viernes, 24 de diciembre de 2010

EL CINE SE MUEVE: «LA LEY SINDE» O LA «LEY DE LOS SIN DERECHOS»

En tiempos, aquellos tocados por un sentimiento visionario o por un Don que les hacía situarse por encima del resto de mundanos, se habilitaban un espacio en los aledaños de las iglesias o en el centro de las plazas como tribuna de una oratoria que dejara boquiabiertos a unos, y pensativos a otros, todos ellos arremolinados en torno a esas figuras mesiánicas. En los albores del siglo XXI, los gurús-visionarios cobran relevancia en otras tribunas, las virtuales de un mundo que ya no parece tener sentido, cara a la modernidad, sin la presencia de internet. La red ha definido un nuevo espacio de comunicación en que se puede tener, por ejemplo, a nuestro alcance centenares, miles de artículos o noticias que hablen de un mismo tema ocurrido en el curso de ese mismo día. De hecho, gran parte de esos gurús vaticinaban o siguen sosteniendo que en un plazo medio los diarios en formato papel —máxime por el paulatino encarecimiento de la materia prima— desaparecerían de la faz de la tierra de la comunicación, refundiéndose en ediciones digitales que permitirían, a su vez, una interactividad para con el lector y/o suscriptor del periódico de turno. Para alguien como un servidor que siempre ha sostenido que las sociedades pueden cambiar pero el ser humano sigue preservando ese instinto primario de noble salvaje —según los enunciados de las propuestas cinematográficas de Stanley Kubrick, que suscribo al cien por cien—, no hay razones para pensar que dejemos de abandonar el sentido de que somos animales de costumbres. Hemos sido programados desde nuestra creación para dirigir nuestras vidas hacia un sentimiento de posesión, de formar parte de un clan, de crear escudos de vanidad, egoísmo y recelo a lo diferente. Solo el tratar de empatizar con los demás —un ejercicio que requiere de una firme voluntad de descodificar ciertos comportamientos enquistados en nuestro ADN—, de ponernos en el lado del otro, nos permite que esa coraza se resquebraje y anidemos en nuestro fuero interno un sentimiento de solidaridad, de favorecer al prójimo. Pero ese sentido de empatía lo practica una parte muy reducida de la población llamada civilizada y más aún cuando azota con fiereza la crisis, como ese río cuyo caudal se ha desbordado arrasando con ilusiones, esperanzas, deseos, anhelos... sueños, en definitiva. En nuestra genética se haya codificado ese replegamiento a favorecer exclusivamente al clan cuando los tiempos no son favorables en lo económico. En estas situaciones de amarga realidad, al cruzar, por ejemplo, el umbral de una tienda de ropa o de electrónica, nos puede sobrevenir el pensamiento de robar un determinado objeto o pieza, e ipso facto tomar las de Villadiego. Pero el sentido común envía una orden contraria al cerebro, disuadiéndonos de poner en práctica semejante pensamiento. Pero, amigo, de puertas para adentro de nuestros hogares internet no es un campo abonado a reprimir nuestros instintos y nos podemos dejar ir por ese mundo libre, entrando en un espacio confuso donde todo vale y nada vale... Y allí sentimos la necesidad de experimentar con ese concepto inveterado de la rebeldía juvenil (a la que muchos no han renunciado a abandonar: Peter Pan Alive!) que desafía al poder jerarquizado por los adultos. Ellos hacen las leyes y colocan las reglas, ergo toca desafiarlas... No será en un supermercado pero sí a resguardo del anonimato en una habitación a oscuras cuya única fuente de luz emana de la pantalla del ordenador. En la CPU del mismo se almacenan discos duros repletos de películas que aguardan un visionado sine die. El 95% de ese material no son películas que la cinefilia, cuando no la cinefagia, impele a bucear por la red en aras a encontrar ese tesoro oculto de un director checo o polaco que uno había seguido en su adolescencia pero el silencio a nivel de edición se ha instalado por los tiempos de los tiempos en torno a esa obra. Siempre he creído que el primer mandamiento de un buen aficionado al cine es amarlo... ¿Realmente esas personas que se bajan sistemáticamente películas de la red y los almacenan en sus discos duros aman el cine? Mi respuesta es NO. De la misma forma que podemos ir a un restaurante, y nos concienciamos del trabajo que conlleva realizar infinidad de platos bien elaborados y mejor presentados, si atendiéramos cada uno de nosotros al rodaje de una producción cinematográfica, razonaríamos el ingente trabajo que comporta... Y ahí no acaba todo, porque entra en juego un proceso de posproduccion que se puede alargar meses... He visto personas que hacen acopio de 7-8 DVD’s sacados de las bibliotecas públicas porque seguramente sus finanzas no estén demasiado boyantes, pero al menos alguien ha pagado —en realidad, a través de los impuestos extraídos de los contribuyentes— a esa empresa distribuidora y, por tanto, a sus creadores. Esos mismos que entran en un Starbuck Coffee y apoquinan 6 € por dos cafés con leche luego ven en una gran superficie un título que simplemente les haya gustado un precio similar y se dicen para sí mismos, «bueno ya me lo bajaré o ya la tengo en el emule, que más da». Claro que se podrá justificar que al estar en un Starbuck se cultivan las relaciones personales. Pero, ¿qué hay de la cultura de valorar el esfuerzo de los creadores? No conozco a un solo joven que no haya aspirado a crear algo en un momento de su vida. Que se apliquen, pues, el cuento y se vean años, lustros después desamparados porque su música, sus obras, sus creaciones, circulan gratis por la red. Todo tiene su retorno en nuestras vidas y esa comunidad de internautas que visitan asiduamente los caladeros de las páginas de descargas de películas con una intención muy determinada, en un futuro no demasiado lejano, ya en su etapa de adultos, clamarán al cielo de la pobreza de contenidos auiodivuales de cantidad de producciones por mucho que lo tridimensional crea un efecto ilusorio. Y un ruego para esos recurrentes visitantes de emule y sucedáneos: que no escriban en sus perfiles de Facebook en el apartado de aficiones «cine»; más bien sería aconsejable, «Bajadores de películas a tiempo parcial por obra y gracia de la divina providencia de un mundo libre»... Ser un auténtico aficionado al cine equivale a mucho más que visionar títulos: lleva implícito un comportamiento ético, moral y un respeto para con los creadores de obras que, a menudo, actúan como nuestra segunda memoria. El problema o la solución al tema de las descargas, pues, radica en la integridad y concienciación de las personas y se deberia evitar a toda costa que una ley como la que lleva el segundo apellido de Ángeles González (Sinde), la actual Ministra de Cultura, llegara ni tan siquiera a tramitarse. Poner rostro al enemigo es lo peor que pueda suceder de cara a esa comunidad de internautas que circulan por la red con sus barcos de ignominia surcando los mares y con la calavera negra luciendo en lo más alto del mástil, mientras infinidad de gente de la indústria del entretenimiento se ahoga en las profundidades abisales de un océano llamado internet que se presume el «Sangri-La» de la democratización de la información, pero que al mismo tiempo potencia exponencialmente a diario pseudoaficionados de un arte centenario como el cine. Con las nubarrones que se adivinan en el futuro para sus creadores dudo que tenga ni tan siquiera visos de que se llegue a conmemorar el bicentenario del Séptimo Arte. Su indústria habrá quedado desballestada por aquel entonces si el buen juicio del ser humano y sobre todo de sus capas más jóvenes no lo remedia.

domingo, 19 de diciembre de 2010

EL GRAN HOUDINI: «THE MAN FROM BEYOND»

