martes, 30 de septiembre de 2008

NORMAN MAILER: RETRATO EPISTOLAR

En la edición digital del rotativo El País se ha publicado un artículo (Ir al web) referido al escritor Norman Mailer (1923-2007) en el que se hace eco de un dato que parece fuera de toda lógica racional y más desde la perspectiva del Homo sapiens en la «era de internet»: se han recopilado y ordenado un total de 52.000 cartas en torno al autor de Los desnudos y los muertos (1948). Aplicando el principio de reciprocidad, esto es, que a una carta recibida, él respondiera o a la inversa, 21.000 serían las cartas que firmaría en vida el controvertido escritor. Claro está que la cifra puede variar en función de si él hubiera recibido una proporción mayor de correspondencia de la que él hubiera redactado a sus secretarias o, en su voluntad de preservar cierta confidencialidad, las hubiera escrito de su puño y letra. Pero la estimación media, es decir, las 21.000 cartas, arroja una escrita/redactada cada día a lo largo de sesenta años, los que recorren desde los veintitrés años hasta semanas antes de su fallecimiento, a los ochenta y tres años, víctima de un cáncer. Me atrevo a elucubrar que Norman Mailer fue, hasta hace unos meses, el escritor contemporáneo que poseía una auténtica plusmarca entre los de su gremio nacidos en el siglo XX: su pasión por su trabajó le llevó a imprimir millones de palabras, ya sea al teclear una máquina de escribir o acompañar la estilográfica con el pulso de su mano diestra o, en su defecto, transcritas a una secretaria de las muchas que desfilaron a lo largo de casi seis décadas consagradas a la creación literaria y periodística.
Con semejantes datos, podría uno llegar a la conclusión que Mailer devino un asceta dedicado en cuerpo y alma a su pasión, en la más pura formulación a lo J. D. Salinger o Emily Dickinson. Sin embargo, esta imagen dista mucho de la realidad, ya que su éxito alcanzado a los veintisiete años con su primera obra de ficción, Los desnudos y los muertos, Pulitzer incluido —todo un récord de precocidad, uno más—, una vida decantada hacia la lujuria, el hedonismo, los excesos etílicos y la promiscuidad sexual como pocos. El «combustible» necesario para que Mailer generara páginas y páginas a diario, algunas que pasaría a limpio y verían la luz en forma de obras mastodónticas, que le granjearon fama y dinero, pero también una invitación a la controversia por el contenido de las mismas y porqué no decirlo, una vanidad que le impedía saber acotar, pulir retratos biográficos, en ocasiones, excesivamente áridos. Mailer puede ser que haya pasado a la posteridad por haber biografiado, a su manera, a nombres ilustres o (tristamente) célebres, pero asimismo tomó cumplida cuenta de su entorno (des)afectivo para dar hondura psicológica y verismo a algunos de sus relatos. En dos de éstos, El parque de los ciervos (1955) y El fantasma de Harlot (1991), Norman Mailer construyó una ficción literaria a partir, entre otras muchas consideraciones, sobre todo en el segundo caso, de su relación amor-odio con Adele Morales. Medio cubana, la que había sido la segunda esposa de Mailer hace unos años relató, a cambio de una importante cantidad de dinero, el tormento vivido junto al literato, al que en uno de sus arrebatos de ira, la clavó un puñal por la espalda. De ese episodio acaecido el 19 de noviembre de 1960 no parece ocuparse, en su derivación epistolar, la ingente cantidad de documentación seleccionada y ordenada por un cuerpo de allegados de Mailer y profesionales varios, entre los que destaca Lawrence L. Schiller, el responsable tras las cámaras de la que considero la más feliz de las adaptaciones llevada al celuloide del escritor de Nueva Jersey, La canción del verdugo (1982), reciclada en miniserie debido a su extraordinario metraje. Al menos, de lo leído en el artículo de El País no ha trascendido ninguna carta de autoinculpación que, en su tiempo, mereció las disculpas o el sobreseimiento moral de la comunidad intelectual y artística estadounidense, quienes parecían rendirle pleitesía y situarlo por encima del bien y del mal. No serían de la misma opinión el rosario de esposas que convivieron con Mailer, dejando tras de sí una prole de nueve hijos. Muchos se interrogarán, a estas alturas, que hubiera sido del escritor judío si la era de internet se hubiera avanzado unas décadas; aventuro que se precisaría de un ejército de documentalistas y varias habitaciones para depositar lo escrito por este gigante de las letras. Pero igual, en este supuesto, con fecha 19 de noviembre de 1960, Mailer se hubiera apremiado a darle a la tecla «delete» antes de que dejara cualquier rastro en un em@il de una autoinculpación que nunca aconteció en la realidad. En cualquier caso, 52.000 cartas son demasiadas para que no quede constancia de esta mancha terrible en la vida de un personaje de la talla de Mailer, un fenómeno digno de estudio y, según lo leído en El País-digital, aún con más razón de ser.

