domingo, 31 de octubre de 2010

JOHN SCOTT, EN SU OCHENTA ANIVERSARIO: UN COMPOSITOR OLVIDADO POR EL TIEMPO

Desconozco con exactitud a partir de que momento la música de Patrick John Scott (1930, Bristol) caló en mi ánimo, pero presumiblemente fue a raíz de escuchar la banda sonora de The Shooting Party / la cacería (1984). Al contrastarla con los imágenes y los diálogos del film dirigido por Alan Bridges me di cuenta hasta qué extremo el virtuosismo de Scott hacía posible que una producción tendente a lo mediocre se elevara merced a una partitura soberbia, descriptiva, emotiva, evocadora...
A partir de entonces, leer en los créditos su nombre y apellido en producciones que, a priori, no invitaban precisamente al entusiasmo se convirtió para un servidor en un saludable ejercicio de cómo la música debe servir/integrarse a las imágenes siempre bajo el prisma de un sinfonismo que abunda en mi particular teoría de lo lesivo que suelen ser la aplicación de los sintetizadores como fondo sonoro de producciones con enmienda a franquear las barreras del paso del tiempo y, por consiguiente ser susceptibles de valorarse como clásicos. Tomemos, por ejemplo, la década de los ochenta, evaluando aquellos films que han caído en la picota, entre otras cuestiones, por creaciones al sintetizador que debían suponer un importante ahorro en el capítulo presupuestario pero que, a la postre, creaban un efecto de distorsión para con las imágenes que hoy en día nos hacen recelar sobre los logros, en un cómputo global, de los films en cuestión. Hace poco tuve ocasión de ver por primera vez la magnífica F/X Efectos mortales (1986) y su continuación, F/X 2 Ilusiones mortales (1991). Amén de la calidad de uno u otro guión, si se prefiere de una forma subliminal la partitura sinfónica de Bill Conti se revelaría todo un acierto al servicio de un thriller que combina elementos de comedia y de terror con propensión al grand guignol. Por su parte, F/X 2, además de un guión despojado de la imaginería del primero, adolece de una composición consistente, en la medida que los teclados invaden casi por completo cada uno de los rincones de la partitura escrita por Lalo Schifrin, ofreciendo un tono monocorde, exento de matices en su conjunto. A diferencia de Schifrin, pero también de Jerry Goldsmith (piensen en la peor cosecha del maestro californiano y acertarán en dar con el denominador común en forma de sintetizadores: Hoosiers, más que ídolos, Traición sin límites, Exploradores, etc.), John Williams o Maurice Jarre, entre otros muchos, John Scott se ha mantenido fiel a un sinfonismo que ha repercutido en la práctica totalidad de sus scores.
   Desde hace tiempo una de las justificaciones del porqué Jerry Goldsmith tan sólo se le retribuiría con un Oscar —por La profecía (1976)— cuando poseía una de las filmografías más extensas, creativas y variadas de todos los tiempos, se debía a que las grabaciones de sus discos los hacía fuera del territorio estadounidense, valiéndose sobre todo de orquestas europeas. Ya se sabe que el corporativismo cuenta a la hora de pronunciarse a favor de una u otra candidatura. Siempre he puesto un tanto en entredicho esta valoración, si bien no niego que algo de verdad anide en este razonamiento. Pero lo que no me cabe duda es que John Scott, quien cumple el 1 de noviembre de 2010 su ochenta aniversario, no ha sido considerado en su justa medida porque sencillamente el que hubiera podido ser su tránsito hacia un prestigio que le hiciera más visible cara a los aficionados al cine en general, tomó la determinación de consagrarse al sinfonismo, orillando (salvo puntuales incursiones) cualquier tentativa de plegarse a las modas imperantes en los últimos decenios del siglo XX.
