jueves, 24 de diciembre de 2015

«BOB DYLAN: TODAS SUS CANCIONES. LA HISTORIA DETRÁS DE 492 TEMAS» (2015): EN LAS ENTRAÑAS DEL TROVADOR DE MINNESOTA

Nadie que tenga un mínimo conocimiento de la historia de la música en el siglo XX le puede negar a Bob Dylan la condición de artista escogido entre los escogidos, autor de uno de los legados más valiosos, más brillantes e influyentes de la era que nos ha tocado vivir. Y entre los muchos calificativos que los musicólogos de las últimas cinco décadas han dedicado a Dylan quizá el más resonante sea el que tiene que ver con su aptitud para la escritura de letras de canciones. Las aseveraciones maximalistas siempre son peligrosas, pero existe un bastante amplio consenso en considerar a Dylan como, simplemente, el mejor escritor de canciones del mundo. Se le consideró así ya desde una edad muy temprana, cuando a los veintipocos años, y al poco tiempo de llegar al caldeado escenario creativo y musical de Greenwich Village, se significó como el profeta de la generación contracultural, primero recogiendo la tradición left wing de trovadores como Woody Guthrie, después afinando su talento en la órbita de la generación beatnik. La cascada inaudita de grandes canciones que van desde Blowin’ in the Wind o Masters of War a Like a Rolling Stone o Just Like a Woman aún son consideradas en líneas generales o más bien bajo el barómetro de lo acumulativo, pues, y resulta ciertamente pasmoso, esa batería prodigiosa de canciones son escritas y grabadas en un lapso inferior a un lustro, entre 1962 y 1966 las más valiosas de su repertorio. Pero Dylan nunca dejó de estar ahí, de reinventarse, de jugar al escondite con el público y la crítica, de sacar discos o capitanear proyectos musicales de órdago con aliados de lujo. Han ido pasando las décadas y el músico de Duluth ha ido engrandeciendo su legado en registros bien distintos pero en los que siempre se ha caracterizado, por encima de juicios particulares, por tres elementos característicos que son los que en definitiva resumen si ello es posible lo dylaniano: la efervescencia poética de las lyrics, el dejarse acompañar por grandes músicos en deriva cada vez más franca a la vena blues, y el acento en radiografías humanistas y de corte social (que es una definición más amplia que la lectura ideológica o meramente política de las protest songs de sus inicios).
   Pues bien, si damos por bueno ese consenso y le otorgamos a Dylan la condición de uno de los mejores, sino el mejor, escritor de letras de canciones de la historia, de entre la muy abundante bibliografía que existe en España consagrada al músico hay dos libros que ningún estudioso de la música no digo ya un dylanita debe perderse, y que de hecho se complementan como lo hace un vademécum técnico y su correspondiente soporte practicum. Uno, el tomo Bob Dylan. Letras 1962-2001, publicado por Global Rythm en 2011, contiene precisamente eso, las letras, en lengua original y su traducción al castellano, de todas sus canciones hasta el álbum Love and Theft (2001). El otro, en realidad más valioso desde un punto de vista analítico, es el majestuoso volumen que Blume ha editado recientemente y que aquí nos ocupa,  Bob Dylan. Todas sus canciones, en el que los ensayistas Philippe Margotin y Jean-Michel Guesdon nos proponen adentrarnos en la génesis creativa y entraña artística de todas y cada una se dice deprisa de las 492 canciones editadas por el trovador de Minnesota hasta 2015.
   En esta “crónica de un repertorio”, como los propios autores tildan la obra, el aficionado puede, a priori, pensar que va a encontrarse uno de esos voluminosos trabajos cuyo mayor esmero es la labor de presentación y la profusión de documento gráfico. Se equivocan. No porque no sea así, ya que el volumen, haciendo buena la política editorial de Blume, se caracteriza por la excelencia en esos apartados formales. Pero lo que es más sorprendente, lo que convierte la obra en imprescindible, es la sabiduría y el tesón implicados en la confección de un documento que aúne lo exhaustivo con lo metódico, fruto de un trabajo de investigación sin duda arduo, y que Margotin y Guesdon han rubricado con éxito. Los autores hacen sencillo lo complejo proponiendo ese recorrido de forma rigurosamente cronológica –de tal modo que las primeras canciones analizadas, por ejemplo, no son las que corresponden al álbum epónimo que Dylan publicó en primer lugar, sino a tres grabaciones pretéritas por mucho que hayan visto la luz después, en la celebrada serie de los Bootlegs–, dedicando una presentación descriptiva de cada uno de los álbumes publicados del autor para después adentrarse en cada una de sus canciones, cosa que se aborda desde una doble perspectiva: la génesis y la letra por un lado, y la realización o ejecución musical por otra. Y eso sirve para cada uno de los treinta y cinco álbumes de estudio publicados por Dylan hasta Shadows in the Night, pero cediendo igualmente espacio a los singles, los recopilatorios, las bandas sonoras y los outtakes o rarezas que, mayoritariamente, han ido engrosando la citada colección The Bootlegs Series. Se hace evidentemente un mayor hincapié en las canciones más memorables, pero no resulta de ello una descompensación. Y, en buena lógica de lo afirmado, el resultado es un libro que roza la condición enciclopédica, un volumen de consulta más que una de esas obras que el dylanita devora con fervor en tres noches de insomnio. Su pretensión de entregar un trabajo de absoluta referencia resultaba difícil a estas alturas (pues, como se ha dicho, es abundante y notable la bibliografía sobre lo dylaniano), pero Margotin y Guesdon salen airosos por su capacidad para glosar toda esa galaxia Dylan recurriendo, como corresponde a un buen trabajo de estudio por mucho que en nuestro país se estile poco, al menos en lo que concierne al estudio de la música y el cine, no tanto a la apreciación personal –siempre discutible, siempre mutable– cuanto a multitud de testimonios de los propios interesados Dylan, sus músicos, acompañantes de gira, periodistas que las cubrieron, etc y referencias periodísticas que del modo más escrupuloso son citadas y debidamente referenciadas en un apartado final bibliográfico, en el que también comparece un valioso índice onomástico de todas las canciones de Dylan y de otros citadas a lo largo del texto. Chapeau.

   Dylan es el músico, el profeta, el escapista, el poeta, el maestro, el genio. Dylan es inagotable. Cambió el paisaje de la música rock para siempre; pero, mucho más que eso, se puede decir que el mundo es mejor gracias a su eminente legado artístico. Por eso no quiero resultar altisonante cuando manifiesto, con total convicción, que su obra debería estudiarse en las escuelas. Y si así fuera, sus discos serían el material docente y este extraordinario volumen de Blume sería el complemento idóneo, el libro de texto que da las claves más precisas para encontrar esa puerta mágica que, cuando uno abre, ya no cierra jamás.



viernes, 11 de diciembre de 2015

¿POR QUÉ VOTARÉ A PODEMOS EL 20-D?: DEL MINUTO «DE GRACIA» A LA LEGISLATURA «DE GRACIA»

