viernes, 20 de diciembre de 2019

«CUENTOS DE BRUJAS DE ESCRITORAS VICTORIANAS (1839-1920)»: FÉMINAS BAJO EL INFLUJO DE LO SOBRENATURAL

Tierra provisionada de algunos de los escritores más ilustres que ha dado la literatura universal en los últimos doscientos años, el Reino Unido, empero, no escapó durante parte de este periodo acotado en el tiempo de una dinámica que se dio en otras latitudes, aquellas ociosas de ocultar la autoría de una mujer bajo el disfraz de un nombre de pila masculino. Un ejemplo paradigmático de ello lo encontramos en la persona de Mary Ann Evans (1819-1880), del que se acaba de cumplir el bicentenario de su nacimiento. Mary Ann Edwards debió emplear el seudónimo de George Elliot para intentar prosperar en el campo de la literatura y de la poesía. A fe que lo consiguió con la publicación de El molino del Floss (1860), Silas Marner (1861) o Middlemarch (1872), entre otros escritos que en lengua castellana tiene en el sello barcelonés Alba Editorial su ángel custodio. No debe extrañar la inclusión de algunas de las piezas literarias más destacadas de Mary Ann Edwards AKA George Elliot en el catálogo de un sello que sigue poniendo el acento en la literatura británica ligada a la época victoriana con la reciente publicación de Cuentos de brujas de escritoras victorianas (2019). Se trata de un texto fechado en origen (en Inglaterra) en 1971, en que el editor de la New England Library, Peter Haining (1940-2017), recopiló relatos breves de casi una veintena de autoras fruto de una labor que obtuvo su recompensa al cabo de varios años de investigación. Por regla general, la publicación de los mismos no requirió del subterfugio de utilizar álias o seudónimos masculinos, pero sí en las primeras etapas de la época victoriana la identificación de un determinado texto ligado a temáticas esotéricas, sobrenaturales y/o invadidas de misticismo no llevaban rúbrica alguna o bien quedaba consignado únicamente las iniciales del nombre de pila y del apellido. Este sería el caso del relato que apenas ocupa cuatro páginas titulado El anillo mágico (1839)  firmado con las iniciales H. L., al parecer las correspondientes a la esposa de un médico del condado de Essex— que sirve de pórtico de entrada a la segunda parte de la monografía Cuentos de brujas de escritoras victorianas, aquella consagrada a reproducir en el papel un total de una docena de relatos. Cada pieza literataria viene acompañada de un párrafo introductorio sobre la escritora de turno, que sirve al lector de toma de contacto con una dama cuyo nombre no despierta ningún sentimiento de familiaridad, salvo para aquellos bregados en el profundo conocimiento de la literatura fantástica de la época victoriana y, en particular, de la brujería, una rama de un género troncal que sería cultivado en el Reino Unido de manera mayoritaria por féminas. Previo a la lectura de este bloque es aconsejable dejarse seducir por el contenido de la Primera Parte, en que concurre un póquer de escritos de carácter historicista segmentados por territorios —Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales— y, a renglón seguido, un relato denominado Poseídos por demonios de Catherine Crowe (1800-1870), que documenta un episodio de posesión demoníaca incluido en su momento en el libro The Night Side of Nature (1848). Un relato, en esencia, que nos sirve para empezar a sumergirnos en historias trenzadas en ocasiones con cierto tono burlón, en otras a la búsqueda de un potente efecto dramático que trata de sobrecogernos y en la mayoría de las ocasiones con una voluntad por sacar a la palestra temáticas que la moralidad de la época sojuzgaba perniciosas, tan solo recomendables conforme a elementos de distracción, pero alejadas a la hora de medirse con los grandes obras literarios de un periodo de más de ochenta años. En los estertores de este largo periodo encontramos el relato La bruja del agua (1920) de H(enrietta) D(orothea) Everett incluido en la antología The Death Mask and Other Ghosts, que sirve de cierre a un volumen que desde su fecha de edición –octubre de 2019— debería ser bendecido por bibliófilos como un tesoro al que volver sobre sus páginas cuando cae la noche, a poder ser, a la luz de una vela que sirva para iluminar nuestros pensamientos y hacer volar nuestra imaginación con invocaciones, entre otras, a las Brujas de Salem que encuentran asidero en el breve relato principe du siècle La pequeña doncella de Salem (1901) de Pauline Mackie (1859-1919). Una de tantas escritoras que ha sacado del anonimato para los lectores en castellano— esta obra encuadernada en tapa dura con el exquisito gusto al que nos tiene acostumbrados el sello Alba.                                      

