sábado, 29 de septiembre de 2018

A PROPÓSITO DEL PRIMER ANIVERSARIO DEL 1-0: HISTORIA DE UN GRAN FRACASO


A lo largo de sus aproximadamente noventa años de existencia el cine sonoro ha creado sus propios códigos narrativos que tienen en la entrada reservada a la letra «M» de su singular diccionario un término de raíz anglosajona: McGuffin. El inglés Alfred Hitchcock, acaso una de las personalidades cinematográficos más influyentes en el devenir de la Historia del Séptimo Arte una vez vencido el periodo silente del que participó activamente, acuñó el término en cuestión. En este vocablo se condensa la idea que un determinado elemento que de partida parece cobrar relevancia de cara al avance o desarrollo de la trama, al final no tiene incidencia alguna en la misma. Puede interpretarse, por consiguiente, conforme a un elemento de distracción sobre todo especialmente pertinente en tramas de suspense.
    Cuando vuelvo la mirada hacia atrás y trato de reflexionar sobre lo acontecido en mi tierra —Catalunya— el pasado 1 de octubre de 2017, interpreto las urnas como el equivalente del término McGuffin. Esa película que para buena parte de mis paisanos pasaría a ser la más importante de sus vidas duró varias semanas y tuvo su clímax el 1-O. En ese relato cinético el elemento que estaba en boca de todo el mundo se correspondía con las urnas, alimentando un juego especulativo sobre su procedencia, si habían podido llegar a territorio catalán y un largo etcétera en forma de múltiples variables. Más propio del plot de una comedia de la Ealing —pienso, por ejemplo, en Whisky Galore! (1949)—, a toro pasado hemos sabido de esas historietas de cómo el ingenio humano —combinado con la ingenuidad (valga el eufemismo) de los servicios de inteligencia (sic) del estado español— hizo posible mantener en secreto la ubicación de miles de urnas diseminadas por todo el territorio, al punto que en algunos casos las mismas se encontraban en el interior de garajes o trasteros situados a decenas o escasos centenares de metros de los colegios donde se iba a proceder a un amago de referéndum. De la Diada del 11-S se pasó al Día «D» del 1-O. Ambas fechas habían sido marcadas en rojo en el calendario de los afines al independentismo, en que el fervor de la una –el 11 de septiembre— debía servir para reforzar, potenciar un sentimiento de motivación y, a la par de resistencia para la jornada dominical del primer día de octubre de 2017. Sendas jornadas, pues, habían servido para tender un puente de plata hacia Itaca, en busca del Santo Grial del independentismo a los que un elevado porcentaje de catalanes quedamos (auto)excluidos. La imagen cegadora de una Catalunya independiente nubló la capacidad de razonar de infinidad de personas que en su quehacer diario aplican el seny. Poco o nada importaba que los partidos mal llamados “unionistas” o “constitucionalistas” no participaran de lo que consideraban una farsa, una propuesta de referéndum en que solo una de las partes hizo campaña. De esta forma, el concepto referéndum perdía todo sentido, disolviéndose como un azucarillo en un mar de proclamas a la movilización de cara al 1-O por parte de los partidos independentistas de nuevo cuño o de larga tradición. El engaño estuvo servido y, a partir de bien entrada la mañana de aquel domingo de otoño, a los ojos de un servidor, las urnas pasaban a convertirse en el McGuffin de una trama que se teñía de terror. Con motivo del cumplimiento del primer aniversario del 1-O, aquellos dirigentes políticos invadidos por un perfil fanatizado en cabeza, el President de la Generalitat de Catalunya (para solaz desgracia de muchos de nosotros) Quim Torra— expresan que se trata de una fecha marcada a fuego en la reciente Historia de Catalunya, una señal de victoria en la defensa de las urnas. Es como si hicieran una reseña crítica de una película de Alfred Hitchcock y subrayaran en diversas ocasiones del texto la importancia del McGuffin. Lejos de las ataduras del fanatismo, si hacemos un juicio ponderado y medido desde una mínima capacidad de análisis, lo que más se asemeja a lo acontecido en Catalunya el 1-O de 2017 deviene una historia de terror, una pesadilla que no quisiera volver a ver. Aquel día lloré porque pegaron a personas con las que me puedo cruzar por la calle, al ir a comprar el pan o compartir recinto cuando voy a tomar un café con leche o un aperitivo. No hubo épica en aquel 1-O; las urnas eran lo de menos. Salvo a los “abducidos”, ¿a quién le importó que el falso referéndum se saldara con el 90 0 el 95% de los votos a favor?. Quim Torra y los de su cuerda se expresan en términos de victoria cuando, en realidad, para cualquier persona sensata representó un fracaso en toda regla. El fracaso por convocar una farsa de referéndum; el de unas autoridades policiales que actuaron como los drugos de La naranja mecánica, y de unos dirigentes políticos que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 se colocaron en el frontispicio de la legalidad para, a renglón seguido, enarbolar la bandera de un independentismo que ha traído como consecuencia muchas más penalidades que beneficios.