domingo, 28 de septiembre de 2008

PAUL NEWMAN: LA LEYENDA DEL INDOMABLE


De forma excepcional me acerco en este blog a los nombres propios del cine, aquellos que alimentaron una afición desde los tiempos de la adolescencia y, si me apuran, desde la infancia. Y la noticia del fallecimiento de Paul Newman representa la pérdida de uno de los pesos pesados del cuadrilátero cinematográfico, a la par que un corredor de fondo que supo progresar en los kilómetros finales de una carrera que arrancaría a mediados los años cincuenta. Precisamente, buceando en la memoria uno de los primeros recuerdos que tengo de Paul Newman es ejerciendo de púgil, enfundado en unos guantes que le comprometían con el personaje de Rocky Graziano. Su título, Marcado por el odio (1956) daba la medida de la intención de reciclar un material biográfico al más puro estilo self made man, pero con la determinación propia de un director tras las cámaras como Robert Wise que volvió a contar con Newman en Mujeres culpables (1957), ya en un papel episódico. En esta cinta con localizaciones en el continente austaliano, Newman coincidiría por primera vez en los platós con la que sería su esposa, Joanne Woodward. Un compromiso que ha durado hasta la muerte de éste. Preguntado en ocasiones porqué nunca había tenido tentaciones de ser infiel a Mrs. Woodward, Newman, con su habitual sorna, contestaba: «¿Por qué voy a comer patatas fritas si en casa tengo solomillo?». Con ella tuvo una intermitente experiencia cinematográfica conjunta que se tradujo en taquilla de forma desigual, aunque con un logro de alto vuelos: Raquel, Raquel (1968). Newman había tomado la determinación de dirigir sus propios proyectos, en una decisión que pudo sorprender en su tiempo, situado en el punto álgido de atención mediática por su significación de estrella absoluta.
La eterna disyuntiva entra la estrella y el actor se dio en el fuero interno de Paul Newman. Con tan sólo un par de producciones en su haber, Newman había alcanzado el favor del público —especialmente, el femenino— que bendecía la intensidad de sus ojos azules. Sin embargo, somos unos cuantos los que pensamos que la presencia del rubio actor en algún que otro film nos privó de alguna que otra obra maestra. Lo hubiese sido, a mi entender, en el caso de Hud (1963), un neowestern rodado en formato panorámico y en un magistral blanco y negro, en el que Newman reprodujo el estereotipo de joven atormentado al estilo Warren Beatty en Su propio infierno (1962) o James Dean en Rebelde sin causa (1955). Los denodados esfuerzos de Martin Ritt —un cineasta familiarizado con los intérpretes del Método; no en vano impartió clases en el Actors Studio— por hacer de Newman un actor cual copa de pino habían quedado en entredicho, entre otras cosas, porque nunca se le han dado bien los disfraces. La mirada es el valor supremo de la expresión de un actor. Y por mucho que luciera un bigote a lo Pancho Villa (Cuatro confesiones) o se colocara una larga cabellera para simular ser un indio (Hombre), siempre veíamos al Newman de los ojos azules más intensos del firmamento cinematográfico. Pero la perseverancia de Ritt obtuvo sus frutos y al final de la década de los sesenta Paul Newman había obrado un sustancial cambio de la mano del realizador George Roy Hill y de su compañero de reparto Robert Redford. Digamoslo sin tapujos: Dos hombres y un destino (1969) no es un gran film pero tiene los rostros perfectos para contar una historia que alcanzaría el aura de mito del western merced a Newman & Redford/Butch Cassidy & Sundance Kid. La Sociedad Anónima formada por este triunvirato de profesionales se prolongaría con El golpe (1972), el otro título que recuerdo con agrado de mi adolescencia en un cine de barrio con la presencia de un Newman al que le empezaban a asomar las canas. Años más tarde, la desgracia se cebó en Newman debido a la muerte en trágicas circunstancias de su hijo Scott Newman. Pero como los grandes hombres, él supo salir del pozo y levantarse; sabía que había perdido parte de su atractivo físico pero había ganado en sapiencia a la hora de enfrentarse ante las cámaras. Hay pocos casos en la historia del cine de esta progresión, dejando boquiabiertos a los espectadores con soberbias interpretaciones ya rebasado el medio siglo de existencia. Ausencia de malicia (1981), Veredicto final (1982), El escándalo Blaze (1988), Creadores de sombras (1989), Ni un pelo de tonto (1994), Al caer el sol (1997) o Camino a la Perdición (2002) demostraron que Paul Newman ganó con los años, como un buen reserva de vino del Penedès o de Rioja. Más aún que dos de los actores que tengo en mi particular «olimpo» de héroes de la gran pantalla, Burt Lancaster y Kirk Douglas, cuyos respectivos declives físicos corrieron en paralelo con sus decadencias artísticas. Gracias, Paul, por haber sabido vencer a las derrotas y derrotar a las victorias en forma de una modestia que le llevó a relativizar su labor interpretativa a golpe de declaraciones llenas de sarcasmo e ironía. Un peculiar humor del que debieron disfrutar su viuda, la gran Mrs. Woodward, su entorno familiar y sus amistades, pero que el resto de los mortales siempre tendremos el consuelo de revisitar sus films para seguir creyendo que Paul Newman es inmortal. Print the Legend.

viernes, 26 de septiembre de 2008

@#% &*! SMILERS, SIGNOS DE AUTOCOMPLACENCIA


Lo insobornable es un valor consustancial a Aimee Mann empezando por su propio apellido. Al albur de los ejecutivos de los discográficas, el hecho de que una aspirante a solista quisiera mantener un apellido cuya fonética hace referencia a la condición sexual que domina en este mundo, ya indica cuál era el objetivo que perseguía la ex líder de los Tuesday’Till: trazar su propio itinerario. No hay duda de que lo ha conseguido, con casi una decena de trabajos —contando algún que otro directo— regidos por idéntico criterio de calidad.
Mi primer encuentro con la música de Aimee Mann se produjo en una sala oscura, pero la del cine donde proyectaban Magnolia (1999), la excelente película de Paul Thomas Anderson en la que se demostraba que, a veces, el alumno supera al maestro (Robert Altman), a propósito de Vidas cruzadas (1993). El tema Save Me, incluido dentro de su álbum Bachelor Nº 2 (1999), proyectó a esta solista de cabellera rubia fuera de los círculos musicales anglosajones en los que gozaba y sigue gozando de un enorme predicamento. Que Aimee Mann es una de las grandes solistas de nuestro tiempo tan sólo lo ponen en tela de juicio quienes aún no han saboreado sus delicatessen en formato CD o simplemente prefieren dejarse seducir por sonidos más abruptos, desgarradores. Para un servidor, al ir resiguiendo su discografía no puedo prescindir de ninguno de sus trabajos porque cada uno mantiene unos patrones de calidad, de excelencia artística que tiene pocos «rivales» en la música actual. Pero escuchando por enésima vez Smilers (2008) encuentro que la Mann debe empezar a renovar su «vestuario» musical, demasiado plegado a un sonido de trazos sencillos, sin estridencias, en la que su voz se impone con holgura. Todo parece calculado al milímetro para que Aimee Mann domine un espectro instrumental que únicamente luce con toda su intensidad en las primeras notas de cada canción. Incluso —algo inusual en ella—, deja cancha para que resuenen, a modo de eco, voces masculinas, en el preámbulo del refulgir de unas trompetas que aportan un aire festivo en el tema Borrowing Time. Ese sentido de celebración es el que preside el séptimo disco en estudio de Aimee Mann, quien había hecho un paréntesis hace un par de años con un CD de temática navideña —Christmas (2006)— para recuperar ese sonido tan característico, en un vaivén de sensaciones positivas que guardan un poso de melancolía. Una obra que destila dinamismo, que juega con los sintetizadores para crear atmósferas que nos transportan al espacio sideral (31 Today), ese mismo que inspiró una de sus piezas maestras, Lost in Space (2002). Sin embargo, Aimee Mann parece un tanto perdida en su myspace musical, rodeada por sus incondicionales. Somos pocos, eso sí, a quienes nos «regala» cada año o cada par de años un trabajo de primera con el aliciente de un disco currado en su diseño y en sus contenidos, en los que podemos leer entrelíneas la felicidad que domina su quehacer profesional y posiblemente vital. Una libertad creativa ganada con la constancia y un talento impresionante. Ahora toca sortear una cierta autocomplacencia para seguir alumbrando piezas musicales de alcurnia.