   En feliz iniciativa del emergente sello La-La Land Records la reciente publicación —por primera vez en CD— de Greystoke, la leyenda de Tarzán, rey de los monos (1984) ha supuesto reencontrarme con el gran John Scott, en su aplicación de una banda sonora que nos muestra la inifinidad de matices dispuesta por una orquesta frente al tono plano, por citar otro film dirigido por Hugh Hudson, exhibido por Carros de fuego (1981), en cuya revisión pesa como una losa su apartado musical por muy impactante —cortesía de Vangelis— que había sido en la época de su estreno. Otra muesca más, la de Greystoke, que añadir a ese telar recubierto de piedras preciosas que conforman la obra de John Scott, generalmente díficiles de encontrar por cuánto su sello JOS Records —en el que asimismo se halla su serie de grabaciones para la espléndida serie documental de Jacques Costeau— aún no se ha dedicado en cuerpo y alma a remasterizar y reponer los stocks de su larga serie de piezas de enjundia. Si alguien que lea estas líneas con una voluntad de abrir nuevos frentes de conocimiento —el principal propósito de Haldane, dicho sea de paso; los juegos de vanidad, autocomplacencia y reafirmación personal se practican en otros foros— excuso decir que John Scott es una apuesta segura, máxime cuando puedo afirmar sin rubor que no conozco una sola mala banda sonora del compositor inglés, quien velaría sus primeras armas profesionales como frontman de un quinteto de jazz, y tocaría el saxo para el score de Goldfinger (1962) para  su coetáneo y tocayo Barry. Pero, puestos a escoger, me quedaria con Marco Antonio y Cleopatra / Antony and Cleopatra (1972) —una obra maestra de ominosa y calculada intensidad concebida en tiempo récord (una suite de la misma se puede escuchar en el ipod situado al margen izquierdo del blog)—, Yor, el cazador que vino del espacio (1982) —una muestra de antropología musical con las hechuras propias de Leonard Rosenmann—, la televisiva Mountbatten. The Last Viceroy (1985), Bala blindada (1987), William the Conqueror (1991), la serie Costeau y, por descontado, La cacería, una película que debería ser de obligado cumplimiento proyectar en las escuelas destinadas a formar compositores en disposición de trabajar para el medio. La música de John Scott siempre me ha mantenido firme en la creencia que el sinfonismo es el camino más corto para que un buen film lleve implícito un pasaporte intemporal. Lástima que sean una pequeña proporción en una filmografía trufada de naderías, productos de derribo para la pequeña pantalla o el celuloide, cuyo único reclamo a día de hoy sigue siendo para mí la presencia en los créditos de este maestro de la composición, que de haber afinado más en sus elecciones, estaría por derecho propio entre mi top ten de compositores para cine predilectos. Feliz 80 aniversario, Mr. Scott.

sábado, 23 de octubre de 2010

NICOLAS ROEG EN SCIFIWORLD Nº 31 (OCTUBRE 2010)

Por muy variadas razones algunos realizadores arrastran consigo la misma muletilla que adopta categoría de nombre o apellido compuesto cuando se refieren a ellos. Uno de los recursos más trillados es el de «adaptador de novelas». Bien lo supo John Huston, quien además de «cineasta de los perdedores» se le echaba en cara poco más o menos que adaptara el Moby Dick de Herman Melville, Bajo el volcán de Malcolm Lowry e incluso... La Biblia, en un proyecto que quedaría abortado casi desde el principio de lo que debía ser «la historia más grande jamás contada» con el concurso de cineastas del calibre de Federico Fellini. Por el contrario, otros como Nicolas Roeg (1928, Londres) apenas se le percibe en calidad de adaptador de novelas o relatos cuando, en realidad, mantiene una proporción pareja a la de Huston. Una explicación plausible del porqué Roeg ha escapado a esta etiqueta se deba a que la mayoría de los textos que llevaría a la gran pantalla han tenido una difusión limitada, al menos por estos pagos, e incluso gozando algunos de sus autores de cierta reputación relatos del estilo de Don’t Look Now han quedado ajenos al mundo editorial en lengua castellana. Sin duda, la mayor motivación que me ha conducido a escribir un artículo sobre Nicolas Roeg ligado al fantástico se deba a la modélica adaptación de Don’t Look Now, breve relato escrito por Daphne du Maurier, otra de esas voces literarias femeninas que siguieron la estela de las hermanas Brontë, Mary