Viendo recientemente un magnífico film británico dirigido por Edward Dmytryk, The Hidden Room (1949), el segundo punto de giro, el que nos proyecta hasta el final de la historia, guarda mucha relación con el uso del lenguaje. Al cabo, reparé en que el uso idiomático había sido el principal argumento para que Ehrich Weiss, más conocido por su nombre artístico de Harry Houdini (1874-1926), destapara al entramado de farsantes y embaucadores responsables de organizar sesiones de espiritismo, que invitaron al escapista e ilusionista para que entrara en contacto con su difunta madre. Ella, húngara de pura raza, jamás aprendió el inglés y, por tanto, aquellos mensajes cifrados del más allá con la lengua de John Milton por bandera, levantaron la liebre de la indignación en Houdini, quien a partir de entonces consagraría buena parte de sus esfuerzos a desemascarar a los «Moriarty» de turno practicantes de una pseudociencia especialmente sembrada para ser recolectada por mentes tocadas por la ingenuidad, cuando no la desesperación.
Guardo un recuerdo intermitente de la primera vez que confié a mi memoria el nombre de Harry Houdini, pero de lo que estoy plenamente convencido es que éste cobraba vida (eso sí, con las prerrogativas a morir en diversas ocasiones a lo largo de la función fílmica) en la persona de Tony Curtis, otro actor que enmascaraba su origen judío —nacido Bernard Schwartz— con el nombre que le daría celebridad a escala internacional, sobre todo a raíz de propuestas que cautivaron al espectadores de la época y de posteriores como El gran Houdini (1953). Y digo actor porque Houdini tuvo una partipación activa en media docena de producciones de los años veinte, llegándose incluso a triplicarse en productor y guionista en The Man from Beyond (1921) con la intención de hacer de Howard Hillary un personaje a su medida. Dentro de ese espacio difuso al que aludía, brillaba con especial nitidez la secuencia en que Houdini desafiaba las gélidas aguas del Río Hudson, encontrando in extremis un punto de luz en forma de salida a la superficie en medio de esa prisión de agua sellado por caplas de hielo. En realidad, esa secuencia surgiría del imaginario del guionista Philip Yordan porque Harry Houdini se embarcó en numerosas gestas que le colocarían en el frontispicio de la muerte, pero ninguna de ellas le convocaría en un río helado en la ciudad de Nueva York, al menos, a tenor de la documentación recopilada a lo largo de la pasada centuria. Fuera o no producto de la imaginación de los responsables creativos de El gran Houdini, esta producción Paramount me cautivó durante buena parte de mi adolescencia y, a partir de entonces, mi fascinanción por el personaje de Houdini me ha movido a distintas lecturas sobre su obra, vida y milagros, al visionado de documentales y alguna que otra aproximación, más o menos cercana, al personaje en la oscuridad de las salas, concretamente, en El último gran mago (2008). Al calor de las apuestas por dar cancha al tema del ilusionismo —El ilusionista (2006) y El truco final (2006)—, se debió desenpolvar un guión que debió dormir el sueño de los justos en algunos cajones de las productoras, dando vía libre a este El último gran mago, en que las expectativas pronto se diluyeron para un servidor cuando se sitúa al personaje de Houdini (un imposible Guy Pearce; la directora aussie Gillian Armstrong barrió para casa) en su ocaso profesional y su combate se dirime —en tierras escocesas— con esos espiritistas de tres al cuarto más que con cadenas, cubas de aguas selladas herméticamente o camisas de fuerza que no dejan extender las alas colgado de lo alto de un edificio neoyorquino. De esta proeza final dan fe los documentales que se conservan y que Milos Forman adecuaría para el prólogo de Ragtime (1981), aunque poco más se sabría a lo largo de sus dos horas de metraje de Harry Houdini, un personaje con un mayor desarrollo en ese crisol de individuos que se dan cita en el Monumento literarío por excelencia de E. L. Doctorow. Sinceramente, pienso que Doctorow es el escritor más capacitado para trazar un relato, a la manera de Homer y Langley (2007), en que la ficción biográfica se desenvuelva en un contexto histórico que él conoce al dedillo. A la espera que algún día el novelista neoyorquino de ascendencia rusa se anime a ello, sigo persuadido con la idea de encontrar la llave que abra ese baúl en forma de un guión lo suficientemente atractivo para adecuarse a la gran pantalla en relación a un personaje al que el cine no ha hecho la justicia debida. Paul Verhoeven —al igual que Dmytryk, el otro licenciado en Ciencias Exactas del «planeta Cine»—, según recoge uno de los capítulos de la monografía sobre el director holandés subtitulada Carne y sangre (2001, Ed. Glenat), y escrita por mi buen amigo Tomás Fernández Valentí, intentaría desarrollar el script de un biopic (parcial) sobre Houdini, pero se quedaría en una tentativa. Por mi parte, a lo largo de ese 2011 que se anuncia en un horizonte muy cercano, me procuraré las lecturas de Houdini!!!: Career of Ehrich Weiss (1997) de Kenneth Silverman y The Secret Life of Houdini: The Making of American's First Superhero Mystery (2007) de William Kaush y Harry Sloman con el propósito de llegar a determinadas conclusiones sobre la viabilidad de un proyecto que podría caminar de la mano del guión de El enigma Haldane ya escrito, cuya novela homónima se materializará en las librerías a partir del próximo mes de marzo de 2011. En este mundo de la producción, que me animo a lanzarme con la enmienda a reinventarme —pero sin abandonar la nave que he ido pilotando a lo largo y ancho del decenio que está a punto de tocar a su fin—, siempre es mejor tener uno o varios guiones alternativos bajo el brazo. El enigma Haldane —seguramente destinado al mercado anglosajón— será uno, y el otro, de momento, tiene ciertos números de formularse en la persona de Harry Houdini, quien curiosamente dirigió su único film —en 1923— con el título... Haldane of the Secret Service…Casualidades terrenales o del más allá... quién sabe.

domingo, 12 de diciembre de 2010

EL «REGRESO» DE JOSÉ MARIA GARCÍA: PONGAMOS QUE FUE UN SUEÑO... «EN LAS ONDAS»

Doce de la madrugada. Una jornada completa y antes de conciliar el sueño trato de recabar información sobre ese nuevo juguete roto que se anuncia en la persona de la atleta palentina Marta Domínguez. Ese resentimiento acumulado por su ex entrenador aflora en forma de velada crítica, de silencio delator de que Domínguez quizás, solo quizás... no había caído en las mejores manos... Minutos después de la medianoche el sueño se apodera de un servidor pensando que esa jornada había creído reconocer al genio de las ondas abriendo su programa Súper García en la hora Cero confesando que un par de horas antes había podido hablar con Marta Domínguez y que estaba anímicamente destrozada, pero con las fuerzas necesarias para declarar ante la Guardia Civil sobre la verdad de lo ocurrido en torno a su supuesta imputación de formar parte de una trama de dopaje. La verdad, ese vocablo inviolable para José María García (1944, Madrid, capital de Asturias) que en tantas ocasiones le colocarían en el disparadero de las amistades. Esos cinco minutos de partida en que García respiraba hondo y se tomaba el termométro a sí mismo para medir sus palabras desde la sinceridad, sin casarse con nadie. La carnaza mediática ya estaba servida en forma de esa atleta con fragancia de longeva ganadora que caía del pedestal, pero García no incurría en esa trampa fácil. No había exculpación para Domínguez si no la voluntad de quedarse con la persona, aquel ángel caído a la que los aplausos se la tornaban dardos. Vencidos esos minutos preliminares, García se interrogaría sobre esos culpables sin rostro, del por qué tras lo acontecido con la «Operación Puerto» individuos del pelaje de Eufemiano Fuentes seguían gozando de licencia para ejercer la medicina deportiva (sic). Otro pilar del estado de derecho de nuestro bendito país que sufre de aluminosis en forma de esa parte de la justicia que vende su alma el diablo... El diablo llamado Eufemiano Fuentes, mente descerebrada capaz de situarse detrás del mostrador para prescribir sustancias dopantes para aquellos que quieren seguir siendo lo que fueron. El machacarse como un loco ya no compensa cuando se ha llegado a la cima. Mantenerse toca cuando todo son parabienes, y esos gimnasios cutres han mudado en forma de pequeños palacios recubiertos de espejos para proyectar un ego que no descansa. García principia el sentido de la lògica, abre interrogantes, nos muestra su pesar, su dolor porque una vez más la cuerda se ha roto por el lado más débil, el de los deportistas, lo que de verdad vale la pena del deporte, repite una y otra vez. Ante esa oleada de lamentaciones, de confesiones varias y aportaciones en directo de algún que otro atleta y entrenador, media docena de temas han quedado fuera de cobertura en esa jornada dictada por una noticia que ha levantado la liebre de la sospecha, again, sobre el atletismo español.. García nos envía a la cama a eso de la una y media de la madrugada. Me despierto y un par de días después recibo un correo electrónico que me redirecciona hacia las reflexiones de José María García para El món a RAC 1, el programa pilotado por Jordi Basté. Me aprendí el cancionero de José María García allá por los años ochenta y al volver a escucharlo, completando las frases como si de un acto reflejo se tratara: el halago... debilita... no siento rencor... por nadie... Valdano no es un poeta... es un rapsoda... Esta radio del siglo XXI cuando cruza el umbral de la medianoche lleva años huérfana de ese hombre que cantaba las verdades del barquero... Eché en falta a García en ese primer día que la «Operación Galgo» saltó por encima de los mitos deportivos y depositaría sobre el tartán un ramo de flores por los atletas caídos en acto de disidencia con el juego limpio. La grandeza de García ha vuelto a zumbar mis oidos horas después de haber clamado entre sueños su concurso en ese día marcado en rojo por la Benemérita de Palencia. La grandeza de un genio de una personalidad arrolladora, que libró hace años la batalla contra el cáncer y de la que salió airoso. Bendito seas por haber ganado tantos pulsos a la vida y no haber faltado a tu compromiso con la verdad.

Enlace a la audición del programa El món de RAC-1 donde se escucha al maestro José María García:


PD: Gràcies amic Jordi M. Hi ha quaranta una raons per tornar a escoltar en Garcia pels vols de la mitjanit...