martes, 3 de diciembre de 2019

«DAMAS ASESINAS» (2019) de Tori Telfer: HISTORIAS CRIMINALES EN FEMENINO




  
No nos debería extrañar que al cierre de 2019, cumplida una docena de años en el mercado editorial, el sello Impedimenta publique dos novelas que llevan la rúbrica de sendas mujeres, a saber, Iris Murdoch (Monjas y soldados) y Tori Telfer (Damas asesinas; mujeres letales de la historia). Más que esperada deviene la edición en castellano de la voluminosa novela escrita por Murdoch ya superada la cincuentena precisamente en el año de la celebración del centenario de su natalicio. Por el contrario, a priori la obra de Telfer hubiese podido encajar en otro perfil de editorial, pero una vez más Impedimenta, haciendo acopio de una voluntad por escapar de la clasificación de «sello elitista» se aviene a que el lector descubra una nueva voz de la literatura en femenino que razona sobre una temática muy poco tratada, incluso dentro del campo de los ensayos en torno a la actividad criminal de mujeres a lo de la historia. Los siete años transcurridos desde que Tori Telfer presentó su proyecto de post-grado hasta la publicación en inglés de Lady Killers Deadly Women Throrough History (2017) dan fe de la complejidad de un proyecto que sumió a le periodista y escritora en infinidad de lecturas mientras escuchaba música de Henry Purcell, Gregorio Allegri, Leonard Cohen, Jay Hawkins, The Cure o Jimmi Hendrix. Una variopinta selección de temas musicales —así se detalla al final del presente volumen— que sirvieron para digerir mejor el proceso de investigación de la vida y obra (sic) de féminas que, por distintos motivos, se dedicaron a una actividad criminal presta a competir con las atrocidades cometidas incluso por celebrities varones. A buen seguro, Telfer hubiese podido concebir un volumen similar en número de páginas algo más de trescientas en torno al proceso de escritura de Damas asesinas: mujeres letales de la historia (2019), reservando unos cuantos capítulos a dejar constancia de la existencia de mujeres de distintas nacionalidades del sur de Europa, de México, Japón o Tailandia, por citar algunos países, que por un factor idiomático y/o por la parca información sobre las mismas llegó a la conclusión de dejar en suspenso. De ahí que la selección final tenga su razón de ser en personajes suficientemente documentados a través del acceso, entre otras fuentes, a diarios personales, recortes de prensa, ensayos y extractos judiciales. Esta última fuente, por ejemplo, sirvió a la causa de la parte dedicada a Okum-El-Hassen apodada «El ruiseñor», acusada de diversos crímenes y sentada en el banquillo en un juicio que conmocionó a la sociedad marroquí de los años 30, llegando incluso a presenciar el mismo la famosa escritora Colette. Inmediatamente antes de proceder a la lectura de esta parte del libro servido en un contexto de cierto exotismo, di cumplida cuenta del capítulo dedicado a Anna Marie Hahn conocida con el álias de «Anna Témpano de hielo», un sobrecogedor relato en que el personaje en cuestión transiciona de la bondad a la maldad a consecuencia de un desengaño amoroso. Al calor de la conmoción que la provocó su primera frustración de calado a nivel sentimental, Anna Marie Hahn viajó hasta los Estados Unidos, llegando a sus costas en barco prácticamente coincidiendo con el crack del 29, en que la bolsa de Nueva York registró un desplome sin precedentes hasta entonces. Hahn tuvo casi diez años por delante para conquistar el corazón de hombres atraídos por sus armas de seducción y que todos ellos corrieron idéntica suerte al morir envenenados. Anna Marie Hahn representa un ejemplo paradigmático de la tesis que sostiene la autora del presente ensayo de corte periodístico (abordado, en ocasiones, con un cierto tono desenfadado) sobre el temor que experimentan mujeres capaces de cometer auténticas atrocidades ante la perspectiva de morir. Hahn acabó siendo ejecutada en la silla eléctrica en 1938, y en el último párrafo de este segmento del libro Telfer remata (valga la expresión) el escrito: «El alacaide comentó que, en toda la historia de la prisión, no había habido ningún convicto que se mostrara tan aterrado como Anna Hahn cuando se enfrentó a la silla eléctrica».
    Bien es cierto que el hecho de ser norteamericana y moverse por el territorio facultó a Telfer para referirse quizás con mayor detalle a la historia criminal de (siniestros) personajes como la citada Hahn (aunque de origen teutón) o Kate Bender —el arma ejecutora de un siniestro clan familiar conocida con el sobrenombre de «La bella rebanadora de pescuezos», coprotagonista de una aterradora historia circunscrito al territorio de Kansas que hubiese podido servir de referencia a Robert Bloch para su novela Psicosis. No obstante, el presente volumen ha sabido mostrar otras realidades más allá de las fronteras estadounidenses merced a un extraordinario ejercicio de investigación que nos ha llevado por los confines del Londres de mediados del siglo XIX, el París de la segunda mitad del siglo XVII Marie-Madeleine, Marquesa de Brinvilliers («La reina de las envenenadoras»), a la que la autora pone rostro en el Q&A (en la parte de apéndices del libro), el de Marion Cotillard, en una hipotética adaptación cinematográfica)— o en la Irlanda rural de las postrimerías del siglo XIII Alice Kyetler«la hechicera de Kilknenny»— en que la brujería sirve de caldo de cultivo para llevarse a cabo actos horripilantes que tienen en los varones sus víctimas propiciatorias. En definitiva, asistimos a la lectura de una obra exenta del peso de lo solemne, pero detallista en su voluntad por recrear episodios diseminados a lo largo de un extenso periodo temporal y en distintos ámbitos geográficos, sobre todo localizados en el hemisferio norte. Historias para no dormir que activan en el lector el hemisferio derecho de nuestro cerebro, aquel que despierta el sentido de la imaginación al recrear en nuestros subconscientes actos más propios de varones con pedigrí de serial killers. La historia (esta vez criminal), nuevamente puede reescribirse a través de los libros y, a fuer de ser sinceros, Tori Telfer ha contribuido a ello con su espléndida pieza bautismal, a la espera de ser saludada algún día con los honores propios de su colega Iris Murdoch.        

domingo, 20 de octubre de 2019

«HISTORIAS DE NUEVA YORK» (1906) de O. Henry: EL SENTIDO DE UN (BUEN) FINAL


La primera vez que tuve conocimiento de la existencia de un escritor llamado con el peculiar nombre O. Henry. fue en los años noventa, a resultas del visionado por televisión de Cuatro páginas en la vida (1952), cuyo título original —O. Henry Full House— razona sobre la popularidad que en el ecuador del siglo XX aún seguía arrastrando quien había sido juzgado por un hurto a una entidad bancaria en su etapa de empleado y luego enviado a prisión por espacio de tres años. Una quinta de las páginas —correspondiente al episodio rodado por Howard Hawks— sería arrancada para su estreno comercial. De ahí que la distribuidora española jugara con el número de episodios que se conservaron —tres de los cuales dirigidos por cineastas con el nombre de pila Henry, a saber Hathaway, King y Koster; el cuarto corresponde a Jean Negulesco— para armar el título de estreno en nuestro país, en detrimento de hacer cualquier alusión a O. Henry, un escritor poco (re)conocido por estos lares. Dada la dificultad en encontrar ediciones en castellano de relatos escritos por O. Henry AKA William Sidney Porter (1862-1910) abandoné cualquier tentativa de leer parte de su prolífica obra.
   Ya situado en los estertores de la segunda década del siglo XXI doy cobertura a una vieja promesa, la de satisfacer la lectura de un escritor que hizo de su paso por la cárcel su particular escuela a la hora de ir moldeando una formación que, a la postre, se convirtió en la profesión presta a ofrecerle proyección internacional. Huelga decir que el cinematógrafo, en su periodo silente, se benefició sobremanera de sus short stories, el género que cultivó con mayor asiduidad. Los lectores empezaban a tomar la medida de sus escritos, llegando a popularizarse la expresión «un final a lo O. Henry». De éstos levanta acta la selección de relatos cortos de O. Henry publicados por el sello Nørdica, siguiendo así la estela de la recuperación de autores estadounidenses una de sus diversas líneas de actuación— integrados en un selecto catálogo. Diecisiete «cápsulas literarias» que nacen de una de las colecciones de relatos de O. Henry clásicos por antonomasia, The Four Million (1911), un título que alude al número (en cifras redondas) de habitantes que contaba la ciudad de Nueva York a principios de la pasada centuria. En realidad, la antología original constaba de veinticinco historias cortas, llevando a cabo Nørdica un cribaje y un cambio de orden de las mismas. Ello no debería restar interés por un volumen titulado Historias de Nueva York, que encuentra a mi juicio en Después de veinte años y Una historia sin un final un par de delicatessen ilustrativas de ese don para que en las últimas líneas vire el relato hacia un espacio que crea desconcierto y/o sorprende al lector. Textos amueblados con un uso preciosista del lenguaje en su afán descriptivo de individuos y situaciones en el marco de la que vino a denominarse andando los años la «Ciudad de los Rascacielos». Algunas de estas «cápsulas» favorecen a pensar que O. Henry serviría de fuente de inspiración para posteriores generaciones, caso de Ray Bradbury, con expresiones del tipo «Y en la cara de la señora de James Williams estaba registrada toda una biblioteca en tres volúmenes de los mejores pensamientos del mundo», inegrados en el relato Hermanas del círculo dorado. No en vano, se trata de un título de resonancias bradburianas, las mismas que se dejan sentir en el último párrafo de la historia de marras: «Así conoce una hermana de la banda del aro-dorado de boda a otra que se encuentra bajo la luz encantada que brilla solo una vez y brevemente para las dos. Por el arroz y los lazos de raso cobran conciencia los simples hombres de las bodas. Pero la novia conoce a la novia con solo una mirada. Y entre ellas se transmiten rápidamente, un un idioma que el hombre y las viudad ignoran, comprensión y consuelo». Amén de su conexión con otro cuentista de tronío como Bradbury, O. Henry deja constancia con estas breves líneas de su profundo conocimiento del alma humana femenina, protagonista de varios de los cuentos que jalonan estas Historias de Nueva York, una lectura para ser degustada, a poder ser, más allá de medianoche.         

