lunes, 28 de septiembre de 2015

«CUENTOS COMPLETOS» de E. L. Doctorow, A TÍTULO PÓSTUMO: LA OTRA DIMENSIÓN LITERARIA DEL GENIO NEOYORQUINO

«Una novela puede nacer en tu cabeza en forma de imagen evocadora, fragmento de conversación, pasaje musical, cierto incidente en la vida de alguien sobre el que has leído, una ira imperiosa, pero sea como sea, en forma de algo que propone un mundo con significado. Y por tanto el acto de escribir tiene carácter de exploración. Escribes para averiguar qué escribes. Y mientras trabajas, las frases pasan a ser generadoras; el libro prefigurado en esa imagen, en ese retazo de conversación, empieza a aflorar y participa él mismo en su composición, diciéndote qué es y cómo debe realizarse.
En cambio, un relato suele presentarse como una situación, hallándose los personajes y el escenario irrevocablemente unidos a ella. Los relatos se imponen, se anuncian a sí mismos, su voz y sus circunstancias están ya decididos y son innumerables. No se trata de encontrar el camino para llegar a ellos; han llegado por propia iniciativa y, más o menos enteros, exigiéndote que lo dejes todo y lo escribas antes que se desvanezcan como se desvanecen los sueños». Así se expresa, a las primeras de cambio, en el prefacio de Todo el tiempo del mundo Edgar Lawrence Doctorow (1931-2015), para mi gusto uno de los escritores norteamericanos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX, que ha prologado su descomunal talento literario, a las primeras estribaciones de la presente centuria. Malpaso Ediciones amplía el horizonte en calidad de cuentista de Doctorow on la publicación de sus Cuentos completos, casi coincidiendo en el tiempo con la noticia de su deceso. Miscelánea, el sello por antonomasia cautiva de la obra de Doctorow en lengua castellana, cede así el relevo a la editorial barcelonesa para la presentación en sociedad de un plato literario exquisitamente cocinado por el escritor neoyorquino. Para la ocasión, dieciocho relatos cortos jalonan esta pieza literaria —cinco más que en la edición de Miscelánea— en la que Doctorow se bate el cobre en el desarrollo de sendas historias arraigadas al firme de la realidad social estadounidense —con alguna que otra salvedad— mostrando, una vez más, la “cara oculta” del sueño norteamericano. De algún modo, pese a lo variopinto de los relatos que convergen bajo un mismo manto de edición, Doctorow hace extensible en estas breves historias una necesidad vital por sumergirse en esas procelosas aguas de lo cotidiano, aflorando un discurso social en que levanta acta de esos seres incapacitados para adaptarse a su entorno; unforgivens en la “tierra santa”, en la tierra de “las segundas oportunidades” que representa los Estados Unidos de América. En esas distancias cortas, la punción crítica se nota sobremanera, derivando toda clase de historias subsidiarias de la violencia de género (desgarrador el relato Jolene envuelto, eso sí, en esa cortina poética tan cara a su autor que lo distancia de otros de sus colegas de profesión), la precariedad laboral (Wakefield) o la inmigración (Integración). Historias que conectan directamente con un paisaje humano que dista de haber sido observado a través de un filtro idealizado de la sociedad que acogería a los ancestros del propio Doctorow, emigrantes rusos judíos que buscarían una nueva vida en esa ciudad que se convirtió en el escenario en permanente rotación del exquisito autor de Ragtime (1975): Nueva York. En esta recopilación de relatos cabe uno particularmente autobiográfico, El escritor de la familia, previamente publicado en la distinguida revista “Esquire”. Una mano tendida a rendir tributo a la figura paterna, colocando el broche final al relato la trascripción íntegra de una carta escrita por Donald Doctorow, en una muestra más de que los aspectos sentimentales que incriminan a la familia alcanzan un significado especial en el que se presume el último tramo vital y profesional de un escritor.