domingo, 5 de diciembre de 2010

EL MISTERIO CENTENARIO DEL MONTE MACEDON: LAS DESAPARICIONES DEL DÍA DE SAN VALENTÍN

El título que encabeza la introducción de la edición de Picnic en Hanging Rock (2010, Editorial Impedimenta), a cargo de Miguel Cane, se reserva a la expresión «Australian Gothic». Un término que más bien suena a música celestial a la hora de contextualizar genéricamente una novela surgida a las antípodas y escrita por una australiana de real abolengo, Joan Lindsay, de soltera Joan Beckett Weingall (1896-1984). Tiempo habrá en el curso de las próximas semanas para extenderme en cinearchivo.com, en forma de artículo, sobre esta pieza literaria en particular de Lindsay y de su adaptación cinematográfica homónima en el debe de Peter Weir. Pero la lectura de Picnic en Hanging Rock —publicada por vez primera en el estado español, con una calidad de edición por parte de Impedimenta digna de resaltar (Enlace a Editorial)— me ha acercado a la personalidad de Joan Lindsay, de quien hasta la fecha tenía una idea bastante vaga del conocimiento de su legado artístico, únicamente ligado a la obra de mi admirado Peter Weir, desde el momento que empezaron a resonar en mis oídos ese «¡Oh, capitán, mi capitán!» en el entorno académico de un college de Nueva Inglaterra en que se levantaría acta de «el club de los poetas muertos». Recuerdo su estreno como un pasaporte para el despertar de mi lado más utópico y que para toda una generación, la que iba quemando sus etapas educativas y encaraba sus compromisos universitarios —o de grado superior, dentro de la denominada Formación Profesional— en el último tercio de los años ochenta, Dead Poets Society (1989) tuvo una significación especial que, en mi caso, alcanzaría a trabajos pretéritos de ese ilustre aussie llamado Peter Weir. Planteada, al igual que El club de los poetas muertos, en un entorno académico restringido para un solo sexo, Picnic en Hanging Rock (1975) dio a Weir una aureola de culto dentro y fuera de su país de origen, que años más tarde refrendaría con La última ola (1978). Sendas historias —la una publicada en 1967; la otra, articulada por el propio Weir, pero únicamente impresa en forma de guión— guardan relación con leyendas aborígenes desde un plano geográfico —el Monte Macedon, sito en la provincia de Victoria, da cobijo a la famosa y, a la par, enigmática Hanging Rock— o abstracto —la hipnótica The Last Wave—, que asimismo interactúa con una fenomenología climatológica que no encuentra asidero en esa realidad de la que somos capaces de interpretar.
Por muchas razones, la novela Picnic en Hanging Rock desde la fecha de su publicación tuvo todos los pronunciamentos para erigirse en una obra de culto en el espacio de un país esquivo a propuestas editoriales formuladas sobre un sustrato gótico, que buscaran tender puentes con la tradición literaria proveniente de la Inglaterra victoriana. Empero, la influencia continental de Picnic en Hanging Rock vendría dada por dos caminos que, en cierto modo convergerían a la hora de construir algunas de las obras magnas fechadas en Europa: el aliento gótico en la narración de los acontecimientos, presentando personajes con distintas aristas y dando forma a ese colegio de exclusivo para féminas con un fondo más sombrío que su inmaculada presencia (incluso el personaje de la Srta. Appleyard tiene un extraño semblante con la ama de llaves de Rebeca de Daphne du Maurier), y la concepción epistolar que gana terreno en el desarrollo de los capítulos finales del libro urdido por Lady Lindsay. Quizás todo ello hubiera caído en saco roto si Lindsay no hubiera tenido la audacia de jugar al equívoco cuando se la preguntaba, aun con mayor insistencia al calor del estreno del film Picnic en Hanging Rock, sobre la veracidad de los hechos acontecidos en aquel soleado 12 de marzo de 1900 en Hanging Rock, que trajo consigo, al atardecer de ese mismo día, la desaparición de tres de las adolescentes estudiantes y una de sus tutoras del exclusivo colegio Appleyard. Lindsay siempre abogó por una actitud ambigua, en una tentativa por preservar el misterio que se llevaría consigo a la tumba en 1984. Tras leer determinados escritos que teorizan a favor o en contra sobre el poso de verdad en relación a los hechos relatados en la obra de Lindsay y su posterior transcripción en imágenes, para un servidor, el misterio aún se agudiza. Pero, al cabo de visionar el documental Hanging Rock... en 1900 (1975), que acompaña la excelente edición de la película en el debe de Avalon, una septuagenaria Joan Lindsay, que se mueve con soltura por el set de la producción, departiendo amistosamente con un joven Weir, a preguntas de una entrevistadora, manifiesta: «No la ví por primera vez en 1900, pero tampoco mucho después. Creo que tenía como tres años, la primera vez que la ví. Y me impresionó muchísimo. La última vez que la vi, fue hace cinco años, creo. Antes que construyeran tanto por desgracia. Pero para mí, gracias a Dios, tiene la misma magia». Si seguimos el dictado de sus recuerdos, Joan Beckett —como así se llamaba por aquel entonces— visitó la «Roca Colgante» en 1900, para una sesentena de años más tarde abordar una historia que aun hoy en día desconocemos sobre la base de realidad de la que se valdría. Quizás, Lady Lindsay la abordara en ese periodo donde los relojes se paran, perdiendo la noción del tiempo y de la realidad... Mientras seguimos deshojando la margarita sobre si se trata de una ficción asentada en elementos reales o un aconcecimiento veraz ficcionado, cabe observar la trayectoria literaria (dejando la pictórica, que la cultivó durante decenios) de Lindsay, si tomamos una orientación cronológica, como un tránsito de la edad madura —aquella que alimentaría una mirada hacia sus propias experiencias en los años posteriores a consagrarse en matrimonio (no por casualidad, el día de San Valentín, pero de 1922) con el pintor Daryl Lindsay , a la sazón Director de la National Gallery de Sydney —en Time Without Clocks (1962)— hasta la descripción de un universo típicamente infantil en su última obra publicada —Syd Experience (1983)—, pasando inexorablemente por Picnic en Hanging Rock, la novela que la llamaría a la posterioridad y de la que supo preservar un misterio ya centenario...

domingo, 28 de noviembre de 2010

LA CIENCIA DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

Al cabo de leer el artículo ¿Por qué no somos inmortales?” de Thomas Kirkwood, en el número 410, correspondiente al mes de noviembre de 2010 de la revista Investigación y ciencia reflexioné hasta qué punto el funcionamiento de las estructuras económicas (empezando por las de más pequeño rango pero no menos importante: la doméstica) se asemejan extraordinariamente a los mecanismos celulares que se organizan en nuestras cada vez más prolongadas existencias. Kirkwood, en su artículo propone una serie de ideas que deben emplazar al lector a pensar por sí mismo, sin menoscabo que el desconocimiento sobre una determinada materia o especialidad científica reprima nuestro ímpetu primario por preguntar el por qué... de tantas cosas. En el fondo del discurso del profesor Kirkwood subyace la preocupación de cómo mejorar la calidad de vida a medida que nos acercamos al final de la misma, más que crear falsas expectativas en el sentido de que los avances científicos nos llevarán, tarde o temprano, a encontrar la piedra roseta en forma del gen o los genes de la inmortalidad. Sucumbir ante el atractivo de unos resultados esperanzadores que se han desarrollado con organismos inferiores suele llevar aparejado, al medio o largo plazo, un profundo sentimiento de frustración en virtud de que los mecanismos o dispositivos celulares no son extrapolables a organismos de la complejidad del ser humano. Kirkwood señala que en los años 80 Michael Klass y Tom Johnson se mostraron perplejos cuando descubrieron que la mutación del gen age-1 comportaba que se prolongara un 40% la longevidad de los nemátodos objeto de estudio. Más adelante se localizaron otros genes que aumentaban la longevidad en idéntica especie. Puestos a investigar el motivo del porqué se daba todo aquello, diversos grupos de investigadores llegaron a una conclusión común: se había dado una alteración del metabolismo del organismo, el que hace posible una redistribución de la energia que se precisa para desarrollar las funciones corporales requeridas. Esos cambios metabólicos no tienen asidero o traducción en organismos superiores ya que el ritmo metabólico es infinitesimalmente inferior en función de la longevidad que ha llevado al Homo sapiens a situarse con una esperanza de vida cada vez mayor, llegando a registrar individuos que completaron su ciclo vital al filo o superar inclusive los ciento veinte años de edad.
Leí en una ocasión de la existencia de una empresa —creo, con sede en Francia— que aplicaba a sus patrones de gestión, organización y producción criterios extraídos de la observación de los mecanismos biológicos y bioquímicos que se dan cita en nuestro propio organismo. Algún día espero, antes que sea arrancada del libro de mi vida, recuperar esta página en gris de mi memoria y reescribir algo con sentido sobre la misma. Pero mientras tanto razono en las analogías que me ha suscitado el texto del catedrático de medicina Thomas Kirkwood: «En todas las etapas de la vida, incluso al final de la misma, el cuerpo hace todo lo posible por mantenerse vivo; no está programado para el envejcimiento y la muerte, sino para la supervivencia. Pero, bajo la intensa presión de la selección natural, las especies acaban por otorgar mayor prioridad al crecimiento y la reproducción (en la perpetuación de la especie) que a la construcción de un individuo imperecedero. Por tanto, el envejecimiento está provocado por la acumulación gradual, a lo largo de la vida, de lesiones moleculares y celulares no reparadas». Al hilo de la comprensión sobre este párrafo brindado por la claridad expositiva del doctor Kirkwood me sobrevino ese patrón de conducta que se da en nuestra sociedad en tiempos de crisis: madres y padres, con los rostros ojerosos, con los cabellos teñidos prematuramente de gris, y la aflicción dibujada en sus caras, que se empeñan en no trasladar su padecimiento a unos vástagos, protegidos en sus particulares urnas de cristal («que no les falte de nada», suelen repetirse over and over esos progenitores acuciados por las penurias económicas que sacuden sus pensamientos a altas horas de la madrugada). La perpetuación de la especie permite que el ciclo continúe. En ocasiones, deberíamos cambiar aquel aforismo de que «la cara es el espejo del alma», y advertir de que la cara de unos —padres— y otros —hijos— es el espejo de nuestros mecanismos celulares en que está escrito nuestra fecha de caducidad una vez que, como esgrime Kirkwood en su ensayo, «cuando las células especializadas abandonaron la tarea de perpetuar la especie, renunciaron también a la inmortalidad; podían desaparecer después de que el organismo hubiese transferido su legado génico a futuras generaciones a través de la línea germinal». Haciendo acopio una vez más de las analogías mundanas —el mejor método para lograr que la ciencia no sea territorio abonado para unos pocos— la secuencia reproducción-crecimiento-muerte sería el equivalente a que una frase se construye sobre la base de sujeto + verbo + predicado. Pero para construir una novela interviene una gramática muy rica, que se ofrece a elaborar subordinadas, intercalar diálogos que, en ocasiones, requieren de respuestas monosilábicas, y un largo etcétera. Esa gran novela que podría titularse, al igual que el artículo de kirkwood, ¿Por qué no somos inmortales? podríamos conocer al detalle de cómo funcionan nuestros mecanismos celulares. De momento, a la luz de las investigaciones de las que tiene conocimiento directo o indirecto Thomas Kirkwood, solo estaríamos capacitados para escribir un opúsculo de lectura recomendada para niños de edades comprendidas entre 5 y 7 años. Hasta que llegue ese día del juicio final para descartar definitvamente la posibilidad de que seamos, como la hidra de agua dulce, inmortales, aprenderemos que en la aplicación farmacológica de la ciencia del envejecimiento radica la esperanza para mejorar aún más nuestra calidad de vida si no pertenecemos a esas bolsas de la población que todo parecen fiarlo a la divina providencia en forma de Dioses que no son de este mundo y habitan en el más allá, ajenos de lo que se cuece a pie de calle, algunas de ellas más semejantes a trincheras. 

