeur et tremblements (2003). En cambio, en el país vecino y sobre todo en Bélgica no pasaría desapercibida en determinados círculos culturales esta producción dirigida por Alain Corneau habida cuenta que Sylvie da vida al alter ego de Amélie Nothomb (n. 1966), una de las escritoras más populares en sendos países cuya agitada existencia no gana a un sinfín de anécdotas que la han convertido de facto en un personaje singular y un punto excéntrico. Escritora convulsiva y lectora voraz, la belga Nothomb, como prueba la novela que sirvió de base al film dirigido por Corneau (Estupor y temblores), ha encontrado en su propio relato vital fuente de inspiración para numerosos textos. Una cuestión que no atiende a la extrañeza pero sí, por el contrario, hábitos de conducta que razonan en su peculiar plan por abordar la escritura de tres novelas al año para luego desechar dos de ellas (sic). En ese juego del azar practicado desde que la literatura la procuró una estabilidad económica y una repercusión internacional en forma de premios, Nothomb hubiera podido desechar esa nouvelle llamada El crimen del conde Neville (2015) o, cuanto menos, alojarla en algún cajón a la espera de ser rescatada en periodos de sequía creativa. Pero difícilmente ese escenario se de al corto o medio plazo habida cuenta que Nothomb parece tener activos las veinticuatro horas del día esos mecanismos de la mente capaces de clasificar-catalogar noticias, ideas o datos a la espera de quedar conectados con apremio a transformarse en un relato (corto) o novela. Su escritura, pues, no nace fruto de una metódica fórmula de rastreo de párrafos, frases o palabras con el objetivo de ir encajando en una determinada historia. Nothomb procede a dejarse ir por un caudal de sensaciones al dictado de una fértil imaginación, en una muestra inequívoca que Nothomb pertenece a ese selecto grupo de escritores tocados por la varita mágica de la genialidad. Su narrativa fluye, reservando un espacio central para esos diálogos que procuran la confrontación de pareceres entre personajes (buena parte de los cuales dotados con una cierta aureola esnob) y que dejan filtrar una mordacidad que, en ocasiones, cabalga a los lomos de una ironía subordinada al conocimiento de esos círculos aristocráticos que había tomado contacto a muy temprana edad, al albur del puesto de Diplomático que ocupaba su progenitor. Ese humor que no suele colocarse del lado de la sátira es el que debió degustar Sergi Pàmies, artífice de la traducción de El crimen del conde Neville a cargo del sello Anagrama, en su afán por convertirse en la versión española del sello galo Albin Michel. No en vano, trece de sus relatos y/o novelas servidos por la (afilada y perspicaz) pluma de Nothomb han encontrado acomodo hasta la fecha en la editorial barcelonesa.
   Leída en un suspiro, El crimen del conde Neville recuerda de soslayo la literatura de Oscar Wilde, poblada de ingeniosas frases que han hecho fortuna en el acervo popular. No por casualidad, Amélie Northomb encontraría inspiración en el título de su vigésimo cuarta novela merced al relato de Wilde El crimen de Lord Arthur Saville, al que cita sin rubor en el ecuador de una historia de poco más de cien páginas, destinadas a hacer de la premisa de un eventual asesinato (el de Neville a su propia hija menor Sérieuse) una propuesta de cariz humorístico que nos habla sobre la miserabilidad del ser humano en sus afectos por el poder y la lujuria. Además de habilitar el texto alusiones a otras obras de fuste como Antígona de Sofocles, Sérieuse, hace de la lectura sin freno de los clásicos una barricada frente a un mundo exterior que denigra al alcanzar la adolescencia para solaz desesperación de su progenitor, persuadido en la idea que un eventual enamoramiento con un joven apuesto la desalojará de su autoimpuesto cautiverio. Vanas ilusiones al atender a un personaje díscolo y peculiar, tallado a imagen y semejanza de la precoz miembro de la Academia de la Lengua y de la Literatura Francesas de Bélgica, cuya obra a fecha de hoy lleva camino de quedar sepultada, cuanto menos nominalmente, por piezas literarias que su febril imaginación proyecta en el horizonte de la tercera década del siglo XXI y sucesivas.      

