1981. Dos secuestros. El uno, acaecido el del 23-F, duró
casi veinticuatro horas y puso a prueba una democracia que aún empezaba a
gatear. El otro duró veinticuatro días, el de Enrique Castro González (así
figuraba en su DNI), a quien todos conocíamos por el sobrenombre de Quini. Por
aquel entonces contaba con trece años y no hubo un solo día ni una sola noche en
que no desviara un pensamiento por Quini. Cada amanecer de aquel fatídico mes
de marzo de 1981, aún con el susto en el cuerpo por esa tentativa frustrada de
golpe de estado, era una ventana a la esperanza, a sintonizar el transistor y
saber que Quini, nuestro Quini había sido liberado. Cerca de mi casa, en el
barrio de Santa Eulàlia de L’Hospitalet de Llobregat, trascendió la noticia que
se había dejado una nota en una cabina telefónica escrita de puño y letra por
el propio fubtolista. Lloré en la intimidad del hogar temiendo por la vida de
Quini, un futbolista al que ya conocía de su etapa en el Sporting de Gijón,
allí donde se forjó su leyenda. El día 25 de marzo me hicieron el mejor regalo
de aquel año en que vivimos
peligrosamente, al albur de un golpe de estado perpetrado por la cúpula
militar, el constante goteo de atentados de ETA y de un secuestro que
inexorablemente dejaría secuelas para siempre en la persona de Enrique Castro
González. Vi danzar en el área tantas
veces a Quini en el Camp Nou, dejando que su instinto goleador encandilara al
espectador, que me parecía imposible que permaneciera recluído casi un mes en
un zulo de apenas diez metros cuadrados. Él perdonó a sus secuestradores.
Muchos no lo entendieron. Caso paradigmático de «El síndrome de Estocolmo». Los que estuvieron a
punto de enterrarlo en vida recibieron el perdón de «la persona más buena que he conocido», según palabras de
Bernd Schuster el portentoso
centrocampista del FC Barcelona, proveniente de tierras teutonas. Un país que
en aquel periodo empezaba a fijar las Islas Baleares conforme a su segunda
residencia, a la búsqueda de horas de sol y de playa necesarias para alimentar
un ideal de felicidad. Allí recalaríamos ese mismo año con motivo del viaje de
fin de curso de los alumnos de la EGB del colegio Lacinia. Recuerdo con
claridad meridiana que en la despedida en el puerto de la Ciudad Condal pude
ver a bordo del barco que debía llevarnos hasta Menorca el partido que
enfrentaba al FC Barcelona con el Sporting de Gijón en la final de la Copa del
Rey. 3 a 1 a favor de los blaugranas. Quini marcó pero evitó celebrarlo por
respeto a la afición sportinguista, que volvería a corear su nombre —lo del calificativo de apodo ya había prescrito— durante casi un lustro sobre el terreno de juego de El
Molinón tras haber pasado cuatro temporadas en el FC Barcelona. Tiempo
suficiente para haber reconocido en Quini uno de esos espejos en los que
quisiera mirarme cada día de mi vida. La tenacidad, el compromiso, la bondad, la
honradez, la lealtad (a un escudo: el del Sporting de Gijón con un alto en el
camino que supo a gloria para los aficionados al barcelonismo) y la amistad. En
sus diecinueve temporadas —entre Primera y Segunda División, y portando la
camiseta de la Selección Española— en activo jamás fue expulsado de un terreno de
juego. Por encima de sus espectaculares cifras —Pichichi en siete ocasiones (dos en segunda división) en
un periodo en que el gol de pagaba bastante más caro, cuando el once que
saltaba al terreno de juego iba con la numeración del 1 al 11, y los brazos y
piernas de los jugadores estaban libres de tatuajes—, Quini fue una de las
personas más queridas del cine español. Al recibir la madrugada del 27 de
septiembre de 2018 la luctuosa noticia de la muerte de Quini por parte de un acreditado sportinguista –Alejandro Díaz Castaño—y de un barcelonista de pro –Jordi Marí— se me
humedecieron los ojos. El día que murió una persona que he admirado como pocas,
y nacía una leyenda que para siempre permanecerá en mi corazón con las franjas
rojiblancas y blaugranas, las propias de mis dos equipos favoritos. Sin Quini
no se entiende mi afición por el Sporting de Gijón y por extensión mi amor
a la tierra asturiana, a la que hasta la fecha he acudido en un par de ocasiones pero
por desgracia quedó pendiente la visita para saludar a Don Enrique Castro
González —ya en funciones de delegado del Sporting de Gijón— y expresarle todo
el cariño que sentía por él desde que nos lo “devolvieron” a la vida ese 25 de
marzo de 1981, marcado a fuego en mi particular calendario. En esos días previos
a su liberación soñé con Quni en esas noches de vigilia y, al cabo, pasados
unos cuantos años, creí reconocerlo conduciendo en el interior del automóvil a
escasos metros de la casa familiar. Quizás fuese una ilusión, un simple
