viernes, 30 de octubre de 2009

ENSAYO SOBRE EL CINISMO: DEL «SÍNDROME» DE DIÓGENES A LA «MISERIA» HUMANA


Existen numerosas voces recogidas en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española cuyo significado auténtico ha ido mutando en función del uso que se ha derivado de su expresión oral. «Cómplice», por ejemplo, se expresa como sinónimo de «amistosa», «compañerismo» o «camaradería» cuando, en realidad, este vocablo lleva ímplicito una acción delictiva. Pero hay otro extenso grupo de entradas que han cambiado su significado de una forma diríase que radical en relación al origen de las mismas, al menos en algunas de sus acepciones. Tal es el caso de cinismo, que además de la «impudencia, la obscenidad descarada y la falta de vergüenza a la hora de mentir o defender acciones que son condenables» en su génesis asimismo servía para definir a aquellos cuyo modus vivendi se basaba en la riqueza y en la ostentación de bienes materiales. Diógenes de Sinope (412 A. C.-323 A. C.) —también conocido como Diógenes «el cínico» (ver foto)—, discípulo de Sócrates, fue uno de los correligionarios de la «escuela del cinismo» que estuvo en boga durante algunos siglos. Pero con el paso del tiempo esta segunda acepción del vocablo «cinismo» ha sufrido un cambio drástico, pasando de ese frontismo para con el materialismo a la desconfianza de la bondad del ser humano a través de comportamientos que buscan en la ironía y el sarcasmo, cuando no la burla, sus principales aliados.
Sirva este preámbulo para referirme a la remodelada «escuela del cinismo» que conozco de motu proprio, es decir, la que se sitúa a caballo del siglo XX y XXI, que está sobradamente representada en el seno de nuestra sociedad. Más que detectarse en las primeras fases de la vida de un individuo, el cinismo gana en protagonismo una vez quebrada la juventud y a las puertas de alcanzar la madurez. Se puede ser cínico en plena adolescencia, es cierto, pero sin duda entre las personas de treinta y tantos se empiezan a entrever sus trazos distintos hasta lograr su mayor carga de «virulencia» una vez traspasada la frontera de los cuarenta años. Resiguiendo una frase que siempre se me ha quedado esculpida en la mente, Katharine Hepburn —por encima de su condición de (excepcional) actriz, una mujer avanzada a su época, de una extraordinaria inteligencia que vivió, como Diógenes de Sinope, casi un siglo— se refería a que la mayoría de personas se lamentan de no poder haber alcanzado aquellas metas que se habían propuesto y, a partir de aquí, se derivan un sinfín de problemáticas. Esta fase crítica que convoca a la frustración suele darse precisamente en torno a la cuarentena. De ahí que una de las respuestas plausibles a la misma sea convertirse en un individuo candidato a ocupar un puesto en la remozada «escuela del cinismo». Por lo visto y oído, no dudo que haya lista de espera. Pero sin duda, la persistencia es uno los rasgos que mejor sirve para detectar a los cínicos... Sus burlas, ironías y sarcasmos no se calman en una sola tarde a lo largo de un mes; a medida que los vas conociendo, esa tendencia va en aumento hasta extenderse como un manto que expulsa cualquier atisbo de franqueza y sentido de la sinceridad.
El refranero español es sabio: «dime con quien andas y te diré quien eres». Aforismo aplicable a todos aquellos que han sentido la cercanía de un cínico y que, al cabo, se han acabado inoculando de este virus que se transmite por vía auditiva y sensitiva. Un cinismo que camina de la mano o que sirve de puerta de entrada para la vanidad, el egoísmo o la arrogancia. Antes incluso que este «cóctel» de atributos se agite, la naturaleza de los cínicos en la acepción antitética a la esgrimida por algunos de los discípulos de Sócrates, es fácilmente detectable: se trata de personas que no escuchan, salvo a ellas mismas; sobre aquello que no resulta de su interés se expresan con desdén y lo despachan con alguna clase de mofa o burla extraída de su amplio repertorio; las vidas de los otros les importa un comino a excepción que puedan sacar un beneficio (del tipo que sea) a costa de éstos. Por fortuna, no he encontrado cínicos entre las personas que admiro. La idea matriz para no ser un cínico es levantarse cada mañana y tener el convencimiento que hay muchas cosas por aprender de uno mismo pero también de los demás. Si tomamos un solo año de nuestras vidas, tenemos 365-366 oportunidades para aprender aunque sea una sola cosa al día tanto de nuestro interior como del exterior, aquel que se proyecta en personas que saben escuchar o de la infinidad de conocimiento que está a nuestro alcance de formas y maneras muy distintas. Ese, me aventuro a pensar, que es el mejor de los antídotos para no caer en el cinismo, aún siendo consciente que aquel espacio soñado se va difuminando y el sentimiento de frustración, parafraseando a Bob Dylan, llama a las puertas del cielo... pero mi decisión sigue firme: los cínicos no forman ni formarán parte de mi vida; caer en sus redes es empresa factible. De ahí que desoiga sus cantos de sirena por mucho que se ofrezcan como personas de una apariencia cautivadora.