viernes, 4 de octubre de 2019

«UN PLAN SANGRIENTO» (2015) de Graeme Macrae Burnet: LA TRAGEDIA DE CULDUIE


Coincidiendo en el tiempo con la apuesta de Gonzalo Heralde por crear el sello barcelonés Anagrama, en 1969 su homóloga Booker McConnell Ltd quiso dar carta de naturaleza a unos premios literarios que, al cabo, siguen siendo uno de los más prestigiosos en el ámbito cultural europeo. A lo largo de su medio siglo de historia los Booker Awards —ya desposeído del anexo McConnell— han contabilizado entre sus obras distinguidas con auténticos longsellers, caso de En la orilla (1979), de Penelope Fitzgerald —publicado por primera vez en lengua castellana por Impedimenta, La lista de Schindler (1981) de Thomas Kenneally, El paciente inglés (1991) de Michael Ondaatje, Los naufragios del día (1989) de Kazuo Ishiguro, Amsterdam (1997) de Ian McEwan o El sentido de un final (2010) de Julian Barnes, estas tres últimas publicadas en la lengua de Dámaso Alonso precisamente por parte de Anagrama. A tres años vista de que se cumpliera el 50 aniversario de los Booker Awards, por primera vez la obra de un escritor escocés —Graeme Macrae Burnet (n. 1967)— parecía en disposición de conquistar la preciada distinción, pero a la postre fue a parar a manos del estadounidense Paul Beatty por su novela satírica The Sellout (2015). Una pieza literaria situada en la órbita del planeta Kurt Vonnegut Jr. mientras que la obra con la que «rivalizaba» en los Booker Awards persigue un fundamento literario indefectiblemente adscrito a la seminal A sangre fría (1965) de Truman Capote. Sendas piezas finalistas, eso sí, desarrollan parte de su narración en estamentos judiciales; mientras que The Sellout persigue una orientación satírica el personaje central del relato llamado «Me» se enfrenta a los Estados Unidos de América (sic) en un caso que reabre el tema de la esclavitud y la segregación racial, Un plan sangriento (2015) reserva su parte final para reproducir el diario de sesiones de un juicio sumarísimo que sienta en el banquillo a Roderick John Macrae acusado de un triple asesinato. El ardid de Grame Macrae Burnet estriba en vestir de realidad un relato que recorre el territorio de la ficción sin que el lector se aperciba de ello dada la minuciosidad y el rigor con el que se procura el escritor afincado en Glasgow durante hace varios años. Tomando como «centro de operaciones» la segunda ciudad de Escocia, Macrae iría cimentando ese falso relato empleando las herramientos propias de quien se sabe (auto)embestido heredero literario de In Cold Blood, una novela bautizada en su momento con el apelativo de «no-ficción». Así pues, los Clutter ceden el testigo a los McKenzie, concretamente a tres miembros de una familia de la aldea de Culduie situado en un rincón del condado de Ross-shire, en las Tierras Altas de Escocia— asesinados a manos de un joven de diecisiete años de edad, Roderick John Maccrea el 10 de agosto de 1869. Noventa años después de lo "acontecido" en Escocia se produjo el cuádruple asesinato de miembros de la familia de los Clutter, registrado en una localidad del estado de Kansas a mediados del siglo XX. Los ejecutores de asesinatos de estas características en pocas ocasiones quedan liberados de cumplir su condena en un recinto penitenciario al serles diagnosticado un trastorno mental que debe ser verificado por médicos especialistas en sede judicial. No sería el caso de Roderick Macrae, quien pese a no llegar a la mayoría de edad exhibe una madurez en su comportamiento y un intelecto aquel capaz de escribir con una excelente calidad literaria su propio relato en forma de diario personal que cubre buena parte del contenido del libro publicado por Impedimenta con traducción a cargo de Alicia Frieyro— que lo alejan de ser catalogado de sufrir «trastorno o desequilibro psíquico». Una vez vista para sentencia el caso Roderick Macrae, el asesino múltiple confeso busca abrigo en una celda de reducidas dimensiones, a la espera de ser ejecutado. Una vez más, pues, se refuerzan los paralelismos para con A sangre fría, la novela que a buen seguro Graeme Macrae Burnet tuvo en la mesilla de noche, junto a numerosos ensayos historiográficos sobre las Tierras Altas de Escocia y piezas literarias prestas a recomponer el mosaico de una época y de un lugar remoto en una visión propia de un mundo feudal del que una de las víctimas, Lachlan McKenzie, ejercía de autoridad local con ciertas dosis de tiranía. Todo ello le valió para conformar su segunda novela, aquella capaz de apuntalar una trayectoria en calidad de escritor que se adivina se adivina sembrada de éxitos por el dominio del lenguaje del que hace gala, su proverbial capacidad descriptiva y un sentido del ritmo narrativo que nos atrapa desde la primera hasta la última página. Casi cuatrocientas páginas de alta literatura que no desentona en modo alguno en el catálogo de un sello editorial que parece imparable a la hora de descubrirnos nuevos autores.             


