viernes, 26 de diciembre de 2008

ROBERT MULLIGAN (1925-2008): SENTIDO Y SENSIBILIDAD


A veces el cine se equipara a la labor de un prestigitador; al unir la música por una parte a una secuencia determinada lo que a priori parecía condenado a no cuajar, logra unos resultados sorprendentes. La sencillez, a menudo, es un buen aliado para conseguir este efecto «mágico» al que aspiran tantos cineastas. Al respecto, uno de los ejemplos más ilustrativos podría ser la secuencia inicial de los títulos de crédito de Matar un ruiseñor (1962). La delicadeza que destila esta secuencia que encuadra una simple caja donde se guardan unos pequeños objetos (lápices, un reloj de bolsillo, una pastilla de jabón, etc.) mientras se acompasa con un tema creado por Elmer Bernstein, tan sólo pudo ser concebida por una persona de talento como Robert Mulligan, de quien acabamos de conocer esta semana la noticia de su fallecimiento. En mi particular definición, talento significa una combinación de inteligencia y sensibilidad. Mulligan anduvo sobrado de ambos atributos. Pero no los utilizó al servicio de comedias que se plegaran a evidenciar su exquisitez en la puesta en escena, en la demostración de una perfecta dicción en el uso de un lenguaje refinado que sonara bien o en el tacto con el manejo de una trama que proyectara la sombra de George Cukor o Vincente Minnelli. Precisamente, la virtud del cineasta neoyorquino estuvo en adentrarse en espacios menos transitados, penetrando en las zonas oscuras del comportamiento humano que empieza a definirse en los primeros estadíos de la evolución personal. Mulligan trató como pocos el tema del tránsito de la infancia a la adolescencia como un proceso lleno de ambivalencias; una fase de descubrimiento que implica la pérdida de la inocencia, el rechazo a un status quo consolidado por el mundo de los adultos pero no como una señal de rebeldía sino de sentido común. Mi memoria no puede por menos que detenerse en esa secuencia en la que Scout (Mary Badham) insta a su padre Atticus Finch (Gregory Peck) para que se haga justicia con un hombre de raza negra inculpado de asesinato, para posteriormente posicionarse en la defensa de éste frente una «jauría humana» ávida de venganza. En Matar un ruiseñor Mulligan ofreció un recital de sentido y sensibilidad absoluto, repercutiendo en la condición de clásico que goza desde hace décadas y que, no por casualidad, encuentra sus puntos álgidos cuando entran en escena la pareja de niños que nacieron para recrear en la gran pantalla el texto de Harper «Nelly» Lee.
Algunos pueden creer que esta obra de arte no tuvo continuidad en el devenir de la actividad profesional de Mulligan hasta diez años más tarde con El otro (1972). Pero estos dos trabajos valdrían por sí mismos para darle trato de cineasta mayor a Mulligan, quien persistiría en cruzar el umbral de la ortodoxia cinematográfica, ofreciendo una pieza minimalista como El hombre clave (1974), que sólo se reserva a un fino observador, capaz de tocar las teclas necesarias en el momento preciso. Pero cuando ya se le empezaba a perder el rastro, al calor de su salida de un par de proyectos que hubieran robustecido su filmografía —Ricas y famosas (1982), que recayó finalmente en George Cukor, y Blade Runner (1982), en cuya fase embrionaria estuvo involucrado—, el cineasta natural de El Bronx recuperaría el pulso de antaño con una soberbia Verano en Louisiana (1991), preciosista retrato de una adolescencia que muta hacia la juventud bajo el influjo de la luna.
Mulligan nos ha dejado pero siempre retendré esas lecciones de cine hermanadas con la elegancia, la inteligencia, la sencillez y la sensibilidad. Su cine es de los que seguirán latiendo en nuestro corazón, a veinticuatro fotogramas por segundo. Thanks, Mr. Mulligan.