miércoles, 28 de octubre de 2009

«ALL I INTENTED TO BE» DE EMMYLOU HARRIS

Alcanzar la cúspide de popularidad a resguardo de una (super)banda se cobra indefectiblemente su peaje una vez abandonada la misma por cualquier de sus integrantes. Mark Knopfler caería en las «brasas» de la indiferencia de muchos cuando buscaba otros derroteros artísticos una vez finiquitada su etapa con los Dire Straits para solaz desesperación de su legión de admiradores. Y a fuer de sinceros, aquel líder propenso a la alopecia que había vencido situaciones límites hasta dar con su particular santo grial en forma de canciones como Sultans On Swing o Brothers in Arms, afilaría su guitarra y su voz para volver a dar en la diana en su oscilante etapa en solitario. Al margen de esa pieza maestra que no me canso de escuchar –Sailing to Philadelphia, en asociación con James Taylor–, otro dúo obraba el milagro que tocara con la yema de los dedos ese espacio celestial reservado para las verdaderas estrellas del firmamento musical. Claro que Knopfler amueblaría un álbum de tronío, All the Roadrunning (2006) compartiendo autoría en la portada con una gran dama del country y del folk en los Estados Unidos. Su nombre, Emmylou Harris, quizás suene como un eco lejano para aquellos que orientan sus «antenas» musicales hacia otros géneros que poco guardan relación con los que devienen genuinamente norteamericanos. Pero bueno es dejarse seducir ni que fuera una vez en la vida por esta figura «totémica» de un country-folk que ha pasado por una amplia gama de tonalidades pero siempre presidida por esa mayestática voz que endulza la canción más amarga, la que nos susurra la imagen de una pérdida que siempre tendremos presente, o nos devuelve la mirada al pasado para tratar de restañar heridas inferidas en nuestros corazones. Su último álbum editado hasta la fecha, All I Intented to Be (2008), vuelve a dar la medida de su poderío vocal y de su negativa a la autocomplacencia tanto en la composición de las canciones –Broken Man’s Lament es como visitar algunas de las páginas de su vida desde la perspectiva de su primer marido, el también músico Tom Slocum—como a la hora de perseguir un sonido distintivo para cada uno de los trece temas que jalonan este compacto. En este propósito se embarcaría el canadiense Brian Ahern, el productor de Harris durante un par de décadas y, a la sazón, su segundo marido. Ahern se suma a esa excepcional nómina de músicos dispuestos a arropar con sus instrumentos y sus apoyos vocales —allí luce con luz propia Dolly Parton en la canción Gold, o invade el terreno de lo sublime formando dueto con Mike Auldridge en el tema Kern River— a una sexagenaria Emmylou Harris que encara sus últimos lustros en una con la convicción que su labor pasará a la posteridad. Y así lo será porque su música camina hacia un espacio intemporal, surcado por un hálito de autenticidad propia de una dama que no se ha dejado derribar ante la adversidad. Pieces of the Sky (1975), su primer álbum oficial, pese a ganarse el aprecio de buena parte de la crítica e ir sumando incondicionales, quedaría semisepultado entre un sinfín de tesoros de esa década. Pero All I Intented to Be representa el perfecto ejemplo de esa aspiración del artista que ha sabido transmitir toda la intensidad, sensibilidad y belleza posible de un talento surgido de la madre naturaleza allá por la primavera de 1947, en Birmingham, Alabama. Al escuchar una decena de veces All I Intented to Be ya ha llegado al convencimiento que este disco se integrará en la banda sonora de esas tardes aciagas en lo climatológico o antes de abonarme a los dulces sueños, aquellos que burlan una realidad martilleada por noticias sobre gente de una mediocridad moral e intelectual apabullante... allí la música de Emmylou Harris no tiene lugar. Su compromiso es con lo que ella siempre ha intentado ser: una artista imperecedera.