«LA MADONA DE LOS COCHES CAMA« (1925) de Maurice Dekobra: UNA DAMA DE ALTOS VUELOS

«Lady Diana Wynham reposaba sus hermosas piernas, enfundada en los husos etéreos de dos sedosas medias de 44 denieres, sobre un puf cuadrado de terciopelo color habano. Su busto quedaba oculto tras el parapeto blanco del Times, desplegado entre sus dos brazos desnudos. Sus piececitos se agitaban dentro de unos zapatos de brocado cereza y plata, amenazando el equilibrio de una taza Wedgwood auténtica, tangente a uno de los inquietos tobillos». Así arranca la novela La Madona de los coches cama (1925), considerada una de las masterpiece de Maurice Dekobra (1883-1973) y por ventura recuperada por el sello Impedimenta en un panorama editorial yermo en traducciones al castellano en relación a la fecunda producción literaria del escritor galo. Hasta donde alcanza las fuentes documentales consultadas, se trata de la primera edición al castellano de La Madona des sleepings, y la segunda de las novelas —el bautizo se remonta a los años cincuenta con la impresión de La espía por parte del sello Imperia, que mereció una reedición en 1969 bajo el genérico La espía que hace reír merced a la iniciativa de la efímera empresa barcelonesa Edisven— que llevan la rúbrica de Ernest Maurice Tessier, artísticamente Maurice Dekobra, un apellido (traducción literal a la lengua de Dámaso Alonso: «dos cobras») surgido fruto de su eventual encuentro con un encantador de serpientes. El mismo se produjo en uno de los miles de escenarios naturales que Dekobra visitó en infinidad de viajes por todo el mundo, que le facultaron para crear más de una veintena de novelas donde el común de los lectores de la época no podían acceder más que a través de la ventana de la ficción literaria o, en el caso concreto de La Madona de los coches cama con el suplemento de una versión cinética financiada por la productora Pathé-Natan. Dekobra dio la medida de la popularidad que se había granjeado en un relativo corto espacio de tiempo con el triunfo personal y, a la par, profesional de que tres producciones cinematográficas coincidieran en un mismo año en las carteleras europeas, nacidas de sendas novelas o relatos de un empedernido viajero y bon vivant asociado al mundo de la denominada smart set. Ese 1928 sería asimismo la fecha de la defunción de la germana de ambivalente nombre artístico, Claude France, la que encarnó en pantalla a Lady Diana Wynham en una producción silente que apenas trascendió fuera del territorio francés. De su estreno quedó un eco remoto cuando el país vecino recuperó para el sello Zulma en 2006 un texto que rivaliza en elegancia y exquisitez narrativa con la coetánea El gran Gatsby (1927) de Francis Scott Fitzgerald. Una docena de años más tarde la buena nueva que comportó su inclusión en el catálogo de Éditions Zulma, en un prodigio de traducción en el haber de Luisa Lucuix Venegas el sello madrileño Impedimenta nos ofrece la posibilidad de recrearnos en una novela que excluye el lenguaje viperino a la hora de describir los avatares de una dama británica que se agarra a la opción de contraer matrimonio con un bolchevique, una más de las frivolités a cuenta de Diana Wynham cuya luz resplandece en gran parte de las casi trescientas páginas que jalonan La Madona de los coches cama. Cuando su presencia declina en favor de otros personajes a lo largo del relato preferentemente cuando el ojo de Dekobra se posa en los escenarios de la Rusia postrevolucionaria, la empresa literaria pierde fuelle. Un efecto, en todo caso, transitorio que con el correr del último tercio cincelado con el pincel afilado, preñado de astucia, inteligencia y provisionado de las infinitas experiencias acumuladas por un ser que tocó con la yema de sus dedos la excelencia en el arte de la escritura. El descubrimiento de Maurice Dekobra, pues, está servido por la vía de una edición que cuenta con la particularidad de dos cubiertas distintas, la una trenzada sobre un mosaico de plumas y la otra con la imagen de Diana Wynham en posesión de sus facultades seductoras, aquellas que sirven de preámbulo a una desnudez real conforme a una medida de transgresión que soliviantó los ánimos de la censura de la época. De ahí que la cautela llevara a los productores norteamericanos a descartar una adaptación cinematográfica, dejando que recayera en la industria gala una versión muda, a modo de puerta de entrada para que Dekobra alternara a partir de entonces su faceta de guionista, productor e incluso realizador (el largometraje La rafle est pour ce soir) con sus viajes (algunos por tierras recónditas como Nepal), sus asuntos amorosos y el cultivo de una obra en prosa que abona el campo de la reivindicación.            