domingo, 21 de noviembre de 2010

EDWARD BUNKER: DE PRESIDIO A PRIMERA PÁGINA

Edward Bunker
A propósito de una conversación mantenida durante una comida y su posterior sobremesa con un grupo de personas en un clima de cordialidad y afabilidad encomiables, surgió a colación la figura de Edward Bunker (1933-2005). Algunos asociarán a Bunker como el Mr. Blue de Reservoir Dogs (1991), pero aquel hombre al que llegué a conocer a lo largo de una ya lejana edición del Festival de Cine de Gijón y que se colocaría a mi espalda mientras se proyectaba en 16 m/m Libertad condicional (1978) (debo confesar que mi atención a la pantalla no fue completa), basada en sus propias experiencias vitales que cobraría forma en los libros No Beast So Fierce (1973) y Mr. Blue: Memoirs of  a Renegade (1999), se cuenta entre aquellos self made men en presidio... para la causa literaria. En su momento, dentro de este mismo blog me ocupé de las andaduras de Sir Jeffrey Archer (Ver enlace post Haldane), dejando una invitación para hablar más adelante de otros personajes que desfilaron por penitenciaría y que obtendrían su rehabilitación cara a la sociedad a través de la escritura. En cuanto a Bunker, éste me revelaría en el curso de una larga entrevista (al final la misma quedaría inédita por motivos insondables) que leía un ritmo de dos o tres libros de media a la semana, cuestión básica para ir capturando vocabulario y estructura narrativa para dar acomodo a sus propios escritos. No obstante, el «toque Bunker» quedaría preservado en la asimilación propia de la jerga utilizada por adolescentes o jóvenes delincuentes dentro de su particular serie negra de obras, un par de cuyos títulos han visto la luz recientemente en las librerías. Se trata de Perro corre perro (2010) y Stark (2010), que se suman a la ya publicada No hay bestia tan feroz (2009); todas ellas bajo el sello Salajín (enlace a web Editorial). Podemos recrearnos con la narrativa de Bunker, pero no debemos perder de vista que semejantes páginas surgen de experiencias personales nada edificantes que se resolvían a golpe de atracos a entidades bancarias. Bunker purgaría sus pecados de juventud en la trena, y al conocer que el cine había prestado atención a su opera prima empezaría a cogerle el punto de aparecer en la gran pantalla con cierta periodicidad en papeles secundarios o prestándose a cameos. No me extrañaría, pues, que Quentin Tarantino le diera algún día por «resucitar» al Bunker-literato, y sacara a pasear las miserias de esos personajes desnortados que desfilan por Perro corre perro y Stark —en una velada alusión-homenaje al Richard Stark, pseudónimo utilizado por Donald E. Westlake para la publicación de The Hunter (1965),  base argumental de A quemarropa (1967), dirigida por John Boorman—. Mientras tanto, podemos familiarizanos con esa vertiente de un polifacético personaje al que escuché una frase lapidaria que ha quedado grabada en mi memoria para siempre: «fuera de la cárcel te valoran por lo que tienes; dentro te valoran por lo que eres».
   Con Bunker situado en el mapa literario en lengua castellana, los especialistas en la materia deberían redefinir los contornos del entramado de subgéneros que aglutina la novela negra y, en especial, de la hard-boiled cultivada por notables como Dashiell Hammett, Raymond Chandler u Horace McCoy. Harían bien diccionarios del estilo de los pergeñados por Xavier Coma —toda una institución en este campo— en incorporar para futuras ediciones (con permiso del poder virtual omnipresente en nuestros días) una entrada relativa a la persona de Edward Bunker, en su prospección por un mundo que conocía al dedillo y que le ha situado como uno de los escritores practicantes de un nuevo género que podríamos colegir en bautizar heavy-boiled. A la vista de la crudeza y lo desgarrador de esos relatos escritos en carne viva, no nos queda otra que pensar en una novela negra criminal hecha por criminales como una vara más para medir la distancia que separa la realidad de la ficción. Si fuera así, Chester Himes (1909-1984), José Giovanni (1923-2004) —una de cuyas historias dio pie a una de las mejores películas que he visto en mi vida: Le trou / La evasión (1959), dirigida por Jacques Becker hasta le deuxième souffle— o Bunker deberían contabilizar esta distancia dual en unidades centesimales más que en metros siguiendo esta singular métrica.

viernes, 12 de noviembre de 2010

«LE NOISE» (2010) de NEIL YOUNG: EL AUTOESTOPISTA Y LA GUITARRA

Una de las últimas entrevistas que leí a Neil Young explicaba que pasaba por una etapa en que escuchaba mucha música clásica con el propósito, al margen de otras consideraciones, de ir tomando nota de la estructura melódica de multitud de partituras. Para Young, el aprendizaje en la vida del artista no concluye cuando se doctora ante un público que abarrota un estadio de proporciones, cuanto menos, olímpicas. Muchos confunden el precio de la fama con el del compromiso artístico. Su alma de cantante, compositor y multiinstrumentista es inquieta, sagaz y persuasiva. Si al cabo de la conclusión del libro Neil Young: una leyenda desconocida (2009) me hubieran preguntado porqué derroteros artísticos se manejaría el canadiense en un futuro inmediato, no me hubiera atrevido a vaticinar pronóstico alguno. Imprevisible, esa hubiera sido la respuesta.
Cumplido un año sabático que me he tomado en relación a escuchar música de Neil Young —distanciarse de lo realizado siempre resulta una buena terapia para llevar a cabo nuevos proyectos con mayor fuerza si cabe—, el regreso sobre la obra del artista norteamericano viene presentada en forma de compacto con la denominación de origen de Daniel Lanois —colaborador, entre una larga nómina, de Peter Gabriel, U-2Bob Dylan— en el apartado de producción que, a la postre, ha redundado a la hora de titular el disco. Ha transcurrido una semana desde la preceptiva compra; un ritual de obligado cumplimiento para un servidor como ir a ver la propuesta anual de Woody Allen, aunque me genere dudas sobre si asistiré a una representación de déjà vu. Diez, quince escuchas que van penetrando. Buena señal. El mal de San Vito se apodera de mi pierna derecha al compás de Peaceful Valley Boulevard. Otra buena señal. Aquella figura filiforme embutida en el traje de indio que empezaba a hacer sombra al vaquero Stephen Stills, el frontman de Buffalo Springfield, manda, después de más de cuarenta años, señales de humo al espacio musical a través de unas letras cargadas de sinceridad concentradas sobre todo en la canción Hitchhicker. El propio Neil Young levanta acta de sus excesos —anfetaminas, cocaína, marihuana... un cóctel demasiado indigesto para alguien que quisiese ser eterno sobre los escenarios— en esa autopista vital que ha dejado en la cuneta un rosario de amigos —el último de los cuales Ben Keith (1937-2010), su fiel escudero—, y procurada un número de canciones que se cuenta por varios centenares. Con este background es tarea fácil que esos ríos de desbordante caudal creativo no acaben desembocando en un mismo mar de sonidos por mucho que Lanois haya dado su toque de gracia en los estudios de grabación. Fuera de Crosby, Stills, Nash & Young, y los referidos Buffalo Springfield, y dando por descontado que Crazy Horse ha sido un grupo hecho para y por el canadiense, cuando un artista o grupo trabaja con Neil Young sabe del riesgo que corre, nada favorecedor para sus egos. Bien lo saben los componentes de Pearl Jam, quienes nunca más supieron de ese propósito de enmienda a la paridad cuando se acercaban los días previos para grabar Mirror Ball (1995). La voz y la guitarra bastan a Neil Young para plantar cara en los estudios de grabación con la insolencia propia de ese joven que hacía autoestop con destino a la soleada california, la tierra de la gran promesa, visitada nuevamente en las letras del superlativo Peaceful Valley Boulevard. Ocho temas que crecen, maduran a cada escucha si tomamos conciencia de donde viene Neil Young y que la búsqueda de lo infinito es el espacio musical donde él habita. Ahora se presenta desnudo de su habitual parafernalia instrumental —ora el órgano, ora la armónica, el piano...—  extrayendo una gama de efectos sónicos de esa guitarra blanca, nívea, que destila una fuerza embriagadora, en algunos de sus acordes en perpetuo rozamiento con las esencias de ese buque insignia del álbum Freedom (1989), Rockin’ the Free World, que parece corporizarse por momentos en los temas Peace and Love y Hitchicker, y que me devuelve a la memoria el sonido sucio del Monsters (1994) de R. E. M. cuando reparo en el tema que abre La Noise (2010). Otra conexión con la banda de Athens asoma al calor de la escucha de ese Angry World, que parece creada ex profeso para que Michael Stipe amortigue su voz rocosa, personal e instraferible en esa nube sónica diseñada por Lanois. Pero aún con este par de referencias a uno de mis grupos favoritos es Peaceful Valley Boulevard la pieza de inescrutable belleza recorrida por un magisterio de sinceridad, de saber leer en las entrañas de uno mismo para proclamar en voz alta las debilidades de un ser humano en perenne gratitud para con su esposa Pegi Young, esa compañera de viaje a la que susurra una y otra vez a la oreja Walk with Me. Walk with Us, en tu 65 aniversario, Mr. Soul Man. Gracias por hacernos creer una vez más en la música. Esa música que nace para ocupar plaza en las estanterías reservadas a las obras inmortales. A este paso, la discografía de Neil Young pronto cubrirá toda una renglera. Y esta será nuestra dicha. Happy Birthday, Neil.