martes, 23 de septiembre de 2008

STERLING HAYDEN: UNA VIDA EN ZIG-ZAG


La aparición en el mercado editorial de El agente Zigzag (2008, Ed. Crítica) de Ben Macintyre presume que las obras de temática de espionaje vuelven a alzar el vuelo, cuanto menos, en un sentido más alentador que hace unos años, diría lustros. Toda esta corriente favorable en relación a un género de novelas, al parecer, periclitado tras la caída del muro de Berlín —símbolo del cierre de la denominada Guerra Fría—, debe su razón de ser, en parte, a los documentos desclasificados por la Office of Strategic Service («Oficina de Servicios Estratégicos»), el equivalente del Servicio Secreto Británico en suelo estadounidense. Preludio de lo que vendría a revelarse como la CIA, la OSS reclutó miles de agentes que trabajaron a favor de obra, esto es, de los intereses norteamericanos en determinados territorios en conflictos de distinta naturaleza. El año pasado, documentos que aún permanecían bajo llave, vieron la luz y revelaron asuntos tan interesantes como la verdadera realidad del agente doble de espionaje Eddie Chapman, quien planeó atentar contra Adolf Hitler para posteriormente hacer de su celebridad un puro delirio vital. En un artículo aparecido en El Periódico (21/09/08), bajo el título El espía caradura: Una aventura desclasificada, se hace un somero repaso a la biografía de un individuo que adoptó el apodo de Zigzag, que ahora sirve de inspiración para el título del libro publicado por Editorial Crítica. La estafa, los subterfugios empresariales y el tráfico de armas se convirtieron en el salvoconducto en el tramo final de la vida de Chapman, a quien la Historia juzgaría por los actos que cometió y en el presente más que nunca, por los que no cometió. Sin la perspectiva suficiente y con una clara voluntad de manufacturar un producto dueño de su tiempo, Triple Cross (1966) se encomendaba al relato de las visicitudes de un personaje como Chapman, que toma el rostro de un por aquel entonces emergente Christopher Plummer.
Curiosamente, este noticia reveladora de un personaje poliédrico como Chapman se solapa con la relativa a Sterling Hayden (1916-1986) —de la que me informó mi buen amigo Jordi Marí—, otro personaje que había sido pasto de las especulaciones por parte de la prensa desde que reconociera su compromiso con los partisanos, entre los cuales formaría parte el futuro presidente de Yugoeslavia, el Mariscal Tito. Con ellos compartió causa, no se sabe a ciencia cierta si bajo el amparo de la OSS. Pero lo que si parece más que contrastado fue que Hayden mantuvo una «doble vida» o, al menos, una actitud ambivalente en lo relativo a la política norteamericana. Militante comunista, el espigado y rubio actor pasó de un relativo estrellato a ocupar un puesto medio entre las producciones de serie B. Este tránsito ensombreció una personalidad que tuvo una actitud un tanto servil frente al Comité de Actividades Antiamericanas, dejando que su vinculación a la OSS, merced a la desclasificación de infinidad de documentos hasta hace poco confidenciales, explique algunas de sus tomas de decisión en los años calientes de la Guerra Fría. Suya sería una autobiografía titulada Wanderer (1963) —reeditada por Sheridan House en 1998—, que vaticinaba su despedida de la gran pantalla tan sólo interrumpida por su presencia en ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú (1964), El padrino (1972) y Novecento (1976), entre los títulos más destacados de su etapa final. El director de esta última, Bernardo Bertolucci, con la intención de convencerle, confesó a Hayden que La jungla de asfalto (1950) obró una especie de revelación en su tierna infancia. Siempre he sentido un notorio aprecio por Hayden, no tan sólo por la participación en dos de los títulos de cabecera de Stanley Kubrick, sino por dimensionar producciones B que parecían condenadas al olvido. La noticia referida a su pasado como agente de la OSS recupera, pues, la atención por este gigante pluridisciplinar y, al parecer, pluriempleado. Una vida, por tanto, que lejos de caminar en línea recta, se debía mover en zigzag, al estilo Eddie Chapman.

sábado, 20 de septiembre de 2008

NEPOTISMO ILUSTRADO

En tiempos de Carlos III se empezaría a instaurar una práctica que daría en llamarse Nepotismo ilustrado. Lejos de remitir estas prácticas nacidas en los albores del siglo XVIII, la administración pública hispana anda sobrada de ejemplos que, en algunos casos, harían palidecer a la cohorte del bueno de Carlos III.
Sin llegar a los niveles de escándalo mayúsculo que competen a un sistema asentado en la pura corrupción como la Italia de Silvio Berlusconi —hasta su sobrenombre está teñido de sarcasmo: il cavalieri—, en la comunidad catalana se ha producido un hecho que no deja de provocarme un notable desencanto y desconfianza. El relato de lo sucedido no tiene desperdicio por cuanto los medios oficiales han silenciado estas imbricaciones familiares que paso a relatar. El «otro» Rafael Nadal (foto izqda.), es decir, el director de El Periódico de Catalunya, dio el visto bueno a la publicación de una noticia referida a una hipotética reunión privada entre el Presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero y su tocayo José Montilla, Presidente del gobierno de Catalunya. El motivo de la misma: desencallar la aprobación del modelo de financiación que, en su día, había aprobado el Parlament de Catalunya dentro del marco estatutario de reciente creación. Especialista en los juegos malabares verbales, Zapatero se afanó en negar la mayor y dejar sine die un acuerdo de financiación que tiene en pie de guerra a la clase política catalana. El Periódico apostó fuerte sabiéndose que bebía de fuentes óptimas: la noticia apareció en portada con riqueza tipográfica y días después se hacía eco de un segundo encuentro que provocaba un comunicado un tanto ambiguo desde el Departamento de Presidencia de la Generalitat. Para Maria Teresa Fernández De la Vega, la vicepresidenta del gobierno español a quien la crisis económica no parece afectar su fondo de armario (contabilizado en hectáreas), parecía negar la doble noticia pero sin demasiado énfasis. Lo cierto es que aquellos rotativos que cuestionan sistemáticamente en sus editoriales la perniciosa relación entre poder judicial y poder político, a resultas de la renovación del Tribunal Constitucional y otros organismos estatales de la judicatura, apliquen la ley del silencio en relación a unos clanes familiares y/o grupos de poder que ponen en jaque a la ética periodística y política. Me refiero a que Rafael Nadal debería abstenerse de figurar en un cargo de la responsabilidad, a todos los niveles, de El periódico —el que compite con La vanguardia con un mayor número de ventas en Catalunya— sabiéndose que uno de sus hermanos, Joaquim Nadal, (foto dcha.) ejerce de Conseller de Presidència de la Generalitat, algo así como el segundo de abordo y mano izquierda de Montilla en el seno del gobierno tripartito, además de oficiar de Conseller Territorial i Obres Públiques. Claro que ninguno de los hermanísimos ha salido a la palestra para desmentir o afirmar el encuentro entre Montilla y Zapatero a principios de septiembre. Es cierto que el físico de uno y otro a priori no les relaciona, pero los genes no engañan. Unos genes, por lo visto, que contienen una huella hereditaria que predispone a los Nadal, noble familia que respira los aires del Empordà, a trabajar en la Administración pública autonómica catalana o a una correa de transmisión de la misma en forma de diario (no sea que se queden huérfanos de subvenciones), con un claro decantamiento a cantar las excelencias del PSC. Con los Nadal casi daría para formar un equipo de futbito mixto, eso sí, patrocinados por El periódico: Joaquim Nadal en la portería (su puesto natural: lo suyo es blocar los balonazos que le vienen por todos los ángulos), Manel Nadal (con otro cargo de enjundia en el organigrama paragubernamental) como zaguero, en la media punta Mercè Nadal (con un cargo administrativo de relevancia en Girona) y en la punta Rafael Nadal. Propongo, a modo de refuerzo, a Ernest Maragall, el hermano del ex presidente Pasqual Maragall, y a Apel·les y Josep Lluis Carod-Rovira unidos por la cosanguineidad y el servicio público a Catalunya. No me negarán que ganaría por goleada... el nepotismo ilustrado.

