domingo, 28 de marzo de 2010

«HOMER Y LANGLEY» DE E. L. DOCTOROW: ENSAYO DESDE LA CEGUERA

En 2003 Alfaguara editaba en nuestro país Ensayo sobre la ceguera, una alegoría social brindada por el luso José Saramago, cuyo título bien hubiera servido —con la permuta de la preposición «sobre» por «desde»—, valga la redundancia, de antetítulo de Homer y Langley (2010, Ed. Miscelánea). Última de las obras literarias publicada de E(dgar) L(awrence) Doctorow (Nueva York, 1931) , uno de los escritores que tengo en mayor estima —un «río» con un «caudal» de creatividad inmenso que se expande a un sinfín de «afluentes»—Homer y Langley se presenta como una novedad presta a ganar la atención de los curiosos en vísperas de Sant Jordi. Doctorow es sencillamente un prodigio de escritor, capaz de alumbrar una obra imprescindible de la literatura del siglo XX —Ragtime (1975)—, pero que ha tenido a bien acompañar de otros relatos o novelas que han sido elaborados con un sentido de crónica social e histórica.
Frente a totems de la literatura del calado de El libro de Daniel (1971) —igualmente publicada por Miscelánea—, la citada  Ragtime Billy Bathgate (1989), Homer y Langley opera en una línea más modesta pero igualmente se identifica el magisterio de su autor a la hora de trazar un texto de doscientas páginas que contiene música en cada unas de las composiciones escritas por Doctorow. Como ya había hecho con Ragtime y El libro de Daniel, en Homer y Langley el escritor de ascendencia rusa parte de un hecho verídico para luego crear su propia ficción. El sustrato real es el que compete a Homer Lusk Collyer (1881-1947) y Langley Collyer (1885-1947), hijos del estrafalario doctor Herman Collyer (1857-1923) —de raza le viene al gago— cuyos cadáveres se encontraron en el interior del 153 West 77th Street de Nueva York, en medio de toneladas de periódicos, instrumentos musicales, utensilios de toda forma y tamaño... e incluso un automóvil de grandes proporciones aparcado en uno de los comedores de una vasta propiedad con acceso vedado para funcionarios de la hacienda pública o del ayuntamiento, y demás personal susceptible de soliviantar los ánimos de tan peculiares inquilinos, en especial de Langley, ex combatiente en la Gran Guerra. Con ningún heredero de por medio que hubiera podido demandar algún que otro derecho pecuniario, Doctorow hace uso de los nombres y apellido reales de estos «indigentes del civismo» —en El libro de Daniel sortearía una situación de base similar valiéndose del apellido Isaacson en detrimento de Rosenberg, el matrimonio condenado a la pena capital supuestamente por pasar documentos confidenciales sobre armamento nuclear a los Rusos en plena época de «glaciación» entre los superpotencias mundiales— para elucubrar una ficción en torno a Homer y Langley sobre cómo hubiera podido ser sus respectivas existencias encerrados en un mundo que los situaba al borde de la paranoia. La obra se inicia con una frase que tiene un punto de antológico: «Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento». Al leer esta frase sonreí y dije para mí mismo: puro Doctorow. He leído el libro con fruición, y más que nunca, con la convicción que Kurt Vonnegut Jr. —otro de mis autores de cabecera— parece colarse en no pocos pasajes de Homer y Langley. Este es, por lo que he leído de ambos, lo más cercano de Doctorow al contenido literario de Vonnegut, y viceversa. El equivalente, por tanto, a la descripción de universos que escapan al orden de la lógica en la querencia por razonar en torno a las existencia de un par de individuos que un día decidieron encerrarse en su propio espacio y lanzar la llave al mar. Salvo unos pocos personajes (entre otros, el gángster Vincent, que parece salido de la jungla de asfalto descrita en Billy Bathgate; una alumna de piano de Homer con imagen de ninfa) Homer y Langley habían perdido cualquier contacto con el mundo exterior y pusieron término a esa locura en 1947. No obstante, Doctorow prefiere prolongar la existencia de los hermanos Collyer a los tiempos del hippismo, aquellos que propician que su impostura sea vista por los flower power un camino a seguir, una guía espiritual por los que transitar hacia esas puertas de la percepción con efluvios de LSD. No se me ocurre un director más ajustado a derecho que Terry Gilliam para dar lustre en la gran pantalla a este Homer y Langley. Intuyo que el ex Monty Python ya le habrá echado el ojo a esta pequeña joya perfectamente ilustrativa de los usos y costumbres en el arte de E. L. Doctorow. Lo singular de la propuesta, excusa decirse, está garantizada; la calidad literaria, un imperdible cuando viene consignado por Doctorow. Argumentos de peso para confiar que Homer y Langley sea una elección segura y un propósito de enmienda para aquellos que aún no hayan visitado la obra de Doctorow, a degustarla con toda la intensidad posible en los márgenes de un mercado literario donde lo previsible es la nota dominante.