W. Shelley, Jane Austen y compañía. Venecia ha sido fuente de inspiración de un rosario de escritores, pero no siempre su plasmación en imágenes ha tenido la virtud de elevarse a los altares de la inmortalidad cinematográfica —Las alas de la paloma (1997), a partir del relato de Henry James, o por mucho que se admire a Luchino Visconti su Muerte en Venecia (1970) ha visto como el paso del tiempo ha erosionado este tratado sobre la decadencia humana merced a un ritmo en exceso parsimonioso, y en el uso y abuso del teleobjetivo, entre otras consideraciones— y en otras han quedado en stand by proyectos que, a buen seguro, hubieran merecido verse en pantalla —pienso en Al otro lado del río y entre los árboles de Ernest Hemingway, que estuvieron tentados de rodar, entre otros, Robert Altman y John Frankenheimer—. Casi cuarenta años después de su realización, Amenaza en la sombra —el título de estreno en nuestro país del original Don’t Look Now— sigue pareciéndome la mejor de las traslaciones al celuloide de cuantas obras literarias se ubican en la Ciudad de las Góndolas, dando la vuelta a esa imagen de postal veneciana para conferir un relato subyugante, hipnótico que se ajustaba plenamente a las motivaciones artísticas de Nicolas Roeg, un cineasta que siempre ha tratado de orillar los convencionalismos. En este todo armónico que aún hoy en día sigue pareciéndome Amenaza en la sombra evidentementemente juega un papel preponderante mi admiración por Julie Christie —cuando la capacidad selectiva se viste de actriz: el repaso a su filmografía, en líneas generales, es un canto al buen gusto y a un refinado olfato— y esa envolvente partitura a cargo de Pino Donaggio, que marcaría la pauta para venideras colaboraciones con Brian De Palma, cineasta que se estudiaría al milímetro el armazón dramático, visual y auditivo del que está constituido el tercer largometraje de su colega británico. Ese óptimo entente entre compositor-director exhibido a propósito de Don’t Look Now no debería sorprender si atendemos a ese modélico score confeccionado por John Barry —entre mis favoritos— para Walkabout / Más allá de... (1971), la aventura de Nicolas Roeg por los confines de Australia, territorio donde la carrera del londinense intuyo se hubiera desarrollado sin dificultades: son amigos de la heterodoxia, y las rarezas son platos que se cocinan con asiduidad en las antípodas. Tangencialmente vinculada al fantástico, Más allá de... queda fuera de cobertura su análisis en este estudio, cediendo el protagonismo, al margen de Amenaza en la sombra, a The Man Who Fell to Earth (1976) —ejercicio iconoclasta que toma nuevamente un texto literario de partida, el creado por Walter Tevis, personaje de lo más curioso que hizo de la sordidez de las salas de billar categoría en El buscavidas y su continuación, El color del dinero— ; La maldición de la brujas (1990) —las caracterizaciones cortesía de Henson Producciones para esta adaptación del relato corto de Roald Dahl salvaría los muebles de una empresa que hubiera podido llevar la rúbrica de Chris Columbus sin que nadie lo notara— y Puffball (2007), producto directed to DVD que encuentra entre sus argumentos que justifiquen su visionado completo (algo que no puedo decir lo mismo de Contratiempo, Track 29 o Eureka, con el denominador común ante las cámaras de Theresa Russell, a la sazón esposa del director) la presencia de Rita Tushingham, icono del free cinema merced a su papel en Un sabor a miel (1961). Un tiempo, el del florecimiento de los angry young men («los jóvenes airados»), que tuvo al responsable tras las cámaras de Performance (1970) ocupado en tareas de operador, no para vanalidades si no para fogearse antes de dar el salto a la condición de operador jefe al servicio de auténticos tesoros que desfilan ante nuestros ojos con la viveza de los colores que supo imprimir, por ejemplo, en La máscara de la muerte roja (1964), Fahrenheit 451 (1966) o Lejos del mundanal  ruido (1967). Más tarde, Roeg transferiría semejantes enseñanzas al director de fotografía Anthony Richmond para abordar los aspectos plásticos de la que valoro como su masterpiece, en forma de amenaza en las sombra que acontece por las sinuosas calles de Venecia, a falta de lo que nos pueda deparar el viaje en ese Tren nocturno —inspirado en el original literario de Martin Amis— con parada, esperemos, en las carteleras en 2011.