martes, 24 de septiembre de 2019

«LA INESPERADA VERDAD SOBRE LOS ANIMALES» (2017) de Lucy Cooke: DESMONTANDO EL «REINADO» DE LOS PREJUICIOS


«Tenemos mucho que aprender de nuestra experiencia de siglos y siglos de malentendidos con respecto a los animales. A los historiadores de la ciencia les gusta celebrar nuestros éxitos, pero creo que es igualmente importante examinar nuestros fracasos, especialmente cuando consideramos por qué la verdad puede resultarnos tan absolutamente inesperada». Así se expresa la zoóloga británica Lucy Cooke en el primer párrafo en su pliego de conclusiones que coloca, a mi entender, el broche de oro a un ensayo de divulgación científica que hace acopio de un notable gusto literario y que trata de rebatir numerosos prejuicios en torno al reino animal. Sin duda, Cooke, alumna aventajada de Richard Dawkins en la Universidad de Oxford, representa una rara avis dentro de la «especie» de los divulgadores científicos, haciendo gala de la combinación de didactismo, sentido del humor y de rigor documental, acudiendo a fuentes bibliográficas que se remontan a los tiempos en que hicieron fortuna los bestiarios y a un conocimiento de campo en torno a la temática a tratar. Al cierre de la lectura de La inesperada verdad sobre los animales (2017), editado en lengua castellana por el sello Anagrama, un servidor tiene la convicción que las enseñanzas de Mrs. Cooke mueven a la reflexión a la hora de poner en tela de juicio ciertos apriorismos modulados a partir de una visión antopomórfica de la vida. Necesariamente, debemos llegar a la conclusión que lo válido para la especie del Homo sapiens no equivale a que sea aplicable para el reino animal. De ahí que Lucy Cooke haya escogido una docena de especies distintas, creando un capítulo para cada uno de ellos en que debemos abandonar el armazón de los convencionalismos y los lugares comunes en aras a sumergirnos en un conocimiento derivado de prácticas de campo adoptados por la propia zoóloga, por colegas, por científicos de otras disciplinas o simplemente por personal de un centro dedicado al cuidado de especies en vías de extinción o de conservacionistas de un determinado enclave (remoto) del planeta tierra. Entre una veintena y una treintena de páginas oscila el espacio dedicado a cada capítulo del libro, en que la autora trata de poner en contexto la razón de ser de especies que, en la plana mayor de los casos, arrastran consigo una fama inmerecida, ya sea por el rechazo social los buites, las hienas, los murciélagos, la indiferencia los perezosos, de los que Cooke tiene a gala ser fundadora de la «Asociación de Amigos del Perezoso» (sic)— e incluso la veneración social ligada a ser un canje con «bandeja diplomática el panda. Huelga decir que la lectura de La inesperada verdad sobre los animales ahonda en la percepción que una persona con un cierto conocimiento sobre la materia había tenido en torno a los escritos sobre Historia natural anteriores al siglo XVIII, cuya autoría recayó en aristócratas con veleidades visionarias, expedicionarios de distinto pelaje y conquistadores con ínfulas intelectuales, en un acercamiento a la realidad situada a años luz de lo que hoy en día podríamos calibrar fruto de una observación medida desde el rigor científico. Así pues, en el nombre de la ciencia se hicieron auténticas atrocidades, como el de tratar de demostrar que los buitres son animales esencialmente olfativos que apenas utilizan la visión para marcar a sus presas. Cooke desmonta cada uno de estos apriorismos recurriendo en inumerables ocasiones al «comodín» de un humor nacido de un «conocimiento transversal» en numerosas materias, llegando incluso a hacer referencia a un actor porno o al acento inglés del cineasta bávaro Werner Herzog. Asimismo, no faltan las citas a un amplio muestrario de obras literarias, una de las cuales Drácula de Bram Stoker dio pávulo a la creencia que los murciélagos (uno de los capítulos más estimulantes y reveladores del presente volumen) son «chupasangre» cuando la realidad lo desmiente: solo tres de las mil quinientas censadas, a fecha de hoy, tienen inclinaciones vampíricas. En el caso de los chimpancés la especie filogenéticamente más cercana al ser humano— la literatura y el audiovisual ha ido alimentando con el devenir de los años una imagen un tanto tergiversada, formando parte de programas de estudios (seudo)académicos sobre todo a partir de los años sesenta que perseguían un ejercicio perenne de asociación con la especie humana. La mirada «antropomórfica» que descuida, una vez más, la singularidad de cada especie, aquella capaz de preservar un equilibrio con su hábitat natural. Modelos de supervivencia que encuentran en el perezoso una de sus especies más fascinantes y de la que Cooke conoce con mejor detalle, al calor de la escritura de un triple ensayo científico sobre tan curioso «personaje» sinónimo de holgazán, anterior al de la publicación de La inesperada verdad sobre los animales, camino de convertirse en un clásico en su «género». Al tiempo.              

domingo, 15 de septiembre de 2019

«LOS PARAÍSOS PERDIDOS»: A LA MEMORIA DE PEDRO HERNÁNDEZ AGUILERA


Presumiblemente, una de las etapas más críticas en el ciclo vital del ser humano sea la que se da cita al cruzar el umbral del medio siglo de existencia. En este periodo confluyen tres cuestiones que nos mueven a una reflexión medida desde la experiencia. En primera instancia, tomamos conciencia de una vida sojuzgada por el sentimiento de lo que aspirábamos a convertirnos pero la realidad nos ha llevado por otros derroteros. Un amago de frustración envuelve nuestros pensamientos cuando queda patente que el recorrido para conquistar nuestros anhelos ha quedado varado en el territorio de la resignación o, cuanto menos, del conformismo o del posibilismo. Asimismo, en ese cruce de caminos imaginario que asoma de manera inusitada al empezar a cubrir la quinta década de nuestras existencias la fatalidad de la pérdida de las personas que te dieron la vida deviene moneda de cambio común salvo excepciones. Los menos tenemos el privilegio de contar aún con la opción de compartir tiempo con nuestros progenitores, en una suerte de prórroga “divina” concebida bajo el manto de unos recuerdos cincelados de una emotividad que se dibuja en las miradas y en un esbozo de sonrisa franca. A todo ello cabe sumar un tercer elemento que emerge en el territorio de nuestros pensamientos y sentimientos al ir quemando etapas: la noción de la muerte. Tomamos conciencia que nuestra presencia (terrenal) tiene fecha de caducidad, máxime cuando nos asomamos al frontispicio de una realidad que se ha llevado por delante la vida de uno de nuestros amigos.
   Tradición obliga, mediados de septiembre sigue siendo el periodo del año en que se da inicio el curso escolar. El 15 de septiembre de 2019 regresábamos a la escuela de la Educación General Básica (EGB) varias de las personas de la «Generación del 67» (con alguna excepción, la de Carlos Ibáñez) que pasamos buena parte de nuestras infancias y los primeros estadíos de la adolescencia en les Escoles Lacinia, sito en el barrio de Santa Eulàlia de L’Hospitalet de Llobregat. Lo hicimos de una manera espontánea, inconsciente con el ánimo de honrar la memoria de nuestro querido Pedro Hernández Aguilera. El recuerdo por los tiempos vividos en aquellos años se activó a medida que nos íbamos sumando a un improvisado corrillo, en una especie de mecanismo (auto)protector que trataba de reprimir un sentimiento de dolor propio de personas que han experimentado en periodos más o menos recientes la pérdida de seres queridos. A buen seguro, Pedro hubiese querido que aquella jornada dominical donde el dolor era el sentimiento común para cada uno de nosotros, abrir de par en par la ventana del recuerdo de aquellos tiempos remotos, dejando filtrar una brisa de inocencia, camaradería y una amistad tallada sobre hierro. En ese «paraíso perdido» que se corresponde con la infancia reside para un servidor el genuino ideal de felicidad. El «plan divino» del ciclo vital registra en las fases primigenias del ser humano los mayores picos de felicidad al albur de un aprendizaje constante, el anhelo del descubrimiento a cada día vencido incluído el enamoramiento bañado de inocencia— y el fortalecimiento de unos lazos de amistad que valen para una eternidad. Al cabo, cada uno de nosotros aprendimos a volar fuera del nido. El guión de la vida nos ha llevado por caminos disímiles, pero existen señales luminosas en la cuneta que nos advierten de la pérdida de seres queridos. Un alto en el camino en el que afloran sentimientos encontrados. Acostumbrados a lidiar con los reproches, las falsas promesas, las envidias en el entorno profesional, las presiones cotidianas inherentes al mundo de los adultos, en esos puntos de encuentro que nos depara el río de la vida fruto de una amistad sin fecha de caducidad ni condicionantes de ningún tipo el tiempo parece detenerse y volvemos a la escuela primaria. Allí donde Pedro asumía el rol de «hermano mayor», dejándonos entrever la puerta de una madurez que él ya había conquistado con el físico propio de un gladiador y una voz rocosa que parecía surgida del Averno. Una voz que seguirá resonando para siempre en el hueco de mi memoria y de tantos amigos de la escuela que tuvieron el privilegio de conocer de primera mano de su bondad, franqueza y honestidad. Descansa en paz, amigo del alma.      