Invitación a ver y escuchar el videoclip de Peaceful Valley Boulevard de Neil Young en Youtube

sábado, 6 de noviembre de 2010

PIRATAS DE LOS «MARES» DE INTERNET: PRACTICANTES DE LA DOBLE MORAL

A propósito de una entrevista que leí en un periódico, haciendo acopio de documentación para mi primer libro —La generación de la televisión, en su primigenia versión en lengua catalana—, el realizador Martin Ritt vislumbraba que las incipientes cintas de vídeo que aún se encontraban en fase de experimentación —corría 1970, al calor de la promoción de La gran esperanza blanca, rodada parcialmente en Barcelona, la «Ciudad Papal» en estos días por obra y gracia divina— podrían considerarse obras de arte en sí mismas, equiparables a los libros que conforman nuestras bibliotecas particulares. Una imagen de futuro mostrada por alguien que paradójicamente tuvo los pies puestos en el suelo de una realidad que demandaba posicionamientos críticos, pero que me debió parecer sugerente en su momento y que recojo, cuarenta años más tarde, para constatar que buena parte de nuestra sociedad no se encuentra en disposición de comulgar con ruedas del pasado... Sencillamente, en los albores del siglo XXI ha calado entre un amplio sector la idea de que el acto de robar no está asociado con el hecho de bajarte n películas, documentales, videos musicales y demás al precio «módico» de cero euros o de la moneda de curso legal que corresponda. Eso sí, las quejas del poco nivel de una gran parte de las producciones que vemos en la gran pantalla arrecian por doquier, sin reparar que esa política personal que unos muchos practican en el sobreentendido que mejor bajarte esto o aquello gratis, no reparan en la circunstancia que la industria se va empobreciendo cada vez más al no ser retribuidos creadores de todo estilo y disciplina. Siempre he abominado de esa política de pura hipocresía que practican muchos mientras luego se rasgan las vestiduras sobre los resultados de determinados productos. En eso el cine español no se ha resentido en demasía porque ya llevaba arrastrando desde años la política del «Juan Palomo, yo me lo guiso y me lo como», tirando de subvenciones para cubrir la inmensa parte de un presupuesto convenientemente hinchado. Pero cuando traspasamos fronteras comprendemos que algo serio ocurre cuando se ha abierto la veda para que las producciones escatimen partidas presupuestarias de obligado cumplimento en un pasado no muy lejano, convirtiendo, por ejemplo, a nombres propios de la calidad de James Newton Howard o Harry Gregson-Williams en meros djs al servicio de títulos como Salt (2010) o The Town (Ciudad de ladrones) (2010), en detrimento de elaborar sendas partituras con una música que invite al juego de matices verbigracia de la contratación de una orquesta por limitada en efectivos que ésta sea.
De esta paulatina pero inexorable pérdida de unos estandares de calidad —a todos los niveles— creo que cabe buscar parte de la culpa en aquellos que se amparan en el manto de la impunidad de internet por acumular en los discos duros de sus PC's una ingente cantidad de títulos de todos los formatos a coste nulo. Un private pleasure que provoca una sangría cada vez más acusada en el sector audiovisual (música, DVD's... y los e-books a la vuelta de la esquina para proceder a su expolio), que se las ingenian para atraer al hipotético comprador con precios ajustados, y con la recurrente fórmula del 2x1 por si el plan B falla. Si se tuviera en mente que a mediados los años ochenta en los videoclubs para hacerte socio se debía pagar unas 20.000 Ptas de la época por tener en préstamo o propiedad un VHS —según las condiciones de cada superficie— y que ahora por mucho menos tenemos esa misma película con una calidad de imagen y de sonido muy superior, provista de la versión original y la doblada (el algunos casos con subtítulos en varios idiomas) y con material extra concerniente al rodaje, al contexto de la época en que se filmó, piezas sobre el director y/o los intérpretes, algunos deberían bajar la cabeza y entender que con algunas de sus prácticas onanísticas están dinamitando la industria. Descargarse películas con total impunidad en determinados sectores está visto como algo cool, que llama más al colegueo que a otra cosa. Bien es cierto que un servidor ha tenido que recurrir a copias bajadas de la red suministradas por algunas personas pero con el deber de cubrir algún flanco profesional referido al comentario de bandas sonoras o de producciones no disponibles /agotadas en el mercado del DVD.  
Sigo quedándome, pues, con esa imagen profética del hoy olvidado Martin Ritt, dando una importancia pareja a un DVD, un libro o una pieza musical, ocupando plaza en algún rincón del hogar, prestos a ser degustados como obras de arte que son. Pasar por una tienda no es grato para el bolsillo de nadie pero saber que ese dispendio por determinado producto puede redundar a favor de la cultura es un acto que debería formar parte de nuestro ADN. Con someterse a la dictadura de «bajo todo lo que pillo» en la red estamos consolidando una sociedad cada vez más pobre, mezquina y que da la espalda a los creadores, algunos de los cuales han debido de cambiar el traje de artistas y ponerse el de sucedáneos de los mismos. Sus nombres, entre una infinidad de grandes talentos, dj Newton Howard y dj Harry Gregson-Williams, residentes en el New-Hollywood que, a este paso, dentro de varias centurias tendrá un aspecto más desolador que los estudios de la Twentieth Century-Fox cuando, entre otras lindezas, los sobrecostes generados por la mastodóntica producción Cleopatra (1963) le dejaría a las puertas de la bancarrota. Y ya se sabe que la historia tiende a repetirse, aunque los motivos de las debacles sean bien distintas.