sábado, 16 de octubre de 2010

LLÁMAME JOSÉ MONTILLA, CON «S» DE SÚPER Y CON «M» DE MEDIOCRE: «SUPERMEDIOCRE»

Una de las características que definen a los mediocres es que devienen personas previsibles en cada uno de los ámbitos de sus vidas. El carácter gris no se cultiva sino que se va perpetuando en sus fueros internos, pero no les priva de copar cargos de gestión relevantes en el organigrama empresarial y sobre todo en el ámbito de la política. Es más, la mediocridad suele computar al alza entre los partidos políticos en la querencia de que la sumisión es un factor que se da por descontado para aquellos que nunca se salen de las reglas, y su vena contestataria ha quedado obstruida de puertas para adentro. En ese país, nación, autonomía, estado o llámenle como quieran que es Catalunya, la mediocridad está expresada de una forma superlativa en la persona de José Montilla, el actual Presidente de la Generalitat, y candidato por el PSC (Partido Socialista de Catalunya) para intentar volver a ganar las elecciones el próximo 28 de noviembre de 2010. Vaya por delante que al único partido que he votado en mi vida ha sido al PSOE o al PSC, y en las ocasiones que no lo he hecho ha sido para tomar la decisión de evitar acudir a la convocatoria de los comicios o estimar un voto en blanco, una dinámica que he ido aplicando sistemáticamente en los últimos años en vistas de un panorama desolador en torno a la clase política.
En este ambiente de «paranoia» en que se mueven la política en la previa y/o en plena campaña electoral, me he ido fijando detenidamente en los pasos que ha dado José Montilla en aras a una estrategia que, según sus cálculos, le puede situar con opciones de revalidar el triunfo de los próximos comicios. Con el PSOE desmoronándose en los distintos barómetros que evaluán la gestión del gobierno del estado ante una crisis galopante, el PSC, correa de transmisión en tantos sentidos del partido «Madre», ha visto que su poder empezaba a tambalearse hasta el punto que CIU (Convergència i Unió) le ha tomado la delantera en las intenciones de voto. Mucha delantera, me atrevería a decir. Pero, ya se sabe, a grandes males, grandes remedios, debió cavilar José Montilla. Asi pues, el político de origen cordobés que ha sabido agudizar a lo largo de los últimos años ese sentido de supervivencia dentro la selva de la política, después de llenarse la boca con el catalanismo, en su defensa a ultranza de l’Estatut —el eje de su discurso político que ha durado un lustro; no ha habido Telenotícies en que se dejara al margen susodicho nombre— ya ha sido advertido que si no capta, afianza el voto de aquellos catalanes que no comulgan con ruedas de molino en forma de catalanismo, que se empiece a olvidar de revalidar su actual puesto. Para tal menester, ha reclutado a Celestino Corbacho para atraer el voto indeciso proveniente del cinturón del Área Metropolitana de Barcelona hacia las huestes del PSC, rememorando su feliz etapa al frente del Ayuntamiento de L’Hospitalet de Llobregat, una de las ciudades más densificadas de Catalunya y por ende, del estado español. Una operación de alto riesgo sabiendo que Corbacho como Ministro de Trabajo en un par de años ha batido todos los récords negativos habidos y por haber, pero nada comparable con la campaña que las Joventuts Socialistes han preparado al insigne José Montilla, en la que se muestra al actual Presidente de la Generalitat ataviado con el traje de Supermán. Dos producciones cinematográficas emparentadas con Peter Sellers me sobrevienen cuando pienso en