viernes, 14 de septiembre de 2018

LA MINISERIE «22.11.63» (2016): REGRESO AL PASADO

Durante los años ochenta Stephen King (n. 1947) pasó a ser uno de los escritores cuya obra visitaba con asiduidad. Difícilmente se me escapaba una película que llevara el “membrete” de King, ya por aquel entonces una marca de éxito editorial de la que inopinadamente se aprovechaba para su “explotación” en el medio cinematográfico. En la medida que vas evolucionando y atiendes a renovadas inquietudes, paulatinamente fui aparcando las lecturas de novelas y relatos cortos de King, cada vez más “contaminados” por una composición más propia de un guión cinematográfica que de una pieza literaria en sentido estricto. Con el advenimiento del nuevo milenio, King ya no formaba entre mis lecturas, aunque atendía a las noticias relativas el escritor de Maine, llamándome la curiosidad el título nominal de una de sus voluminosas novelas, 22.11.63 (2011). Para los que solemos desviar más de un pensamiento sobre la figura de John Fitzgerald Kennedy (1914-1963) al cabo de cada año, esta fecha ha quedado grabada a perpetuidad. Ochocientas sesenta páginas era un plato demasiado copioso para que no se me atragantara tras varios años de ayuno de la prosa de Stephen King. Siete años después de aquella presentación en sociedad, quizás sea el momento de volver a la obra literaria de King, y en concreto la "mastodóntica" 22.11.63, máxime tras haber visto la miniserie homónima estrenada en febrero de 2016. En un formato convenientemente ajustado a la extensión de la novela ocho episodios  con una duración de algo más de una hora para el primer y el último, y unos cuarenta y dos minutos los de “en medio”— 22.11.63 sirve de anticipo para uno de sus principales impulsores J. J. Abrams— de la ambiciosa producción Castle Rock (2018) que aguarda estreno en las plataformas digitales como Neflix para estas fechas. Si bien Castle Rock persigue un propósito de homenaje continuado del universo King, en 22.11.63 no faltan alusiones –algunas un tanto veladas— a la obra del ya septuagenario escritor norteamericano. Seguramente, para los no familiarizados al detalle del contenido de las novelas de King y, por ende, de sus correspondientes adaptaciones cinematográficas y/o televisivas, les pueda pasar por alto la respuesta de Jake Amberson (James Franco) cuando la bibliotecaria Sadie Dunhill (Sarah Gadon) le pregunta en qué instituto ha cursado sus estudios medios. El nombre que da —Bates— hace alusión al instituto en el que celebra su graduación Carrie White en Carrie (1975), recubierta con la funda de la socarronería si atendemos a que se trata del famoso motel de la película de aquella época dirigida por Alfred Hitchcock. Precisamente, un devoto del cine de Hitchcock véase su ascendente en la cinta El eslabón del Niágara (1979), Jonathan Demme, estuvo en negociaciones con Stephen King para que se ocupara de la dirección, de la producción y de los guiones de una miniserie vehiculada a nivel financiero por Bad Robots, la compañía de Abrams. La elección de Demme no había sido fruto del azar. King había reparado en su remake de El mensajero del miedo (1962), adaptación de la novela The Manchurian Candidate (1955) de Richard Condon en que un francotirador trata de atentar contra el presidente de los