domingo, 31 de octubre de 2010

JOHN SCOTT, EN SU OCHENTA ANIVERSARIO: UN COMPOSITOR OLVIDADO POR EL TIEMPO

Desconozco con exactitud a partir de que momento la música de Patrick John Scott (1930, Bristol) caló en mi ánimo, pero presumiblemente fue a raíz de escuchar la banda sonora de The Shooting Party / la cacería (1984). Al contrastarla con los imágenes y los diálogos del film dirigido por Alan Bridges me di cuenta hasta qué extremo el virtuosismo de Scott hacía posible que una producción tendente a lo mediocre se elevara merced a una partitura soberbia, descriptiva, emotiva, evocadora...
A partir de entonces, leer en los créditos su nombre y apellido en producciones que, a priori, no invitaban precisamente al entusiasmo se convirtió para un servidor en un saludable ejercicio de cómo la música debe servir/integrarse a las imágenes siempre bajo el prisma de un sinfonismo que abunda en mi particular teoría de lo lesivo que suelen ser la aplicación de los sintetizadores como fondo sonoro de producciones con enmienda a franquear las barreras del paso del tiempo y, por consiguiente ser susceptibles de valorarse como clásicos. Tomemos, por ejemplo, la década de los ochenta, evaluando aquellos films que han caído en la picota, entre otras cuestiones, por creaciones al sintetizador que debían suponer un importante ahorro en el capítulo presupuestario pero que, a la postre, creaban un efecto de distorsión para con las imágenes que hoy en día nos hacen recelar sobre los logros, en un cómputo global, de los films en cuestión. Hace poco tuve ocasión de ver por primera vez la magnífica F/X Efectos mortales (1986) y su continuación, F/X 2 Ilusiones mortales (1991). Amén de la calidad de uno u otro guión, si se prefiere de una forma subliminal la partitura sinfónica de Bill Conti se revelaría todo un acierto al servicio de un thriller que combina elementos de comedia y de terror con propensión al grand guignol. Por su parte, F/X 2, además de un guión despojado de la imaginería del primero, adolece de una composición consistente, en la medida que los teclados invaden casi por completo cada uno de los rincones de la partitura escrita por Lalo Schifrin, ofreciendo un tono monocorde, exento de matices en su conjunto. A diferencia de Schifrin, pero también de Jerry Goldsmith (piensen en la peor cosecha del maestro californiano y acertarán en dar con el denominador común en forma de sintetizadores: Hoosiers, más que ídolos, Traición sin límites, Exploradores, etc.), John Williams o Maurice Jarre, entre otros muchos, John Scott se ha mantenido fiel a un sinfonismo que ha repercutido en la práctica totalidad de sus scores.
   Desde hace tiempo una de las justificaciones del porqué Jerry Goldsmith tan sólo se le retribuiría con un Oscar —por La profecía (1976)— cuando poseía una de las filmografías más extensas, creativas y variadas de todos los tiempos, se debía a que las grabaciones de sus discos los hacía fuera del territorio estadounidense, valiéndose sobre todo de orquestas europeas. Ya se sabe que el corporativismo cuenta a la hora de pronunciarse a favor de una u otra candidatura. Siempre he puesto un tanto en entredicho esta valoración, si bien no niego que algo de verdad anide en este razonamiento. Pero lo que no me cabe duda es que John Scott, quien cumple el 1 de noviembre de 2010 su ochenta aniversario, no ha sido considerado en su justa medida porque sencillamente el que hubiera podido ser su tránsito hacia un prestigio que le hiciera más visible cara a los aficionados al cine en general, tomó la determinación de consagrarse al sinfonismo, orillando (salvo puntuales incursiones) cualquier tentativa de plegarse a las modas imperantes en los últimos decenios del siglo XX.
   En feliz iniciativa del emergente sello La-La Land Records la reciente publicación —por primera vez en CD— de Greystoke, la leyenda de Tarzán, rey de los monos (1984) ha supuesto reencontrarme con el gran John Scott, en su aplicación de una banda sonora que nos muestra la inifinidad de matices dispuesta por una orquesta frente al tono plano, por citar otro film dirigido por Hugh Hudson, exhibido por Carros de fuego (1981), en cuya revisión pesa como una losa su apartado musical por muy impactante —cortesía de Vangelis— que había sido en la época de su estreno. Otra muesca más, la de Greystoke, que añadir a ese telar recubierto de piedras preciosas que conforman la obra de John Scott, generalmente díficiles de encontrar por cuánto su sello JOS Records —en el que asimismo se halla su serie de grabaciones para la espléndida serie documental de Jacques Costeau— aún no se ha dedicado en cuerpo y alma a remasterizar y reponer los stocks de su larga serie de piezas de enjundia. Si alguien que lea estas líneas con una voluntad de abrir nuevos frentes de conocimiento —el principal propósito de Haldane, dicho sea de paso; los juegos de vanidad, autocomplacencia y reafirmación personal se practican en otros foros— excuso decir que John Scott es una apuesta segura, máxime cuando puedo afirmar sin rubor que no conozco una sola mala banda sonora del compositor inglés, quien velaría sus primeras armas profesionales como frontman de un quinteto de jazz, y tocaría el saxo para el score de Goldfinger (1962) para  su coetáneo y tocayo Barry. Pero, puestos a escoger, me quedaria con Marco Antonio y Cleopatra / Antony and Cleopatra (1972) —una obra maestra de ominosa y calculada intensidad concebida en tiempo récord (una suite de la misma se puede escuchar en el ipod situado al margen izquierdo del blog)—, Yor, el cazador que vino del espacio (1982) —una muestra de antropología musical con las hechuras propias de Leonard Rosenmann—, la televisiva Mountbatten. The Last Viceroy (1985), Bala blindada (1987), William the Conqueror (1991), la serie Costeau y, por descontado, La cacería, una película que debería ser de obligado cumplimiento proyectar en las escuelas destinadas a formar compositores en disposición de trabajar para el medio. La música de John Scott siempre me ha mantenido firme en la creencia que el sinfonismo es el camino más corto para que un buen film lleve implícito un pasaporte intemporal. Lástima que sean una pequeña proporción en una filmografía trufada de naderías, productos de derribo para la pequeña pantalla o el celuloide, cuyo único reclamo a día de hoy sigue siendo para mí la presencia en los créditos de este maestro de la composición, que de haber afinado más en sus elecciones, estaría por derecho propio entre mi top ten de compositores para cine predilectos. Feliz 80 aniversario, Mr. Scott.

sábado, 23 de octubre de 2010

NICOLAS ROEG EN SCIFIWORLD Nº 31 (OCTUBRE 2010)

Por muy variadas razones algunos realizadores arrastran consigo la misma muletilla que adopta categoría de nombre o apellido compuesto cuando se refieren a ellos. Uno de los recursos más trillados es el de «adaptador de novelas». Bien lo supo John Huston, quien además de «cineasta de los perdedores» se le echaba en cara poco más o menos que adaptara el Moby Dick de Herman Melville, Bajo el volcán de Malcolm Lowry e incluso... La Biblia, en un proyecto que quedaría abortado casi desde el principio de lo que debía ser «la historia más grande jamás contada» con el concurso de cineastas del calibre de Federico Fellini. Por el contrario, otros como Nicolas Roeg (1928, Londres) apenas se le percibe en calidad de adaptador de novelas o relatos cuando, en realidad, mantiene una proporción pareja a la de Huston. Una explicación plausible del porqué Roeg ha escapado a esta etiqueta se deba a que la mayoría de los textos que llevaría a la gran pantalla han tenido una difusión limitada, al menos por estos pagos, e incluso gozando algunos de sus autores de cierta reputación relatos del estilo de Don’t Look Now han quedado ajenos al mundo editorial en lengua castellana. Sin duda, la mayor motivación que me ha conducido a escribir un artículo sobre Nicolas Roeg ligado al fantástico se deba a la modélica adaptación de Don’t Look Now, breve relato escrito por Daphne du Maurier, otra de esas voces literarias femeninas que siguieron la estela de las hermanas Brontë, Mary W. Shelley, Jane Austen y compañía. Venecia ha sido fuente de inspiración de un rosario de escritores, pero no siempre su plasmación en imágenes ha tenido la virtud de elevarse a los altares de la inmortalidad cinematográfica —Las alas de la paloma (1997), a partir del relato de Henry James, o por mucho que se admire a Luchino Visconti su Muerte en Venecia (1970) ha visto como el paso del tiempo ha erosionado este tratado sobre la decadencia humana merced a un ritmo en exceso parsimonioso, y en el uso y abuso del teleobjetivo, entre otras consideraciones— y en otras han quedado en stand by proyectos que, a buen seguro, hubieran merecido verse en pantalla —pienso en Al otro lado del río y entre los árboles de Ernest Hemingway, que estuvieron tentados de rodar, entre otros, Robert Altman y John Frankenheimer—. Casi cuarenta años después de su realización, Amenaza en la sombra —el título de estreno en nuestro país del original Don’t Look Now— sigue pareciéndome la mejor de las traslaciones al celuloide de cuantas obras literarias se ubican en la Ciudad de las Góndolas, dando la vuelta a esa imagen de postal veneciana para conferir un relato subyugante, hipnótico que se ajustaba plenamente a las motivaciones artísticas de Nicolas Roeg, un cineasta que siempre ha tratado de orillar los convencionalismos. En este todo armónico que aún hoy en día sigue pareciéndome Amenaza en la sombra evidentementemente juega un papel preponderante mi admiración por Julie Christie —cuando la capacidad selectiva se viste de actriz: el repaso a su filmografía, en líneas generales, es un canto al buen gusto y a un refinado olfato— y esa envolvente partitura a cargo de Pino Donaggio, que marcaría la pauta para venideras colaboraciones con Brian De Palma, cineasta que se estudiaría al milímetro el armazón dramático, visual y auditivo del que está constituido el tercer largometraje de su colega británico. Ese óptimo entente entre compositor-director exhibido a propósito de Don’t Look Now no debería sorprender si atendemos a ese modélico score confeccionado por John Barry —entre mis favoritos— para Walkabout / Más allá de... (1971), la aventura de Nicolas Roeg por los confines de Australia, territorio donde la carrera del londinense intuyo se hubiera desarrollado sin dificultades: son amigos de la heterodoxia, y las rarezas son platos que se cocinan con asiduidad en las antípodas. Tangencialmente vinculada al fantástico, Más allá de... queda fuera de cobertura su análisis en este estudio, cediendo el protagonismo, al margen de Amenaza en la sombra, a The Man Who Fell to Earth (1976) —ejercicio iconoclasta que toma nuevamente un texto literario de partida, el creado por Walter Tevis, personaje de lo más curioso que hizo de la sordidez de las salas de billar categoría en El buscavidas y su continuación, El color del dinero— ; La maldición de la brujas (1990) —las caracterizaciones cortesía de Henson Producciones para esta adaptación del relato corto de Roald Dahl salvaría los muebles de una empresa que hubiera podido llevar la rúbrica de Chris Columbus sin que nadie lo notara— y Puffball (2007), producto directed to DVD que encuentra entre sus argumentos que justifiquen su visionado completo (algo que no puedo decir lo mismo de Contratiempo, Track 29 o Eureka, con el denominador común ante las cámaras de Theresa Russell, a la sazón esposa del director) la presencia de Rita Tushingham, icono del free cinema merced a su papel en Un sabor a miel (1961). Un tiempo, el del florecimiento de los angry young men («los jóvenes airados»), que tuvo al responsable tras las cámaras de Performance (1970) ocupado en tareas de operador, no para vanalidades si no para fogearse antes de dar el salto a la condición de operador jefe al servicio de auténticos tesoros que desfilan ante nuestros ojos con la viveza de los colores que supo imprimir, por ejemplo, en La máscara de la muerte roja (1964), Fahrenheit 451 (1966) o Lejos del mundanal  ruido (1967). Más tarde, Roeg transferiría semejantes enseñanzas al director de fotografía Anthony Richmond para abordar los aspectos plásticos de la que valoro como su masterpiece, en forma de amenaza en las sombra que acontece por las sinuosas calles de Venecia, a falta de lo que nos pueda deparar el viaje en ese Tren nocturno —inspirado en el original literario de Martin Amis— con parada, esperemos, en las carteleras en 2011.

sábado, 16 de octubre de 2010

LLÁMAME JOSÉ MONTILLA, CON «S» DE SÚPER Y CON «M» DE MEDIOCRE: «SUPERMEDIOCRE»