Montilla. Por una parte, el canto de cisne del actor británico, Bienvenido Mr. Chance (1979) —surgida a partir de una novela Desde el jardín (Ed. Angrama, 2009) de Jerzy Kozinski—, en que un jardinero sin estudios llega, por una serie de extraños designios, a presidir la Casa Blanca; y por otra parte, Llámame Peter (2003), en la que la tesis de esta producción de la HBO se basa en que Peter Sellers (en la piel de Geoffrey Rush) era un hombre sin personalidad que se colocaba uno u otro disfraz para dar cuerpo a sus representaciones en pantalla, provocando una multipolaridad en su comportamiento. Como el Mr. Chance de Bienvenido, Mr. Chance Montilla ha exhibido un nivel de estudios de similar perfil bajo —o subterráneo— que si no fuera porque la política recluta a algunos de los más incapacitados —toda una garantía de sumisión— de la sociedad entre sus filas, una candidatura que valorara las aptitudes globales por parte de órganos cualificados andaría por el puesto 1.345.000 —de un censo de mayores de 18 años que rondaría los cuatro millones de personas— en el ránking para ser Presidente de la Generalitat de Catalunya. Y por lo que concierne a Llámame Peter, la nula personalidad de Montilla se ha puesto en evidencia al colocarle el traje de Supermán, en una penúltima tentativa, me temo que estéril por convencer a un electorado indeciso (o mejor dicho, desengañado que luego se arrepiente en la jornada de reflexión que mejor sería acudir a las urnas no sea que salga "tal" en lugar de "pascual") de las bondades de ese humble man («humilde servidor»), ese hombre normal capaz de hacer grandes cosas para un país. Estoy convencido de que Patxi López, el actual Lehendakari del País Vasco, alguna mente pensante le habrá propuesto que entre en el juego electoral y se enfunde el traje de SuperLópez, el personaje creado por Jan (Juan López), fuente de inspiración para la campaña urdida por las Joventuts Socialistes de Catalunya. Pero el uno —Patxi López— tiene personalidad y no entra en estas dinámicas de un simplismo apabullante, mientras que el otro —José Montilla— se presta a ello con tal de agarrarse a un hierro candente que le lleve a seguir aferrado a la poltrona de la Generalitat... que ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado cuando debia leer a Superlópez y demás antihéroes allá por los años setenta, cuando iba forjándose ese perfil de self made man con la variante —nada baladí— de tener la sede de un partido como su segunda casa... La casa del pueblo socialista. Luego, algunos voces de peso del PSC, a toro pasado, vista la debacle electoral, se empezarán a rasgar las vestiduras e interrogarse si lo de Montilla con la capa tenía algún sentido, si lo de reclutar a Corbacho iba a algún lugar tras sus annus horribilis al frente del Ministerio de Trabajo, o si esa maniobra desesperada por volver a contar con los votos de los descreídos frente a su anterior deriva nacionalista no hubiera sido mejor trabajada desde lo sutil. Claro que, puestos a ver las cosas desde otra perspectiva más alentadora, la tumba que se ha cavado el propio Montilla, al fin y al cabo nos alejarán en el futuro de contar con el President de la Generalitat con menos formación y peso intelectual de toda la historia, pero asimiso con menos escrúpulos a la hora de representar a siete millones y medio de habitantes, cuando en el mejor de los casos, si no hubiera escogido el papel de trepa al albur de un partido concreto para ir escalando, con lo de presidir una comunidad de vecinos se hubiera podido dar con un canto en los dientes.  