martes, 23 de diciembre de 2008

NO ES PAÍS PARA CINE: UNOS PREMIOS SIN INDUSTRIA


Creo que no puede haber una sola sombra de sospecha sobre alguien que, como un servidor, dirigió y cofundó Seqüències de cinema, la primera revista de cine en catalán, de periodicidad mensual. Y no era precisamente un tema de garantías vía subvenciones la que nos animó hace más de una docena de años a dar forma a semejante empresa, con un mercado copado por un sector íntegramente en castellano (contabilizando unas 7 u 8 publicaciones especializadas en la materia). Con estos antecedentes, me permito esbozar una prominente sonrisa sobre la instauración de los premios Gaudí de Cine de Catalunya, cuyas nominaciones se acaban de conocer. Dejando al margen lo inadecuado de un anuncio de estas características en un periodo de vacas flacas en el sector, como en tantos otros azotados por la crisis económica, la pregunta clave sería: ¿Por qué no empezamos por los pilares antes de poner el marco de las ventanas? Lo digo porque la industria cinematográfica en Catalunya brilla por su ausencia: los bancos echan a correr si dices que buscas financiación para un proyecto y, en general, el director (o lo que es lo mismo, el guionista y/o productor) está visto como un «bicho raro» que parece haber desconectado el enchufe de la «realidad social». Algunas de las películas que se hacen a casa nostra han podido financiarse a cambio de hipotecar propiedades; otros han sido más «listos» y lo han utilizado para desgravar sus lucrativos negocios. Está claro que con semejantes mimbres no se puede hacer un cesto... digno. No comparto en absoluto la tesis de que estos premios pueden ser la semilla... de nada. Se precisa una industria, empresas que apuesten decididamente por un sector audiovisual que puede tener una espléndida materia humana (y este es el caso) pero carece de los recursos económicos mínimos para que la estructura de la casa aguante al menor contratiempo. La casa del cinema català es de celofán con los colores de la senyera. El hiperactivo Joel Joan (ver foto) es quien ha promovido, entre otros, el proyecto de crear los premios Gaudí, a mayor gloria del Cinema Català. Su contribución al medio cinematográfico en 2008 ha sido un glorioso cameo de tres segundos de duración (y de perfil) en Vicky Cristina Barcelona (2008), que también opta a los Gaudí.
El 19 de enero de 2009, la fecha de celebración del «evento» escucharemos una serie de discursos de pura metafísica que hablarán de un ente extraño para un servidor llamado Cinema Català, y al día siguiente se leerá en los periódicos o en internet que Forasters (2008) de Ventura Pons, ha sido la gran triunfadora en la gala con 7, 8, 9 Gaudís. Y esa sonrisa se tornará en una mirada perdida al contemplar un panorama yermo de calidad que hace pasar por cine piezas claramente pensadas para ser representadas en el teatro (evidentemente, salta a la legua que Ventura Pons no es Sidney Lumet o Elia Kazan, y lo de imaginería visual le debe sonar a cirílico), y que fabrica autores ficticios de la nada como Albert Serra (El cant dels ocells), que para hacerse notar arremete contra Charles Chaplin. No es que los árboles no deje mirar el bosque. Sencillamente, no hay bosque ni árboles. Eso sí, una enorme solar que simboliza un cine catalàn cuyos premios no tardarán en cambiar de emplazamiento, las dimisiones se sucederán y otros incautos tomarán el relevo con el único propósito de enarbolar una bandera que no es precisamente la del denominado Séptimo Arte. Como dijo en su día Joan Potau, guionista y eventual director, las cinematografías nacionales y europeas —salvo la francesa y la del Reino Unido— se sostienen por talentos puntuales. Però, com es diu Catalunya, una flor no fa estiu.

viernes, 19 de diciembre de 2008

SHADOWLANDS: «EL PARAÍSO AÑORADO»