7 de diciembre de 2015. De regreso de un largo semana en Carcassone, conocida por su ciudad amurallada situada en un promontorio cercano al núcleo urbano, al poco de cruzar en automóvil la frontera francoespañola, hicimos un alto en el camino en la Jonquera, a pie de autopista. A pesar de los atentados acaecidos en París que habían conmocionado a la sociedad francesa semanas antes, no parecía advertirse un incremento de la policía aduanera al paso por territorio español y, una vez cubiertos unos cuantos kilómetros, el puesto de descanso registraba en un lunes festivo muy poca actividad. Mientras mi mujer Esther y mi cuñada Silvia trataban de recuperar el apetito a base de ensaladas, me abstuve de ingerir alimento alguno y me interesé por ver el debate a cuatro programado por Atresmedia en distintos canales y emisoras. Situadas en una de las paredes que revisten el self service donde entramos, dos pantallas de televisión parecían concitar a una cinefilia invisible (Paramount Channel hacía su enésima referencia a un mundo en armas a través de una película protagonizada por Charlton Heston). Sugerí que cambiaran de canal con el ánimo de ver un programa largamente anunciado. Debía hacer algún comentario para mí mismo que las antenas de la mujer de la limpieza que actuaba por esa zona del self service donde me encontraba se subió rauda al carro de las ilusiones, viendo reflejado esa luz en sus ojos cuando hablaba que su voto sería a favor de Podemos, al tiempo que la mirada del encargado de sala parecía dirigirnos alguna suerte de letanía (anuncio de una reprimenda que quedaría fuera de campo para un servidor). En un punto intermedio, se situaba una mujer de mediana edad que se ocupaba de servir los platos, firme en su postura de comentar que todos los políticos cuando tocan poder se convierten en lo mismo y, por consiguiente, se desapuntaba a la hora de votar el próximo 20 de diciembre. 
 Al regresar sobre la carretera, aquella minúscula anécdota me reafirmó en la idea que Podemos ha despertado renovadas esperanzas para la base de un país que ha experimentado un grave retroceso en el último lustro en materia educativa, social, económica, sanitaria, cultural, etc. Cuando volví a tomar tierra mis pensamientos sintonizaron con ese debate a cuatro, pero me batí en retirada sin saber el contenido de ese “minuto de oro” reservado a cada uno de los participantes. Al día siguiente, entré en Youtube y me recreé en ese minuto reservado a Pablo Iglesias, en un speech que fue todo un prodigio de capacidad de síntesis de las razones del porqué votar a Podemos. Un discurso final exento de mácula, en que Iglesias colocaba en el muro de la vergüenza, casi como si se trataran de postifs, un rosario de actos punibles, denunciables amparados por el gobierno del PP (Partido Popular) con el ausente (en el debate) Mariano Rajoy al frente de la presidencia. En contraposición, la invitación a esbozar una sonrisa (la misma que parecía dibujar de manera profética la humilde trabajadora de la limpieza con la que intercambié unas palabras la noche anterior) por parte de esas clases bajas y medias si soplaban aires de cambio en vísperas de Navidad me llevó al convencimiento que Iglesias, en esa formulación dual, había dado en la diana en poco menos de un minuto “de gracia”. Esos aires de cambio parejos a los que habían soplado, de norte a sur, de este a oeste, en el territorio español a principios de los años ochenta de la mano de un PSOE (Partido Socialista Obrero Español) con Felipe González en su punta de lanza. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX y en el arranque del nuevo milenio los logros del PSOE han sido incuestionables, pero resulta más que evidente que han sido incapaces muchos de sus dirigentes por combatir una corrupción enquistada en sus órganos de gobierno, sobre todo allí donde se sigue localizando uno de sus principales graneros de voto, en la comunidad andaluza. Asimismo, los desvaríos verbales, entre otros, del que había sido el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en relación al Estatut de Catalunya aprobado a mediados de la década pasada por el Parlament, contribuyeron a abrir la caja de Pandora en forma de un independentismo que ha ido haciéndose fuerte en los últimos tiempos. Momento más que oportuno para que Artur Mas, el líder de la extinta Convergència i Unió, aprovechara la circunstancia para levantar una cortina de humo y así tratar de tapar la puerta de entrada de ese avispero de corrupción localizado en el seno de un partido que acabaría escindiéndose en el verano de 2015, en la antesala de las elecciones autonómicas con marchamo plebiscitario verbigracia de la formación/agrupación de nuevo cuño Junts Pel sí (la suma de distintas plataformas sociales, ERC i Convergència Democrática). Tratando de recomponer la figura, el PSOE ha escogido a Pedro Sánchez como su frontman para aspirar a ganar las elecciones el 20-D. Una vez puesto en evidencia frente a alguien mucho más preparado que él como es Pablo Iglesias en el debate a cuatro, con las expectativas de voto en franco declive el PSOE ha movilizado a barones y ex presidentes para contrarrestar el avance inexorable de Podemos, el partido que representa para un servidor lo mejor de aquel partido socialista —al que confié el voto al estrenar mi mayoría de edad hasta 2012, con algún que otro voto en blanco en forma de “castigo” por los asuntos de corrupción que salpicarían a algunos representantes de su cúpula y a cuadros intermedios— guiado por la dupla González-Guerra. Ahora, esa guardia pretoriana del PSOE de los años ochenta y noventa, lejos de entender la realidad de la cosas con un partido emergente que ha sabido aglutinar una ilusión, armando un discurso dictado por el sentido común (el menos común de los sentidos, dicho sea de paso) y con un claro objetivo por “rescatar” a las personas más necesitadas y dejar de que el gobierno de turno sea, entre otras cuestiones, la correa de transmisión para los intereses de una élite económica y financiera, arremete contra el partido liderado por Pablo Iglesias con una artillería de despropósitos que quizás alcance para ser recogida con entusiasmo por un sector de la población. Pero, intuyo, que gran parte de los votantes de izquierda —una etiqueta que personalmente no me entusiasma pero resulta orientativa al respecto— y aquellos instalados en el abstencionismo sine die empiezan a mirar un horizonte con esperanza gracias a una formación llamada Podemos, enraizada en la sociedad civil, a la que daré mi voto el próximo 20-D. Cada una de las palabras, frases expresadas por Pablo Iglesias el pasado 7 de diciembre en los estudios de Atresmedia en Madrid las suscribo a pies juntillas. Un minuto "de gracia" que esperemos se convierta en una legislatura "de gracia” con Podemos encabezando un gobierno del que nos podamos sentir orgullosos fuera y dentro de nuestro propio territorio. Podemos.

domingo, 29 de noviembre de 2015

«EL ÁRBOL» (1979), de JOHN FOWLES: DESHOJANDO AL NATURALISTA

John Fowles (1926-2005) vivió hasta los setenta y nueve años, pero puede decirse que tan sólo fueron unos veinticinco los que pudo desarrollar una actividad plena en el ejercicio profesional de la escritura. El éxito de su novela de debut, El coleccionista (1963), acompañado por su proverbial adaptación cinematográfica un par de años más tarde, propiciaría que el inglés Fowles asumiera el mando de su futuro en el campo de las letras, destinando innumerables horas a perfeccionar una técnica literaria extraordinariamente refinada al final de esa misma década. En ese periodo alumbraría La mujer del teniente francés (1969), cuya traslación en imágenes a cargo del angry young man Karel Reisz teórico del free cinemano llegaría hasta los inicios de la década de los ochenta. En este intervalo temporal Fowles consignaría la escritura de un ensayo sobre la naturaleza titulado de manera escueta The Tree (1979). Haciendo un alto en su “tradición” por publicar piezas literarias, el sello Impedimenta ha acomodado a su excelente catálogo el ensayo El árbol coincidiendo con el cumplimiento del décimo año de la muerte de Fowles, afectado de apoplejía en los que, a la postre, serían los últimos dieciocho años de su vida.
    A falta de certificar una autobiografía a buen seguro, la enfermedad cerebrovascular que padeció laminaría cualquier tentativa viable en este sentidoEl árbol (con una impecable traducción al castellano de la también escritora Pilar Adón) deja filtrar en ese suelo donde se asienta su celebrado ensayo aspectos vitales referidos al propio Fowles, abonando así la idea que su dedicación literaria tuvo su germen en las veleidades artísticas de su progenitor. Unas inclinaciones creativas de la figura paterna que salieron a la luz precisamente cuando John Fowles recibió elevados emolumentos por las ventas de El coleccionista, una cuestión que reclamaría la atención del primero por encima de la calidad de la escritura que atesorara esta pieza de debut. Así, al calor del éxito comercial de The Collector, Mr. Fowles, dedicado a un negocio de tabaco que iría languideciendo con el paso de los años, hizo entrega a su hijo de un manuscrito novelado sobre su experiencia en la Primera Guerra Mundial, un entorno bélico con un fondo romanticista que el incipiente escritor utilizaría alguno de sus pasajes para incorporarlo al corpus literario de su ambiciosa El mago (1966).  Una manera de “premiar” un texto que, según el prisma de John Fowles, no tenía los márgenes de calidad necesarios para ser considerado ni tan siquiera por un editor para su eventual publicación. En virtud de este juicio severo, John Fowles trataría de disuadir a su padre de que albergara cualquier esperanza porque le siguiera los pasos profesionales. Esos pasos que condujeron a John Fowles hacia una senda inexplorada por el autor de The Magus, la de un ensayo sobre la naturaleza que amaga por derroteros autobiográficos (con algún que otro apunte curioso, como su devoción, compartida por su colega Vladimir Nabokov, por la caza de mariposas para coleccionarlas, elemento inspirador de su opera prima) pero que, al cubrir la lectura de sus primeras páginas, reconduce el texto hacia un propósito inicial. Éste recibió el respaldo de una erudición nacida de ingentes lecturas relativas a un sinfín de temáticas (algo que le permitió vincular las obras literarias primerizas de la Historia con una de sus constantes, la ubicación de las mismas en espacios boscosos), pero también de la observación de esa fiel compañera durante su exilio de la realidad urbana: la naturaleza. En cierto sentido, más que en un ensayo, El árbol muda a un follaje de distinto color, el correspondiente a una especie de manifiesto en favor de la preservación de una naturaleza salvaje fruto de una pulsión ecologista que había arraigado a finales de la década de los setenta, con movimientos impulsados por la sociedad civil que cuestionaban la seguridad de centrales nucleares, tal como ocurrió por las fechas de la publicación de esta pequeña obra con el accidente registrado en la central Three Mile Island, en Harrisburg (Estados Unidos). Entre líneas podemos leer una conciencia ecológica por parte de John Fowles que amplía la visión de un humanista dedicado en cuerpo y alma al estudio desde su refugio espiritual, una granja de Dorset, confiando que semejante entorno privilegiado le guiara hacia la inspiración, aunque su producción literaria fuera relativamente baja en comparativa con otros escritores coetáneos. Con todo, cada página (del centenar que contiene el total) de El árbol vale su peso en oro por la lucidez de su razonamiento, avanzado en tantos aspectos a su tiempo, proponiendo que ese propósito taxonómico que embarga al naturalista (semi)aficionado quede en segundo plano, imponiéndose una observación medida casi con un enfoque espiritual y dejando constancia que sigue siendo uno de los bienes más preciados del que la humanidad puede beneficiarse. Una temática nada baladí en tiempos donde el cambio climático puede causar estragos que, de no poner coto de manera proactiva entre todos, resultaría irreversible. Bajo la luz de la realidad actual del siglo XXI, las palabras de John Fowles plasmadas en El árbol encierran una orientación de carácter profético que hace aún si cabe más recomendable su lectura. Se lee en un suspiro, pero las lecciones que podemos extraer de la misma se antojan imperecederas. 