viernes, 23 de octubre de 2009

LA «HABITACIÓN» EN FORMA DE L

En tiempos de crisis uno de los pocos negocios en verdad rentables es el de las pancartas. Un elemento imprescindible en la iconografía de toda huelga que se precie y que semana sí, semana también se convocan en plazas, frente a empresas radicadas en zonas industriales, calles y demás rincones de nuestro bendito país. De las más sonadas, sin duda, fue la que asociaciones y colectivos antiabortistas, amparados por la iglesia católica y con la bendición urbi et orbe del PP, convocaron en el centro de Madrid con la intención de exhibir músculo frente a la inmiente aprobación en el senado de una remodelada ley propugnada por el gobierno socialista en la que modifica al alza las posibilidades de interrumpir el embarazo por parte de mujeres y sobre todo de chicas adolescentes, sin necesidad del consentimiento paterno y materno. Como suele suceder con los eslóganes generalistas que tratan de hacernos caer en un maniqueísmo atroz, no existe la gama de grises; lo blanco se opone a lo negro y viceversa. Impelidos por un fanatismo religioso, aquellos que enarbolaban la bandera antiabortista con eslóganes ramplones deben tener el convencimiento que la interrupción del embarazo es un «deporte» que practican las mujeres parapetadas en una progresía que todo lo puede, sin reparar en el «sacrilegio» que ello comporta. Claro está que las flechas van dirigidas al legislador, dejando a esas mujeres o niñas abocadas al aborto como víctimas de un sistema laicista que aparca valores que guardan estricta relación con lo ético y lo moral. Pero algunos seguimos creyendo que cada caso de aborto es un mundo en sí mismo. En la medicina moderna se aplica una terapia individualizada que está teniendo excelentes resultados —por ejemplo, el 80% de los cánceres de mama diagnosticados en España tienen curación—. En cambio, el aborto se ofrece cuál piedra arrojadiza entre unos y otros. Muchos son los factores que convergen en la toma de la decisión para que una mujer o adolescente se decante por abortar o no; variables que van desde la situación económica, el entorno/presión familiar ejercida, la estabilidad sentimental y un largo etcétera. Es cierto que, a priori, parece una auténtica afrenta al sentido común que una adolescente pueda decidir por su cuenta y riesgo tomar la pastilla del día después y, de esta forma, frustrar las expectativas del alumbramiento de una nueva vida. Pero incluso en este escenario, el desamparo, la ausencia de relación con sus progenitores es uno de los motivos por los que esa joven se ha lanzado a una noche loca con los resultados de un embarazo fortuito o no deseado.
Entre la infinidad de historias relativas a jóvenes que han pasado por una disyuntiva de este tipo me viene a la mente una producción británica de principios de los años sesenta, La habitación en forma de L (1962), susceptible de incorporarse al programa de educación sexual de países que se vanaglorien de una docencia libre de dogmatismos recalcitrantes. A partir de una novela escrita por Lynne Reid Banks, Bryan Forbes —un cineasta a reivindicar por el carácter heterodoxo de su filmografía— escribió el guión de La habitación en forma de L que él mismo acabaría dirigiendo con buen pulso. El film se instala en un marco de clandestinidad en la Inglaterra de los happy sixties en el que la francesa Jane Fosset (Leslie Caron) se debate entre abortar o dar a luz un bebé fruto de su relación con Toby (Tom Bell), un escritor fracasado. Lo arriesgado de la propuesta se debe, en parte, a que no se expone tan sólo como Jane va deshojando la margarita sino que en este constante balanceo entre una opción u otra planea la idea del suicidio que puede llevarse incluso por delante a ese ser que anida en su interior. Así se explicita en una de las secuencias del film que se desarrolla en esa habitación en forma de L que dio nombre a la novela y a la producción en cuestión. Un título alegórico que podría extrapolarse a la realidad hispana de nuestros días bajo la égida socialista, una vez prescrita la era Aznar D. C. —en la que se contabilizaron, por cierto, medio millón de abortos, según estimaciones de organismos como el Instituto de la Mujer—; esa habitación iluminada por la cámara de Forbes y de su operador Douglas Slocombe se corresponde con una nación en la que muchas jóvenes se sienten atrapadas por una realidad que las supera, al meditar sobre la asunción de una (nueva) maternidad o buscar la solución en la práctica abortiva. La forma de «L, siguiendo el «razonamiento» alegórico, responde a otra realidad que puede ser un factor a considerar para decantar la balanza en aras a interrumpir el embarazo: la letra que sirve para ilustrar el curso de la economía que se adivina al medio plazo. Más que la «V» que auguraba ese «ilusionista» llamado José Luis Rodríguez Zapatero o la «U» que trataban de hacernos creer algunos analistas confiados en una receta universal para los problemas de la crisis, la «L» es la que se vislumbra como la letra del abecedario que describirá, a buen seguro, el estancamiento económico de nuestro país, al menos, durante los próximos años. Mientras tanto, el PSOE se encamina a tirar adelante una nueva ley del aborto en su segunda legislatura para disgusto de parte de la ciudadanía arropada por el PP que podría tildar la iniciativa impulsada por Bibiana Aído y su Ministerio de Igualdad (sic) de «plan siniestro»... precisamente el título de estreno en España del film que Bryan Forbes realizaría a renglón seguido de La habitación en forma de L.