Desde febrero de 1994 hasta su salida de la cartelera, 679.312 espectadores —según los datos del Ministerio de Cultura, no siempre fiables pero que se aceptan como los oficiales— acudieron a ver Tierras de penumbra (1993), una producción británica que tuvo en el veterano Lord Richard Attenborough su brazo ejecutor tras las cámaras. Al final de la proyección de aquel lejano invierno de 1994 un servidor cubría su rostro con un torrente de lágrimas, con la satisfacción propia de saber que ese film me acompañaría para siempre. La reciente edición en DVD de Shadowlands (Suevia Films) es una celebración en sí misma, aunque quedará sepultada ante el alud de propuestas navideñas con aparatosos envoltorios pero sin alma alguna. El film dirigido por Richard Attenborough explora, como pocas veces he podido percatarme, en el interior de un ser humano (Anthony Hopkins: grande entre los grandes) que ha pasado su vida con la insatisfacción de no poder conjugar la palabra amar. Su corazón permanece en penumbra hasta que Joy Gresham (Debra Winger: portentosa), una admiradora de su prosa y, al mismo tiempo, aspirante a poetisa profesional, le comunica que sufre una enfermedad con visos de cerrar un ciclo vital. Solo cuando Joy camina en dirección a la muerte, C. S. Lewis (el autor de Las crónicas de Narnia) se sabe con fuerzas para sacar de sus entrañas toda ese caudal de emociones que ha «hivernado» en su corazón durante largos años, dejando al descubierto unos ojos vidriosos que delatan que, al virar el color de la hoja como señal de la llegada de su particular «otoño», empieza a conocer el sentido de la palabra amar. Hopkins, al leer el texto de William Nicholson que había sido llevado a la escena teatral, amenazó con matar a Attenborough si no le daba el papel. El cineasta inglés, que conocía bien al galés por su trabajo conjunto en Magic (1978) —un film francamente interesante con música de mi admirado Jerry Goldsmith— y la tentativa de que éste inmortalizara en el celuloide a Gandhi —la lógica dictó que fuera Ben Kingsley y evitar así un severo régimen a un Hopkins que suele lucir un aspecto saludable—, no dudó en brindarle un auténtico regalo para cualquier actor.
Tierras de penumbra es un film que puede ofrecer diversas lecturas. Pero para un servidor lo que ha calado más profundamente, la lección —si puede llamarse así— que se puede extraer del mismo atañe a la necesidad de expresar los sentimientos sin menoscabo a que podamos equivocarnos, sentirnos rechazados o heridos en nuestro amor propio. Desde aquel momento he pretendido abrir las compuertas de mis emociones para que fluyeran en el río de la vida... de una vida presidida por numerosos obstáculos que hemos de ir salvando. Un título revelador en verdad que será apreciado por unos u otros en función de la carga emocional que hayamos dejado escapar de nuestro interior. A menudo, las personas que tenemos muchas cosas que decir y las queremos expresar con las palabras justas, pecamos de articular nuestras emociones como si fuera una medida de conocimiento. Esa verdad como un templo, al menos para lo que concierne a un servidor, no ha tenido mejor traducción en la pantalla que en Shadowlands, «el paraíso fílmico añorado» que sirvió para decir adiós a una parte de mi inocencia. Más que un film, una «bendición» que ha escuchado las «plegarias» de mi buen amigo Jordi Marí. Este post va por ti: solo hace falta subir 39 escalones para vislumbrar nuevamente esas «tierras de penumbra».