domingo, 21 de marzo de 2010

BLACK MOUNTAIN COLLEGE: TEMPUS FUGIT

A mediados los años noventa tuve ocasión de entrevistar a Arthur Penn con motivo de un artículo que queríamos preparar para el primer número de la revista Seqüències de cinema que dirigí a lo largo de casi dos años. Asimismo, la obra de Penn figuraría entre los directores que se integrarían en mi primer libro, corregido y ampliado en 2000 con el título La generación de la televisión: la conciencia liberal del cine americano (Ed. 2001). Revisitando estos días ese número inaugural de esa publicación que ha ganado con los años un cierto carácter de culto, recordé el interés que me despertó aquellas declaraciones de un entusiasta y jovial cineasta de Filadelfia y, en especial cuando se refería a aquel lugar llamado Black Mountain College, lo más diametralmente opuesto que uno podría imaginarse en relación a un tipo de enseñanza bañada de conservadurismo. Como el recuerdo de un viejo amor, esas tres palabras han ido borrándose y alojándose en mi memoria de una forma aleatoria; en el último viaje hacia mi conocimiento traté de reconstruir, imaginar ese mundo del que Arthur Penn hablaba con una vívida intención de transmitir pasión, ternura y unas gotas de nostalgia para con un espacio idealizado donde librepensadores compartían e intercambiaban conocimientos en un espacio recóndito de la geografía estadounidense. Algunos de sus compañeros del Black Mountain College que me citó en su momento me resultaban totalmente desconocidos. El paso del tiempo ha propiciado que algunos de ellos me sean ahora familiares, pero aún así las siglas BMC reclutaron a un buen número de los alumnos y profesores que escapan a mi saber y que participaron de aquel proyecto nacido en 1933 y que se cerraría en falso casi un cuarto de siglo más tarde, en 1957. Ese sería el año que Arthur Penn recibía la alternativa por parte de Warner de dirigir su primer largometraje de ficción, El zurdo (1958). Mucho me temo cuánto se debió lamentar Arthur Penn por no haber podido convencer a productores sobre un proyecto que girara en torno a sus experiencias en el BMC antes de que en su carnet figurara su condición de octogenario y, por tanto, sus posibilidades de seguir dirigiendo disminuyeran vertiginosamente; en estos casos, las productoras se ven obligadas a suscribir una póliza de seguro que pasa indefectiblemente por tener un «realizador de reemplazo», como había sucedido en el proyecto Nostromo en que el propio Penn guardaba las espaldas de Sir David Lean por si acaso... Lo trágico del asunto es que Arthur Penn nunca se ha distinguido por ser ni tan siquiera un aplicado escritor de guiones, y esa historia sobre el BMC debía explicarla a sí mismo para luego ponerse a elaborar un primer borrador... y así hasta convencerse que aquello podría filmarse. Él, en definitiva, era el cineasta de ese grupo heterodoxo con presencia activa de poetas —Charles Olson, Michael Rumarek, Joel Oppenheimer o Robert Creeley, en cuyo curriculum vitae figuraría una temporada dedicado a la divulgación de la literatura anglosajona, en calidad de editor, en Mallorca antes de desembarcar en Asheville, Carolina del Norte, el centro de operaciones del BMC— y pintores —Susan Weel, Cy Twombly Josep Alberts, el matrimimino formado por Willem y Elaine de Kooning, y Robert De Niro, Sr. (padre de Robert De Niro)—, escultores —John Chamberlain, Ruth Asawa—, bailarines —el recientemente desaparecido Merce Cunningham, todo un revolucionario en su arte— y escritores —James Leo Herlihy—. Este último se integraría de forma sorpresiva al equipo de rodaje de Georgia / Four Friends (1981), en un pequeño pero significativo papel. La escena en la que el personaje encarnado por Leo Herlihy  acribilla a balazos al novio de su hija en el curso de la boda de ésta simboliza el fin de la inocencia de una época impregnada de ese liberalismo propugnado por los Kennedy y que, en cierta manera, ya se habían encendido algunas de sus fogatas en lugares como Ashville. Sueño lo maravilloso que hubiera sido pertenecer a ese mundo de librepensadores que miraban en lontananza los atardeceres y los amaneceres sentados al borde del lago Edén mientras los unos conversaban con los otros sobre pintura, arquitectura, literatura, poesía... Allí se forjaron multitud de proyectos e ideas que tuvieron una correspondencia práctica para la sociedad civil, pero también para propiciar obras que cartografiaran la complejidad de los sentimientos humanos, en forma de un legado poético auspiciado por Creeley, Olson y Oppenheimer, entre otros. De aquellas enseñanzas, no obstante, nacería el denominado grupo poético de Black Mountain, cuya influencia alcanzaría a los beatnicks, pero con el devenir de las décadas aquel lugar se apagaría y pronto se convertiría en sinónimo de desconocimiento. Como expresa el personaje central de Georgia, Danilo  (Craig Wasson) durante una clase en la universidad, «América no fue creada; nació de un sueño». En definitiva, Black Mouintain College acabaría siendo relegado a un sueño, una ilusión que proyectaba un ideal de escuela facultada para dar cancha a mentes creativas y no a simples computadoras habilitadas para memorizar  en sus respectivos discos duros en el sistema educativo vigente de nuestro santo país y en gran parte de los países de nuestro mundo globalizado. En cualquier caso, algún día volveré sobre Black Mouintain, aunque sea para desvelar determinados enigmas...