sábado, 21 de noviembre de 2015

«EL ZORRO EN EL ÁTICO» (1961), de Richard Hughes: PRIMER MOVIMIENTO DE UNA OPUS MAGNA INCOMPLETA

Fruto de la casualidad o de la intencionalidad, el sello barcelonés Ático de los libros reservaría para la obra número treinta y cinco de su catálogo el título El zorro en el ático (1961), un titulo que ya encierra una enmienda a lo metafórico para el que sería el tercero de los libros de su autor, Richard Hughes (1900-1975). Desde que me asomé a su bautizo literario con Huracán en Jamaica (1927), en su edición a cargo de Alba, adaptada el cabo de los años por el norteamericano de ascendencia escocesa Alexander Meckandrick —después de varias tentativas frustradas, que incluía el proyecto de dirigirla Peter Ustinov—, tuve la fijación de regresar sobre el universo de su autor, Hughes, aunque el abanico de las opción se reducía a tan solo tres títulos más. Pese a haber vivido tres cuartos de siglo, las razones del porqué de la baja producción literaria de Hughes deben atribuirse esencialmente a su necesidad, casi imperiosa, por cocer a fuego lento cada uno de sus proyectos literarios, máxime si se trata de una ambiciosa trilogía bajo el genérico «La condición humana», que tan solo llegaría a completar las dos primeras partes. El punto de parte de la trilogía ordeñada por Hughes se corresponde con el título que figura al inicio de este texto, el de El zorro en el ático, cuya salida al mercado coincidiría con una recuperación de la memoria histórica sobre el nazismo en razón de la divulgación de una pieza cinematográfica, Vencedores o vencidos /El juicio de Nüremberg (1961), que ganaría a la comprensión sobre la realidad de un periodo particularmente oscuro de la historia contemporánea en el viejo continente. El juicio celebrado en la ciudad bávara puso de relieve las atrocidades guiadas bajo la tutela de manos medios y la cúpula del régimen nazi, aunque los abogados defensores de los acusados trataban de presentar a algunos de estos representantes de la jerarquía militar y política del alemán con la piel de cordero, eso sí pero en sus entrañas aullaba el sonido sordo de lobos o zorros que perseguían en su fuero interno un cambio de status quo de  Alemania tras la complicada situación de índole económico que atravesaban (la inflación se disparó, los suelos y las pensiones iban a la baja, las tasas de paro crecieron) pero también relativa a la identidad nacional que padecían gran parte de su población. Aquellos barros (la derrota sufrida por Alemania durante la Primera Guerra Mundial)  derivarían en esos lodos que propiciarían una revuelta popular cuyos hilos manejaban militares y políticos con un complicado encaje en las estructuras de gobierno de lo que se dio en llamar la República del Weimar. Baviera concentró en primera instancia esos movimientos de rebeldía que Richard Hugues dedica varias páginas de su libro invadida de un propósito de thriller, tocada con un halo de misterio que no cierra las puertas a una disposición narrativa netamente encarada a establecer alegorías, por ejemplo, entre la ceguera progresiva que padece Mitzi —su prima y, a la par objeto de deseo de Augustine, un representante de la aristocracia británica acusado del asesinato de una niña en su país natal, que echa tierra por medio y decide instalarse en la Alemania de entreguerras— que nos habla, entre líneas, de un país germano que se tapa las vendas mientras Adolf Hitler, cuál flautista de Hamelín, va reclutando adeptos para la causa del nazismo. La lectura de El zorro en el ático representa una de las novelas de carácter histórico que mejor nos ayudan a entender ese lento proceso de conquista de una mentes atacadas por numerosos problemas (las carencias económicas, quizás en primer término) hasta desembocar en una alienación guiada por un sentimiento patriótico y de reconstrucción de la que será una nueva Alemania, con un punto final de una primera etapa trazada en el imaginario de Hitler y sus acólitos con el alzamiento del nacionalsocialismo en 1933. Ese fondo histórico lo maneja con solvencia Hughes, quien invirtió ingentes horas en documentarse sobre el periodo, con algún que otro aporte en forma de testimonio directo, en especial, de ese Adolf Hitler cuyo ego parecía emanar de una fuerza interior de naturaleza desconocida. Un personaje con unos trazos psicológicos que no escapan a la necesidad de Hughes por encontrarle acomodo a la hora de trenzar una historia que combina elementos ficticios y reales. A veces el lector puede tener la sensación que Hughes introduce esos personajes ficticios conforme a simples intrusos para sacar a la palestra su verdadero objetivo, el de ir conformando un tejido de personajes interrelacionados con su propia problemática incorporada, para así ofrecer una orientación lo más apegada a la realidad de ese mundo que caminaban con decisión, paso firme, hacia una “reinvención” de Alemania bajo las directrices del nazismo. El huevo de la serpiente estaba a punto de entrar en una nueva fase, la que supuso su salida del cascarón y de la que Hugues, doce años de haber entregado la primera parte de su ambiciosa trilogía, cursaría la entrega de una segunda, The Wooden Shepherdess (1973), que a buen desde Ático de los Libros tienen en perspectiva para 2016 su publicación, no sin antes evaluar el refrendo que haya obtenido una obra de arte confeccionada por un autor de culto cuyas velas repletas de talento se desplegarían para acomodar una historia ubicada en un mar embravecido donde resuenan de fondo, en los claros de bosques frondosos del país germano, los cánticos alemanes procurados, entre otros, por un joven e impetuoso Joseph Goebbles, a la búsqueda de redefinir un sentimiento identitario. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