espejismo, pero sí tengo la certeza que hasta el fin de mis días recordaré a un
patrimonio del fútbol español pero asimismo de la humanidad. Quini, siempre
Quini.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
miércoles, 28 de febrero de 2018
domingo, 25 de febrero de 2018
«REMEDIOS DESESPERADOS» (1871) de Thomas Hardy: EL DEBUT DE UN GIGANTE DE LA LITERATURA UNIVERSAL
Dentro de su incipiente colección reservada a
títulos clásicos de alcance internacional, Ático de los libros se suma a la
extensa lista de editoriales que han acogida en sus respectivos catálogos una o
varias obras del escritor inglés Thomas Hardy (1840-1928). Poeta antes que
novelista y autor de cuentos, Hardy representa un ejemplo paradigmático de
hasta qué punto cuestiones en nada relacionadas a su calidad narrativa
erosionaron su condición de prohombre de las Letras en sus años de mayor
actividad volcado en el noble arte de escritor. Estas cuestiones “extraliterarias”
fueron las que sometieron al dictado del olvido su primera novela publicada
(bajo seudónimo), Remedios desesperados
(1871), que el sello Ático de los libros ha tenido la intuición, cuando no la diligencia y la habilidad
de publicar por primera vez en lengua castellana, en una traducción impecable
de Claudia Casanova.
Recientes aún las lecturas de Tess
de los d’Ubverville (1891) y Jude el
oscuro (1895), en sendas ediciones a cargo de Alba, el acercamiento al debut literario “oficial” —puesto que el
manuscrito de The Poor Man and the Lady
(1867) se da por desaparecido— me coloca nuevamente sobre la pista de un
escritor de primera magnitud, abonado al detallismo y con una clara decantación
a la hora de “aliarse” con un paisaje natural en que trata de capturar a través de las páginas de sus
voluminosas novelas esos sonidos propios que emanan de la fauna y de la
vegetación circunscrita a Wessex, región inventada del sur de Inglaterra que
atiende a las características geográficas y a la idiosincrasia propia de los
habitantes de su Dorset natal. Pero el sostén narrativo de Remedios desesperados se fundamenta en un personaje como el de
Cytherea Graye, un esbozo a carboncillo de futuras (anti)heroínas que pueblan
la literatura de Hardy y que alcanzaría sus cotas más altas de desarraigo de
los convencionalismos sociales la Sue Bridehead de Jude el oscuro y Bathsheba Everdene de Lejos
del mundanal ruido (1874). Tras su tentativa frustrada con The Poor Man and the Lady, Thomas Hardy cinceló un retrato
costumbrista que mereció la reprobación de los sectores más conservadores de la
sociedad victoriana, al punto que fue tildada de escandalosa al colocar en el disparadero
al personaje de Aeneas Manston, atribuyéndole un perfil propio de maltratador a los ojos de hoy en día. Por aquel entonces, empero, este tipo de
semblantes masculinos, ociosos de comportamientos degradantes para con sus
cónyuges (ese fue el caso de Cytherea, casada en segunda nupcias siete días
antes de la Vieja Navidad) o amantes contadas veces se registraban en la Literatura
Inglesa, siendo en este aspecto Hardy un avanzado a su época con frases del calibre «a pesar de la costumbre, hoy arraigada, que
sostiene que la mujer no es menos que un hombre, sino distinta, el hecho es que
las mujeres pertenecen a la humanidad y, en muchos sentimientos de la vida, la
distinción sexual es una mera diferencia de grado» (pág. 217), consignadas en el ecuador de una novela que avanza inexorablemente hacia un final cubierto
de un velo de tristeza y resignación. Anticipo, pues, de la plantilla emocional al que se amoldarán
la docena de novelas que Hardy llegó a escribir en un periodo de un cuarto de
siglo. Tiempo suficiente para aquilatar una obra literaria que vale su peso en
oro merced a esa sabia combinación de retratista de la condición humana y de
fino observador de las infinitas formas que adopta la Madre Naturaleza,
aquellas prestas para que las alegorías sublimen
el texto hasta el extremo de hacer que cada página vencida deje en el lector un
poso, un aroma de placer indescriptible. Virtud de un escritor que experimentaría
con Remedios desesperados la opción
del juego epistolar —librado entre Cytherea y su hermano Owen, afectado de una
extraña dolencia en una de sus piernas que le lleva ser apartado de su puesto de trabajo y, en paralelo, a un largo periodo de
convalescencia—, a imagen y semejanza de propuestas literarias coetáneas, caso
de Jane Eyre (1847), de Charlotte
Brontë, con la que no pocas veces se la ha equiparado. En cierta manera, Jane
Eyre y Cytherea beben de las mismas fuentes, aquellas deudoras de un pasado que
las atenaza y las predispone continuamente a proyectar una sombra de duda sobre
los aspirantes a conquistar sus afligidos corazones.