domingo, 13 de agosto de 2017

«WAYWARD PINES» (2015, TEMPORADA 1): MI IDAHO PRIVADO

De manera simultánea al “resurgimiento” de M. Night Shyamalan dentro de la escena cinematográfica con la estimable La visita (2015) y la magnífica Múltiple (2016) –un auténtico magisterio interpretativo por parte del escocés James McAvoy, el cineasta de origen hindú se sumó a la participación en la elaboración de series de televisión pero con una condición previa. Ésta razona sobre la voluntad de dirigir nada más que el episodio piloto de Wayward Pines (2015-     ), cuyo material de partida deviene la trilogía escrita por Blake Crouch. Prácticamente coincidiendo con la entrada del tercer volumen en imprenta The Last Town— el canal Fox dio luz verde a la puesta en marcha de una serie que concitaba, más allá de los seguidores que arrastraba la obra pergeñada por Crouch, un interés nada desdeñable la presencia al frente del reparto de Matt Dillon y de Shyamalan asumiendo el bastón de mando a través de posicionarse en el cargo de productor ejecutivo. Con ello, Shyamalan se garantizaba que su primer envite televisivo, en cierta forma, entrara en “armonía” con su propia obra cinética, a pesar que él no se responsabilizara de la firma de los guiones. Mas, el reparto de papeles dentro del apartado técnico estaba asignado de antemano, siendo Chad Hodge el showrunner de Wayward Pines, un título cuya “sonoridad” recuerda de soslayo a la serie Twin Peaks, hoy en día en boga verbigracia de la salida a la luz de nuevos episodios para regozijo de la “parroquia” lynchiana. Bien es cierto que en una primera aproximación a Wayward Pikes podemos colegir que el universo creado por Mark Frost y David Lynch para Twin Peaks favorece a alimentar ciertos paralelismos entre sendas series norteamericanas. Pero, más allá de esta primeriza impresión, a las que podría añadirse idílicos pueblos del interior del país estadounidense plasmados en la gran pantalla el Lumberton de Terciopelo azul (1986) del propio Lynch, o el enclave pictórico de Big Fish (2003), maniobrada tras las cámaras por Tim Burton, Wayward Pines, excusa decirse, participa de un tratamiento narrativo “hermanado” con propuestas anteriores de Shyamalan –en especial, El bosque (2004) en cuanto a la concepción de una sociedad secreta, hermética y jerarquizada— y sobre todo con la obra de Stephen King. No en vano, en determinados pasajes Wayward Pines adopta un carácter mimético en relación a piezas literarias de King socorridas por nocios simples, pero efectivas, caso de Los chicos del maíz.
    A estas alturas, resulta difícil aseverar si Wayward Pines ha resultado un ejercicio de “distracción” prescindible por lo que atañe a la singladura profesional de Shymalan, o por el contrario, podríamos tildarlo de un ejercicio estimulante que, lejos de colisionar con el corpus de su obra, lo complementa. En cualquier caso, Wayward Pines bebe de las mismas fuentes que ese manantial de esos mundos futuros manufacturadas con una orientación a caballo entre la utopía y la distopía que ataca al corazón de series coetáneas como El cuento de la doncella (2016-) a partir de la novela homónima de Margaret Atwood, una influencia más que presumible en los trabajos de Crouch o Westworld (2015-). A efectos historiográficos vinculados al análisis de la «Edad de Oro de las series de televisión» en el siglo XXI este carácter ambivalente es el que legitima el interés por Wayward Pines, independientemente del apunte que comporte que su primer episodio hubiese sido dirigido por un destacado enfant terrible finisecular como Shyamalan. Ciertamente, el autor de El sexto sentido marca su propio estilo –patente, por ejemplo, en esos trávelings circulares que envuelven, en esta ocasión, al personaje del agente del FBI reciclado a sheriff local Ethan Burke (Dillon)--, aunque Wayward Pines no anda corto de directores de cierta enjundia. Entre éstos figuran James Foley y Tim Hunter (por dos veces: The Friendly Place On Earth y Cycle), un viejo conocido de Matt Dillon tras haberlo dirigido en Ángeles sin cielo (1993). Ambos se despiden de la serie en el episodio postrero, cerrando así un círculo que da paso a uno nuevo ya sin el concurso de algunas de sus piezas principales del tablero, el propio Dillon y Toby Jones, en el rol de un científico-visionario que juega a ser Dios en ese «Idaho Privado» bautizado con el nombre de Wayward Pines. Eso sí, repiten Melissa Leo, Carla Gugino y Hope Davis para una segunda temporada que había quedado en stand by durante unos meses, a la espera de confirmación oficial para una eventual renovación.