«PINK FLOYD: TRAS EL MURO» (2015), de Hugh Fielder: TRIBUTO EN PAPEL A UN GRUPO FUNDAMENTAL DE LA HISTORIA DEL ROCK

   
Al cumplir el medio siglo de existencia, Pink Floyd sigue siendo una marca rentable aunque el grupo como tal parece haber echado el cierre definitivo con la publicación de The Endless River (2014) después de veinte años de silencio discográfico. De hecho, este disco compacto nace precisamente de los outakes («descartes») de las sesiones de grabación de The Division Bell (1994), a imagen y semejanza de la operación llevada a cabo años atrás por Roger Waters en The Final Cut (1983) en relación a su Opus Magna The Wall (1979). Obra referencial en el contexto de la música de rock contemporánea, The Wall representó un antes y un después en la historia de la banda británica. Así queda reflejado en el libro de reciente publicación en nuestro país, Pink Floyd: tras el muro (2015), a cargo del sello Blume, en que a lo largo de doscientas páginas (descontados los apéndices en forma de índice, discografía, álbumes, créditos de imágenes, bibliografía seleccionada y agradecimientos) el aficionado puede asistir a la historia del grupo a través de un despliegue fotgráfico espectacular y unos textos que guardan un propósito periodístico dictado por Hugh Fielder, reservando algún que otro alto en el camino para destacar las sincronías establecidas por unos cuantos fans («con mucho tiempo libre», a juicio de un mordaz David Gilmour) entre The Dark Side of the Moon (1973) y la producción cinematográfica El mago de Oz (1939), la peculiar relación marcada a fuego entre Gilmour y su fiel amante la Fender Stratocaster (incluso llegaría a editarse en 2009 un modelo de esta guitarra con su nombre) y las razones del porqué del éxito de The Dark Side of the Moon que, contra la creencia generalizada, a fecha de hoy sigue superando por bastantes millones a las ventas del genuino The Wall.
    No creo traicionar a mis pensamientos si manifiesto que Pink Floyd ha sido y creo que seguirá siendo mi grupo favorito, la piedra roseta que me abrió el camino al conocimiento de la música contemporánea. Aquel enamoramiento adolescente al calor de la escucha de The Wall con su posterior aliño en forma de propuesta cinematográfica matriculada en la factoría de Alan Parker dejaría paso hace unos años, dentro de la obra Historia del rock sinfónico (2012, T&B Editores), a un extenso ensayo sobre Pink Floyd con el revelador subtítulo «La suma de todas las partes» (una expresión que sería del agrado del batería Nick Mason). Después de publicar otros tres libros, en este otoño de 2015 me he enfrentado a la lectura de Pink Floyd: tras el muro con el interés propio de alguien ocioso por bucear una vez más en el relato cronológico de una de las bandas señeras del planeta, ampliando horizontes sobre el conocimiento de la historia de Pink Floyd a través de una prosa que no escatima el sentido de la reflexión, que maneja los datos con solvencia y claridad expositiva, y desarrolla una línea de pensamiento que desemboca inexorablemente a hacer partícipe al lector que un fenómeno musical de estas dimensiones responde a los estímulos propios de una época donde los estadios donde se celebran conciertos multitudinarios han acabado convirtiéndose en auténticos centros de culto, de adoración de las masas por esas “deidades” apostadas sobre el escenario, rodeados de todo tipo de artilugios instrumentales de nueva generación. De ello se percataría Roger Waters durante la gira The Flesh celebrada en 1977, cuya parada final en el estadio Olímpico de Montrealdio pie a una anécdota que alcanzaría rango de categoría escupió a uno de sus fans, especialmente impertinente en el curso del showal encender la mecha de lo que un par de años sería la puesta de largo de su doble álbum conceptual The Wall. El éxito del mismo sacaría a flote la empresa financiera que movía la maquinaria de Pink Floyd, en el punto de mira del fisco británico tras una serie de inversiones fallidas provocadas por un hombre de confianza que no tardaría en ingresar en prisión. De estos avatares en paralelo a las dinámicas estrictamente creativas de los Floyd se ocupa el presente volumen, pero la música deviene el espacio nuclear, evaluando esos procesos creativos que sufrieron un vuelco con la salida (forzada y forzosa) de Syd Barrett, el reverso de esa «cara oculta» del éxito que han tocado con los dedos David Gilmour, Nick Mason, Rick Wright y Roger Waters, este último quien se mantiene aún pegado a un muro que le ha devuelto la ilusión por situarse encima del escenario y así conquistar nuevos públicos. Solo así se entiende la extraordinaria recepción de sus espectáculos en directo de The Dark Side of the Moon y The Wall, piezas angulares de un legado discográfico que fluye de color de rosa, aunque bajo la superficie haya sido en realidad un camino plagado de espinas, desde el desinterés discográfico de propuestas que no parecían conducir a ningún sitio (Atom Heart Mother, cuya música quiso utilizar Stanley Kubrick para La naranja mecánica, o Meddle) hasta las trifulcas judiciales libradas entre la batería de abogados a sueldo de Waters y los abogados de la defensa del resto de los Floyd por la utilización de un nombre cuya rentatibilidad, como advertía al inicio de este escrito, sigue mostrando señales de fortaleza. De tal suerte, por ejemplo, The Dark Side of the Moon vende un cuarto de millón de copias cada año de media y todo parece indicar que la historia de Pink Floyd, tarde o temprano, tendrá refrendo en la ficción cinematográfica, entre cuyas líneas argumentales a buen seguro podría quedar consignada la rivalidad sostenida en el tiempo por David Gilmour y Roger Waters, caracteres disímiles pero con un talento común, diríase que innato, para la música. Una disciplina, un arte que para quien suscribe estas líneas tendría otro sentido sin el relato musical de Pink Floyd.      

miércoles, 11 de noviembre de 2015

«CRONOMOTO» (1997) de Kurt Vonnegut: DOBLE SALTO MORTAL

En  marzo de 2003, a las puertas de una primavera especialmente “caliente” en cuanto a agitaciones sociales y políticas en nuestro país, Angle Editorial, en su colección titulada «Narrativas», publicaba Salt en el temps, una suerte de reflexiones plasmadas al papel por Kurt Vonnegut (1922-2007), que habían nacido tras una tentativa frustrada por dar acomodo a una nueva novela. Aquellos ociosos en ir completando el parque de piezas literarias (relatos cortos, ensayos, novelas, etc.) de Vonnegut nos hicimos con un ejemplar, pero me aventuro a creer que la tirada fue ciertamente limitada, máxime al tratarse de un libro escrito en catalán. Recuerdo con certeza, eso sí, que Salt en el temps pasó por mis manos con celeridad, acomodando una de esas lecturas rápidas que suelen sustanciarse en una plaza hotelera o en el interior de un tren de media o larga distancia. Para los que orbitamos en el «planeta Trafalmadore» las lecturas de Vonnegut resultan de esta naturaleza; no precisan de una serie de etapas para dejar “reposar” el texto y volver sobre el mismo al cabo de unos días o semanas. El compromiso para con la literatura de Vonnegut requiere de otra actitud, la que pasa por “anclarse” a su lectura y devorarla, a poder ser, de un tirón. Una docena de años más tarde, aún conservo el recuerdo de un texto preñado de indulgencia por parte de Vonnegut en relación al grueso de los miembros que conforman la genealogía familiar. Primos, hermanos, tíos, cuñados, suegros, padres, abuelos maternos y paternos, hijos biológicos o adoptados de Vonnegut asoman en las páginas de Salt en el temps, cuya edición al castellano en el haber de Malpaso haciendo hincapié en lo subversivo, el color de moda de distintos sellos de nuevo cuño (Capitán Swing, Sexto Piso, etc.) en otro periodo no menos convulso en lo social y en lo político otoño de 2015se ofrece bajo un nombre diferente, el de Cronomoto. Pero lo que sigue presidiendo la cubierta en uno y otro caso es el concepto de la esfera de un reloj “dislocada” o “fracturada”, jugando con la idea de que el tiempo se detiene. Curiosamente, idéntica noción se representa pero en el plano audiovisual en Madre noche (1996), la adaptación al celuloide de la novela homónima de Vonnegut donde él mismo representa a un peatón (cameo obliga) que aparece conforme a una especie de estatua en medio de una calle o avenida fuertemente transitada. A su coguionista Robert D. Weide y a su intérprete principal Nick Nolte se refiere en una de las páginas de una obra que, excusa decirse, despierta el hambre voraz de su lectura si previamente nos hemos familiarizado con su prosa, una forma de expresar las ideas sobre el papel que surgen al dictado de una mente abonada a cierta dispersión “controlada”, en esa contienda diaria que debió ser para él reformular pensamientos que quizás habían quedado superados en el pórtico del nuevo milenio. Así pues, el absurdo se apodera de determinadas páginas para luego ir alternando capítulos o fragmentos de los mismos en que saca brillo a un prosa que trata de auscultar la esencia del ser humano lleno de contradicciones cuando se razona sobre el sentido de la guerra o hace un somero repaso por la historia de los Estados Unidos a través de un anecdotario que refuerza si cabe aún más lo irreverente e impertinente en ocasiones de su discursos a los ojos de los celadores del tea party o, cuanto menos, de las capas más conservadoras del país. Un anecdotario que ya había acomodado en el espacio de las conferencias celebradas en multitud de universidades de los Estados Unidos, algunas de las cuales habían sido los principales feudos para la incipiente divulgación de la obra de Vonnegut verbigracia de novelas del alcance metafórico de Cuna de gato (1963) y Matadero Cinco (1969), por citar dos de los títulos contenidos en el catálogo de Anagrama en distintas colecciones. Longsellers que devienen la puerta de entrada al particular mundo creativo de Vonnegut para luego pasar a otro “estadio” de conocimiento, el que permite recrearnos (en modo empático) con algunas de las expresiones de Vonnegut que, a ratos, parecen hablar en boca de su alter ego literario, Kilgore Trout. No son pocas precisamente las páginas donde se recurre a Trout para lanzar al aire algún que otro concepto que nos invita a esbozar una sonrisa que acaba escondiendo una reflexión de hondo calado. 
   Al regresar otra vez sobre este texto (pero en su variante castellana), puedo calibrar con mayor tino el alcance de una propuesta que imprime carácter, el propio de un Vonnegut socarrón, irónico, perspicaz, decidido a salvaguardar las bondades de una estirpe familiar donde quedan convocados arquitectos, inventores, científicos y practicantes de oficios de muy distinto sesgo. Con todo, ninguno de los que ha pertenecido o perteneció a similar linaje ha obtenido u obtuvo la proyección internacional de Kurt Vonnegut, Jr, fruto de la cual se han sucedido traducciones a multitud de lenguas de sus obras más (re)conocidas y aquellas que destilan un aroma a despedida, a capitulación ejecutando un doble salto mortal en el tiempo. Uno realizado de espaldas a la realidad y el otro apegado a la misma cuando toca sacar polvo al álbum familiar estacionado en el baúl de los recuerdos.       