domingo, 25 de agosto de 2019

«OLGA» (2018) de Bernhard Schlink: AMORES SIN «CORRESPONDENCIA»

El arte la escritura lleva implícito un cierto componente mágico, aquel capaz que al correr las páginas de un libro perviva el sentimiento íntimo en el lector de asistir a un magisterio por parte del lector a la hora de colocar la palabra exacta, la entonación precisa en el empleo de una figura alegórica o el dibujo descriptivo de un paisaje que tratamos de reproducir en nuestra mente a cada parpadeo. Por ello un elevado porcentaje de asiduos lectores de obras literarias no creen factible que la escritura pueda llegar a convertirse en profesión. Es un arte que, en definitiva, demanda precisión en las formas y en el contenido, asumiendo el escritor que las palabras son las herramientas que haciendo uso de infinitas combinaciones deben arrojar un resultado que nos sitúe en los páramos de la perfección, salvoconducto imprescindible para que una determinada obra sea observada conforme a una pieza literaria presta a resistir las embestidas del paso del tiempo.
Presumiblemente Bernhard Schlink (n. 1944) no se cuente entre los escritores que sometan de manera perenne a su intelecto a la búsqueda de la palabra, de la entonación más acorde para cada instante que quede sellado en el papel. Ya sobrepasados los cincuenta años Schlink obtuvo la repercusión mundial por una disciplina artística que hasta entonces no le había permitido vivir de ella, cuanto menos con la holgura suficiente para alguien acostumbrado al bienestar que le procuraba su cargo en altas instancias del poder judicial en su Alemania natal. En cierta manera, el éxito de El lector (1995) enseñó el camino a seguir al autor germano en relación a la importancia que adquirieron a partir de entonces en su literatura las mujeres. No en vano, Schlink entendió que la piedra roseta de ese hallazgo editorial pasaba por la complejidad del personaje de Hannah que había logrado plasmar en su particular lienzo con una delicadeza, un tacto de asombrosa sencillez en el empleo de un lenguaje. Para alguien acostumbrado a lidiar a diario con un lenguaje técnico (el jurídico) que, dicho sea de paso, sirvió a la causa para su serie de novelas policíacas con el denominador común del personaje del private eye Gerhard Selby, el tipo de literatura que tuvo su pieza bautismal con El lector apostaba por una luz expositiva de formas sencillas, en contraste con la plana mayor de los grandes nombres de la literatura germana del siglo XX, entre otros, Thomas Mann, Heinrich Böll, Günther Grass o Siegdried Lenz. En mi cuarta lectura de una obra de Schlink, la correspondiente a Olga (2018), no hace más que constatar el rol capital de la mujer en su literatura, en este caso en un personaje epónimo que es observado bajo la luz de tres filtros distintos que equivalen a sendas partes de una novela en que luce en su portada la reproducción del lienzo A Dark Pool de Laura Knight. En la misma observamos la figura de una joven cuyo vestido se agita producto del viento que arrecia en una costa rocosa, en una estampa que favorece al ejercicio de la reflexión por parte de Olga. Desde un prisma metafórico con arreglo al fundamento de las cartas que escribe a su amado Herbert, Olga parece haber lanzado al mar mensajes de una botella sabedora que sus misivas escritas de puño y letra con el correr de los meses, de los años ya no tendrán acuse de recibo. El espíritu aventurero de Herbert perteneciente a un escalafón social superior al de ella— acabará resultando su propia tumba. Su retrato personal, minado de un ideal aventurero y de explorador de territorios vírgenes para un Occidental en el amanecer del siglo XX, ocupa buena parte del primer tercio de la novela, aquel que opera a través de la voz de un narrador omniscente al que le toma el relevo un narrador que recoge testimonio del devenir de Olga en los años cincuenta del siglo pasado en calidad de costurera en una casa familiar de real abolengo. Schlink cierra su nueva novela editada por el sello Anagrama (fidelidad obliga) en lengua castellana con un propósito epistolar, aquel capaz de dejar al descubierto aspectos de un personaje femenino que se explica mejor a través de sus anhelos más que de sus propias experiencias. Nuevamente aflora en la literatura de Schlink la dialéctica entre el presente y el pasado (por regla general con el telón de fondo de un escenario bélico), en esa superposición de planos temporales que, como había dejado constancia en la referida El lector, El regreso (2006), se revela en Olga uno de los pilares para lograr una efectividad narrativa encofrada de una pulsión lírica, poética que la hace tan atractiva para millones de lectores que han accedido a su prosa por mediaciación de más de treinta idiomas.

viernes, 16 de agosto de 2019

UNA LEYENDA DOMINICANA: CHICHO SIBILIO (1958-2019)