Una de las características que definen a los mediocres es que devienen personas previsibles en cada uno de los ámbitos de sus vidas. El carácter gris no se cultiva sino que se va perpetuando en sus fueros internos, pero no les priva de copar cargos de gestión relevantes en el organigrama empresarial y sobre todo en el ámbito de la política. Es más, la mediocridad suele computar al alza entre los partidos políticos en la querencia de que la sumisión es un factor que se da por descontado para aquellos que nunca se salen de las reglas, y su vena contestataria ha quedado obstruida de puertas para adentro. En ese país, nación, autonomía, estado o llámenle como quieran que es Catalunya, la mediocridad está expresada de una forma superlativa en la persona de José Montilla, el actual Presidente de la Generalitat, y candidato por el PSC (Partido Socialista de Catalunya) para intentar volver a ganar las elecciones el próximo 28 de noviembre de 2010. Vaya por delante que al único partido que he votado en mi vida ha sido al PSOE o al PSC, y en las ocasiones que no lo he hecho ha sido para tomar la decisión de evitar acudir a la convocatoria de los comicios o estimar un voto en blanco, una dinámica que he ido aplicando sistemáticamente en los últimos años en vistas de un panorama desolador en torno a la clase política.
En este ambiente de «paranoia» en que se mueven la política en la previa y/o en plena campaña electoral, me he ido fijando detenidamente en los pasos que ha dado José Montilla en aras a una estrategia que, según sus cálculos, le puede situar con opciones de revalidar el triunfo de los próximos comicios. Con el PSOE desmoronándose en los distintos barómetros que evaluán la gestión del gobierno del estado ante una crisis galopante, el PSC, correa de transmisión en tantos sentidos del partido «Madre», ha visto que su poder empezaba a tambalearse hasta el punto que CIU (Convergència i Unió) le ha tomado la delantera en las intenciones de voto. Mucha delantera, me atrevería a decir. Pero, ya se sabe, a grandes males, grandes remedios, debió cavilar José Montilla. Asi pues, el político de origen cordobés que ha sabido agudizar a lo largo de los últimos años ese sentido de supervivencia dentro la selva de la política, después de llenarse la boca con el catalanismo, en su defensa a ultranza de l’Estatut —el eje de su discurso político que ha durado un lustro; no ha habido Telenotícies en que se dejara al margen susodicho nombre— ya ha sido advertido que si no capta, afianza el voto de aquellos catalanes que no comulgan con ruedas de molino en forma de catalanismo, que se empiece a olvidar de revalidar su actual puesto. Para tal menester, ha reclutado a Celestino Corbacho para atraer el voto indeciso proveniente del cinturón del Área Metropolitana de Barcelona hacia las huestes del PSC, rememorando su feliz etapa al frente del Ayuntamiento de L’Hospitalet de Llobregat, una de las ciudades más densificadas de Catalunya y por ende, del estado español. Una operación de alto riesgo sabiendo que Corbacho como Ministro de Trabajo en un par de años ha batido todos los récords negativos habidos y por haber, pero nada comparable con la campaña que las Joventuts Socialistes han preparado al insigne José Montilla, en la que se muestra al actual Presidente de la Generalitat ataviado con el traje de Supermán. Dos producciones cinematográficas emparentadas con Peter Sellers me sobrevienen cuando pienso en Montilla. Por una parte, el canto de cisne del actor británico, Bienvenido Mr. Chance (1979) —surgida a partir de una novela Desde el jardín (Ed. Angrama, 2009) de Jerzy Kozinski—, en que un jardinero sin estudios llega, por una serie de extraños designios, a presidir la Casa Blanca; y por otra parte, Llámame Peter (2003), en la que la tesis de esta producción de la HBO se basa en que Peter Sellers (en la piel de Geoffrey Rush) era un hombre sin personalidad que se colocaba uno u otro disfraz para dar cuerpo a sus representaciones en pantalla, provocando una multipolaridad en su comportamiento. Como el Mr. Chance de Bienvenido, Mr. Chance Montilla ha exhibido un nivel de estudios de similar perfil bajo —o subterráneo— que si no fuera porque la política recluta a algunos de los más incapacitados —toda una garantía de sumisión— de la sociedad entre sus filas, una candidatura que valorara las aptitudes globales por parte de órganos cualificados andaría por el puesto 1.345.000 —de un censo de mayores de 18 años que rondaría los cuatro millones de personas— en el ránking para ser Presidente de la Generalitat de Catalunya. Y por lo que concierne a Llámame Peter, la nula personalidad de Montilla se ha puesto en evidencia al colocarle el traje de Supermán, en una penúltima tentativa, me temo que estéril por convencer a un electorado indeciso (o mejor dicho, desengañado que luego se arrepiente en la jornada de reflexión que mejor sería acudir a las urnas no sea que salga "tal" en lugar de "pascual") de las bondades de ese humble man («humilde servidor»), ese hombre normal capaz de hacer grandes cosas para un país. Estoy convencido de que Patxi López, el actual Lehendakari del País Vasco, alguna mente pensante le habrá propuesto que entre en el juego electoral y se enfunde el traje de SuperLópez, el personaje creado por Jan (Juan López), fuente de inspiración para la campaña urdida por las Joventuts Socialistes de Catalunya. Pero el uno —Patxi López— tiene personalidad y no entra en estas dinámicas de un simplismo apabullante, mientras que el otro —José Montilla— se presta a ello con tal de agarrarse a un hierro candente que le lleve a seguir aferrado a la poltrona de la Generalitat... que ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado cuando debia leer a Superlópez y demás antihéroes allá por los años setenta, cuando iba forjándose ese perfil de self made man con la variante —nada baladí— de tener la sede de un partido como su segunda casa... La casa del pueblo socialista. Luego, algunos voces de peso del PSC, a toro pasado, vista la debacle electoral, se empezarán a rasgar las vestiduras e interrogarse si lo de Montilla con la capa tenía algún sentido, si lo de reclutar a Corbacho iba a algún lugar tras sus annus horribilis al frente del Ministerio de Trabajo, o si esa maniobra desesperada por volver a contar con los votos de los descreídos frente a su anterior deriva nacionalista no hubiera sido mejor trabajada desde lo sutil. Claro que, puestos a ver las cosas desde otra perspectiva más alentadora, la tumba que se ha cavado el propio Montilla, al fin y al cabo nos alejarán en el futuro de contar con el President de la Generalitat con menos formación y peso intelectual de toda la historia, pero asimiso con menos escrúpulos a la hora de representar a siete millones y medio de habitantes, cuando en el mejor de los casos, si no hubiera escogido el papel de trepa al albur de un partido concreto para ir escalando, con lo de presidir una comunidad de vecinos se hubiera podido dar con un canto en los dientes.  