domingo, 1 de noviembre de 2015

«LUCÍA EN LONDRES» (1927), de E. F. Benson: RETORNO A RISEHOLME

A principios de este año 2015 que pronto toca a su fin se registraría el fallecimiento de la actriz Geraldine McEwan (1932-2015), miembro del Royal National Theatre y considerada una de las primeras damas del Teatro británico, sin apenas relieve en el mundo de la gran pantalla pero sí, en cambio, con una destacada producción televisiva a sus espaldas. Entre los títulos que configuran su participación catódica cabe destacar la serie Mapp & Lucia (1985-1986), compuesta por diez episodios one hour, en que adapta de una manera sui generis la novela homónima de E. F. Benson (1867-1940). Geraldine McEwan daría acomodo en la misma al personaje de Emmeline «Lucía» Lucas, una mujer resuelta a alimentar sus aires de grandeza proyectándose en un mundo de lujo y ostentación que despierta resentimientos y envidias en el seno de esa comunidad de Riseholme poblada de un personal heterogéneo en las formas y en el fondo de sus psiques. Una segunda plasmación catódica del peculiar universo de Riseholme llegaría casi treinta años más tarde, en esta ocasión en formato de miniserie compuesta de tres capítulos. Su estreno el año pasado en la BBC coincidiría en el tiempo con la apuesta decidida de la editorial Impedimenta por rendir “culto literario” a Edward Frederick Benson a través de la publicación de la serie que pivota sobre el personaje de Lucía, no necesariamente siguiendo un orden cronológico. Así las cosas, a la edición de Reina Lucía (1920), Mapp y Lucía (1932) en 2012 seguiría la de Miss Mapp (1922) al año siguiente y para el presente otoño Lucía en Londres (1927). Aguardan, pues, edición Lucia’s Progress (1935) y Trouble for Lucia (1939) para, de esta forma, completar el ciclo de seis novelas que nos sirven de punta de lanza en nuestro país para el conocimiento de la obra de un escritor que asimismo cultivaría los relatos cortos con profusión. Una faceta que queda consignada en lengua castellana, en su derivada de ghosts stories con la publicación de La habitación de la torre. 13 cuentos de fantamas (Ed. Valdemar, 2009).
    Resulta curioso constatar que Lucía en Londres se editó por primera vez el año que hacía lo propio El gran Gatsby (1927) al otro lado del Atlántico. Una oportunidad, por consiguiente, a la hora de evaluar el distinto tono (sobre todo en relación al sentido del humor) utilizado por Benson y F. Scott Fitzgerald cuando colocan el foco en ese mundo de la aristocracia del que Lucía participa activamente durante su “destierro” en la capital inglesa, persuadida por enfrentarse a una nueva vida tras ser beneficiaria, junto a su esposo Pepino, de una herencia proveniente de una tía de éste llamada Amy. Desde esas primeras páginas donde tomamos la temperatura moral de esos personajes enquistados en la realidad del pueblo de Riseholme, la lectura de Lucía en Londres fluye con igual fortuna en cada uno de sus capítulos (no numerados) merced a las artes practicadas por Benson en el uso de una ironía afilada de seducción en expresiones que invocan a los grandes nombres de la literatura de las Islas Británicas. Una deliciosa novela que nos vuelve a colocar sobre la pista de E. F. Benson, un escritor que fundamenta su prosa en ofrecer aliento, alma a unos personajes cuyos pensamientos entran en perenne contradicción con sus actos, deslizando sobre la superficie una serie de acciones y expresiones que encubren otro plano de realidad que quisieran ver proyectadas en sus vidas y también en la de los demás, sobre todo cuando regresa a Riseholme Lucía convertida en una celebrity por obra y gracia de su estancia en Londres, codeándose con la jet set de aires victorianos. O al menos así lo expresa Lucía en su particular relato vital, buscando en Riseholme el lugar idóneo para “desconectar” de una existencia frenética (asistencia a fiestas, conciertos de ópera, representaciones teatrales, etc.) y ganarse nuevamente el afecto y la consideración de los lugareños, asistiendo a animadas cenas en que se dejan al descubierto la verdadera naturaleza de la que está hecha el ser humano. Fuera de estos cauces que apelan a la moralidad y a la ética de los personajes en liza, lo bensoniano se cobra su particular peaje en lo relativo a esas fugas fantásticas, un punto esotéricas, que llaman a la puerta de Riseholme en forma de tablas Güija manejadas por un hindú que parecen revelar desde el más allá los asuntos que competen a la vida social de Lucía en su “destierro” londinense. El esnobismo galopante del que hace acopio Lucía en la capital británica se cobra no pocos pasajes de ociosa maldad por parte de Benson,  siendo el episodio de su visita a una galería de arte uno de los más ilustrativos al respecto: «Justo acababa de terminar cuando llegó la señora Alingsby, y allá que se fueron juntos a una visita privada de la exposición de los poscubistas, donde se deleitaron con las obras de esos notables artistas. Había tantos retratos como paisajes, y por lo general era fácil distinguir los unos de los otros, porque un escrutinio cuidadoso revelaba en los primeros un ojo acá o una boca errabunda allá, y en los segundos un árbol o una casa. Lucía se mostró especialmente entusiasmada con un cuadro del puente de Waterloo, pero se había equivocado con el número de catálogo y resultó ser el retrato de la mujer del artista». Botón de muestra de un enfoque narrativo que funciona a distintos niveles, provocando el esbozo de una sonrisa mientras degustamos este manjar literario brindado por un escritor que, al margen de P. G. Wodehouse y Stella Gibbons, me recuerda de soslayo, por la carga de profundidad psicológica que infiere a determinados personajes, a su compatriota Ian McEwan, con idéntico apellido que la actriz que acondicionaría por primera vez en la pequeña pantalla el personaje de Emmeline Lucas, notaria de la decadencia aristocrática victoriana en el periodo de entreguerras. El margen temporal donde labraría su serie de novelas más difundidas el prolífico e insigne E. F. Benson.   

martes, 20 de octubre de 2015

LA GÉNESIS DE «BARBARA STANWYCK: UNA GRAN SEÑORA DE HOLLYWOOD» (2015)

