jueves, 18 de enero de 2024

«¡MIRA LOS ARLEQUINES!» (1974) de VLADIMIR NABOKOV: EL CANTO DE CISNE DE UN «MAGO» DE LAS PALABRAS

Descontado el libro El original de Laura publicado a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010, cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una pieza aún «en fase de construcción», ¡Mira los arlequines! (1974) pasa por ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977) en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia que el fin de sus días se revela cercano máxime en alguien que padeció dolor crónico durante algunas etapas de su azarosa vida, Nabokov prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico Habla memoria (1967)pero desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés (con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna el ruso, todas ellas al servicio de una narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente. Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la (controvertida) publicación de Lolita (1955) y su posterior adaptación al celuloide con guion propioservida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas a una de los Opus magna del escritor de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert, Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte, la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta última alusión mostrada bajo una luz un tanto difusa sirve de ejemplo de la afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en inglés equivale a «tonto, estúpido»—, algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos, pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada del presente volumen.

    Novela refractaria o, cuanto menos, de difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada de múltiples (auto)referencias de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la realidad van de la mano que procuraba a sus escritos Vladimir Nabokov, ¡Mira los arlequines!  cumple con creces las expectativas de los amantes de su prosa trenzada (en ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que constantemente nos asaltan las dudas. Para ello, podemos requerir del comodín de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas. Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason, etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)», tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».