martes, 16 de diciembre de 2008

AYUNTAMIENTOS ANV: ESQUIZOFRENIA INSTITUCIONAL


En pleno debate jurídico-político-social sobre si el País Vasco debería quedarse sin representantes de ANV —siglas correspondientes a Acción Nacionalista Vasca— en los ayuntamientos a raíz de su enésima postura de no condenar un atentado de ETA que se cobraría una nueva víctima, parece que se descuida un elemento esencial. Este razonamiento no se dirime en el terreno de calibrar la bajeza moral de los integrantes de ANV sino que sigue un principio muy sencillo. Veamos. Me gustaría saber qué legitimidad puede tener un ayuntamiento que tiene como atributos sancionar a una comunidad (la de un municipio, pedanía, pueblo o ciudad) con multas de tráfico, por impago de impuestos de recogidas de basuras, de alcantarillado, etc. pero que, por otra parte, a algunos de los representantes del pueblo que trabajan para el mismo son incapaces de multar el comportamiento de una gente —valga el eufemismo— que le ha descerrajado un tiro en la cabeza a uno de sus vecinos. Como párvulos, dirigentes del PSOE y PP se tiran los trastos a la cabeza, llenándose la boca unos de ser garantes de la patria y de la Unidad, y los otros marcando los pasos a seguir para no zaherir (con Z de Zapatero) los sentimientos de los nacionalistas. Ambos partidos, en un gesto de cordura, deberían cerrarse en una habitación, palacio o monasterio y no salir hasta que consensuaran un documento que hiciera ver la urgencia de remodelar un sistema legislativo que, a día de hoy, permite que actúen setenta ayuntamientos que contravienen la propia esencia de este pilar de la sociedad civil. ¿Con qué legitimidad los ediles del ayuntamiento de Azpeitia y otros gobernados por ANV van a sancionar a uno de sus conciudadanos con una miserable multa de aparcamiento cuando éstos les trae al fresco que hayan asesinado a manos de ETA a uno de los «suyos» dos calles más abajo? Creo que este es un argumento más para considerar que, sobre todo en relación al País Vasco, el conjunto de la sociedad española sigue preso de una democracia de baja calidad, incapaz de arbitrar mecanismos que eliminen de raíz estas «anomalías» que acaban por afectar la convivencia diaria. Claro que lo fácil sería abjurar de esa setentena de ayuntamientos comandada por bárbaros (títeres de esa ETA descabezada una y otra vez, pero que se regenera cuál hidra hasta el fin de sus días) sin el más mínimo respeto por sus conciudadanos (salvo los de su cuadrilla), pero ahí deberían estar haciéndoles frente los otros ayuntamientos vascos para evitar ser tachados de cómplices de un status quo que traza tantos paralelismos con la histeria colectiva que comprometió a los estadounidenses durante la «caza de brujas». Paralelismos que se ponen al descubierto en la forma cómo los cachorros de ETA acallan las voces de unos ciudadanos que se retiran a sus casas con la consigna que el silencio les servirá para que sus nombres no figuren en ninguna diana. Y los más cobardes, reuniéndose al cabo con la cuadrilla para jugar una partida de cartas. No faltará, a buen seguro, en esos «círculos de la vergüenza» que se forman en los bares o centros gastronómicos un miembro del ayuntamiento, en representación de un estamento que, al menos para un servidor, pierde todo significado cuando nos referimos al País Vasco.


viernes, 12 de diciembre de 2008

BORN IN ASTURIAS: DEPORTISTAS CON PERSONALIDAD


Filiación al margen por el Real Sporting de Gijón, que dejé patente en un anterior post, Asturias sigue siendo esa comunidad un tanto ignorada, que casi nunca es cabecera de titulares de los periódicos de tirada nacional, y de la que cabría hacernos eco con mayor asiduidad. La nobleza de sus gentes lo merece. Una nobleza que suele ir acompañada de una personalidad definida y que tiene en el deporte diversos exponentes más que contrastados. Es cierto que aquellos que escapan de una situación de penuria económica o que, cuanto menos, precisan de otras expectativas de futuro más ambiciosas que las procuradas en su tierra natal, se forjan un fuerte carácter a la conquista de una patria que no es la suya, pero que la hacen suya. Centrándonos en el fútbol profesional es fácil encontrar en las plantillas de los equipos de la Primera División, cuál diáspora, algún jugador cuyo DNI delate su origen astur. Y del denominador común de todos ellos, independientemente del trato que le dispensen al balón, es de una personalidad arrolladora, que a menudo puede confundirse con un sentimiento de orgullo, pero convenientemente tamizado por una nobleza a prueba de bomba. Ejemplos, los que queramos. Con un RCD Español en horas bajas, Luís García, incluso sin el sostén de sus íntimos amigos y compañeros Iván De La Peña y Raúl Tamudo –para su desgracia, en permanente tránsito de lesionarse–, se autoexige tirar del carro para escarnio de un vestuario que se esconde con demasiada frecuencia; David Villa es capaz de sobreponerse al correctivo que le infringió su Sporting en Mestalla (2-3) y antes de encarar el camino a vestuarios, fundirse en un abrazo con Quini y hacerle entrega de una camiseta, aun a riesgo que parte del público le recrimine tal acción... Esa misma gallardía es la que había demostrado otro ex Sporting, Luis Enrique, quien lejos de amilanarse en el Santiago Bernabeu, tuvo a gala festejar los goles del Barça con la necesidad de expresar su sentimiento culé y que nunca ha ocultado (ahora se hace cargo del Barça B). Son gente, como diría un comentarista de ciclismo, hecha de una pasta especial, que van siempre de cara y que demuestran ser un compendio de tantas virtudes, muy pocas veces reconocidas en función de una actualidad que parece dictada por un terrorismo que tiñe de cobardía los valores de una sociedad ejemplar en tantos otros sentidos como la vasca, sin menoscabo de que Catalunya y la comunidad madrileña polarizan un debate en lo económico y lo administrativo que no tiene fin. Incluso el piloto de Fórmula 1 Fernando Alonso, después de su bicampeonato mundial, empieza a despertar simpatías entre los que no comulgaban con el papanatismo de sus fervientes seguidores. Bajo ese manto de una cierta arrogancia atemperada a golpe de no saberse el favorito en cada carrera, en Alonso aflora ese carácter indomable y franco que hace más grande si cabe al pueblo asturiano. Esas son las mejores «embajadas» que puede tener una comunidad en el extranjero. Y sin duda Asturias tiene algunas de las más rentables, sin necesidad de sangrar a las depauperadas arcas de las comunidades autónomas.