Presumiblemente no sea más de setecientos metros los que separa la vivienda de mis padres del pabellón del CB L’Hospitalet de Llobregat. Recién cumplidos los ocho años, en enero de 1976 el CB L’Hospitalet celebraba su torneo anual de equipos de club juveniles y junior donde se concitaban scoutings con la mirada puesta en descubrir nuevos talentos para el baloncesto patrio. A este torneo que en tiempos cosechó un considerable prestigio, de manera regular habían sido invitadas selecciones de categorías pre-senior de distintos países, recibiendo la invitación en ese año de inicio de un cambio de paradigma en el estado español muerto el dictador, muerta la dictadura— el combinado de la República Dominicana. Por aquel entonces, la sección de básket del Barcelona quedaba relegado a la condición de segundón en una l«iga dominada por el Real Madrid, al punto que en el ecuador de la década de los setenta se llegó a registrar un resultado que hoy en día podría resultar inverosímil: el equipo blaugrana salió derrotado por sesenta puntos de diferencia en la pista del equipo blanco. Acuciado por los malos resultados, el técnico Ranko Zeravica acudió a ese recinto deportivo que sería tan familiar para un servidor en los años ochenta, reparando en un ala-pivot de dieciséis años que representaba al país antillano. La apuesta de Zeravika no estaba exenta de riesgo, ya que los frutos de aquellos fichajes concentrados en un corto espacio de tiempo debían evaluarse al medio plazo. Cándido «Chicho» Sibilio Hughes llegaría a ser considerado, junto al alero Juan Antonio San Epifanio «Epi» (n. 1959) y Nacho Solozábal (n. 1958)  la columna vertebral de aquel FC Barcelona que, en paralelo a la transición vivida en el estado español, su sección de baloncesto experimentó otra transición hacia una de las etapas más gloriosas de su Historia. A ese «diamante en bruto» procedente de la República Dominicana que, a buen seguro anhelaba algún día jugar en la NBA, los distintos entrenadores que estuvieron bajo su tutela el mencionado Zeravika, Antoni Serra y Aito García Reneses— trataron de extraerle el máximo rendimiento posible. Vi jugar en diversas ocasiones en directo a Sibilio e infinidad de veces por televisión. Cuando en 1984 la ACB instauró la línea de tres puntos en un radio de 6,15 m (al cabo pasó a los 6,25 m) Sibilio llevaba tiempo encestando más allá de esa distancia. Su mecánica de tiro sirvió de ejemplo en las innumerables escuelas formativas de básket que diseminadas a lo largo y ancho del país, a las que me sentí llamado pero pronto mi pasión por este deporte derivó a la condición de árbito y de entrenador de categorías inferiores en distintas etapas de mi vida. Como diría el llorado Andrés Montes, hay jugadores que se desenvuelven por las canchas como si llevaran frac. Entre estos jugadores tocados por la elegancia cabía situar a Chicho Sibilio, alguien capaz de promediar casi veinte puntos por partido a lo largo de trece temporadas. Junto a Epi con registros anotadores similares aunque con un estilo de juego distinto, más aferrado a la noción de pundonor y épica— formaban un tándem de ala-pivots mortífero que mereció la admiración de múltiples pistas del continente europeo. Una «hermandad» que conoció otra figura clave, la del base Nacho Solozábal, la inteligencia materializada en la cancha de juego, encomendado a marcar aquellas jugadas que indefectiblemente pasaba por las manos de Epi y Sibilio para resolver con un elevado porcentaje de aciertos tiros que hacían temible el juego exterior del FC Barcelona. Sin duda, el equipo blaugrana encontró en semejante triunvirato la piedra roseta de un proyecto ganador con carácter hegemónico a lo largo de la década de los ochenta, desfilando por sus distintas formaciones con el denominador común de Solozábal-Epi-Sibilio jugadores del talento del danés nacionalizado canadiense Lars Hansen o el estadounidense Audie Norris, entre otros.
   Transcurridos varios días desde el conocimiento de la noticia del deceso de Chicho Sibilio, a los sesenta años, regreso sobre esa mirada que conservo grabada de un jugador que contribuyó sobremanera a definir la esencia de un deporte, ese dorsal 6 que solo la sinrazón evitó que colgara en ese imaginario «palco de autoridades» que luce en lo alto del Palau, la pista mágica que ofreció tardes y noches de gloria a una sección que hoy en día ha dejado de poseer el significado de antaño. Como bien recalcó Sibilio en una entrevista realizada por el periodista Lluís Canut hace unos años, la pertenencia a un club se gana desde el afecto al mismo antes incluso de ser considerado jugador con la elástica, en su caso, blaugrana con un total de 616 partidos en su haber. Gracias, Chicho, allí donde estés, por haber sido uno de los jugadores que más hicieron para amar un deporte que puede llegar a representar una filosofía de vida. Descanse en paz un «gigante» del básket.   