martes, 16 de septiembre de 2008

RICK WRIGHT, EL «QUINTO» PINK FLOYD

A propósito de un post que escribí hace unos días sobre Dalton Trumbo (6/10/08), ejemplificaba en Richard Wright (1945-2008) el poco predicamento que han tenido algunos artistas en aras a favorecer el culto a las estrellas en sus correspondientes disciplinas. Por desgracia, se ha conocido la noticia de su desaparición a los sesenta y tres años, dos menos de los que se ha anunciado en ciertos medios de comunicación. Certificado su deceso, tan sólo quedan dos de los miembros fundacionales de Pink Floyd: el batería Nick Mason y Roger Waters. Más tarde, con el «descenso a los infiernos» de Syd Barrett a causa de su adicción a las drogas que le condujo a un inexorable deterioro físico y mental hasta encontrar la muerte hace un par de años, se incorporaría al grupo Dave Gilmour, un músico first class que hizo aún más grande a Pink Floyd.
Enumerados cada uno de los componentes de Pink Floyd, en realidad, Rick Wright es quien quedaría relegado al quinto y último lugar en un hipotético ranking de popularidad. Magnificado para un servidor la impronta de Syd Barrett en la formación sinfónica por excelencia del rock británico —con permiso de Genesis o Yes—, Rick Wright ejerció un papel, al margen de su valor como teclista, de aglutinador, de unificador en Pink Floyd, máxime cuando nunca tomó claramente partido por los dos grandes egos, Waters y Gilmour. Wright había aceptado sin amago de rencor un papel secundario dentro de Pink Floyd, haciéndose visible en los periodos que sería requerido por Gilmour y Mason para las grabaciones en estudio, cada vez más espaciadas en el tiempo. Cuando Waters estuvo a la greña con Gilmour, con pleitos de por medio tras la salida al mercado de Final Cut (1984), Wright mantuvo una actitud equidistante, dejando que el cometido de fiel escudero del líder del grupo recayera en Nick Mason. Éste sería el único que no probaría fortuna en solitario como compositor, ya que incluso Wright concibió un álbum conceptual entre dos de las piezas maestras de Pink Floyd —The Dark Side of the Moon (1974) y The Wall (1979)—, Wet Dream (1973) («sueños humedos»). Wright se sintió incapaz de despegarse del sonido Pink Floyd que él mismo había ayudado a crear más allá del despliegue de psicodelía que anunciaban los primeros discos del grupo. A tal efecto, Wet Dreams se nutrió de algunos músicos de estudio a requerimiento de Pink Flolyd y además contiene un tema llamado Pink’s Song que dejaba patente la adscripción de Wright por una formación a la que vio nacer con distintos nombres para imponerse finalmente el que les llevaría a la inmortalidad artística. Una adscripción que pasaría de dedicación a jornada completa a tiempo parcial, ya bien entrada la década de los noventa en la que Wright flirtreó con la new age al editarse el álbum Broken China (1996), parapetado en un sonido abstracto y etéreo que trataba de reforzar la idea de un individualismo que le había sido vetado frente a los tres líderes, por orden cronológico, de Pink Floyd, (co)autores de la práctica totalidad de las canciones del grupo. Entre grabación y grabación, Rick Wright acompañaría a Gilmour y Mason en la gira de Division Bell (1994). Parada obligada en la Ciudad Contral tras su exitoso concierto celebrado en el extinto campo de la Avenida de Sarrià (antaño feudo perico), el evento musical que se produjo en el estadio Olímpico de Barcelona —aún guardo como oro en paño la entrada con fecha 27 de julio de 1994— me permitió familiarizarme, a pie de campo, con los rostros de aquellos portentos que seguían afianzando la leyenda de Pink Floyd. Con Nick Mason al fondo del macroescenario y Gilmour presidiendo la función, Wright asumía nuevamente el papel de lugarteniente. A medida que la llama de Pink Floyd se va apagando desde aquel lejano Division Bell, persiste para aquellos que seguimos amando la música de esta formación de enjundia —de las pocas que merecen el calificativo de «legendaria»— la sensación de que parte de aquel compromiso artístico cubierto de autenticidad ha entrado en vía muerta. La desaparición de Wright no ha hecho más que agravar esta sensación, aunque pueda propiciar que se cicatricen algunas heridas del pasado entre Gilmour y Waters, no del todo cerradas incluso después de escenificar una reconciliación en un concierto benéfico en favor de la lucha contra el SIDA. Aunque solo fuera para rendir tributo a Wright, valdría la pena volver a disfrutar en concierto de Pink Floyd, sabiéndose que el que había sido uno de los valores de cohesión de la banda aplaudiría el gesto allí donde quiera que esté. Como lo había sido Shine On Your Crazy Diamond, a modo de homenaje a Barrett poco después de abandonar el grupo, Coming Back to Life, cantada a dos voces por Gilmour y Waters, podría ser uno de esos momentos estelares para evocar a Rick Wright, el «quinto Pink Floyd». Sea como fuere: Whish You Were Here, Rick.