domingo, 14 de marzo de 2010

EL «TESORO» DE LIANG BUA: EL MUNDO PERDIDO DE LOS «HOBBITS»

Después de un par de años de relativa calma mediática, la República de Georgia ha vuelto a saltar al ruedo en función de dos noticias de cariz disímil La primera de ellas hace mención del propósito de la Agencia del Registro Civil de Ministerio de Justicia de Georgia para que una de las conciudadanas de la ex región de la antigua Unión Soviética entre a formar parte del Récord Guinness por su longevidad; en julio cumplirá 130 años. Al alcanzar tan «hiperprovecta» edad, Antisa Jvichawa, que así se llama la dama en cuestión, se convertirá de facto en el ser humano más longevo del planeta tierra. Un tiempo vivido que la ha permitido asistir a un siglo completo para levantar acta de las cuitas políticas y de los movimientos beligerantes suscitados en una región «caliente» desde la era zarista hasta la llegada de la Pereistroka y con ello, la proclamación de la independencia de Rusia, una condición de la que ya había gozado durante un breve periodo de entreguerras. En verano de 2008 la Rusia de Vladimir Putin enseñaría músculo ante la república báltica exhibiendo la presencia de tanques en los aledaños de la capital, Tiflis, al más puro estilo «Primavera de Praga». Pero la sangre no llegaría al río Kura y esas dotes de ostentación castrense orquestadas por el poder político instaurado en Moscú quedarían como un anticipo, según algunos analistas, de lo que podría deparar el futuro. La segunda noticia precisamente alude al repunte de esa «Guerra Fría» suscitada entre Rusia y Georgia —«Goliat» contra «David»— cuando la televisión estatal de esta república báltica abrió esta semana su telediario con la «buenanueva» que las tropas rusas estaban tomando con sus tanques algunos puntos estratégicos con vistas a una operación reconquista de un espacio que había pertenecido in ilo tempore al Imperio soviético. La guerra de los mundos, en una alucoción con acento eslavo, soliviantaba los ánimos del pueblo reclamando la cabeza de los responsables del ente público... cant(ic)os gregorianos que, sin embargo, no llegarían a quedar complacidos con una simple nota informativa de disculpa ante semejante broma de mal gusto o imprudencia de peor gusto.
Al calor de lo leído estos días en el número de enero de 2010 de la revista Investigación y ciencia una tercera noticia podría referirse a la nación báltica, aunque lo fuera de una manera indirecta. Partiendo de que en la República de Georgia se había localizado el registro fósil más antiguo correspondiente de la especie Homo erectus fuera de los dominios de África, los descubrimientos recientes en el campo de la paleontología de los que da fe el artículo de Kate WongNueva luz sobre el hombre de Flores  (pág. 60-67), pueden echar por tierra esta realidad «contenida» en las entrañas de nuestros ancestros en la cadena evolutiva. En 2004, en la cueva de Liang Bua, situada en la isla de Flores (Indonesia), se descubrió el esqueleto parcial de una hembra