domingo, 21 de julio de 2019

«CREUER D’ ESTIU / CRUCERO DE VERANO» (2006): DESCUBRIENDO LA PRIMERA NOVELA DE TRUMAN CAPOTE

Coincidiendo con el año que se cumplió el 80 aniversario del nacimiento de Truman Streckfus Persons (1924-1984), artísticamente Truman Capote, los astros parecían alinearse para que el menudo escritor norteamericano, lejos de ser pasto del olvido, se revitalizara el interés por su obra. Por aquel entonces, la industria cinematográfica estadounidense, a través de la Biblia de Hollywood, la revista Variety, anunció el inminente rodaje de una suerte de biopic parcial de Truman Capote, en que el finado Phillip Seymour Hoffman se colocó en la piel del afamado escritor. Sometido a una transformación física notable, Hoffman «resucitó» a Truman Capote merced a una interpretación acreedora de un Oscar. Sin duda, semejante logro eclipsó una serie de noticias que apelaban asimismo a la persona de Capote, entre las cuales encontramos la publicación de The Brief a Treat (2004), una recopilación de la vasta correspondencia que el taimado escritor guardó celosamente y que su biógrafo Gerald Clarke sometió a escrutinio para dar lugar a un libro muy revelador de cuestiones que competen al círculo de amistades del autor de A sangre fría (1965). Entre chismorreos, muestras de estados de ánimo, sugerencias (literarias, pero también cinematográficas y teatrales) y confesiones, en sus relaciones epistolares Truman Capote dejó filtrar el estado de las cosas por lo que concierne a su (intermitente) actividad profesional. A todo ello cabía aguardar unos meses desde la publicación de The Brief a Treat Un placer fugaz. Correpondencia (2005) para su traducción en lengua castellana a cargo del sello Lumen— para atender a la mayor de las «revelaciones» desde un prisma eminentemente literario— que en el amanecer del siglo XXI podía proveer la figura de Truman Capote. A pesar de las reservas propias de quien se supo amigo personal y, a la sazón, editor de Capote, Alan U. Schwartz, éste se decantó por dar luz verde al proyecto de edición de Summer Crossing, la que podría colegirse la primera novela escrita por el genio de Nueva Orléans, pero que había abandonado cualquier tentativa de publicarla, priorizando así otros proyectos en un periodo en el que aún se encontraba instalado en la veintena. De hecho, según relata Schwartz en el epílogo de la edición de Summer Crossing reproducida para la ocasión para la edición en catalán y castellano que llega a las librerías en el verano de 2019 de la mano del sello Anagrama— cuando Capote abandonó su apartamento de Nueva York en 1966 aún reciente el impacto generado con la publicación de In Cold Blood— dio orden expresa al conserje del edificio para que se desprendiera de todo el material que aún quedara en su vivienda. Por ventura, el conserje hizo caso omiso a las indicaciones de Truman Capote, quedando a resguardo material diverso que contenía precisamente el manuscrito titulado Summer Crossing. Un pariente del conserje heredó lo que vino a convertirse en un auténtico tesoro.  
   Para el común de los mortales, el haber empezado a escribir una novela con diecinueve años podría ser tildado de signo de precocidad. Empero, Capote ya llevaba acumulada casi una docena de años escribiendo desde que en 1943 se embarcara en este ejercicio que requiere de enormes dosis de disciplina para cumplir determinados objetivos. Tres años más tarde Capote revelaba en una carta remitida a Elizabeth Ames que se apremiaba a concluir la escritura de su primera novela, una manera quizás de reclamar la atención para que le considerara digno de formar parte del programa Yaddoo que la maestra estadounidense pilotaba desde hacía varios veranos en Saratoga Springs, en el estado de Nueva York. Al mismo accedió, pero al reseguir el itinerario epistolar del libro tutelado por Gerald Clarke la pista de aquel proyecto al que había dedicado numerosas horas durante el periodo comprendido entre 1943 y 1946 compaginado con la publicación de relatos cortos para las revistas Harper’s Bazaar, Mademoiselle y Prairie Schooner, entre otras, parecía perderse para siempre. A medida que la década de los cuarenta avanzaba la estrella referida a ese Summer Crossing en el incipiente firmamento literario de Capote se iría apagando… hasta bien cumplidos los veinte años del deceso del brillante autor sureño. En aquel providencial 2005 en aras de redimensionar la figura de Truman Capote un segundo largometraje, Historia de un crimen (2006), centrado en este caso en la época en que se consagró a la escritura de A sangre fría, un proceso con una implicación emocional que le dejó tocado de por vida, la aparición de Summer Crossing representó un acicate para estudiosos a la hora de «reconstruir» las raíces de un árbol literario robusto pero sin la frondosidad propia de un autor que pueda ser calificado de prolífico. Más allá de sus relatos breves, libros de viaje y guiones cinematográficos, la obra en forma de novelas de Truman Capote hasta 2005 había quedado limitada a cuatro títulos publicados. Con Creuer d’estiu / Crucero de verano el número queda ampliado a cinco (descontando su pieza inacabada Plegarias atendidas), dejando patente desde las primeras páginas de su proverbial capacidad narrativa, la referente a un talento extraordinario con unas dotes de observación de la vida mundana que encuentran asidero al hilvanar un relato que cubre la distancia que separa el tono costumbrista salpimentado de comicidad con ese lado oscuro que apela a lo trágico. Signos de madurez en la evaluación de un personaje, el de Grady McNeil, una chica de diecisiete que pasa el verano en Nueva York sin la compañía de sus progenitores por voluntad propia. Un personaje que persigue, pues, un cierto aliento emancipador y que va perfilando algunos de los rasgos característicos de Holy Golightly, la heroína de Desayuno en Tiffany’s (1952), la primera gran conquista literaria de Truman Capote, cuyos demonios interiores a costa de una madre dipsómana, el descubrimiento de su homosexualidad y una vida itinerante desde temprana edad sojuzgada por una falta de afecto, entre otras consideraciones— pronto desembocaron en el mar de la literatura, el faenado por un ser con demasiadas carencias para poder enfrentarse cara a cara con su adicción al alcohol y a las drogas. Una debilidad que queda al descubierto cuando en un pasaje del epílogo de  Creuer d’estiu / Crucero de verano reproduce literalmente la respuesta que Capote dio a Schwartz cuando éste le conminó a que se sometiera a un programa de rehabilitación para alcohólicos y drogaadictos: «por favor, déjame marchar. Quiero marcharme». Al cabo de unos meses, Schwartz asistió a su entierro, pero su voz literaria sigue resonando con intensidad en la actualidad, incluso entre aquellas «obras de juventud» sobre las que pesaba una sentencia tras muchos años de cautiverio en un apartamento situado en el 1.060 de Park Avenue.

domingo, 14 de julio de 2019

«LA POETA Y EL ASESINO» (2002): EL FALSIFICADOR MORMÓN Y LA MISTERIOSA DAMA DE AHMHERST


Ha transcurrido casi una década desde que vio la luz mi primera novela, El enigma Haldane (2011). A través de la evocación que hace de su padre supuestamente muerto en un accidente automovilístico el personaje protagonista de la misma, Timothy Waller destaca que entre sus aficiones se encontraba la lectura de poesía, siendo una de sus autoras favoritas Emily Dickinson (1830-1886). Durante el periodo que había dedicado a la escritura del libro tuve un conocimiento un tanto vago en torno a esta poeta norteamericana de la que, en cierta manera, la lectura de algunas de sus poemas me atrapó al punto que la incorporé a esa cosmogonía, cuál demiurgo, que estaba moldeando en las primeras estribaciones del siglo XXI. Precisamente, en ese periodo el periodista, aventurero, ensayista y novelista británico Simon Worrall vio publicada la novela The Poet and the Murderer (2002), de la que ha tardado diecisiete años en ser traducida al castellano de la mano del sello Impedimenta. Beatriz Anson se ha encargado de una labor que, a buen seguro, ha requerido de la necesidad de material extra que ayudara a apuntalar una traducción a la lengua de Dámaso Alonso de una obra que puede leerse conforme a una novela de misterio, pero que evita cualquier amago de ficción. La poeta y el asesino sigue, pues, las coordenadas de un relato sobre la verdad de un personaje, Mark Hoffman (n. 1954), que llegó a crear un poema haciéndolo pasar por uno de los muchos que había escrito de su puño y letra la asceta Emily Dickinson. El punto de partida de La poeta y el asesino no es otro que la subasta del poema de marras en la prestigiosa Sothersby’s en 1997, vendido por veinte mil dólares a un representante de la Biblioteca Pública de Ahmherst la localidad de Massachusetts donde vivió recluida la totalidad de sus cincuenta y seis años la menuda poeta— tras recibir una serie de donaciones que permitieron acceder a la puja por una obra que llenó de animosidad y de cierta incertidumbre, cabe decirlo— a los acérrimos admiradores del legado artístico de Emily Dickinson.
    Al tirar del hilo de la realidad, se llegó hasta un personaje con múltiples atractivos para que ocupara un plano de centralidad en una novela de «no ficción» según el término acuñado por Truman Capote, a propósito de A sangre fría (1966)— que, para un servidor, además de conocer infinidad de detalles que enriquecen mi interés por la figura de Emily Dickison, ha significado una puerta al conocimiento de la creación del mundo de los mormones. No en vano, Mark Hoffman se educó bajo la ortodoxia mormona pero, a temprana edad, iba tomando conciencia que aquella «fortaleza» eclesiástica se había construido con pies de barro. Óbviamente, mi fascinación sobre los mecanismos que operan en el seno de las sectas religiosas la de los mormones, una de las de mayor predicamento y expansión a escala planetaria— y de la que dejo constancia en El enigma Haldane merced a la confección de una organización liderada por Ephraim Samsteen con el epígrafe de la clonación de seres humanos para operar como sociedad mercantil, han avivado la atención por la lectura sobre todo en los capítulos centrales de La poeta y el asesino. Se trata de un trabajo de campo a cargo de Simon Worrall que inicialmente debía haber sido publicado por la revista Enquirer, pero que derivó en una propuesta literaria de gran calidad. Worrall deja constancia de su savoir faire en el manejo de un lenguaje que no excluye un aliento poético, lírico, diríase que tocado por la gracia de saberse agradecido que la «divina providencia» le facultara a escribir una novela que crea adicción en el lector aunque sea un profano en las materias tratadas. El vocablo «asesino» puede resultar el señuelo presto a captar la atención del mayor número de lectores posible, pero sin sus cargos por doble asesinato –dos miembros destacados de la comunidad mormona de Salt Lake City—que le han llevado a permanecer en prisión de por vida Mark Hoffman hubiese sido un personaje digno de estudio, con un IQ cercano a 150, y su don para falsificar firmas —en torno a las ciento treinta de auténticas figuras de la Historia de Norteamérica— y documentos que hizo pasar por oficiales, incluido las que podríamos colegir las sagradas escrituras de los Mormones.
     Una vez más, Impedimenta ha demostrado su excelente olfato a la hora de recuperar para el parque editorial de nuestro país, una gema de incalculable valor que, a buen seguro, ganará público lector con una eventual adaptación a la gran pantalla en forma de ficción cinematográfica. Descartado Bart Layton para no incurrir en un exceso de repetición de temas el director y guionista del falso documental El impostor (2012) y la excelente American Animals (2018) Pienso que Robert Zemeckis podría ser un candidato idóneo para llevarlo a cabo, toda vez que en un par de ocasiones ha convertido material procedente del campo documental en sendos largometrajes de ficción El desafío (The Walk) (2016), Bienvenidos a Marwen (2018). Este podría ser el tercero ya que tenemos el precedente de The Man Who Forget America (2003), dirigido por Matthew Thompson, centro en el personaje de Mark Hoffman, confinado en una prisión federal desde hace una veintena de años. Otra prisión, la situada en una mansión de estilo victoriano en Ahmherst, fue la que ocupó la «poeta» del título de una novela excepcional en el amplio sentido de la palabra.     