sábado, 9 de octubre de 2010

«LA FERIA DEL MUNDO», DE E. L. DOCTOROW: ÉRASE UNA VEZ EN LA AMÉRICA DEL BRONX DE LOS AÑOS TREINTA

Curiosamente, dos de mis autores de cabecera, además de ser conocidos en el mundo literario por firmar con las iniciales de sus nombres compuestos, vieron a la misma edad publicados sus respectivos libros de memorias concentrados en sus etapas infantiles y/o adolescentes. E(dgar) L(awrence) Doctorow (1931, Bronx, Nueva York) lo hizo con un decalaje de un año en relación a J(im) G(raham) Ballard (1930-2009), quien construyó una narración superlativa con El imperio del sol (1984), a partir de sus propias experiencias marcadas a fuego en su memoria en sus primeros estadios vitales que transcurrieron en el Shangai de los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, otro punto de coincidencia entre sendos escritores fue la elección de un título para sus respectivas autobiografías (parciales) que llamara a la alegoría, en consonancia con ese espacio mágico, salpicado de realidades históricas y personales insoslayables, que conforman un viaje hacia un pasado siguiendo el dictado del primer mandamiento para un ejercicio forjado desde una memoria perdurable por sequla seculorum: la nostalgia. Nostalgia de una época que Doctorow traza sobre su lienzo creativo una obra que muchos podremos coincidir que no raya a la altura de sus grandes piezas literarias —El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975), ambas igualmente editadas por el sello Miscelánea—, pero que, en cualquier caso, valga el símil cargado de folklore ibérico, el duende del escritor neoyorquino está allí, en cada una de las trescientas cincuenta páginas que conforman La feria del mundo. 
Edgar Lawrence Doctorow.
Cuando se habla de los grandes escritores de la literatura mundial pongamos por caso, para no remontarmos más atrás en el tiempo, del siglo XX, la calidad de las obras de estos insignes autores muchas veces va acompañada de un estilo que peca o despunta (según se prefiera) por un barroquismo formal que se muestra impenetrable a una buena proporción de lectores, más acostumbrados a una sintaxis menos exigente que permite seguir la trama de la historia sin provocar un vaivén de idas y venidas de páginas. Para un servidor, la sencillez expositiva es una cualidad que valoro en grado sumo porque evita distracciones innecesarias y perder el hilo de una trama que debería erigirse en el buque insigna de cualquier narración. Doctorow pertenece a esta raza de narradores de caligrafía franca a lectores de toda condición, pero que al final de un texto, como por ejemplo sucede con La feria mundial, llegas a la conclusión de que se han abierto a tus ojos y tu mente un universo de una extraordinaria riqueza. Una miríada de detalles extraídos del inconsciente y del subconsciente de Doctorow que afloran en el papel y que crean una cosmogonia capaz de acompañarnos, de llevarnos de la mano por ese microcosmos, el del Bronx que recorre desde los primeros años de la Depresión hasta la celebración de la Feria Mundial en 1939, que da nombre a la novela. Doctorow orilla cualquier conato de truculencia (incuso en aquel episodio en que sufrió las envestidas de una enfermedad traicionera instalada en su aparato digestivo), de ajuste de cuentas con aquel lejano pasado que le hubiera resultado menos complaciente; este mago de la escritura lo hace desde un prisma un tanto idealizado, cargado de positivismo el relato de una vida que estuvo a distancia de evaluarse en sus primeras fases como un camino de rosas. La feria del mundo es una obra imantada de una nostalgia que razona sobre aspectos comunes a la inmensa mayoría de los mortales —el despertar a la madurez; las sensaciones del primer amor (el suyo para con Meg, compañera de clase e hija de una vedette de la plataforma acuática ubicada en una de las estencias más concurridas de la Feria Mundial); la capacidad de mimetizar comportamientos de aquellos héroes impresos en los cómics o inmortalizados en las canchas de juego (Edgar, añadiría a esta práctica su inviolable afición por los seriales radiofónicos que conformaban casi un deber más entre su larga lista de tareas extraescolares, y la devoción que sentía por su hermano mayor Donald, músico precoz)— pero invierte los códigos de la sensiblería inherentes a tantas obras con un claro pronunciamiento autobiográfico. Así pues, la lectura de La feria mundial transita de una manera