Estados Unidos de América. La novela de Condon resultó profética, quedando consignada una primera adaptación cinética un año antes del asesinato de Kennedy. Demme no dio su brazo a torcer en la defensa de un criterio artístico que no iba en sintonía con el del “padre de la criatura”, King. Haciendo acopio de una voluntad por controlar las distintas fases creativas, una vez descablagado del proyecto Demme, King ejerció de productor ejecutivo de 22.11.63, un “viaje al pasado” realizado por Jake Amberson con el objetivo de evitar el asesinato/magnicidio del máximo mandatario de la Casa Blanca. Bajo el férreo control dispuesto por King el proyecto siguió adelante hasta su concreción en la pequeña pantalla en 2016. Salpicada del juego (auto)referencial, 22.11.63 presenta en su “fondo de armario” trajes de tonalidades oscuras que combinan bien con el terror que produce la acción de un sádico, Frank Dunning (Josh Duhamel) que pretende asesinar a su esposa y sus dos hijos. No obstante, el objetivo del profesor Jake Amberson (James Franco, en un papel que no hubiese sido complicado "ver" a Matt Dillon) al regresar al pasado es dar con el paradero de Lee Harvey Oswald (Daniel Webber con un notable parecido con el joven filocomunista) para cambiar el rumbo de la historia. Siguiendo el itinerario narrativo marcado por King suyos son la totalidad de  guiones de la serie, el británico Kevin McDonald (poseedor de dos almas bien diferenciadas: la de storyteller de obras de ficción y la de documentalista) se encargó de un primer episodio “The Rabbit Hole”— para luego ceder el testigo tras las cámaras a tres James Kent, Strong y Franco— y al "todoterreno" Frederick E. O. Toye y John David Coles. Contribuciones dispares pero ceñidas a un estilo de realización que no busca epatar al espectador, sino quedar rendido al contenido de un relato que King empezó a barruntar a principios de los setenta. Sin embargo, el proyecto requería de un proceso de documentación cuyos “costes” no estaba dispuesto a asumir el prolífico King, dejando que reposara de manera conveniente en su particular bodega de proyectos en standy by. Ese grado de detallismo y de rigor histórico que queda plasmado en el papel jugó en beneficio de una estimulante miniserie cosecha del 2018 que, a mi juicio, ha flaqueado en su aparato promocional, incluida una horrible carátula que muestra un fugaz destello en forma de imagen de un guardaespaldas de John Fitzgerald Kennedy, peón de esa comitiva de seguridad que custodió de manera infructuosa al presidente de los Estados Unidos de visita a Dallas en una soleada mañana de noviembre de 1963, un año más tarde del estreno de la seminal El mensajero del miedo  y de hacer lo propio un par de meses antes Corredor sin retorno (1963), el film que gana al homenaje cuando Jake y Saddie visitan a Bill Turcotte (George MacKay) al psiquiátrico donde se le ha practicado una lobotomía. Así pues, Bill se mira frente al espejo de Johnny Barrett (en la piel de Peter Beck) de Shock Corridor. Sería Constante Towers, la actriz que encarna a la heroína del siguiente film de Sam Fuller, Una luz en el hampa (1964), la que protagoniza, junto a Jake, la secuencia final de esta estimable serie que combina documento histórico con un clásico del fantastique, el de los «viajes en el tiempo»