martes, 20 de octubre de 2009

KEREN ANN: A MEDIA VOZ

Dentro de esa revolución musical silenciosa que están llevando a cabo las féminas desde hace varias décadas tiene cabida otro nombre al que hasta hace relativamente poco me había pasado desapercibido: Keren Ann. A tenor de lo escueto de su nombre artístico y su larga cabellera color azabache la podríamos ubicar en el Reino Unido o en otras latitudes como Islandia –uno de los países como más músicos por metro cuadrado del panorama mundial--. Pero Keren Ann nació en Israel hace treinta y cinco primaveras; nos lo hubiera puesto más fácil de haber firmado su sexteto de discos compactos con su apellido de inequívoca ascendencia judía, el de Zeidel.
Advertido por Francesc Miralles —un escritor de raza desdoblado en músico, a tiempo parcial, a través de su concurso en el grupo de raíces folk Nikosia—, me puse sobre la pista de Keren Ann con el pálpito que otro diamante en bruto estaba a punto de asaltar mis oídos. Keren Ann (2007), el álbum epónimo y último de sus trabajos discográficos en estudio, ha cubierto con creces las expectativas con una subyugante oferta vocal y compositiva. Ante la espectacular nómina de cantantes que han concurrido en los últimos años en la escena musical y a las que he ido siguiendo, en mayor o menor medida, el factor sorpresa cada vez tiende a reducirse. Aun así, Keren Ann me seduce por su personalidad vocal pero asimismo por esa manera de presentar los temas con un timbre distintivo para cada uno de ellos, ya sea a través de coros que se modulan cuál susurro o pinceladas instrumentales de sonoridad orgánica. La cantante de ascendencia israelí pero afincada en Francia desde hace tiempo atraviesa las barreras de lo trillado en aras a ofrecer una muestra de su talento con un rosario de canciones que parece nacer de un sueño profundo. Una música que nos transporta al mundo del subconsciente, aquel en el que encuentra acomodo el cine de David Lynch. It’a All a Lie bien hubiera podido integrarse en la banda sonora de la serie Twin Peaks (1989) o de Terciopelo azul (1986), dejando que en lugar de Julee Cruise Ann se colara en el universo musical de Angelo Badalamenti bendecido por Lynch, a modo de desgarro sonoro de surrealismo con el que parece haber sido forjado el tema de obertura del disco. Canciones bañadas de delicadeza espiritual, que atraviesan corazones zaheridos por aquellos sueños no cumplidos o aquellas esperanzas desbaratadas, cuyas pautas melódicas (con la salvedad de esa coda electroacústica e instrumental llamada Caspia) resultan sencillas pero efectivas. Al batir ese cóctel de influencias que Ann trató de metabolizar en su interior en sus años de adolescencia y juventud, se nos ofrece una obra que avanza a media voz, a la manera de Aimee Mann, sin estridencias. Al acercarnos a esas jornadas frías, con un viento de noche que parece arrancar nuestros deseos más íntimos, la música de Ann se ofrece de fondo con un arrebato de pura sensibilidad, cuya nueva escucha define un nuevo detalle sonoro o inflexión de voz que se nos había escapado. Y solo de esta forma, cuando estamos a punto de alcanzar la «hora mágica» hemos tomado conciencia que Keren Ann ha dejado de ser una desconocida. Al menos, así ha sido para un servidor, dispuesto a escudriñar en esa obra corta en títulos —La biographie de Luka Philipsen (2002), La disparation (2002), Not Going Anywhere (2003), Nolita (2005) y la que nos ha ocupado— pero que tiene todo los pronunciamientos para prolongarse en el tiempo.

sábado, 17 de octubre de 2009

ANDRÉS MONTES (1956-2009): «THE UNFORGIVEN»