placentera, obrando ese milagro de hacernos partícipes de la vida de un Edgar que a sus nueve años ya caminaba con paso firme hacia una singularidad que encontraría en la literatura el medio donde encauzar su torrente creativo. No obstante, no se desprende de lo relatado por el propio Doctorow un afán por aislar a su propio yo de un contexto que le provocaba animadversión y que le movía a ser diferente. Simplemente, Doctorow muestra un mundo que trataba de remontar los efectos del crack del 29, que forjaba aquellos mitos dispuestos a suplir el vacío que podía generar en no pocas personas la falta de un referente espiritual al que orar, y que contemplaban la llegada de la Feria Mundial o del Zeppelín (surcando el cielo neoyorquino) como eventos de primera magnitud que alimentaban la imaginación de los niños hasta magnitudes infinitas. Aquellas experiencias irían calando en el ánimo de Edgar Doctorow, siendo capaz al cabo de casi medio siglo de condimentar un plato que llevaba tiempo aguardando para ser degustado por muy distintos paladares. Una vez cocinada y servida en el plato en forma de páginas impresas encuadernadas en hilo solo nos queda proceder a su lectura. Un servidor ya lo ha hecho con el consejo que sea la música compuesta por Ennio Morricone para Érase una vez en América (1984) la que cree una sensación mágica de placer al fusionarse dos artes supremos en el mismo espacio temporal. No creo que Doctorow estuviera disconforme con esta propuesta de acompañamiento para una partitura que iba creciendo en la mente de Morricone a la par que el autor de ascendencia rusa (Dave Doctorow, otra enorme personalidad arrinconado por la historia verbigracia, entre otras consideraciones de índole ideológico y de pertenencia a un determinado creado religioso, a la notoriedad alcanzada por uno de sus vástagos) daba los últimos retoques a las galeradas de La feria mundial. Otra pieza más que se integra en ese mosaico de la excelencia relativa a la persona de Edgar Lawrence Doctorow, que el sello Miscelánea ha puesto en circulación a partir del mes de septiembre de 2010. Una apuesta que en la era de internet no cabe duda se evalúa desde el riesgo por saber el número de lectores que puede atraer este semi(desconocido) —por estos lares— prosista llamado E. L. Doctorow. En su Nueva York natal su nombre invita a la reverencia, pero si el buen juicio guía a los miembros de la Academia sita en Oslo que premian anualmente a escritores que han destacado en el panorama mundial por el conjunto de sus respectivas obras (el más reciente, el peruano Mario Vargas Llosa), el Nobel de literatura debería tener en un futuro —medido al corto plazo— al autor de World's Fair entre sus galardonados. Sería entonces cuando las librerías con honores para llamarse como tales echaran mano del catálogo de Miscelánea —a los títulos señalados, añadir el de Homer y Langley (2009), a la que dediqué un post en este blog (Ver enlace), y Ciudad de Dios (1999), que espero comentar próximamente en el mundo de Haldane— para vestir un espacio reservado a His Majesty Edgar Lawrence Doctorow, de oficio genio de la escritura con letras remachadas con motivos dorados.

sábado, 2 de octubre de 2010

ARTHUR PENN (1922-2010): «PEQUEÑO GRAN HOMBRE»

Cuando escuchas y/o ves desfilar por las emisoras radiofónicas o los programas televisivos a una retahíla de directores haciendo alarde de sus (supuestas) virtudes que luego brillan por su ausencia al acercarse a las salas cinematográficas, me suelo encomendar, por contraste, a la modestia que destilan personalidades que tan sólo por un par de sus producciones computaría para situarlos por derecho propio en la historia del Séptimo Arte contemporáneo. La muerte de Arthur Penn (1922-2010), acaecida un día después de haber cumplido su 88 aniversario —el 27 de septiembre—, me ha movido a rememorar aquella jornada en que conocí a este distinguido ciudadano nacido en Filadelfia. Fue un día intenso en que Arthur Penn y un servidor coincidimos en varias ocasiones, hablamos y sobre todo escuché al hombre, al ser humano que trasciende la figura de director, de metteur en scène. El homenaje que le tributaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya devino un acto de justicia para alguien que había contribuido a dinamitar las vetustas estructuras de un cine, el norteamericano, anclado en preceptos que empezaban a quedar obsoletos en el contexto de una sociedad en constante transformación. 