domingo, 18 de febrero de 2018
«BIRD ON A WIRE» (1974): EL «PROFETA» LEONARD COHEN EN TIERRA SANTA
En 2015 el Festival In-Edit, a la altura de su
13 edición, decidió programar una retrospectiva sobre Tony Palmer (n. 1941),
uno de los cineastas más prolíficos versado sobre todo en el campo del
documental. Entre los once largometrajes seleccionados para dar acomodo a la
retrospectiva figuraba una pieza que había dormido el sueño de los justos por
espacio de treinta y seis años: Bird On a
Wire (1974). Con el asentamiento de las nuevas tecnologías, Palmer se
involucró a la hora de recopilar material filmado susceptible de ser “procesado”
en una suerte de remontaje y, de esta forma, dar salida a largometrajes que
habían quedado “varados” en la orilla
en tiempos de la era analógica, que tuvo en la década de los setenta uno de sus
periodos más florecientes en lo creativo por lo que compete a la música de
rock, pop y/o folk. Géneros que, en mayor o menor medida, sirvieron para que
Leonard Cohen (1934-2016) hilara un discurso
musical recorrido por una poética que, a día de hoy, sigue siendo materia
para estudiosos dispuestos a indagar más allá de la superficie de las palabras,
de esas estrofas que los espectadores cantan a coro, a modo de salmos, mientras
el creador de las mismas, Leonard Cohen ejerce de “profeta” sobre los
escenarios.
La
canción Bird On a Wire da nombre al
documental dirigido y (re)montado por Palmer sobre la gira europea celebrada por
Leonard Cohen en la primavera de 1972, con punto de partida en Dublín y destino final en tierra santa, Jerusalén. Diecinueve conciertos precedieron a ese
cierre de gira en un enclave especialmente significativo para un hombre de raíces
judías, parte esencial de una educación recibida en su Montreal natal. Sin
duda, Tony Palmer fue consciente en todo momento de la importancia que cobraría
la presencia de Cohen en Israel, con una legión de seguidores capaces de
recitar su cancionero como si se tratara de salmos
aprendidos en una sinagoga. La cámara de Palmer, asistida por Les Young,
escruta en el rostro de un artista de ojos verdes, llenos de luz cuando los
astros son propicios y se produce una conexión de naturaleza místico-espiritual
para con el público. Por aquel entonces, el músico y poeta canadiense ya había firmado
tres discos de estudio —Songs of Leonard
Cohen (1967), Songs from a Room
(1969) y Songs of Love and Hate
(1971)— que le habían granjeado una proyección internacional. Atraído desde
temprana edad por poetas europeos —en singular, Federico García Lorca—, a sus
treinta y siete años Leonard Cohen entendió la necesidad de concebir una gira
en el viejo continente, rodeado de un cuerpo de músicos —Jennifer Warnes, Donna
Washburn (voces), Ron Cornelius, David O’Connor (guitarras), Bob “Duke”
Johnston (órgano) y Peter Marshall (bajo)— que conformaban una especie de
familia a lo largo de varias semanas fuera del hogar canadiense. En plena treintena, aún candente el éxito de su
tercer disco editado bajo el paraguas de la Columbia Records, Leonard Cohen se
muestra a cámara conforme a una persona frágil, sensible, en permanente
búsqueda de una paz interior que choca inexorablemente con las presiones
inherentes a una gira en que el foco mediático lleva incluso a ser protagonista
involuntario de escenas tan absurdas como la invitación a recitar uno de sus poemas musicales nada más bajarse del
avión, con un avispero de periodistas al pie de la escalinata del jet privado en un aeropuerto de Europa
Central. No menos pintoresca deviene la escena en que el propio Leonard Cohen
devuelve el importe de las entradas de un concierto que ha sido cancelado en