En el pasado Europeo de Básket ‘09, celebrado en Polonia, Andrés Montes describía con el título de una de las piezas esenciales de la discografía de Yes la situación por la que atravesaba el equipo de la selección española liderada por Pau Gasol: «Estamos, como diría Yes, Close to the Edge, al borde del abismo». La mayoría de la audiencia que seguía las retransmisiones de la Sexta debió interrogarse para sus adentros a cuento de qué venía citar ese grupo que se debía localizar en el pleistoceno del rock. Pero sabiéndose que lo importante es vivir el momento y expresar aquello que dicta un corazón que late al compás del sonido Motown o del rock progresivo, a Montes no se le encogió el pensamiento y lanzó al aire una muestra más de esa sapiencia cultural, de esa querencia por el buen gusto que ha ido esculpiendo hasta el fin de sus días una imagen de bon vivant, pero al mismo tiempo la de un incomprendido, un unforgiven en su acepción hustoniana.
Supe de Andrés Montes a mediados los años ochenta, cuando el baloncesto en nuestro país experimentaba un inusitado auge, sembrando de pistas los anexos a esas plazas duras de concepción socialista a la par que la ACB nacía con la voluntad de profesionalizar todos los estamentos que comprometían a este bendito deporte. Montes interpretó como pocos que si se quería enterrar la imagen de país de futboleros para que que enrraizaran otros deportes en un terreno ocupado prácticamente en toda su extensión por el deporte rey, había que introducir un cierto sentido del show-business. Aún recuerdo aquellas retransmisiones en directo en las que José María García cedía el micro a Montes en las canchas de básket diseminadas a lo largo y ancho de la geografía española. La hinchada de Estudiantes bautizó al periodista de ascendencia cubana «Manute» Montes, en una diáfana muestra de simpatía, al colocarle el apodo referido al nombre de pila de aquel pivot de más de 2,20 cm, de figura filiforme con pasaporte sudanés —Manute Bol— que aterrizó en la NBA en la era de dominio de Los Angeles Lakers. Sin perder el rictus de seriedad que solía asomar en su rostro, Montes era aclamado por la demencia del Ramiro de Maetzu cuando entraba en directo para entrevistar a alguien que le sobrepasaba varios palmos. Por aquel entonces, el cronista deportivo empezaba a emerger/ejercer de personaje mediático, aunque hubo un tiempo que su estela se apagó. No obstante, Montes no perdería ripio de una actividad periodística que le llevó por distintas emisoras públicas y privadas.
Para un deporte en constante evolución en la aplicación de un sinfín de reglas es necesario contar con la aportación en la retransmisión de profesionales capaces de explicar al oyente/espectador el cómo y el porqué, además de manejarse con suficiencia en conceptos tácticos y en saber de que pie cojea o que atributos adornan a uno u otro jugador. Así lo entendieron los responsables del área de deportes del ente público y de los canales autonómicos en los años noventa. Sigo considerando a Mario Pesquera el mejor maestro en estas lides, aunque no se queda rezagado el gran Joan Creus o Nacho Solozábal, sendos bases de enjundia. Pero para una generación que hemos ido imprengándonos del conocimiento del básket que nos brindaban estos ilustres profesionales, quizás ya estábamos preparados/adoctrinados en este menesteres y veíamos con buenos ojos ese comeback de Don Andrés Montes para dar cancha a su peculiar show time. Con el cabello rasurado y tocado por una pajarita que transitaba por todos los colores del arco iris en función de su estado anímico, Montes entraba al ruedo de las retransmisiones de básket de la Sexta —sin descuidar su participación (en compañía de Julio Salinas), en el fútbol, del que asimismo era un consumado especialista— con ese sello inconfundible rebosante de cinefilia, de melomanía y, en contra de lo que se puede pensar, de modestia. Porque Don Andrés no hacía uso de los tiempos de posesión de micrófono a la que su pedigree mediático le hubiera correspondido; lo que sí dejaba entrever era una complacencia por sentirse rodeado de aquellos gigantes del básket que admiraba: Juan Antonio San Epifanio, álias Epi, Juan Manuel López Iturriaga y José Manuel «Mr. Catering» Calderón. Ellos no podían por menos que sorprenderse del pozo de conocimiento que se extraía de la mente de Montes, dispuesto a imbocar a personalidades, grupos, canciones o películas periclitadas en el nuevo orden cultural-comercial que se adivinaba en el horizonte del siglo XXI. Valor-refugio de una incomprensión que no perturbaría el ánimo de Montes; más bien le ayudaba a reafirmar una personalidad sobre la que gravitaba un legado cultural impresionante. Prefiero recordar a este hombre ilustrado que me hizo esbozar una sonrisa mientras me recreaba en un mate estratosférico, un lanzamiento de tres o una perfecta definición práctica de la eficacia del corte de UCLA. Su toque personal quedará impregnado para siempre más en la historia de este maravilloso deporte que es el básket, al que uno de los más bajos integrantes del «circo del balón naranja» en nuestro país ha contribuido a que sea tan grande. En la que se correspondería con su postrera etapa profesional, Montes hizo de conductor del programa No sabes cuanto te quiero, consagrado a su gran pasión por la música en las sobremesas de Radio Marca –la misma franja escogida por Ramón Trecet, otro periodista adscrito al básket con debilidades melómanas y amigo de las onomatopeyas para regar de (sin)sentido sus locuciones—. En este templo al «sibaritismo» musical hubiera tenido cabida ese I’ve Seen All Good People, una canción de Yes escrita por Jon Anderson y Chris Squire que nos habla de la bondad, cuando no bonomía, de personajes como Mr. Montes. Va por tí, Andrés, el gran Andrés... Unforgiven Montes. Descanse en paz.