que pronto quedaría asociado al apelativo de «hobbit» (más que el primero que recibió en la pila bautismal de los paleontólogos, el de LB1)  porque su estatura —en torno al metro— y aspecto de otro tiempo caminaba parejo al de la criatura imaginada por el talento de J. R. R. Tolkien. En términos científicos aquella diminuta criatura se correspondía con la especie Homo floresiensis. A lo largo de un lustro, los análisis sobre el esqueleto de «hobbit» parece sugerir una interesante teoría que habla de la convivencia/competencia de éste con el Homo erectus —el antecedente directo del Homo sapiens— y el Hombre de Neanderthal. De hecho, los Homo floresiensis no llegarían a extinguirse hasta hace únicamente 17.000-18.000 mil años, varios miles de años después de que lo hicieran las especies citadas. Wong en su artículo detalla en una gráfica las similitudes morfológicas del «hobbit» en relación a los simios y los australopitecus, cuya antigüedad se remonta 3,2 millones de años en el tiempo. Lo curioso y, a la par, lo paradójico es que de semejante comparativa se deriva que el Homo floresiensis ofrece una mixtura de rasgos Homo —la parte del cráneo— con otros inherentes a los primates —la parte de las extremidades—. Como toda ciencia que se precie, el debate en torno a los análisis de los descubrimientos de Liang Bua ha quedado polarizado. Los unos creen que debe reformularse los esquemas de la escala evolutiva que habíamos interiorizado hasta ahora mientras que los otros sostienen que el esqueleto LB1 del Homo floresiensis encontrado en Indonesia cuadra con la hipótesis de que se tratara de un ser de pequeñas dimensiones a causa de algún tipo de patología congénita que afectara el balance de la hormona de crecimiento. En cualquier caso, es uno de los debates más interesantes que ha suscitado la ciencia en los últimos tiempos y habrá que seguir la pista en un futuro próximo. Para los paleontólogos ausies e indonesios que siguen trabajando codo con codo en Liang Bua sus mentes les direccionan hacia un espacio demasiado cercano en la escala evolutiva, hace 18.000 donde los «hobbits», nuestros ancestros Homo erectus y nuestros primos que se disiparon en la neblina del tiempo —el Hombre de Neanderthal— parecían dividirse el territorio insular. Y mientras tanto, el resto de los Homo sapiens seguimos calibrando que es prácticamente un milagro que alguien nacido en 1880 siga contándose entre los vivos... Además de presumir de pasar a ser el humano más longevo del planeta, Antisa Jvichawa es quien más acorta distancias temporales entre los de nuestro Reino en relación a esa criatura bautizada con nombre de robot y que obedece al sobrenombre de una figura clave de la descomunal obra maestra de Tolkien con espacio literario propio. Por su parte, la historia de la paleontología no tardará, al parecer, en reservar un espacio «literario» circunscrito a la figura de ese Homo de largo recorrido que un día emigró para recalar en la Isla de Flores, entre otros espacios aún por descubrir.