Arthur Penn y un servidor, Christian Aguilera
Siempre es plato de buen gusto escuchar en voz propia de sus directores anécdotas de rodajes de producciones que luego, por un efecto «mágico», se convierten en piezas del museo del celuloide, clásicos intemporales. Pero todas estas consideraciones quedarían eclipsadas en mi recuerdo frente a aquella mirada de dolor, compungida, de punción interior que se adivinaba en su rostro cuando le razoné sobre esa constante de su cine en que la figura paterna se revela en un substituto del progenitor biológico. Al hilo de esta argumentación, Arthur Penn trazó unas pinceladas sobre esa vida de escolar marcada por un padre al que evaluaba como un extraño cuando se reecontró con él después de una larga ausencia. Lejos de hacer de esas carencias afectivas una argumento de peso para ir moldeando una personalidad conflictiva en su modo de actuar, Arthur Penn creció con el convencimiento que el impregnarse del conocimiento de otras personas le ayudaría a desarrollarse como un ser cultivado, un hombre de mente abierta, en cierto sentido un librepensador, y un conspícuo luchador por los derechos civiles e individuales en una época en los Estados Unidos, que no hacía demasiado, como diría su compañero de la «Generación de la televisión», Sidney Lumet, la «caza de brujas» se había formulado como lo más parecido o cercano al fascismo. Un fascismo, circunscrito en el viejo continente, que generaría unas dinámicas prestas a dar cancha a un conflicto bélico extendiéndose cuál mancha de aceite y que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos que, como Penn o Lumet —judíos de condición— tuvieron conocimiento de la barbarie que se libraba en Europa durante esos años y que, en muchos aspectos, vieron extirpada gran parte de esa inocencia depositaria de la adolescencia y de la juventud de cada uno de nosotros, crecerían con el pálpito de una conciencia social que jamás les abandonaría. En el caso de Arthur Penn, esta conciencia vino reforzada merced a su paso por la Black Mountain —a la que me había referido en un anterior post—, espacio sito en las cercanías de Ashville, Carolina del Norte, donde se concitaban arquitectos, bailraines, pintores, cineastas, escritores... Merce CunninghamElaine y Willem de Kooning, Robert de Niro Sr. , James Leo Herlihy... y el propio Penn, entre otros, que luego descollaron, cada uno por separado, en distintas disciplinas artísticas y/o profesionales, habían pasado por ese Black Mountain que despertaría en mi fuero interno, al calor del relato en primera persona del director de El milagro de Ana Sullivan (1962), un pensamiento que ya nunca me ha abandonado. He soñado ese mundo en que la luz cegadora de un sol de poniente invita a buscar una sombra compartida con alguien que te habla sobre arquitectura y del porqué John Lloyd Wight ideó la forma de un determinado edificio; o aquella tarde en que al abrise un arco iris tras una mañana lluviosa un pintor se te acerca y te susurra casi al oido el ascendente que crearía Edward Hopper sobre una generación de cineastas norteamericanos... En esos sueños siempre reconozco a ese ser llamado Arthur Penn, que te lleva de la mano con su sapiencia por los senderos de un mundo que no parece haberse forjado al dictado del pensamiento único, aquel que da pábulo a la confección en cadena de mentes durmientes, incapaces de razonar por sí mismos. Profesor del Actors Studio, kennedista declarado (colaboró en diversas ocasiones con John Fitzgerald Kennedy), director de poco más de una docena de producciones cinematograficas —entre las que destacan, a mi juicio, Bonnie y Clyde (1967), La noche se mueve (1976) y Georgia (1981)—, prolífico realizador para la pequeña pantalla en sus años de formación... y por encima de todo, un ser humano que escaló la Black Mountain, se situaría en su cima y desde allí otearía el mundo con las hechuras propias de un espíritu jovial, adoctrinado en el arte de pensar por sí solo y desprendiéndose de cualquier ropaje en forma de altanería, soberbia y vanidad mórbida. Gracias, Arthur, por haber tenido noticias del hombre. No olvidaré jamás aquella master class sobre la vida de alguien que buscó cobijo en la formación humanista e intelectual como antídoto a esos vaivenes que acompañan nuestras existencias casi al poco de correr las cortinas que irradian de luz nuestras estancias personales y familiares. Descansa en paz, pequeño gran hombre.I'll Never forget you