miércoles, 14 de octubre de 2009

EL INFORME DE LA MINORÍA: MEDIDAS PRECOG

El recién nombramiento de Barak Obama como premio Nobel de la Paz no hace más que refrendar una impresión que he venido observando de un tiempo a esta parte: la necesidad de las sociedades desarrolladas por anticipar aquello que vendrá. No sería descabellado pensar que, en un futuro no demasiado lejano, los gobiernos contarán con un Ministerio de Predicciones de Futuro. Con ello el gobierno de turno se ahorraría presentarse frente a la sociedad con una batería de mentiras que trataran de amortiguar el golpe bajo que supone una crisis que les ha pillado con el pie cambiado precisamente por una falta de previsión. Pero esos cálculos al largo plazo no tan sólo serían aplicables a la economía sino a asuntos, por ejemplo, referidos a la seguridad, en franca concordancia con lo expuesto por Philip K. Dick en su relato El informe de la minoría, fuente de inspiración para ese clásico contemporáneo del fantástico, en su variante de anticipación, que lleva por nombre Minority Report (2002). Reducir a la mínima expresión el índice de criminalidad parecería una aspiración razonable para aquellos altos mandos de la seguridad que se desayunan día sí y otro también con la noticia de un asesinato en plena calle, en el infierno de un hogar desmembrado o en una zona de ocio del extrarradio de una gran ciudad. A expensas de dar algún día con esa pareja de gemelos y esa joven de mirada triste cuyos cerebros se conectan en red para suministrar la información/predicción de futuro necesaria para activar los dispositivos Precog, las sociedades del primer mundo desarrollan, en distintos organismos e instituciones, una política que prima lo que sobre el papel puede darse. Además del Nobel otorgado a Obama, otras situaciones que quizás tiempo atrás nos moverían a la perplejidad, en la actualidad son tomadas con cierta naturalidad: este es el caso de los actos perpetrados por el juez Baltasar Garzón en territorio vasco que impide ni siquiera que Arnaldo Otegui y los de su cuerda oficialicen su voluntad de refundar Batasuna; el de desestimar la presunción de inocencia sin estar imputado en Gürtel Gate, como ocurre con Ricardo Costa en el PP de Valencia, etc. Una realidad preventiva que tiene su paradigma en las dos guerras que se dilucidan en Oriente Medio desde hace años, con la presunción por parte de esos Precogs instalados en los aledaños del poder que si se ataca a las madrigueras que concentran a los radicales islamistas en suelo afgano e iraquí, se podrá evitar que en distintas capitales europeas y en los Estados Unidos se reproduzcan las sangrías de asesinatos de la población civil de antaño.
Visionario —por efecto del ácido lisérgico (LSD) o sin él— donde los haya, otro residente de Chicago, Phlip K. Dick, nos legó un sinfín de obras literarias que pivotan sobre la idea de la identidad, al tiempo que someten al lector a proyectarnos de continuo en un futuro imperfecto al que ya hemos empezado a identificar como algo tangible. Es evidente que Los Ángeles de 2016 que se reproduce en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? presenta una fisonomía bastante distinta de la Megápolis de la costa Oeste de los Estado Unidos de nuestros días, pero el concepto de individuos carentes de estímulos emocionales (que se confunden con los replicantes) lo podemos palpar con la yemas de nuestros dedos; a mayor tecnificación de las sociedades, aumenta el riesgo que esa sensibilidad inherente a la condición humana languidezca. Para todos aquellos que tomamos en consideración el carácter profético de la novela que dio pie a la insigne Blade Runner (1982), al volver sobre la lectura de El informe de la minoría —integrada en una antología de cuentos y relatos breves publicada por Ediciones B— no puedo por menos que interpretar que ese espacio de futuro dickiano (que no dickensiano) abraza la realidad de nuestros días. El arte de la prevención se ha instalado en nuestro mundo; ahora ya no solo debemos aprender del pasado para evitar errores que se puedan ofrecer en el futuro.