viernes, 5 de marzo de 2010

EL «OTRO» SANTI(AGO) CARRILLO: EL SECTARIO DIRECTOR DE ROCKDELUX

Es cierto que una de las contrapartidas de ver publicadas, representadas o expuestas una serie de obras, ya sea en el ámbito de la pintura, la literatura, la música, el teatro o el cine, entre otras disciplinas artísticas, el juicio crítico que merezcan no se corresponda con tu propio criterio e incluso tenga muy poco que ver con el mismo. Siempre he creído que un juicio severo, que resulte poco favorable pero bien razonado, argumentado y sobre todo equilibrado puede suponer un acicate para la mejora personal e intelectual. A lo largo de los años he aprendido a valorar los juicios negativos que se ha podido hacer en torno a mi trabajo, y relativizar los elogios (aunque hayan sido la inmensa mayoría), que tienen un fondo de trampa pero, al mismo tiempo, porqué negarlo, de satisfacción. Digamos que nunca he reparado especialmente en estas consideraciones y siempre he seguido mi camino, un poco a la manera de la filosofía de Neil Young, quien nunca ha dado nada por bueno. Pero, a propósito precisamente del músico canadiense y de haber escrito un libro básicamente sobre su obra artística –sin excusar apuntes biográficos en su parte introductoria pero asimismo en su relación directa o indirecta con el proceso de gestación de un buen número de sus discos— titulado Neil Young: una leyenda desconocida (2009, T&;B Editores), he asistido a una muestra más a un ejercicio periodístico (sic) que nos pone al descubierto las miserias de ciertos personajes que pululan por la superficie del planeta Tierra.
   Tres meses después de aparecer el libro en el mercado, la revista barcelonesa Rockdelux publica en su número de febrero de 2010 una reseña crítica sobre mi libro en torno a la figura de Neil Young, de la que se desprende que su autor —Ferran Llauradó— su disconformidad con la propuesta, emitiendo un juicio bastante desfavorable. Hubiera podido admitir una crítica negativa en virtud de los criterios anteriormente apuntados pero en el fondo de la cuestión subyace el arte de la tergiversación como pasaré a demostrar. Digamos que, de entrada, el Sr. Llauradó cuestiona la bondad de la monografía porque un servidor no ha tenido acceso a entrevistar o poder hablar con Neil Young. Por esta regla de tres los historiadores versados en el campo de las biografías podrían dedicarse a otros menesteres y abstenerse de escribir en torno a aquellas figuras que han pasado a mejor vida o que simplemente no se tiene acceso a entrevistar por las razones que fuere. El razonamiento que esgrime el Sr. Llauradó, por tanto, es un canto al absurdo y al sinsentido. Pero, a todas luces, resulta pecata minuta frente a ese ejercicio de conjugar el verbo tergiversar (una de las definiciones de la Real Academia de la Lengua Española: «relatar (un hecho) o repetir (las palabras de uno) deformándolas intencionadamente») cuando pone en boca mía afirmaciones que no he escrito, tales como que es una obviedad decir que el amor es un tema importante en la obra de Neil Young o que Kraftwerk tiene la culpa que la baja calidad de la música actual. La ventaja de haber escrito el texto es que uno guarda el mismo en un formato que puede detectar palabras o frases al instante. Así pues, el formato word me ha permitido buscar cuantas veces aparece el vocablo «amor» en todo el texto y lo hace en 73, entre la parte literaria y los apéndices (traducción de canciones incluidas), y en ningún caso se explicita ni por asomo esa sentencia inventada por el Sr. Llauradó. En relación a la valoración que, según este último, hago sobre la repercusión en la actualidad de la música de Kratfwerk, la definición de tergiversación cobra cotas de alta intensidad. Reproduzco el párrafo completo que está escrito e impreso en el libro Neil Young: una leyenda desconocida en el apartado relativo a analizar el álbum Trans (1982): «Dicho esto, a principios de los años ochenta Neil Young, verbigracia de esas «corrientes» o «remolinos» estilísticos/(sub)genéricos que se forman en el curso de la historia de la música contemporánea, éste entró en conflicto con la esencia de una obra en la que si un elemento destacaba por encima de todos, amén de la calidad, era la autenticidad. Su música conectaba con el público al desnudar sus emociones independientemente si precisaba del «armazón» de rock de alto voltaje suministrado por Crazy Horse o lo hacía en formato acústico en petit comité. Siempre he tenido el convencimiento que si alguien quiere asentar una carrera musical sobre estos pilares, la música electrónica en sus múltiples derivaciones responde a valores antitéticos que tienen poco de compromiso artístico y un mucho de vacío creativo pero que, por lo visto, lejos de resultar un factor refractario, ha ganado infinidad de adeptos con el paso de los años. Así pues, por el mero hecho de que alguien sea pionero en una determinada corriente artística no debería convocarnos al error de considerarlo una «leyenda», en este caso, de la música, creando un falso culto sobre esa formación o solista que fueron los primeros en colonizar