sábado, 13 de septiembre de 2008

CINE SINCRÓNICO Y MAL CRÓNICO: LA «REALEZA» DE LA CRÍTICA


Casi nunca tiendo a criticar textos ajenos referidos al cine porque considero que se trata de un ejercicio libre de expresión. Puedo mostrarme disconforme o sentirme próximo al análisis del escrito, sin más. Este preámbulo viene a colación de una réplica que Alejandro Díaz Castaño ha tenido a bien escribir en la web www.miradas.net (Ir al enlace del artículo) a raíz de un comentario crítico redactado por Antonio José Navarro, a propósito de Boarding Gate (2007) de Olivier Assayas (Ir al enlace del artículo) en el número 380 (julio-agosto 2008) de la revista Dirigido por... Díaz se siente con toda la legitimidad del mundo para rebatir los ataques de Navarro sobre un artículo que había escrito hace más de tres años en el susodicho portal. No pretendo alargar una polémica que el propio Díaz quiere dar por zanjada, pero sí realizar una serie de puntualizaciones atendiendo a lo que Navarro defiende de cómo debería enfrentarse uno al ejercicio de la crítica en función de una serie de obras de cineastas de mayor o menor peso.
«Detesto cordial pero profundamente a todos aquellos críticos para quienes la virtud, o la «ética» de un cineasta —y, de paso, la del ejercicio de su propio oficio como críticos, como pensadores—, tiene muy poco que ver con la perfección individual y mucho menos con el resultado artístico e intelectual. La virtud o la «ética» del cine y de los cineastas no se define por sus buenas intenciones, por las (supuestas) estructuras teóricas que la sostienen y justifican, sino por una moralidad de los resultados». Reproduzco íntegro el primer párrafo del texto de Navarro porque no tiene desperdicio. Desde hace años, sino lustros, el crítico catalán practica un ejercicio crítico en infinidad de ocasiones que roza el insulto personal, situándose en una especie de púlpito donde pretende dictar cátedra, expediendo certificados de calidad, de moralidad y demás lindezas. Siempre he creido que Navarro es mucho mejor escritor de monografías –espléndida la suya titulada El mito de Frankenstein (1999, Ed. Nuer), coescrita junto a Tomás Fernández Valentí— pero el ejercicio de la crítica diaria casi que le resulta un lastre difícil de sobrellevar, máxime cuando él mismo en el curso de la presentación del libro que cito, en el marco del Festival de Cine de Sitges dijo sin ambages que «el 90% del cine que se hace ahora es una mierda». Así pues, no extraña que Navarro conjugue con tanta facilidad el verbo «detestar» porque este es un sentimiento que arrastra desde tiempo inmemorial ante una pléyade de críticos pertenecientes a nuevas generaciones que no parecen comulgar con su visión del cine o la forma de enfrentarse a la crítica cinematográfica. Navarro habla de la «perfección individual», de «virtud», de «ética», de «moralidad» para hacer más hondo y solemne su discurso frente a la ignominia de cierta crítica. No será un servidor quien defienda el cine de Olivier Assayas, Theo Angelopoulos o Manoel de Oliveira, «iluminados» venerados por esa crítica que Navarro juzga a la baja. Pero lo que sí tengo claro que son formas de entender el cine muy respetables, quizás movidos por unas ciertas poses, aunque preferibles a esa práctica tan común en ciertos críticos de la elite que, en función de la proximidad con un determinado director, el comentario cobra un sentido u otro. En lugar de «detestar cordialmente» —queda tan elegante como enviar a la mierda a alguien, eso sí, «cordialmente»— haría bien Navarro en meditar sobre muchas de los artículos que ha escrito, algunos brillantes pero otros con una clara, sino manifiesta intención de favorecer una amistad. Y si no ¿por qué se acude casi siempre a la misma persona, es decir, Antonio José Navarro, para reseñar en Dirigido por... la última producción de Filmax incrita en el fantástico de un director español? Si hiciéramos una recopilación de las mismas, oh casualidad, los films de Jaume Balagueró, Paco Plaza y Cia estarían entre ese 10% residual de películas que no merecen el calificativo de «mierda» por parte de Navarro.
En su infinita bondad, Díaz descuida que esa réplica que quería dar por finiquitada en el mismo instante que concluyera su escrito y fuera compartida por los lectores de Miradas de Cine, Navarro difícilmente entraría al trapo. Miradas de cine, como tantos otros medios inscritos en las nuevas tecnologías ni siquiera cabe molestarse de entrecomillar los textos que extraen para formular sus particulares diatribas y dudo que Navarro se rebaje a entrar de nuevo en una controversia que él mismo ha encendido. Pero, quizás en esta ocasión con una razón más de peso porque la réplica de Alejandro Díaz posee un sentido de la elegancia de la que carece Navarro para el ejercicio de la crítica y, en mi opinión, ofrece una lección magistral de savoir faire que dinamita con supina inteligencia todo aquello que de falsedad y zafiedad esconde la crítica sobre Boarding Gate, a propósito de la mala leche que se gasta su redactor. Cine sincrónico, si; pero un mal crónico de tanto «iluminado» en la práctica de un ejercicio, el de la crítica cinematográfica que no estaría ni tan siquiera entre el top 1000 de las profesiones, tareas o disciplinas más importantes que competen al ser humano desde el pasado siglo.