sábado, 10 de octubre de 2009

UNA REALIDAD DE FUTURO SOBRE EL PAPEL: LOS E-BOOKS


Haciendo un ejercicio de prospección de futuro no creo desmesurado pensar en el siguiente escenario: un grupo de amigos de mediana edad se reunen en casa de uno de éstos por algún espúreo motivo, bien sea para conmemorar una efemérides o por la sencilla razón de forzar un encuentro que había quedado largamente aplazado. Quien actúa de cicerone, un auténtico technophile, exhibe su nueva adquisición para regocijo de una colección de esnobs dispuestos a dejarse seducir por cualquier objeto imantado de modernidad que, según ellos, hacen nuestras-vidas-más-confortables. El Kindle de nueva generación, esgrime un ufano cicerone, puede almacenar algo parecido en volumen a doce mil libros con una media de trescientas páginas. Además, su conexión vía telefónica 5G permite descargas —previo pago con tarjeta— de un libro seleccionado en apenas décimas de segundos. Como por arte de magia, nuestro hombre procede a una demostración in vivo tras atender a la sugerencia de uno de los amigos sobre su deseo de leer lo nuevo de un escritor que se ha encaramado en lo más alto de la lista de bestsellers. Éste último ha dejado de ser el artífice de diversos worstsellers en su primeriza etapa profesional consagrado a ver sus publicaciones editadas en papel, a desenvolverse entre la créme de la créme de los e-escritores.
Hace un par de semanas, Jorge Herralde, fundador del sello Anagrama, visitaba el plató d’ Els matins, el programa de TV3, con motivo de la celebración del 40 aniversario del nacimiento de esta magnífica editorial. A preguntas del conductor y director del programa Josep Cuní sobre el futuro del libro electrónico, Herralde mostraba su escepticismo por cuanto representa un sucedáneo del libro publicado en papel. El sabio editor iba más allá al evaluar que el potencial lector, ante la disyuntiva de escoger entre el original y la copia/sucedáneo, se decantaría por lo primero. Pero claro está que Herralde se refería al «lector». Hay mucha gente que le agrada escribir, pero una infinitésima parte de éstos pasan a ser escritores con todo lo que ello conlleva —una voluntad y una metodología de trabajo a veces espartana, entre otros asuntos—. De la misma forma, existe un elevadísimo porcentaje de la población que lee, aunque tan sólo una parte ínfima sea la que puede considerarse lectora. De entre esta reducida nómina dudo que los e-books tengan futuro alguno simplemente porque ese acto ritual que comporta la lectura se rompe, se canibaliza en aras a convertirnos una vez más en esclavos de las pantallas para desarrollar cualquier ejercicio intelectual. Sin embargo, los departamentos de desarrollo tecnológico de las grandes corporaciones editoriales trabajan sus estimaciones al medio o largo plazo sobre la base de que las nuevas generaciones nacen con un portátil bajo el brazo; así lo dispone el plan de estudios de escuelas, institutos y academias que van arrinconado los libros de texto en papel. El primer paso para que esas lecturas obligatorias de obras universales se sirvan, a unos años vista, en formato electrónico en una terminal estilo Kindle que hoy en día los technophiles empieza a hacer las primeras catas. Éstos han tomado la delantera en el diseño del interior de las casas del futuro, donde las paredes permanecen desnudas de libros o con algún que otro artificio decorativo —bloques de libros que sirven de mero atrezzo ya que en su interior se llena el vacío (una idea extraída de El liquidador de Atom Egoyan que ya en su tiempo me pareció algo más que una excentricidad: una realidad tangible)—, mientras que sobre el tocador del dormitorio o en una mesilla anexa al cuadro de mandos a distancia ese Kindle deposita en su memoria el equivalente al contenidos que ofrece una biblioteca de barrio. Ante esta alternativa, se preguntarán algunos, para qué malgastar el tiempo tejiendo una red de conocimiento con ediciones encuadernadas y cosidas en hilo; mejor plegarse a la practicidad y empezar a enterrar arcaicos modos y costumbres como desplazarse a una librería para perderse en un sinfín de nombres propios y títulos que disfrazan la realidad con sus alegóricos títulos. Pero para un servidor hay cosas irreemplazables, más allá del tacto que ofrece la textura del papel de un libro u otras consideraciones de índole fetichista: contribuir a sellar el compromiso de felicidad en una mañana de verano en compañía de una novela que se va degustando a cada página vencida bajo la sombra protectora que ofrece un árbol, o depositar en el regazo de un sillón un libro que aguardará la continuidad de su lectura al siguiente atardecer. Esos son algunos de los pequeños e infinitos placeres que ofrece la vida y que dudo mucho que los e-books puedan llegar a reemplazarlos, al menos, desde la humilde perspectiva de un lector... con minúsculas.