domingo, 7 de julio de 2019

LA CARA OCULTA MUSICAL DE NICK MASON: A PROPÓSITO DE «UNATENDED LUGGAGE» (2008)

Por razones de edad algunas de las cintas clave del género de terror de los años setenta las visité por primera vez en salas comerciales o en la pequeña pantalla en la década siguiente. Al impacto causado por el visionado de El exorcista (1973) —en un programa doble en los cines Verdi cuando aún no había sufrido la transformación en multisalas—, El otro (1972), La matanza de Texas (1974) y Las colinas tienen ojos (1977) —estas últimas en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges—, se sumó, entre otras, la presencia frente al televisivor para contemplar Engendro mecánico (1977) en la noche del viernes 22 de noviembre de 1985, la película propuesta a la audiencia en el marco del programa La Clave que abordaba el tema de las «Máquinas inteligentes» para someter a debate. Por aquel entonces contaba con diecisiete años y difícilmente olvidaré pasajes de una producción cinematográfica abanderada en su apartado interpretativo por Julie Christie, una de mis actrices favoritas. En un ejercicio habitual en un servidor, ávido de conocimiento, traté de recabar información sobre el director de Demon Seed del que no había oído hablar nada hasta entonces. Ni por asomo podría imaginar que diez años después sería el máximo responsable de la creación de una revista cinematográfica mensual escrita en catalán. A la altura de su número doce (mayo de 1996) de Seqüències de cinema publicamos en el apartado in memoriam un breve sobre la figura de Donald Cammell (1934-1996), fallecido a los sesenta y dos años a consecuencia de un suicidio. Al parecer, se había disparado un tiro a la cabeza. Tres años después de haber publicado aquella luctuosa noticia, volví a tener una «cita» con el iconoclasta artista escocés el viernes 29 de abril de 1998, al filo de la medianoche, en virtud del pase televisivo en el canal autonómico catalán de White of the Eye (1987). Un enclave semidesértico del estado de Arizona sirve de marco de una historia que pivota sobre el proceso de investigación de un asesino en serie que mutila a sus víctimas. A tenor de la presencia de Cammell al frente del proyecto cabía un ejercicio que siguiera los cauces propios de la experimentación, involucrando para la ocasión a Nick Mason (n. 1944), uno de los nombres propios de aquellos tiempos de la escena cultural provisionada de psicodelia en el Londres de la segunda mitad de los años sesenta. Allí Cammell entró en contacto con Mick Jagger, a quien codirigió —junto a Nicolas Roeg— en su opera prima Performance (1970), y se familiarizó con el sonido de los Pink Floyd en su etapa psicodélica. Para su batería y único de los componentes que ha permanecido fiel a la historia de una de las bandas de rock más legendarias, la tentación de concebir un disco alejado de los dominios de los Floyd cristalizó en 1981 con la publicación de Fictitious Sports.
    Una vez más, el azar me puso indirectamente sobre la pista de Donald Cammell cuando el pasado 6 de julio de 2019 me perdí entre la generosa oferta discográfica de una pequeña tienda situada en el casco antiguo de la Ciudad Condal, que resiste como gato panza arriba las embestidas al negocio discográfico en formato físico en plena realidad del siglo XXI. Dentro del espacio consagrado al rock progresivo figuraba un disco que nunca había visto hasta entonces: Unattended Luggage. Un título apenas perceptible a simple vista ya que la tipografía y el cuerpo de letra reservado para su autor —Nick Mason— ocupa un espacio de centralidad en la cubierta de un caja vestida de tonalidades anaranjadas y azuladas. En su interior descansan tres pequeñas piezas de coleccionista, el referido Fictitious Sports, Profiles (1985)… y la banda sonora de White of the Eye (1987). El impluso floydiano —unido al camelliano (con nombre de pila Donald)— me hizo adquirir este «equipaje desesperado» que ya computa entre las rarities de la colección de discos que comparto con Esther Solías. El ex miembro de la formación 10cc Rick Fenn (n. 1953) fue el compañero de viaje de Nick Mason en Profiles y White of the Eye, mientras que para Fictious Sports el batería de Pink Floyd se dejó acompañar por el ex soft Machine Robert Wyatt para que éste se ocupara de la parte vocal de siete de los ocho temas que jalonan un álbum habitado de numerosas influencias (jazz, blues, techno-pop), con una pared de sonido rocosa en que tienen acomodo instrumentos de viento como la trompeta, la tuba, la flauta y el clarinete. Para Profiles las coordenadas sufrieron una variación considerable, repercutiendo un disco de corte instrumental –con la excepción de los temas “Lie for Lie” e “Israel” en la voz de Dave Gilmour (su amigo y compañero de los Floyd) y el argentino Danny Peyronet—que, en una evolución lógica, podría interpretarse conforme a un ejercicio preparativo a la hora de abordar la escritura musical para la banda sonora de White of the Eye con un armazón experimental al estilo new age con algunos desvíos country y otros tantos destilados con las esencias de esos fluidos rosas que empezaron a reclamar la atención en el seno de una efervescente actividad cultural en la que se mostró especialmente activo Donald Cammell, pintor vocacional y cineasta a tiempo parcial que transitó por un camino empedrado antes de abandonar el mundo de los vivos por voluntad propia, aunque impelido por un cúmulo de fatalidades.