Para alguien nacido en un país donde el doblaje tuvo y sigue teniendo una implantación extraordinariamente elevada, la condición autoimpuesta de ver las películas en versión original (subtitulada) ha limitado de manera considerable el circuito de salas comerciales a visitar. Por ello, no puedo citar una larga lista de cines ligados a mi adolescencia, juventud y madurez. Sencillamente, no puedo entender fijar mi atención en una determinada producción cinematográfica sin la versión original y, por consiguiente, el círculo de salas cinematográficas que he frecuentado ha sido bastante reducido con mención especial para las salas Verdi en el periodo comprendido entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. En feliz iniciativa de Enric Pérez, dueño de los cines y del sello Sherlock Media, allí se proyectarían un extenso catálogo de títulos estadounidenses y británicos con marchamo de clásicos o joyas que por aquel entonces estaban sujetas a la condición de obras de culto o afectadas de un cierto “malditismo”. Por aquel entonces, seguí con sumo interés la programación de los Verdi y rara fue la ocasión que no acudí al visionado de una de estas películas que me abrían nuevas perspectivas de cara al conocimiento de piezas que aún permanecían “vírgenes” a mis ojos. La vida privada de Sherlock Holmes (1970), Irma la dulce (1963), El rapto de Bunny Lake (1965), Un marido rico (1941)... y Las tres noches de Eva (1941). Quizás esta última película supusiera una auténtica “revelación” para un servidor al contemplar en la gran pantalla una película que de principio a fin no tiene desperdicio uno solo de sus fotogramas, ejecutada por su director y guionista Preston Sturges con una precisión absoluta. Desde entonces sigue siendo una de mis comedias favoritas y digamos que el punto de inflexión para considerar a su actriz principal, Barbara Stanwyck, una de las más dotadas para la interpretación de cuantas conozco. Claro está que antes de aquella proyección en los cines sitos en la calle Verdi (una de las más laureadas en las tradicionales fiestas del barrio de Gràcia) sabía de Barbara Stanwyck a través de películas que habían programado en la pequeña pantalla —entre otras, Juan Nadie (1941) y Perdición (1944)— en versión doblada. Coincidiendo precisamente con aquel boom de las reposiciones en nuestro país —una práctica que asumían dentro de su programación otras salas talas como los cines Casablanca, sobre todo en periodo estival— la televisión pública (TVE) impulsaría una política de ciclos de películas en VOSE en horarios un tanto intempestivos que propiciaban de facto dar salida a los reproductores de vídeo, auténticos artilugios para el museo de la historia del siglo XX bajo el prisma de la era digital. Mi primera videoteca se forjaría en aquel periodo al albur de multitud de grabaciones que trataba de poner orden merced a un gusto cinéfilo calculado en función de la significación para un servidor de uno u otro director. No creo que en dicha videoteca cupieran demasiados títulos amparados por la figura de Barbara Stanwyck porque, de hecho, muy pocas de las películas que llegaría a protagonizar o interpretar en papeles secundarios —los menos— fueron emitidas en esas midnight sessions aromatizadas de cinefilia. Un déficit que se iría corrigiendo con los años merced a la edición en DVD y Bluray de una cincuentena de sus películas de un total de ochenta y un largometrajes. Títulos publicados de una manera dispersa con el denominador común de no dedicar apenas espacio en un eventual capítulo de los extras a glosar la importancia de Barbara Stanwyck en una suerte de documental regido por un sentido menos epidérmico que la serie «estrellas de Hollywood», pautados en una media hora de duración.
    Veinte años después de aquella “revelación”, casi movido por un impulso primario, decidí que era el momento para tener un mayor conocimiento sobre los trabajos cinematográficos de Mrs. Stanwyck. Para tal menester creé un blog titulado Las tres noches de Barbara Stanwyck (un título “sugerido” por el subconsciente, of course) con el fin de ir publicando de una manera periódica entradas dedicadas al análisis crítico del grueso de las películas participadas por la menuda actriz. Varios fueron los convocados para dar cabida a los contenidos del blog de marras, pero a medio camino quedamos tan solo Sergi Grau y un servidor dispuestos a cumplir el objetivo trazado. Desde el principio supe que este trabajo no caería en saco roto y por ello acordé con Sergi la necesidad de que los contenidos tuvieron la altura necesaría para que, llegado el momento, adoptaran la forma de una obra a publicar en papel. Al cabo de tres años de vida del blog, éste acabaría vaciándose para integrarse en una carpeta virtual de futuros libros. T & Editores recogió el guante y en noviembre de 2015 visitará las librerías Barbara Stanwyck: una gran señora de Hollywood. El número doce de mis libros, pues, tiene su particular historia. Ha sido el relato de un progresivo enamoramiento en relación a una actriz apenas sin mácula interpretativa, una fuerza de naturaleza que hizo mejores a cada uno de los largometrajes en los que participó. De ello puedo dar fe tras el visionado de la totalidad de sus películas, muchas de ellas inéditas en salas comerciales e incluso en formato doméstico. Sin duda, junto a Katharine Hepburn, sigue siendo mi actriz favorita del cine clásico, y esta monografía que verá la luz en las librerías de manera inminente mi particular homenaje —compartido por Sergi Grau— a su grandeza, la propia de una gran señora de Hollywood, cuya proverbial inteligencia corría pareja a su plena dedicación a un medio donde estuvo activa por espacio de casi cuarenta años.   

lunes, 12 de octubre de 2015

«LOST SOUL: THE DOOMED JOURNEY OF RICHARD STANLEY’S ISLAND OF DR. MOREAU» (2014): «DE CREADOR A PERRO»

La lógica dictaba que en el marco de la 29 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges la tercera versión cinematográfica del clásico literario La isla del doctor Moreau (1896) se proyectara en su sesión inaugural, dentro de la sección a competición o fuera de concurso. Semejante puesta de largo hubiera podido ir acompañada de una exposición dedicada a H. G. Wells (1866-1946), quien había fallecido medio siglo atrás dejando un legado literario que inauguraba, en cierta manera, la denominada fantaciencia. Pero durante aquel verano de 1996 las noticias provenientes de Norteamérica no auguraban perspectivas halagüeñas para el desembarco comercial de La isla del doctor Moreau, una producción que a punto estuvo de quedar suspendida pocas fechas después que el director titular, Richard Stanley —uno de los múltiples “cineastas-prodigio” descubiertos cara al aficionado a raíz del paso por Sitges, en su caso, de Hardware: programado para matar (1990)—, fuera expulsado de su rodaje en un lugar remoto de Australia, concretamente en Queen Island. Justo el mismo día que empezaba a andar la 29 edición del certámen catalán —cuyo alumbramiento coincide con el año de nacimiento de un servidor—, la distribuidora Líder Films estrenaba La isla del doctor Moreau (1996), presumiendo que el atractivo de ver en la gran pantalla a Marlon Brando y Val Kilmer —un actor en alza en aquel periodo— sería suficiente argumento para la asistencia masiva de espectadores. Pero nada de ello sucedió. Atendiendo a mi interés para con el cine de John Frankenheimer —el realizador que tomaría el relevo de Stanley—, asistí a una de las primeras proyecciones del film en la Ciudad Condal, creo recordar con alguna vaga idea de la “leyenda negra” que había acompañado a su fase de (pre)producción. Al finalizar la proyección tuve la sensación que algo fallaba si lo mejor se concentraba en sus primeros minutos, los correspondientes a los títulos de crédito cortesía de Kyle Cooper. Un prodigio de originalidad que ofrece un severo contraste con el resto de una cinta donde Brando y Kilmer parecían campar a sus anchas, sin orden ni concierto. Por aquellas fechas debí cavilar el porqué diantres Frankenheimer había aceptado un proyecto de esas características, sin las garantías suficientes de que rigieran unos mínimos estándares de calidad que se le conceden por derecho propio a un director de su talento. Casi veinte años más tarde, en el que hubiera sido el marco natural para una suerte de premiére europea de The Island of Doctor Moreau, muchos de los interrogantes que se cernían sobre la particular historia del antepenúltimo largometraje dirigido por Frankenheimer quedarían despejados para un servidor al concluir la proyección del documental The Doomed Journey of Richard Stanley’s Island of Doctor Moreau (2014).
    De un tiempo a esta parte, mi presencia en el Festival de Sitges se ha convertido en meramente testimonial entendiendo que contemplar infinidad de películas en un corto espacio de tiempo no forma parte del ideal de un servidor. Eso sí, cada año intento afinar en la elección de algún título que me atraiga de manera especial o que tenga la certidumbre de que nunca más podré tener oportunidad de verlo. Este último supuesto es el que me hizo decidir por desplazarme hasta la Blanca Subur el sábado 10 de octubre para ver el documental de marras. Al entrar en la sala del Cine El Prado —conserva su encanto retro con el patrio de butacas tallado en madera sin revestimiento alguno en sus laterales— Richard Stanley hizo los honores de maestro de ceremonias, presentando un documental del que deviene el máximo protagonista en su primera parte. Recordaba haberlo visto en fotografías. Algo más entrado en carnes, pero ataviado con un sombrero similar, tocado por una pluma, y luciendo una melena negra, Stanley parecía agradecido de la asistencia de bastante público tratándose de un documental que debía haberse colado en una programación con una lista de títulos que parecía haberse multiplicado de manera exponencial en relación a la edición de aquel lejano 1996 donde James Woods había sido distinguido como mejor actor por su papel en Killer: A Journal of Murder (1996). Curiosamente, Woods, siguiendo el dictado del contenido del documental dirigido por el prolífico David Gregory, había sido uno de los intérpretes que figuraban en el proyecto en curso antes que New Line se decidiera por la contratación de Val Kilmer para dar cobertura al personaje de Montgomery. Excusa decirse que el testimonio de Woods brilla por su ausencia en el documental pero sí, en cambio, aceptarían el envite sus colegas Fairuza Balk —la principal “aliada” de Stanley—  y Marco Hofschneider, a quien cabe computar uno de los momentos más hilarantes de The Doomed Journey cuando relata que un día Brando se le acercó y se puso a hablar con él en “alemán” o que recibió una patada en las partes nobles por parte del «hombre más bajo del mundo» (el dominicano Nelson de la Rosa apenas alcanzaba los 70 cm de altura; pieza más con la que vestir el freakismo del que hace gala el film). El propio testmonio de Hofschneider se deja sentir tanto en la primera como en la segunda parte de este documental ya que fue uno de los pocos que estuvo de principio a fin del proyecto, atendiendo a las indicaciones del “indio” Stanley y luego a las de Frankenheimer, quien acabaría desquiciado con la actitud adoptada por el rubio actor de El santo (1997) al punto que manifestó alzando la voz ante una parte del equipo de rodaje que «si dirigiera una película llamada La vida de Val Kilmer ni siguiera contaría con él». Botón de muestra de lo que había derivado aquel proyecto soñado por Richard Stanley, quien expresa a cámara el descubrimiento de la novela de H. G. Wells a los cinco años, facilitada por su progenitor para que su vástago reparara en las ilustraciones que contenía en su interior una añeja edición de La isla del doctor Moreau. Una “foto-fija” que Stanley no olvidaría y que le predestinaría a uno de sus proyectos cinematográficos de su vida, cuidando hasta el último detalle a través de bocetos e storyboards que había ido preparando con diversos colaboradores. The Doomed Journey exhibe hasta qué punto la labor de tantos años puede caer en saco roto, mostrando la crueldad de esa maquinaria que atiende a impulsos no necesariamente creativos. Stanley conservaría su nombre en los créditos en el apartado de guionista en esos menesteres quedarían convocados en distintas fases del proyecto Walon Green (Grupo Salvaje) y Michael Herr (autor de Despachos de guerra), entre otros, pero su visión del relato de Wells quedaría eliminada. En el epílogo de esta sesión en El Prado, a preguntas de un servidor, Stanley revelaría que solo parte del maquillaje había quedado reflejado en la película de lo imaginado o ideado por él. Devastador balance para alguien que había sufrido en sus propias carnes los desaires de un sistema implacable y que para tratar de vengarse de tamaña humillación, Stanley, animado por un par de técnicos con una actitud escasamente servil al stablishment, se colocaría una máscara de perro y pulularía por el rodaje, llamando la atención en particular el productor Edward R. Pressman por lo extraño de su comportamiento (no se quitaba la máscara para no revelar su identidad). De manera lacónica, Richard Stanley sentencia en el tramo final del documental: «De creador a perro». A pesar de ello, el realizador inglés parece reservar aún una última bala por si los hados son propicios y obsequiarnos algún día con una cuarta versión descontadas las “bastardas” fuera del alcance de los circuitos comerciales estándart de La isla del doctor Moreau tal como la había concebido. Solo así de esta forma parece dispuesto a abandonar temporalmente de su refugio en los Alpes franceses, allí donde arranca un soberbio  documental en su fondo y forma que difícilmente olvidaré.          