domingo, 4 de octubre de 2009

«ALERTA ROJA» DE PETER GEORGE: UNA OBRA OLVIDADA POR EL TIEMPO


A expensas de que alguna editorial con una cierta propensión a las rarezas se digne a publicarla, Alerta Roja representa una de esas obras que, a nivel comercial, «murieron» prácticamente a los pocos años de su aparición en el mercado. Y de esto hace más de cuarenta años, al albur del estreno en nuestro país de ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú (1964), la versión cinematográfica surgida a partir del material literario escrito por Peter George (1924-1966).
Sirva este preámbulo para referirme a un libro por el que me había interesado desde hace una veintena de años, en ese afán por ir descubriendo todo aquello relacionado con la obra fílmica de Stanley Kubrick y que, al cabo de los años, me llevaría a concretar una monografía sobre éste —Stanley Kubrick: una odisea creativa (1999, Dirigido por... Serie mayor nº 9)—. Por aquel entonces me hice con media docena larga de las novelas o relatos cortos que sirvieron de base para sendas piezas cinematográficas con Mr. Kubrick situándose a renglón seguido del directed and produced by en los títulos de crédito. De esta manera, después de contemplar la cara de pasmo de un buen número de libreros, dí por imposible la adquisición de la novela de Peter George. Incluso cuando acometí la escritura del libro sobre Kubrick —aún quedaba lejos la impresionante oferta literaria de la que se dispone hoy en día vía internet/Amazon— lamenté que no me acompañara en ese viaje por el conocimiento de la obra del cineasta de origen judío la susodicha novela de George. Pero coincidiendo con los diez años de salida al mercado de esta monografía, casi por arte de magia, una llamada localizaría aquel tesoro que siempre tuve la presunción que había quedado sepultado en alguna librería de viejo o transferida en un recinto en forma de feria del libro, con una porción de su oferta versada en manuales de segunda mano. Mi buen amigo Tomás me proveyó de un ejemplar que conservaba un buen estado pese a las cuatro décadas por los que seguramente ha vagado por diversos rincones. Espero que, al menos, en el curso de los próximos cuarenta años sea un servidor su legítimo propietario.
No revelo ningún secreto al explicar que Stanley Kubrick siempre prefirió obras que no hubieran tenido demasiado recorrido en las librerías, quedando en una zona de penumbra, alejado de la inmensa mayoría de la población que descuida una literatura que no copa los primeros lugares de ventas. Evidentemente, la circunstancia de que Kubrick escogiera una u otra obra y la adaptara para la gran pantalla elevaba a la enésima potencia las cifras de venta de obras como Atraco perfecto de Lionel White, El centinela de Arthur C. Clarke, La naranja mecánica de Anthony Burgess o Un chaleco de acero de Gustav Hasford. Pero cumpliendo el valor de la excepción esta realidad no se dio con Red Alert en la medida que, al tratarse de un texto literario enrraizado en la cultura de la era de la Guerra Fría, al ir alejándonos de estos márgenes temporales la opción de plantearse una hipotética reedición se iría desvaneciendo. Tampoco su discreta calidad literaria ha ayudado a que esas editoriales de pequeño formato —dispuestas a desenterrar joyas ocultas— pudieran prestar excesiva atención por la obra de George. Pero su lectura desmiente aquello que las ideas más brillantes que encierra ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú se localizan fuera de las páginas del texto del escritor británico. Al cabo de leerlo un par de veces, Kubrick supo que tenía una película en ciernes. En realidad, la base de comedia está contenida en el libro de Peter George —incluso esa alusión a la propiedad privada al referirse a una máquina de la coca-cola—, pero Kubrick, en comunión con Terry Southern, potenció esa vena hilarante que convoca a pensar en el enfrentamiento entre dos superpotencias (los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética), a imagen y semejanza de una riña propia de un patio de colegio. Más o menos podríamos decir que Kubrick y Southern tenían la letra de la canción impresa y con unos espacios en blanco —como si se tratara de esos ejercicios recurrentes en las clases de inglés/francés en nuestras etapas en el instituto—. Así pues, el doctor Strangelove esbozado en el volumen de George presenta como uno de sus trazos físicos característicos un brazo algo inquieto, que demanda un plus de autonomía... una pauta que se acabaría dando forma con semejante extremidad superior extendida mientras que el científico filonazi exclama «¡My Führer, puedo andar!». Un tanto de lo mismo ocurre cuando el comandante Kong trata de desatascar el mecanismo de obertura de la compuerta donde se alojan las bombas con cabezas nucleares para acabar precipitándose al vacío a los lomos de una de ellas (curiosamente llamada Lolita)... Atendiendo al aire de vaquero de Slim Pickens, la idea de colocarle un sombrero de cowboy tratando de domar su potro (=bomba) hizo el resto. Imágenes todas ellas que han acabado formando parte de la iconografía de una época y que, en honor a la verdad, Peter George sentó las pilares para la que se convertiría en una obra cinematográfica capital surgida al amparo de la Guerra Fría. El prestigio de la misma ha pivotado sobre las figuras de Kubrick y de Peter Sellers —en una triple intepretación—, dejando en la cuneta a un hombre que escogió la comedia para driblar posibles censuras. Primero amagaría en su país natal amparándose en el sedudónimo de Peter Bryant y valiéndose del título Two Hours to Doom (1958) para, un año más tarde, dejar al descubierto que su nombre se correspondía con el de un ex oficial de la RAF y, toda vez que lo consensuó con los editores de turno, éstos se decantaron por lanzarla al mercado en los Estados Unidos con el título Red Alert. Ironías de la vida, George puso el cierre a su vida vía suicidio con las galeradas de su siguiente novela descansando en la mesilla de su dormitorio. Su título, Nuclear Survivors... Él no sobrevivió pero me sirve de consuelo que su obra más referenciada lo haya hecho y llegue a mis manos después de tantos años conservada en el interior de algún bunker en forma de inmueble o de tienda con aromas a papel viejo, aquel que se puede oler al pasearse por calles como Aribau en horario de tarde-noche.