sábado, 9 de octubre de 2010

«LA FERIA DEL MUNDO», DE E. L. DOCTOROW: ÉRASE UNA VEZ EN LA AMÉRICA DEL BRONX DE LOS AÑOS TREINTA

Curiosamente, dos de mis autores de cabecera, además de ser conocidos en el mundo literario por firmar con las iniciales de sus nombres compuestos, vieron a la misma edad publicados sus respectivos libros de memorias concentrados en sus etapas infantiles y/o adolescentes. E(dgar) L(awrence) Doctorow (1931, Bronx, Nueva York) lo hizo con un decalaje de un año en relación a J(im) G(raham) Ballard (1930-2009), quien construyó una narración superlativa con El imperio del sol (1984), a partir de sus propias experiencias marcadas a fuego en su memoria en sus primeros estadios vitales que transcurrieron en el Shangai de los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, otro punto de coincidencia entre sendos escritores fue la elección de un título para sus respectivas autobiografías (parciales) que llamara a la alegoría, en consonancia con ese espacio mágico, salpicado de realidades históricas y personales insoslayables, que conforman un viaje hacia un pasado siguiendo el dictado del primer mandamiento para un ejercicio forjado desde una memoria perdurable por sequla seculorum: la nostalgia. Nostalgia de una época que Doctorow traza sobre su lienzo creativo una obra que muchos podremos coincidir que no raya a la altura de sus grandes piezas literarias —El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975), ambas igualmente editadas por el sello Miscelánea—, pero que, en cualquier caso, valga el símil cargado de folklore ibérico, el duende del escritor neoyorquino está allí, en cada una de las trescientas cincuenta páginas que conforman La feria del mundo. 
Edgar Lawrence Doctorow.
Cuando se habla de los grandes escritores de la literatura mundial pongamos por caso, para no remontarmos más atrás en el tiempo, del siglo XX, la calidad de las obras de estos insignes autores muchas veces va acompañada de un estilo que peca o despunta (según se prefiera) por un barroquismo formal que se muestra impenetrable a una buena proporción de lectores, más acostumbrados a una sintaxis menos exigente que permite seguir la trama de la historia sin provocar un vaivén de idas y venidas de páginas. Para un servidor, la sencillez expositiva es una cualidad que valoro en grado sumo porque evita distracciones innecesarias y perder el hilo de una trama que debería erigirse en el buque insigna de cualquier narración. Doctorow pertenece a esta raza de narradores de caligrafía franca a lectores de toda condición, pero que al final de un texto, como por ejemplo sucede con La feria mundial, llegas a la conclusión de que se han abierto a tus ojos y tu mente un universo de una extraordinaria riqueza. Una miríada de detalles extraídos del inconsciente y del subconsciente de Doctorow que afloran en el papel y que crean una cosmogonia capaz de acompañarnos, de llevarnos de la mano por ese microcosmos, el del Bronx que recorre desde los primeros años de la Depresión hasta la celebración de la Feria Mundial en 1939, que da nombre a la novela. Doctorow orilla cualquier conato de truculencia (incuso en aquel episodio en que sufrió las envestidas de una enfermedad traicionera instalada en su aparato digestivo), de ajuste de cuentas con aquel lejano pasado que le hubiera resultado menos complaciente; este mago de la escritura lo hace desde un prisma un tanto idealizado, cargado de positivismo el relato de una vida que estuvo a distancia de evaluarse en sus primeras fases como un camino de rosas. La feria del mundo es una obra imantada de una nostalgia que razona sobre aspectos comunes a la inmensa mayoría de los mortales —el despertar a la madurez; las sensaciones del primer amor (el suyo para con Meg, compañera de clase e hija de una vedette de la plataforma acuática ubicada en una de las estencias más concurridas de la Feria Mundial); la capacidad de mimetizar comportamientos de aquellos héroes impresos en los cómics o inmortalizados en las canchas de juego (Edgar, añadiría a esta práctica su inviolable afición por los seriales radiofónicos que conformaban casi un deber más entre su larga lista de tareas extraescolares, y la devoción que sentía por su hermano mayor Donald, músico precoz)— pero invierte los códigos de la sensiblería inherentes a tantas obras con un claro pronunciamiento autobiográfico. Así pues, la lectura de La feria mundial transita de una manera placentera, obrando ese milagro de hacernos partícipes de la vida de un Edgar que a sus nueve años ya caminaba con paso firme hacia una singularidad que encontraría en la literatura el medio donde encauzar su torrente creativo. No obstante, no se desprende de lo relatado por el propio Doctorow un afán por aislar a su propio yo de un contexto que le provocaba animadversión y que le movía a ser diferente. Simplemente, Doctorow muestra un mundo que trataba de remontar los efectos del crack del 29, que forjaba aquellos mitos dispuestos a suplir el vacío que podía generar en no pocas personas la falta de un referente espiritual al que orar, y que contemplaban la llegada de la Feria Mundial o del Zeppelín (surcando el cielo neoyorquino) como eventos de primera magnitud que alimentaban la imaginación de los niños hasta magnitudes infinitas. Aquellas experiencias irían calando en el ánimo de Edgar Doctorow, siendo capaz al cabo de casi medio siglo de condimentar un plato que llevaba tiempo aguardando para ser degustado por muy distintos paladares. Una vez cocinada y servida en el plato en forma de páginas impresas encuadernadas en hilo solo nos queda proceder a su lectura. Un servidor ya lo ha hecho con el consejo que sea la música compuesta por Ennio Morricone para Érase una vez en América (1984) la que cree una sensación mágica de placer al fusionarse dos artes supremos en el mismo espacio temporal. No creo que Doctorow estuviera disconforme con esta propuesta de acompañamiento para una partitura que iba creciendo en la mente de Morricone a la par que el autor de ascendencia rusa (Dave Doctorow, otra enorme personalidad arrinconado por la historia verbigracia, entre otras consideraciones de índole ideológico y de pertenencia a un determinado creado religioso, a la notoriedad alcanzada por uno de sus vástagos) daba los últimos retoques a las galeradas de La feria mundial. Otra pieza más que se integra en ese mosaico de la excelencia relativa a la persona de Edgar Lawrence Doctorow, que el sello Miscelánea ha puesto en circulación a partir del mes de septiembre de 2010. Una apuesta que en la era de internet no cabe duda se evalúa desde el riesgo por saber el número de lectores que puede atraer este semi(desconocido) —por estos lares— prosista llamado E. L. Doctorow. En su Nueva York natal su nombre invita a la reverencia, pero si el buen juicio guía a los miembros de la Academia sita en Oslo que premian anualmente a escritores que han destacado en el panorama mundial por el conjunto de sus respectivas obras (el más reciente, el peruano Mario Vargas Llosa), el Nobel de literatura debería tener en un futuro —medido al corto plazo— al autor de World's Fair entre sus galardonados. Sería entonces cuando las librerías con honores para llamarse como tales echaran mano del catálogo de Miscelánea —a los títulos señalados, añadir el de Homer y Langley (2009), a la que dediqué un post en este blog (Ver enlace), y Ciudad de Dios (1999), que espero comentar próximamente en el mundo de Haldane— para vestir un espacio reservado a His Majesty Edgar Lawrence Doctorow, de oficio genio de la escritura con letras remachadas con motivos dorados.

sábado, 2 de octubre de 2010

ARTHUR PENN (1922-2010): «PEQUEÑO GRAN HOMBRE»

Cuando escuchas y/o ves desfilar por las emisoras radiofónicas o los programas televisivos a una retahíla de directores haciendo alarde de sus (supuestas) virtudes que luego brillan por su ausencia al acercarse a las salas cinematográficas, me suelo encomendar, por contraste, a la modestia que destilan personalidades que tan sólo por un par de sus producciones computaría para situarlos por derecho propio en la historia del Séptimo Arte contemporáneo. La muerte de Arthur Penn (1922-2010), acaecida un día después de haber cumplido su 88 aniversario —el 27 de septiembre—, me ha movido a rememorar aquella jornada en que conocí a este distinguido ciudadano nacido en Filadelfia. Fue un día intenso en que Arthur Penn y un servidor coincidimos en varias ocasiones, hablamos y sobre todo escuché al hombre, al ser humano que trasciende la figura de director, de metteur en scène. El homenaje que le tributaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya devino un acto de justicia para alguien que había contribuido a dinamitar las vetustas estructuras de un cine, el norteamericano, anclado en preceptos que empezaban a quedar obsoletos en el contexto de una sociedad en constante transformación. 
Arthur Penn y un servidor, Christian Aguilera
Siempre es plato de buen gusto escuchar en voz propia de sus directores anécdotas de rodajes de producciones que luego, por un efecto «mágico», se convierten en piezas del museo del celuloide, clásicos intemporales. Pero todas estas consideraciones quedarían eclipsadas en mi recuerdo frente a aquella mirada de dolor, compungida, de punción interior que se adivinaba en su rostro cuando le razoné sobre esa constante de su cine en que la figura paterna se revela en un substituto del progenitor biológico. Al hilo de esta argumentación, Arthur Penn trazó unas pinceladas sobre esa vida de escolar marcada por un padre al que evaluaba como un extraño cuando se reecontró con él después de una larga ausencia. Lejos de hacer de esas carencias afectivas una argumento de peso para ir moldeando una personalidad conflictiva en su modo de actuar, Arthur Penn creció con el convencimiento que el impregnarse del conocimiento de otras personas le ayudaría a desarrollarse como un ser cultivado, un hombre de mente abierta, en cierto sentido un librepensador, y un conspícuo luchador por los derechos civiles e individuales en una época en los Estados Unidos, que no hacía demasiado, como diría su compañero de la «Generación de la televisión», Sidney Lumet, la «caza de brujas» se había formulado como lo más parecido o cercano al fascismo. Un fascismo, circunscrito en el viejo continente, que generaría unas dinámicas prestas a dar cancha a un conflicto bélico extendiéndose cuál mancha de aceite y que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos que, como Penn o Lumet —judíos de condición— tuvieron conocimiento de la barbarie que se libraba en Europa durante esos años y que, en muchos aspectos, vieron extirpada gran parte de esa inocencia depositaria de la adolescencia y de la juventud de cada uno de nosotros, crecerían con el pálpito de una conciencia social que jamás les abandonaría. En el caso de Arthur Penn, esta conciencia vino reforzada merced a su paso por la Black Mountain —a la que me había referido en un anterior post—, espacio sito en las cercanías de Ashville, Carolina del Norte, donde se concitaban arquitectos, bailraines, pintores, cineastas, escritores... Merce CunninghamElaine y Willem de Kooning, Robert de Niro Sr. , James Leo Herlihy... y el propio Penn, entre otros, que luego descollaron, cada uno por separado, en distintas disciplinas artísticas y/o profesionales, habían pasado por ese Black Mountain que despertaría en mi fuero interno, al calor del relato en primera persona del director de El milagro de Ana Sullivan (1962), un pensamiento que ya nunca me ha abandonado. He soñado ese mundo en que la luz cegadora de un sol de poniente invita a buscar una sombra compartida con alguien que te habla sobre arquitectura y del porqué John Lloyd Wight ideó la forma de un determinado edificio; o aquella tarde en que al abrise un arco iris tras una mañana lluviosa un pintor se te acerca y te susurra casi al oido el ascendente que crearía Edward Hopper sobre una generación de cineastas norteamericanos... En esos sueños siempre reconozco a ese ser llamado Arthur Penn, que te lleva de la mano con su sapiencia por los senderos de un mundo que no parece haberse forjado al dictado del pensamiento único, aquel que da pábulo a la confección en cadena de mentes durmientes, incapaces de razonar por sí mismos. Profesor del Actors Studio, kennedista declarado (colaboró en diversas ocasiones con John Fitzgerald Kennedy), director de poco más de una docena de producciones cinematograficas —entre las que destacan, a mi juicio, Bonnie y Clyde (1967), La noche se mueve (1976) y Georgia (1981)—, prolífico realizador para la pequeña pantalla en sus años de formación... y por encima de todo, un ser humano que escaló la Black Mountain, se situaría en su cima y desde allí otearía el mundo con las hechuras propias de un espíritu jovial, adoctrinado en el arte de pensar por sí solo y desprendiéndose de cualquier ropaje en forma de altanería, soberbia y vanidad mórbida. Gracias, Arthur, por haber tenido noticias del hombre. No olvidaré jamás aquella master class sobre la vida de alguien que buscó cobijo en la formación humanista e intelectual como antídoto a esos vaivenes que acompañan nuestras existencias casi al poco de correr las cortinas que irradian de luz nuestras estancias personales y familiares. Descansa en paz, pequeño gran hombre.I'll Never forget you