un determinado espacio hasta entonces inexplorado. Kraftwerk —término germano traducible por «central energética»— se ha beneficiado de esa veneración desmesurada por su carácter esencialmente pionero al introducir un sonido electrónico en el panorama musical de los años setenta. Con el simple hecho de citar su nombre, buena parte de la crítica musical parece ofrecer per se una «bonificación» en torno a todo aquello que guarde relación directa con la banda teutona. Si bien en su día los Beatles —pioneros en tantos aspectos de la música que alcanza hasta la actualidad— habían tenido una influencia positiva entre un buen número de grupos británicos o norteamericanos que surgieron a finales de los años sesenta (Genesis en su álbum de debut; Moody Blues, Beach Boys o los mismos Buffalo Springfield, entre muchos otros), presumo que Kraftwek contribuyó a un notable retroceso de la música contemporánea. Aquellos «fangos» traerían estos «lodos»: sonidos neutros, desprovistos de personalidad, que buscan en una audiencia educada con auténticas naderías la «caja de resonancia» que les alabe el gusto. Lo paradójico del asunto es que Neil Young se dejara convencer por las bondades de esa onda expansiva vacía como una cáscara denominada Kraftwerk. Por suerte, el artista natural de Toronto supo rectificar, entendiendo que la experimentación podría darse en otros espacios que vehicularan mejor sus exigencias en calidad de creador. Sencillamente, el tecno impulsado por Kratfwerk no busca la conexión con el público a través de la voz humana o de la sutileza que propicia un cuerpo de instrumentos tocados por separado por los miembros de una banda o por el propio solista; su nexo con la audiencia se basa en la modulación de una serie de sonidos extraídos de los sintetizadores y del vocoder. Las letras, de una simpleza apabullante, se enmascaran tras esos filtros provistos por el vocoder, un aparato que hace las funciones de instrumento musical, creando el artificio de que guitarras o sintetizadores «hablan». A ese procedimiento se brindó Neil Young para la elaboración de su nuevo álbum en estudio, Trans, cuyo título no pretendía desviar la atención precisamente de su fuente de inspiración sonora; Trans-Europe Express (1977) había sido editado cinco años antes para satisfacción de los seguidores de Kratfwek».
   Se podrá o no estar de acuerdo con lo escrito por el autor, pero la tergiversación campa a sus anchas contando con el placet del director de la publicación Santi Carrillo. Con absoluta corrección, pero sin dejar de hacer patente mi indignación, solicité por teléfono a que se hiciera una rectificación sobre el contenido de la crítica aparecida hace unas semanas en Rockdelux. A renglón seguido, redacté un email en el que hacía la solicitud de rectificación con muestras de texto que desmentían esas afirmaciones que el Sr. Llauradó puso en mi boca en su escrito. La negativa a ver publicada ni tan siquiera unas líneas en la ventana que la mayoría de medios escritos habilitan en sus páginas, expresando mi parecer sobre la crítica del libro de Neil Young, me descubre la verdadera talla moral de ese señor que maneja los hilos en Rockdelux. No voy a reproducir el detalle de una conversación privada, pero de la misma extraje que es de ese perfil de personas que se expresan desde una coraza confeccionada sobre la base de la displicencia, la arrogancia y que ningunean a aquellos que no pertenecen a su secta. Pocas veces he tenido el (des)honor de hablar con una persona que se muestran tan sectario, convirtiéndome a sus ojos en una especie de intruso que ha osado escribir sobre uno de los grandes de la música contemporánea ligada, en mayor medida, al rock. El Sr. Carrillo ni siquiera había leído un solo escrito mío y se permitió el lujo de extraer conclusiones sobre mis trabajos en virtud de una serie de comentarios de amigos a allegados que sojuzgaban a la baja la contribución al ámbito del cine que he realizado a lo largo de bastantes años. Es como si (en condicional) un servidor diera por sentado que con tan sólo mirar la foto del Sr. Carrillo, por su parecido más que razonable con un peluquero de fama efímera, fuera homosexual. Pues evidentemente que sería un razonamiento que me descalificaría como persona. Pero esa actitud debe dominar el pensamiento de este sectario llamado Santi Carrillo que ha tenido a bien mirar para otro lado, darle una palmadita a otro de los cofundadores de Rockdelux, el Sr. Llauradó (amistad obliga; poco importa el fondo de lo escrito), y desobedecer el primer mandato que debería regir en el ánimo del editor o director de cualquier publicación que se precie: la de ofrecer a los lectores contenidos que razonen en favor de la verdad y no de la tergiversación, cuando no de la manipulación. Han tenido la ocasión de rectificar y no lo han hecho. Pobre, pésimo ejercicio de periodismo el mostrado por un señor, a partir de ahora, que no me merece ningún crédito profesional: el «otro» Santiago Carrillo. Pero éste no pasará a la historia de nada... fuera de la «secta» a la que le deben rendir culto, la de Rockdelux y de sus «satélites».