medio de la actuación por problemas con el sonido de los altavoces. El animal herido, superado por los fallos técnicos (se lamenta en petit comité que tan solo el concierto de Glasgow funcionó a pleno rendimiento la
acústica) no reacciona con la ira como moneda de cambio, al más puro estilo de
las estrellas de la música de (pop)rock que saborearon las mieles del triunfo
preferentemente en los años sesenta y setenta. Su carácter acrisolado de
espiritualidad hace activar la maquinaria de la razón frente a esos
sentimientos encendidos cuando factores externos imposibilitan ejecutar una
velada, a priori, mágica, mostrando esa faceta humana definitoria de Leonard
Cohen, aquella que quedaría impresa en las letras de sus canciones. No
obstante, a pocos metros que la gira llegara a la estación final, la magia
sobrevolaría el recinto donde Leonard Cohen dio un concierto en Jerusalén. Las
lágrimas cobraron protagonismo en el rostro del astro canadiense cuando la
canción “So Long, Marianne” brotaron
de sus cuerdas vocales. La canción había prendido, una vez más, en el corazón delator de Leonard Cohen,
llevando consigo la necesidad de replegarse al backstage para meditar sobre la
posibilidad de detener su actuación o volver a los escenarios. Con un público
entregado, el Mesías Leonard Cohen
regresó para dejar constancia de una nota de agradecimiento. No hubo bises,
sino una despedida silenciosa, todo ello captado por la cámara de Palmer,
flirtreando a lo largo del metraje con imágenes en blanco y negro como la
escena que recoge la presencia de Leonard Cohen obsefvando el Muro de las lamentaciones.
La puesta de largo en Inglaterra de Bird
On a Wire («pájaro sobre un alambre») coincidiría con la
proeza sustanciada por Philippe Petit, al ejecutar un ejercicio de
funambulismo de elevadísmo riesgo, cruzando con un alambre de punta a punta
(varias veces) la distancia que separa las Torres Gemelas de Nueva York. En la
Ciudad de los Rascacielos sería precisamente donde Leonard Cohen, tras su
fracaso en calidad de poeta —sus obras no pasaban de los dos millares de copias
vendidas en sus ediciones primigenias— alimentó la posibilidad de cultivar una
carrera musical, colocándose sobre ese alambre
invisible en que resulta tan fácil caerse al vacío y desaparecer para siempre.
Empero, Leonard Cohen logró permanecer en el alambre sin la necesidad de artificios y trucajes hasta el fin de
sus días. De la pureza del artista levanta acta, a modo de testimonio visual y
sensitivo para los anales, esta gema llamada Bird On a Wire, esculpida por Mr. Palmer.
lunes, 5 de febrero de 2018
«DAMAS OSCURAS» (1833-1903): OTRAS VUELTAS DE TUERCA A LAS HISTORIAS DE FANTASMAS
En el año
del cumplimiento del décimo aniversario del sello Impedimenta han sido diversas
las voces femeninas adscritas a la literatura que han formado parte del
catálogo de la editorial madrileña. Así pues, a los nombres propios de Penelope
Mortimer, Stella Gibbons, Martine Desjardins, Penelope Fitzgerald, Joan Lindsay
o Pilar Adón, cabe sumar la veintena de escritoras artífices de los cuentos que
integran la antología Damas oscuras
(2017), bajo el denominador común de su adscripción al género de terror
sobrenatural desarrollado durante la época victoriana. Bien es cierto que
algunas de estas piezas literarias fueron publicadas fuera de los márgenes
temporales por definición de la época victoriana –caso de Napoleón y el espectro (1833) de Charlotte Brontë (1816-1855)--,
pero en su inmensa mayoría tuvieron acomodo en las páginas de semanarios,
revistas o antologías anglosajonas de la época.