jueves, 11 de septiembre de 2008

LANCES DE LA VIDA

En el ecuador de la Vuelta Ciclista a España 08 ha saltado la noticia del retorno a la competición de Lance Armstrong, el siete veces ganador del Tour. Bueno, digamos de entrada que en la Federación Española de Ciclismo no habrán desplegado una bandera con el anagrama de Armstrong ante la dicha del texano de querer volver a calzarse las zapatillas y enfundarse el maillot para participar en el Tour del próximo año. Claro está que el verbo «participar» en el particular vocabulario de Lance Armstrong se conjuga como «ganar». Entre las muchas razones que se han ido barajando sobre el porqué Lance vuelve al campo profesional para seguir una carrera ciclista interrumpida durante tres años, encontramos la «poca» entidad de los últimos vencedores del Tour. Curiosamente, todos ellos con apellido y pasaporte español: Óscar Pereiro, Alberto Contador y Carlos Sastre. Decimos «poca» entidad desde el fuero interno de un Lance Armstrong quien mientras meditaba su decisión debía esbozar una media sonrisa al ver en lo más alto del podio de París, con Les Champs elisées al fondo, a un Carlos Sastre, un coequipier de lujo que en el principio de su ocaso recibía una gloria tan soñada como inaccesible si hubiera estado de por medio el corredor norteamericano. Un tanto de lo mismo para Pereiro y Contador, a quien maldita gracia le ha hecho este comeback por dos razones adicionales de peso: Lance será su compañero de equipo en el Astanac y el director deportivo no es otro que Johann Bruynel. Este ex ciclista belga del dream team de la ONCE de finales de los ochenta y principio de los noventa, que se maneja bien con el castellano es, a buen seguro, una de las cinco primeras personas a quien Armstrong le confiaría la noticia de su regreso a las carreteras de Francia donde conquistó una gloria con visos de perpetuarse de no haberse retirado hace tres veranos. Un trienio en el que Armstrong no se ha dejado llevar por los excesos para acabar luciendo un amago de tripilla, sino que se ha machacado a base de maratones, triatlones y pruebas en Mountain Bike, que viene a ser el sustituto natural para aquellos ciclistas de élite que empiezan a escalar los cuarenta o están en las primeras estribaciones de esta cifra nada mítica. Se abre, pues, un debate sobre las posibilidades de que Lance vuelva a hacerse con el maillot amarillo al final del Tour ’09 y, por consiguiente, alzarse con su octavo triunfo en la gran ronda francesa. La voz de la experiencia ya se ha dejado oir: Eusebio Unzue, que las ha visto de todos los colores a lo largo de más de veinte años como profesional manejándose con una sola mano al volante del coche oficial de diversos equipos deportivos, desconfía de que el estado de forma de Lance le lleve a encaramarse en lo más alto del Podio de París; el ilustre Federico Martín Bahamontes es de los que reduce sus opciones a cero, al margen de robarle cierto protagonismo en el 50 aniversario de su victoria en dicha prueba. Sus ex compañeros, en cambio, se muestran más cautos y dejan el beneficio de la duda no vaya a ser que Lance les pase factura con su habitual incontinencia verbal si la suerte le sonríe.
Ante el aluvión de casos de dopping, como ya advertí en un anterior post, me desilusioné del ciclismo profesional. Quizás la vuelta de Lance Armstrong, como a tanto otros, sea un buen motivo para recuperar el interés de antaño por una prueba del calado del Tour y me tenga atrapado nuevamente frente al televisor. No hay una voluntad de idolatría en torno a Armstrong —siempre peferí la victoria del alemán Jan Ulrich, otra de las «víctimas» del dopaje— en este gesto pero siempre he admirado al texano por su decidida voluntad de superación desde que se le diagnosticara un cáncer testicular. Las apuestas deben ir muy en contra de que Lance supere una historia ciertamente desfavorable: las segundas partes de deportistas profesionales tienden a tener más de escaparate mediático que de resultados efectivos. Los jugadores de básket Magic Johnson y Michael Jordan, el púgil George Foreman, los futbolistas Quini o Dieter «torpedo» Müller y un largo rosario de figuras del deporte que, en su inmensa mayoría, tuvieron poca fortuna en su regreso al campo profesional. Incluso el tenista sueco Björn Bork tuvo que escuchar aquello que «tendría que luchar como un perro y ni siquiera así figuraría entre los 50 primeros del ránking» al competir en el circuito profesional, en algunos casos, merced a una invitación especial que se suelen reservar los organizadores de los torneos. Siempre tuve el presentimiento que Armstrong volvería y se uniría a este grupo de figuras del deporte. Espoleado por las última gestas de dos de sus compatriotas, los nadadores Dara Torres —acreedora de medallas en cinco olimpiadas distintas, incluida una maternidad de por medio— y Michael Phelps —ocho oros conquistados en Pekín 08—, Lance Armstrong debe disfrutar, a día de hoy, que sean pocos los que apuesten un dólar a su favor. Su fuerza mental obra milagros y es posible que dentro de unos meses todos nos volvamos a quitar el sombrero nuevamente ante Mr. Armstrong. La exigencia del ciclismo hace aún más complicado el reto, pero para Armstrong la hipotética conquista de un octavo Tour signifique un lance más en una vida comprometida con la lucha contra el cáncer, en su querencia por difundir un mensaje de esperanza para todos aquellos que padecen esta enfermedad. Solo por eso le doy mi voto aunque al final, no sé si será en 2009, 2010 ó 2011, veamos la imagen de un deportista derrotado en el terreno que tanta gloria le dio. Es la estampa final que siempre se reserva para los más osados, aquellos que no claudican ante el viejo adagio que reza que «una retirada a tiempo es un doble triunfo».