Si tuviera que quedarme con uno de los relatos que conformar esta antología soberbiamente editada me decantaría por Walter John Harmon. Una obra maestra del relato corto vestida a través de su treintena de páginas con esa proverbial finura de Doctorow en ofrecer una descripción espacial de un entorno determinado, al tiempo que da volumen y forma a los personajes en liza. Una narración que pudiera servir de punto de partida para una novela en la que se desvelara, merced al modus vivendi y al modus operandi de una secta, esa América al abrigo de conceptos involucionistas, que se reconoce en los postulados del Tea Party y que exhibe el arma como seña de identidad. Esas mismas armas que se pueden reconocer en algún lugar a resguardo de la fortificación que ha dejado marcada Walter John Harmon en unas hojas que tienen un tanto de revelación para con sus fieles seguidores, incluido el personaje que da voz al relato y que trata de agarrarse a la doctrina impartida por su "Mesías", aunque éste se haya fugado con su propia esposa. Doctorow cincela su masterpiece mostrando, en su enunciado final, una idea bastante aproximada de lo que repercute en la gran pantalla en Red State (2010) con guión, montaje y dirección de Kevin Smith. No en vano, el relato en cuestión concluye con una frase demoledora: «Nos asegura un campo de tiro despejado y libre de obstáculos». Otra bala, pues, que colocar en el cargador sutilmente crítico de este “francotirador” con la mirilla calibrada tanto para el largo como para el corto alance. Doctorow cumple, pues, una vez más, las (elevadas) expectativas puestas en su prosa con este compendio de relatos que, en relación a la edición publicada bajo el genérico Todo el tiempo del mundo, incluye El hombre de Cuero, Niño muerto, en la rosaleda (con un singular punto de partida no demasiado explotado en lo literario, donde la historia acontece en el interior de la Casa Blanca con la identidad del cadáver de un niño por esclarecer), La depuradora, La legación extranjera y Vidas de poetas. Esta última había constituido el principal caballo de batalla entre empresa editora y el propio Doctorow, remiso a incluir un texto que su autor consideraba desligada de su selección de relatos, una novela corta, en cierta manera compendio de muchos elementos que conforman su particular cosmogonía. Cerca de cincuenta páginas elaboradas con ese grado de imperfección pretendido en su particular visión de un grupo de individuos colocados frente al espejo de una época que nos acerca más a una historia de “fantasmas contemporáneos”, vestigios de un pasado que irremediablemente han desaparecido. En su desesperanza y en su desazón, Doctorow les ofrece abrigo a través de una prosa que traspúa humanidad, incluso un sentido romántico de la vida que lo distancia de otros escritores de su generación.
    Al igual que surge con otros autores, la muerte de Doctorow a buen seguro generará un afán por peinar textos un tanto desperdigados, esbozos de novelas o relatos que no llegarían a prosperar. Pero hasta la fecha su legado literario publicado es suficientemente rico como para defenderlo con una pasión medida desde el conocimiento sobre alguien hiperdotado para relacionar a su libre albredrío personajes de ficción con reales (en ocasiones, él mismo a través de trasuntos) en un contexto histórico especialmente preceptivo que le ha situado en el pórtico de los grandes novelistas de los últimos sesenta años, que asimismo puso a disposición de su talento la construcción de relatos cortos que apuntalan un descomunal prestigio del que han tomado nota, en cuanto a técnica y estructura literaria, no pocos escritores, coetáneos, caso de su amigo Dom DeLillo, y de generaciones posteriores.    