lunes, 28 de septiembre de 2015

«CUENTOS COMPLETOS» de E. L. Doctorow, A TÍTULO PÓSTUMO: LA OTRA DIMENSIÓN LITERARIA DEL GENIO NEOYORQUINO

«Una novela puede nacer en tu cabeza en forma de imagen evocadora, fragmento de conversación, pasaje musical, cierto incidente en la vida de alguien sobre el que has leído, una ira imperiosa, pero sea como sea, en forma de algo que propone un mundo con significado. Y por tanto el acto de escribir tiene carácter de exploración. Escribes para averiguar qué escribes. Y mientras trabajas, las frases pasan a ser generadoras; el libro prefigurado en esa imagen, en ese retazo de conversación, empieza a aflorar y participa él mismo en su composición, diciéndote qué es y cómo debe realizarse.
En cambio, un relato suele presentarse como una situación, hallándose los personajes y el escenario irrevocablemente unidos a ella. Los relatos se imponen, se anuncian a sí mismos, su voz y sus circunstancias están ya decididos y son innumerables. No se trata de encontrar el camino para llegar a ellos; han llegado por propia iniciativa y, más o menos enteros, exigiéndote que lo dejes todo y lo escribas antes que se desvanezcan como se desvanecen los sueños». Así se expresa, a las primeras de cambio, en el prefacio de Todo el tiempo del mundo Edgar Lawrence Doctorow (1931-2015), para mi gusto uno de los escritores norteamericanos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX, que ha prologado su descomunal talento literario, a las primeras estribaciones de la presente centuria. Malpaso Ediciones amplía el horizonte en calidad de cuentista de Doctorow on la publicación de sus Cuentos completos, casi coincidiendo en el tiempo con la noticia de su deceso. Miscelánea, el sello por antonomasia cautiva de la obra de Doctorow en lengua castellana, cede así el relevo a la editorial barcelonesa para la presentación en sociedad de un plato literario exquisitamente cocinado por el escritor neoyorquino. Para la ocasión, dieciocho relatos cortos jalonan esta pieza literaria —cinco más que en la edición de Miscelánea— en la que Doctorow se bate el cobre en el desarrollo de sendas historias arraigadas al firme de la realidad social estadounidense —con alguna que otra salvedad— mostrando, una vez más, la “cara oculta” del sueño norteamericano. De algún modo, pese a lo variopinto de los relatos que convergen bajo un mismo manto de edición, Doctorow hace extensible en estas breves historias una necesidad vital por sumergirse en esas procelosas aguas de lo cotidiano, aflorando un discurso social en que levanta acta de esos seres incapacitados para adaptarse a su entorno; unforgivens en la “tierra santa”, en la tierra de “las segundas oportunidades” que representa los Estados Unidos de América. En esas distancias cortas, la punción crítica se nota sobremanera, derivando toda clase de historias subsidiarias de la violencia de género (desgarrador el relato Jolene envuelto, eso sí, en esa cortina poética tan cara a su autor que lo distancia de otros de sus colegas de profesión), la precariedad laboral (Wakefield) o la inmigración (Integración). Historias que conectan directamente con un paisaje humano que dista de haber sido observado a través de un filtro idealizado de la sociedad que acogería a los ancestros del propio Doctorow, emigrantes rusos judíos que buscarían una nueva vida en esa ciudad que se convirtió en el escenario en permanente rotación del exquisito autor de Ragtime (1975): Nueva York. En esta recopilación de relatos cabe uno particularmente autobiográfico, El escritor de la familia, previamente publicado en la distinguida revista “Esquire”. Una mano tendida a rendir tributo a la figura paterna, colocando el broche final al relato la trascripción íntegra de una carta escrita por Donald Doctorow, en una muestra más de que los aspectos sentimentales que incriminan a la familia alcanzan un significado especial en el que se presume el último tramo vital y profesional de un escritor.
Si tuviera que quedarme con uno de los relatos que conformar esta antología soberbiamente editada me decantaría por Walter John Harmon. Una obra maestra del relato corto vestida a través de su treintena de páginas con esa proverbial finura de Doctorow en ofrecer una descripción espacial de un entorno determinado, al tiempo que da volumen y forma a los personajes en liza. Una narración que pudiera servir de punto de partida para una novela en la que se desvelara, merced al modus vivendi y al modus operandi de una secta, esa América al abrigo de conceptos involucionistas, que se reconoce en los postulados del Tea Party y que exhibe el arma como seña de identidad. Esas mismas armas que se pueden reconocer en algún lugar a resguardo de la fortificación que ha dejado marcada Walter John Harmon en unas hojas que tienen un tanto de revelación para con sus fieles seguidores, incluido el personaje que da voz al relato y que trata de agarrarse a la doctrina impartida por su "Mesías", aunque éste se haya fugado con su propia esposa. Doctorow cincela su masterpiece mostrando, en su enunciado final, una idea bastante aproximada de lo que repercute en la gran pantalla en Red State (2010) con guión, montaje y dirección de Kevin Smith. No en vano, el relato en cuestión concluye con una frase demoledora: «Nos asegura un campo de tiro despejado y libre de obstáculos». Otra bala, pues, que colocar en el cargador sutilmente crítico de este “francotirador” con la mirilla calibrada tanto para el largo como para el corto alance. Doctorow cumple, pues, una vez más, las (elevadas) expectativas puestas en su prosa con este compendio de relatos que, en relación a la edición publicada bajo el genérico Todo el tiempo del mundo, incluye El hombre de Cuero, Niño muerto, en la rosaleda (con un singular punto de partida no demasiado explotado en lo literario, donde la historia acontece en el interior de la Casa Blanca con la identidad del cadáver de un niño por esclarecer), La depuradora, La legación extranjera y Vidas de poetas. Esta última había constituido el principal caballo de batalla entre empresa editora y el propio Doctorow, remiso a incluir un texto que su autor consideraba desligada de su selección de relatos, una novela corta, en cierta manera compendio de muchos elementos que conforman su particular cosmogonía. Cerca de cincuenta páginas elaboradas con ese grado de imperfección pretendido en su particular visión de un grupo de individuos colocados frente al espejo de una época que nos acerca más a una historia de “fantasmas contemporáneos”, vestigios de un pasado que irremediablemente han desaparecido. En su desesperanza y en su desazón, Doctorow les ofrece abrigo a través de una prosa que traspúa humanidad, incluso un sentido romántico de la vida que lo distancia de otros escritores de su generación.
    Al igual que surge con otros autores, la muerte de Doctorow a buen seguro generará un afán por peinar textos un tanto desperdigados, esbozos de novelas o relatos que no llegarían a prosperar. Pero hasta la fecha su legado literario publicado es suficientemente rico como para defenderlo con una pasión medida desde el conocimiento sobre alguien hiperdotado para relacionar a su libre albredrío personajes de ficción con reales (en ocasiones, él mismo a través de trasuntos) en un contexto histórico especialmente preceptivo que le ha situado en el pórtico de los grandes novelistas de los últimos sesenta años, que asimismo puso a disposición de su talento la construcción de relatos cortos que apuntalan un descomunal prestigio del que han tomado nota, en cuanto a técnica y estructura literaria, no pocos escritores, coetáneos, caso de su amigo Dom DeLillo, y de generaciones posteriores.    