lunes, 8 de septiembre de 2008

THE ALASKIAN CANDIDATE

Una nueva guerra fría parece llamar a la puerta en función de lo ocurrido este verano en Georgia, con un gobierno ruso envalentonado que anhela los tiempos de imperialismo soviético. Este hecho, unido a la noticia de la revelación que ha supuesto el nombre de Sarah Palin en la convención republicana celebrada la semana pasada, me plantea un ejercicio de política-ficción, por otra parte, uno de mis (sub)géneros preferidos. Veamos. Hace más de medio siglo, en plena guerra fría, Richard Condon elucubró con la idea de una conspiración política a través de un soldado, Raymond Shaw, sometido a un lavado de cerebro en suelo asiático durante la guerra de Corea y que, a su regreso a los Estados Unidos, se le encomendó la misión de atentar contra el senador John Iselin. En realidad, todo había sido una argucia de la esposa de éste último para hacer evidente su ambición por el poder. Publicada con retraso en nuestro país con la llegada de la Democracia, desde entonces The Manchurian Candidate ha quedado al margen de cualquier iniciativa editorial no se sabe bien porqué razones. Ese rango de «maldito» que ostenta, a efectos editoriales la novela de Condon, asimismo se le podría atribuir al film homónimo dirigido por el gran John Frankenheimer, cuyo paralelismo con el asesinato de John F. Kennedy motivó que Frank Sinatra, intérprete y a la sazón productor, moviera todos los hilos posibles para que este título del catálogo de la United Artists quedara fuera de circulación durante un cuarto de siglo.
En 1987, levantado el veto por el propio Frank Sinatra —aunque nunca me llegué a creer esta versión oficiosa porque hubo mar de fondo entre el croner y el clan Kennedy por asuntos relacionados con la Mafia—, tuve ocasión de asistir a la proyección de The Manchurian Candidate en el marco del fenecido Festival de Cine de Barcelona. Pese a tratarse de una reposición, la censura franquista había dejado sin sentido parte del metraje de un film ya complejo de por sí y, por tanto, aquella proyección cumplía honores de estreno, al menos en algunos países europeos. Para un servidor, Sarah Palin es la viva encarnación de la Sra. Iselin que tomaba el rostro de Angela Lansbury, mientras que John McCain se asemeja a su tocayo, el Sr. Iselin (James Gregory), otro senador del Partido Republicano hermanados por aspirar a las máximas cotas políticas posibles. El guionista George Axelrod y Frankenheimer tomaron como referente a Joseph McCarthy —tristemente célebre por añadir un nuevo –ismo al diccionario merced a su actividad en contra de los filocomunistas— para perfilar el trazo caricaturesco que demandaba el Sr. Iselin. Como la Sra. Iselin, Sarah Palin es un ser que manipula su entorno familiar para la causa: la que la debe comprometer por la carrera presidencial, a sabiendas que los setenta y dos años del ahora cabeza visible del Partido Republicano, John McCain, tendrá complicado, si obra el «milagro», de cubrir una sola legislatura. Bien es cierto que existe un precedente reciente de presidente longevo, Ronald Reagan, pero se abren numerosos interrogantes si alguien que ha sufrido tres melanomas realmente es un signo de garantía de futuro, que no de fortaleza. A los electores republicanos, que un buen porcentaje de ellos refundaría el Ku Klux Klan sin pensárselo dos veces, parecen recelar de ese rostro avejentado de McCain y quizás confiar más en las hechuras de la segunda de a bordo, Palin, cuya mirada aviesa y cómplice es la que ha concitado la atención de los congresistas. Ella se basta y sobra para aplacar los ataques provenientes de la clase pudiente de Washington, aquella que a su entender fabrica titulares de prensa —con el Washington Post siempre solícito para dar cancha a otros watergates— que intentan erosionar su imagen pública y privada. Muchos fundamentalistas de la extrema derecha que militan en el Partido Republicano soñarían con el mejor de los mundos de la política norteamericana al cambiar el curso de la historia si un Barack Obama, imparable para hacerse con la presidencia de los Estados Unidos en noviembre de este año, conoce los últimos minutos de su vida en un espacio abierto de una ciudad similar a Dallas y, ante la conmoción colectiva de su hipotético asesinato, Mrs. Iselin/Palin toma las riendas de la nación una vez puesto en conocimiento del pueblo norteamericano que la frágil salud de McCain aconseja su retiro de la política. Solo así se podría dar la triste circunstancia que una fundamentalista como Palin alcance semejante posición en el organigrama gubernamental de los Estados Unidos. Ni me quiero imaginar una Casa Blanca con un cuadro familiar que deja en mantillas al de Julio Iglesias y con la imagen de George Bush al que cada mañana Palin debería dedicar, mínimo, una oración. La oratoria por videoconferencia de Bush Jr. era la que dejaba entrever esa sonrisa llena de malevolencia de Palin, asintiendo con la cabeza a cada una de sus palabras proferidas por «el mensajero del miedo» (en virtud de su política militarista a raíz del 11-S), un calificativo que le va como un guante al texano, además de solaparse con el título dado en nuestro país tanto a la fábula literaria de Condon como al film de Frankenheimer y Axelrod.

sábado, 6 de septiembre de 2008

DALTON TRUMBO, «EL BRAVO»


En el ámbito de numerosas disciplinas artísticas tendemos a asignar, dentro de las mismas, grados de idolatría o de admiración en función de la labor que desempeñe uno u otro individuo/personaje. Pocos serían los que se atreverían a crear un club de fans en torno al teclista Richard Wright, «el lado oscuro», a efectos de popularidad, de Pink Floyd, el que siempre queda en último lugar, cuando no en el olvido, al enumerar a los componentes del grupo británico de rock sinfónico. En este sentido, en el cine se produce un fenómeno «bipolar»: la mayoría prestan atención a las estrellas que iluminan la gran pantalla y una minoría lo hace en relación a los directores. Nada más. Ahí acaba la cosa, salvo un espacio residual reservado a los compositores, cuyos fans se dejan oír en las plateas de los cines cuando, por ejemplo, luce el nombre de Jerry Goldsmith en los créditos de El otro (1972) mientras se escucha su música. La única «música» que se puede oír de un guionista es la palabra, aquella que provee de sentido, de unidad, de cuerpo a una historia que luego la mecánica propia del cine relega a un segundo plano reservándose, por regla general, los honores a los directores de turno.
Desde hace muchos años tuve conocimiento de Dalton Trumbo (1905-2006), acaso uno de los pocos guionistas que gozó de cierto rango de «estrella» y al que normalmente se le asocia por su (único) trabajo tras las cámaras, Johnny cogió su fusil (1971), a partir de una novela suya que Luis Buñuel estuvo tentado de llevarla al celuloide. Si hubiera sido así, la significación mediática de Trumbo sería menor hoy en día, juzgando que, en realidad, Johnny cogió su fusil sería una película «de» Buñuel, basada en una novela, para aquellos «cazadores de datos», de uno de los denominados «Diez de Hollywood». La plana mayor de estos represaliados por el marccarthismo pertenecía al incipiente sindicato de guionistas de los Estados Unidos. Es evidente que, aunque tan sólo hubiera sido a nivel de subconsciente, mi corriente de admiración por Trumbo proviene de su inquebrantable voluntad por defender sus principios que le costaría, a la postre, tener que valerse durante una docena de años de seudónimos o de «tapaderas» para poder subsistir en el negocio del cine.
Pero transcurridos más de treinta años desde su fallecimiento, se repiten algunos lugares comunes erróneos por lo que concierne a Trumbo. Bien es cierto que colaboró con una pléyade de cineastas e intérpretes judíos —Otto Preminger, Kirk Douglas, Stanley Kubrick, John Frankenheimer, etc.—, aunque nunca lo fue. Ese equívoco asimismo se extiende a su labor como novelista, una faceta muy poco conocida con la excepción de Johnny cogió su fusil, escrita a mediados los años treinta. Dentro de su colección Narrativa, el sello Plataforma Editorial ha publicado recientemente La noche del Uro (ir a web Editorial) una obra inacabada pero que nos pone sobre la pista del inmenso talento literario del firmante del guión de Espartaco (1961). Por encima de cualquier valoración apriorística, Dalton Trumbo se distinguió por reflexionar sobre la condición humana hasta el punto de lograr un ejercicio que muy pocos escritores han osado llevar a término: confrontar dos modelos de pensamiento tan antagónicos como los de un oficial nazi, quien ordenó numerosos crímenes en distintos campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, frente a los personajes de corte idealista, que abominan del totalitarismo —podríamos denominarlos sus alter ego— que esculpió para la pantalla grande resiguiendo sus postulados ideológicos (Espartaco, Los valientes andan solos, The Brave One, El hombre de Kiev, Papillón, etc.) Acercarse a una obra como La noche del Uro deviene un ejercicio de constante reflexión, sabiendo el lector que esta biografía inventada sobre un nazi contada en primera persona está escrita de puño y letra por alguien que obtuvo celebridad merced a un pensamiento a las antípodas del oficial Grieben. Hay libros de los que es fácil apartarte y dejarlos que descansen en las estanterías por tiempo indefinido. En cambio, obras como La noche del Uro están convocadas para ser revisadas porque es la voz de un pensador capaz de haberse enfrentado a la esencia de la complejidad humana quien nos brinda algunas de las más lúcidas reflexiones que uno haya podido leer. Sirva un párrafo del libro, para certificar que Dalton Trumbo cobraba ventaja sobre otros guionistas porque conocía al milímetro al ser humano y sobre todo al hombre:
«... Los niños, los jóvenes, e incluso los hombres, se sienten más cómodos entre sí de lo que pueden esperar estarlo con miembros del otro y bello sexo. Se exigen menos mutuamente y el sentimiento emocional entre ellos es más profundo porque no intervienen para turbarlo las tensiones de las diferencias sexuales. Como sus intereses son los mismos, sus deseos, sus sueños y sus metas provocan, no los engaños de la rivalidad celosa, sino la abierta honestidad de la competencia amistosa masculina». (pág. 89) Solo la aguda observación del entorno convoca a estos pensamientos que, sean o no certeros en su totalidad o quizás fallidos parcialmente (según el prisma con el que se mire), dimensionan la figura de un escritor que de no haberse dedicado en cuerpo y alma al mundo del cine, a buen seguro se situaría entre las grandes plumas anglosajonas del siglo XX. A modo de coda de este post, suscribo, pues, las palabras impresas en la contraportada de su colega Ring Lardner Jr., quien también formó parte de los «diez de Hollywood»: «En esta obra se combina la mirada interior del lado más oscuro del espíritu humano con una prosa superlativa y una de las más fascinantes revelaciones de la mente de un escritor jamás publicado».

miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL GEN DE LA DISCORDIA

Empezaba a preocuparme que, una vez sobrepasado el ecuador del año, las agencias de noticias aún no se hubieran hecho eco de algún descubrimiento en fase preliminar que advirtiera que habían aislado el «gen de la anorexia», el «gen de la fobia a las suegras» o el «gen de la siesta». Pero hete aquí que la esperada noticia sobre el gen de turno ha saltado con el cambio de mes. Y no es casual que sea en septiembre que se nos advierta del descubrimiento del «gen de la infidelidad», ya que en este periodo se sustancian el 40% de las rupturas conyugales o de pareja anuales, a decir de los informes estadísticos. Paradojas de la vida, la comunidad científica suele acoger con recelo estas noticias porque los investigadores no son precisamente los que ponen los titulares en la prensa, mientras que ésta lanza el globo sonda para que los crédulos habitantes del planeta tierra ya tengan otra argumentación añadida, en contra o a favor, para juzgar el comportamiento de «él» o «ella» una vez consumada la separación.
En la versión digital de El País (3/IX/08) se nos explica, en forma de breviario (leer artículo), el contenido de la investigación llevada a cabo por científicos del Instituto Karolinska de Suecia. La conclusiones determinan que hay una mayor predisposición a la infidelidad para todos aquellos que presentan una variante del alelo 334 de entre los 550 varones objeto de estudio. Si, pero con la particularidad de que sean gemelos. En los años sesenta se hicieron célebres numerosos estudios relativos a monovitelinos (con idéntica dotación cromosómica) y bivitelinos, que abrieron nuevas perspectivas a la psicología, la biología molecular o la sociología. Pero recién estrenado el tercer milneio se me antoja un tanto anacrónico servirse únicamente de gemelos que, dependiendo de que las poblaciones sean más o menos endogámicas, o de la tasa de natalidad, entre otros factores, representan entre del 0,15 y el 0,50% de una población. Este estudio, por tanto, queda en entredicho por el sector con unos parámetros muy determinados —vinculados, para más INRI, al perfil genético— de la sociedad de la que trata de ofrecer unos resultados extrapolables a la misma. Además, claro, para que el estudio fuera completo en sí mismo se ha contado con las respectivas parejas, hembras todas ellas. Buceando en mi frágil memoria no recuerdo una sola pareja de gemelos suecos famosos. Así que convencer a 550 gemelos suecos para que participaran en el experimento y confesaran o no su infidelidad (se habla en el informe de que el alelo 334 se localizaría en 2 de cada 5 varones, esto es, si el gen «no engaña», unos 220 que se han saltado el compromiso contraído) en función de los resultados obtenidos, se me antoja un ejercicio más complicado que buscar a la niña que interpretara a Regan en El exorcista. Tampoco no me quiero parar a pensar en la confusión que se generaría si Gunnar sería, en realidad el esposo infiel y no su gémelo idéntico Erik... Son ganas de liar la madeja para unos resultados que se han publicado en el Proceeding of the National Academy of Sciences, signo inequívoco de que la junta directiva de Nature y otras publicaciones de tronío han puesto, al menos hasta la fecha, en entredicho el trabajo perpetrado por Hasse Walum y su equipo.
Parece mentira cómo un país, Suecia, que ha contribuido tanto a la infidelidad conyual en el periodo que se libraban estudios por doquier sobre gemelos en los laboratorios del orbe mundial, ahora resulte que un determinado gen predispone a que los santos varones nos separemos de la santa para librarnos a los brazos de otra mujer. Tan sólo falta repasar aquellas producciones made in Spain con Alfredo Landa, José Luis Sazatornil o José Luis López Vázquez en «CutreColor» que alegran a algunos las sobremesas de los sábados para darnos cuenta que la infidelidad conyugal tenía una ecuación infalible: suecas de pura cepa + Rodríguez + costa Mediterránea o costa del Sol, a escoger. A partir de entonces, el número de españoles con cabellera rubia creció exponencialmente. Esa sí que fue una contribución a la mejora genética de los hispanos. Eugenesia a la sueca. Lo de la noticia que acapara las páginas de Sociedad o Salud, a saber, de los rotativos, es un puro chiste a costa de unos gemelos suecos tan engañados como algunas de sus santas. Puestos a buscar el antídoto para el infidelidad conyugal o de pareja, (re)leamos a Darwin y su teoría sobre la selección natural de las especies. Matrimonios de conveniencia, parejas que tan sólo comparten una misma panorámica, la de la televisión del salón o relaciones sostenidas por espúreas motivaciones que en nada atañen a los sentimientos, son los principales factores de esta plaga en forma de separaciones que arriba a nuestras costas cuando languidecen las tardes soleadas. Eso sí, algunos ya presumirán de tener coarta y echarle la culpa a un gen porque un día salió en la tele una noticia con una base científica tan plana como el encefalograma de algunos de los redactores que se atreven a recomponer/sintetizar un artículo científico como si fuera una partida de scrabble. Servir a la ciencia o servirse de la ciencia. That’s the Question.