    


martes, 15 de septiembre de 2015

«LA PUERTA DE LOS ÁNGELES» (1990) de PENELOPE FITZGERALD: (RE)DESCUBRIENDO A UNA GRAN DAMA DE LA LITERATURA

En el interior de la estación de Liverpool Street Daisy Saunders coincide nuevamente, para su desdicha, con Kelly, el joven periodista que se avino a publicar una noticia sobre uno de los pacientes del Blackfriars donde ella había sido empleada. Tras una primera tentativa por zafarse de la sombra de Kelly, Daisy se justifica que su tren sale en cinco minutos. Kelly, al dictado de la lógica y de una cierta carga de ironía barnizada de misoginia, replica que «las mujeres siempre piensan que los trenes salen en cinco minutos. Los trenes salen según el horario previsto». Una frase que lleva todas las trazas de su autora, Penelope Fitzgerald (1916-2000), cuyo tren, el que la condujo a un reconocimiento por su faceta de escritora en determinados círculos, estuvo a punto de perder antes de llegar a la última estación de su azarosa existencia. De la vida se apearía en abril de 2000, a punto de echar el cierre una centuria donde Penelope Fitzgerald experimentó todo tipo de situaciones personales, en un cuadro prototípico de la mujer británica del siglo XX con ínfulas creativas que se debatía entre la regia moralidad proveniente de sus ancestros y la necesidad por dar carta de naturaleza a su propio desarrollo intelectual en un contexto, cuanto menos en sus primeros tramos, no particularmente favorable para ello.
    Transcurridos trece años desde su fallecimiento salió al mercado Penelope Fitzgerald: A Life (2013), una biografía escrita por Hermione Lee, prosiguiendo así la inveterada tradición de los británicos por honrar la memoria de infinidad de personalidades del mundo de la cultura que no necesariamente habían tenido el merecido reconocimiento en vida. Por aquel entonces, el sello Impedimenta ya estaba enfrascado en la labor de dar a conocer la obra lteraria de Fitzgerald. Al ir punteando los títulos que jalonan la misma nos encontramos que la editorial madrileña ha cubierto en apenas un lustro la publicación de un repóker de novelas de Fitzgerald: La librería (2010), El inicio de la primavera (2011), Inocencia (2013), La flor azul (2013) y La puerta de los ángeles (2015), esta última una de las novedades más estimulantes que presenta Impedimenta para este nuevo curso. En porcentaje, esta cifra cubre algo más de la mitad de su producción literaria, fijada en nueve novelas, dejando al margen su aportación al campo de la biografía un total de tres títulos—  y abundantes ensayos. Una de las particularidades de la producción literaria de Fitzgerald radica en su tardanza a la hora de publicar. Lo haría una vez situada en el pórtico de una jubilación que no sería tal en atención al ritmo de trabajo empleado para dar acomodo a esas piezas literarias, en su mayoría, alumbradas al compás de sus propias experiencias y sobre todo a la toma de conciencia de las posibilidades que se la abrían si sabía procesar adecuadamente las enseñanzas extraídas de la lectura de multitud de libros que habían formado parte de los programas educativos que ella adecuaría para alumnos de distintas edades y credos sociales. En esa ecuación en que se presentan los factores de la docencia y el aprendizaje, la incógnita a despejar arroja como resultado un dominio del lenguaje por parte de Fitzgerald ciertamente encomiable. Un lenguaje preciso, elegante, trenzado con sencillez expositiva pero que en el fondo subyace una profunda asimilación de lecturas que la habían tenido ocupada mientras trataba de apañárselas para sacar adelante a sus tres vástagos sin el referente de un padre dipsómano que se había ausentado del hogar hasta abandonarlo definitivamente. En cada página de La puerta de los ángeles sentimos el calor de unos personajes desnortados, a la cabeza Daisy, la aprendiz de enfermera en su tránsito a la mayoría de edad a efectos temporales, el relato cubre desde los diecisiete a los diecinueve años de su existencia—, equiparable, en términos de vulnerabilidad y afecto al que nos procura el personaje de Flora Poste en La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons, el longseller editado por Impedimenta. A diferencia de Flora, Daisy no llama a las puertas de una granja de la que ha sido beneficiaria verbigracia de una herencia sino que lo hace a las puertas del St. Angelicus de Cambridge. Un ambiente universitario que da juego para amueblar una leve trama detectivesca en combinación con la presentación de algunos personajes que ganan peso en el relato a las primeras de cambio Fred Fairly, el joven profesor universitario de Ciencias Naturales que ocupa un lugar preponderante en el desarrollo de la trama antes de ceder el testigo a la voz de Daisyy otros que pululan por ese exclusivo ambiente, caso de Ernest Rutherford enfrascado en su estudio sobre el átomo antes de elevarlo a la categoría de modelo teórico con visos a perdurar—, ofreciendo de esta forma un sustrato de verismo del que brota un campo minado de ingenio y de un conocimiento de primera mano sobre seres de naturaleza errante situados en el frontispicio del fracaso y de la fragilidad emocional. Por todo ello la lectura de La puerta de los ángeles procura una cercanía para con el lector familiarizado con la idea que la vida presenta innumerables espinas en el camino que debemos sortear para evitar salir derrotados. En ese camino de ficción-realidad se sitúa el personaje de Daisy, cuyo futuro parece quedar ligado al de Fred Fairly, en cierto modo de carácter antitético al de la “heroína” creada por Fitzgerald, para la que el cumplimiento del centenario de su natalicio el año que viene debería dar pie, además de la publicación de la biografía de Hermione Lee asimisma autora de un revelador prefacio en la presente edición— a cargo del sello Impedimenta, a una mayor difusión vía conferencias, coloquios, clubs de lectura o mesas redondasde la prosa de una escritora que ha pasado a ocupar un lugar preferente en mi biblioteca personal. A esta “causa” a buen seguro podría contribuir la adaptación cinematográfica de La librería que Isabel Coixet recientemente distinguida con el premio Chevallier de L'Ordre des Arts que desde hace tiempo prepara con esmero, a buen seguro para salvaguarda la memoria de Penelope Fitzgerald, precisamente con el libro que le abriría las puertas de su otoñal profesión —fue finalista al Booker Prize— y la llevaría, al cabo, a situarse entre sus ángeles literarios, aquellos que velan por seguir creyendo en el poder sanador de la letra impresa acomodada en forma de pieza literaria.