    


martes, 15 de septiembre de 2015

«LA PUERTA DE LOS ÁNGELES» (1990) de PENELOPE FITZGERALD: (RE)DESCUBRIENDO A UNA GRAN DAMA DE LA LITERATURA

En el interior de la estación de Liverpool Street Daisy Saunders coincide nuevamente, para su desdicha, con Kelly, el joven periodista que se avino a publicar una noticia sobre uno de los pacientes del Blackfriars donde ella había sido empleada. Tras una primera tentativa por zafarse de la sombra de Kelly, Daisy se justifica que su tren sale en cinco minutos. Kelly, al dictado de la lógica y de una cierta carga de ironía barnizada de misoginia, replica que «las mujeres siempre piensan que los trenes salen en cinco minutos. Los trenes salen según el horario previsto». Una frase que lleva todas las trazas de su autora, Penelope Fitzgerald (1916-2000), cuyo tren, el que la condujo a un reconocimiento por su faceta de escritora en determinados círculos, estuvo a punto de perder antes de llegar a la última estación de su azarosa existencia. De la vida se apearía en abril de 2000, a punto de echar el cierre una centuria donde Penelope Fitzgerald experimentó todo tipo de situaciones personales, en un cuadro prototípico de la mujer británica del siglo XX con ínfulas creativas que se debatía entre la regia moralidad proveniente de sus ancestros y la necesidad por dar carta de naturaleza a su propio desarrollo intelectual en un contexto, cuanto menos en sus primeros tramos, no particularmente favorable para ello.
    Transcurridos trece años desde su fallecimiento salió al mercado Penelope Fitzgerald: A Life (2013), una biografía escrita por Hermione Lee, prosiguiendo así la inveterada tradición de los británicos por honrar la memoria de infinidad de personalidades del mundo de la cultura que no necesariamente habían tenido el merecido reconocimiento en vida. Por aquel entonces, el sello Impedimenta ya estaba enfrascado en la labor de dar a conocer la obra lteraria de Fitzgerald. Al ir punteando los títulos que jalonan la misma nos encontramos que la editorial madrileña ha cubierto en apenas un lustro la publicación de un repóker de novelas de Fitzgerald: La librería (2010), El inicio de la primavera (2011), Inocencia (2013), La flor azul (2013) y La puerta de los ángeles (2015), esta última una de las novedades más estimulantes que presenta Impedimenta para este nuevo curso. En porcentaje, esta cifra cubre algo más de la mitad de su producción literaria, fijada en nueve novelas, dejando al margen su aportación al campo de la biografía un total de tres títulos—  y abundantes ensayos. Una de las particularidades de la producción literaria de Fitzgerald radica en su tardanza a la hora de publicar. Lo haría una vez situada en el pórtico de una jubilación que no sería tal en atención al ritmo de trabajo empleado para dar acomodo a esas piezas literarias, en su mayoría, alumbradas al compás de sus propias experiencias y sobre todo a la toma de conciencia de las posibilidades que se la abrían si sabía procesar adecuadamente las enseñanzas extraídas de la lectura de multitud de libros que habían formado parte de los programas educativos que ella adecuaría para alumnos de distintas edades y credos sociales. En esa ecuación en que se presentan los factores de la docencia y el aprendizaje, la incógnita a despejar arroja como resultado un dominio del lenguaje por parte de Fitzgerald ciertamente encomiable. Un lenguaje preciso, elegante, trenzado con sencillez expositiva pero que en el fondo subyace una profunda asimilación de lecturas que la habían tenido ocupada mientras trataba de apañárselas para sacar adelante a sus tres vástagos sin el referente de un padre dipsómano que se había ausentado del hogar hasta abandonarlo definitivamente. En cada página de La puerta de los ángeles sentimos el calor de unos personajes desnortados, a la cabeza Daisy, la aprendiz de enfermera en su tránsito a la mayoría de edad a efectos temporales, el relato cubre desde los diecisiete a los diecinueve años de su existencia—, equiparable, en términos de vulnerabilidad y afecto al que nos procura el personaje de Flora Poste en La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons, el longseller editado por Impedimenta. A diferencia de Flora, Daisy no llama a las puertas de una granja de la que ha sido beneficiaria verbigracia de una herencia sino que lo hace a las puertas del St. Angelicus de Cambridge. Un ambiente universitario que da juego para amueblar una leve trama detectivesca en combinación con la presentación de algunos personajes que ganan peso en el relato a las primeras de cambio Fred Fairly, el joven profesor universitario de Ciencias Naturales que ocupa un lugar preponderante en el desarrollo de la trama antes de ceder el testigo a la voz de Daisyy otros que pululan por ese exclusivo ambiente, caso de Ernest Rutherford enfrascado en su estudio sobre el átomo antes de elevarlo a la categoría de modelo teórico con visos a perdurar—, ofreciendo de esta forma un sustrato de verismo del que brota un campo minado de ingenio y de un conocimiento de primera mano sobre seres de naturaleza errante situados en el frontispicio del fracaso y de la fragilidad emocional. Por todo ello la lectura de La puerta de los ángeles procura una cercanía para con el lector familiarizado con la idea que la vida presenta innumerables espinas en el camino que debemos sortear para evitar salir derrotados. En ese camino de ficción-realidad se sitúa el personaje de Daisy, cuyo futuro parece quedar ligado al de Fred Fairly, en cierto modo de carácter antitético al de la “heroína” creada por Fitzgerald, para la que el cumplimiento del centenario de su natalicio el año que viene debería dar pie, además de la publicación de la biografía de Hermione Lee asimisma autora de un revelador prefacio en la presente edición— a cargo del sello Impedimenta, a una mayor difusión vía conferencias, coloquios, clubs de lectura o mesas redondasde la prosa de una escritora que ha pasado a ocupar un lugar preferente en mi biblioteca personal. A esta “causa” a buen seguro podría contribuir la adaptación cinematográfica de La librería que Isabel Coixet recientemente distinguida con el premio Chevallier de L'Ordre des Arts que desde hace tiempo prepara con esmero, a buen seguro para salvaguarda la memoria de Penelope Fitzgerald, precisamente con el libro que le abriría las puertas de su otoñal profesión —fue finalista al Booker Prize— y la llevaría, al cabo, a situarse entre sus ángeles literarios, aquellos que velan por seguir creyendo en el poder sanador de la letra impresa acomodada en forma de pieza literaria.