No obstante, a lo largo de esos ochenta años aproximadamente de historia de la
época victoriana los varones llevaban la voz cantante, abasteciendo de relatos
de terror numerosas publicaciones que habían sido muy populares, sin menoscabo
a que se colaran algunos escritos que
llevaran la rúbrica de escritoras, la mayor parte de las cuales habían sido encapsuladas
en la literatura infantil, juvenil y/o la novela romántica en sus distintas
acepciones. Cabe congratularnos, pues, que bajo el genérico Damas oscuras la editorial Impedimenta
saque a la luz trabajos de primerísima calidad elaborados por féminas que
respondían a inquietudes artísticas muy diversas entre sí, algunas garantes de
una obra que les llevarían a pasar a los libros de Historia (la mencionada
Charlotte Brontë, Margaret Oliphant, quien brinda con su habitual preciosismo y
detallismo una joya titulada La puerta
abierta, paradigma de las historias de fantasmas, o Willa Carter) y el
grueso de las seleccionadas caídas en desgracia y/o en un temprano olvido que
no hace justicia a sus verdaderas aptitudes literarias. Con todo, Damas oscuras compendia una veintena de
relatos de los que resulta difícil considerar alguno de los mismos susceptible de
ser considerado prescindible en función de unos determinados estándares de
calidad.
Al emprender la lectura de Damas oscuras no reparé en las
indicaciones del apéndice en que el orden de los cuentos sigue un estricto
sentido cronológico, desde el más temprano en el tiempo Napoleón y el espectro hasta El
solar (1903) de la norteamericana Mary Eleanor Wilkins (1852-1930). Saltaba
de un cuento a otro desprovisto de la marca
de la cronología, sintiendo en la lectura de cada pieza el pálpito de un savoir faire a la hora de trasladar
conceptos e ideas a un plano literario que concitara la atención del lector de
su época. Invariablemente, la presente antología da carta de naturaleza a
textos de extensiones disímiles, en que un relato cercano a las cien páginas –Cecilia de Noël (1891) de Lanoe Falconer—“convive”
con algunos otros que apenas cubren diez o quince páginas de texto –Junto al fuego (1859) de Catherine Crowe
(1803-1876) o El abrazo frío (1860)
de Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), entre otros--, en lo que vendrían a ser
estas últimas auténticas delicatessen
aptas para abrir el paladar de los comensales
lectores. En su mayoría se trata de lecturas atravesadas de una cierta ironía
que persiguen soltar lastre ante un
hipotético sentido de la trascendencia cuando el lector se enfrenta a la descripción
de fenómenos sobrenaturales, reservando clase
preferente las ghost stories tan
caras a ese periodo. No obstante, en escritos como el llevado por Mrs. Falconer
en Cecilia de Noël lo caústico cobra
visos de impregnarse en sus páginas, al calor de comentarios del tipo «Sir
Walter (Scott), un hombre tan juicioso como el que más aunque escribiera poesía
(…)». Dardos envenenados que tienen
el propósito de una crítica soterrada en torno a aquellos escritores varones
que dominaron el espacio literario en un periodo especialmente fecundo en
novelistas que, hoy en día, la revisión de sus respectivas obras suele juzgar
al alza. No en vano, por ejemplo, Willa Carter (1873-1947) —representada en la
antología con un texto titulado El caso
de la Estación de Grover (1900), inédito hasta la fecha en castellano—,
sería reconocido por Truman Capote conforme a una de sus mayores influencias. Consideración
que no debe caer en saco roto para quien antes de rubricar su magnum opus A sangre fría (1966) participó de la escritura del guión de la
novela Otra vuelta de tuerca (1898),
de Henry James, la pieza literaria por antonomasia al referirnos a los relatos
de fantasmas. Sin duda, James, en su triple condición de literato, crítico y
ensayista, repararía en el poder evocador de los escritos de Amelia Edwards (1831-1892),
Vernon Lee (1856-1935), Dinah M. Mulock (1826-1887) y tantas otras féminas antes de proceder a la
siembra y posterior recolección de su superlativo relato finisecular. De esta
forma, una antología como Damas oscuras
soberbiamente traducida y editada en tapa dura —contraviniendo la norma de la casa— no debe faltar, haciendo
compañía a The Turn of the Schrew, en
aras a acceder en cualquier momento a su lectura, a poder ser con la luz de la
noche por testigo.
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