domingo, 7 de diciembre de 2008

LIBROS COLECTIVOS, LIBROS ANÓNIMOS


De un tiempo a esta parte se sucede con bastante frecuencia la publicación de libros colectivos, aquellos que vienen firmados por diversos nombres, con el afán de dar una visión más heterogénea sobre un tema o (la obra de) un personaje a tratar. Y no me refiero tan sólo a «libros solidarios», con el propósito de acaparar cifras de ventas espectaculares a costa de su presencia en quioscos en función de un evento determinado. Esta «fiebre» alcanza diversos campos del conocimiento, pero con especial incidencia en los textos referidos a la música y al cine. Nunca he entendido demasiado bien qué sentido tiene escribir, pongamos por ejemplo, sobre un director de cine y plasmar la visión que se ofrece de éste desde seis, siete, ocho o nueve puntos de vista. El resultado suele ser un galimatías, voces cuyos comentarios se solapan con los de otros, repeticiones de los mismos latiguillos de siempre (que pueden ir por duplicado o triplicado), etc. La figura del editor o coordinador, que suele aparecer su nombre en portada, únicamente deviene el canalizador de unos textos con la potestad de eliminar aquellos que considera más flojos o en función del grado de amistad con uno u otro, recortar el escrito o dejarlo tal cual. Alguien podría negar la mayor y esgrimir que una obra colectiva puede resultar enriquecedora porque ofrece una visión más amplia de la que sería preceptiva en un solo autor. Cierto. Pero para que este supuesto se de faltaría reunir a los redactores de los textos y que hubiera una delimitación de los campos a tratar, del enfoque que se quiere dar del tema/personaje en cuestión, incluso hablando de películas o composiciones distintas. Sin estas premisas, el resultado es una orquesta en la que cada uno toca por su cuenta y así siempre hay alguno que desafina.
La razones, me temo, de esta práctica cada vez más extendida, se debe a la voluntad de contentar a un grupo de críticos y/o escritores allegados a determinadas personas que se colocan el traje de editores, pero que en realidad actúan bajo el mecenazgo de festivales, instituciones públicas y demás. Los denominados editores o coordinadores cobran su particular cuota de autoría escribiendo uno o un par de artículos o apartados del libro de marras, dejando que un rosario de personas, algunos auténticos medradores que pululan por los aledaños de los festivales a la caza de algún que otro «favor» que les haga alguien «de dentro», se repartan el resto. Me temo que muchos ni siquiera leen los textos de los que participan en «su» libro, con el aire de suficiencia de los que se saben que su «escrito-es-el-mejor-de-cuantos-se-han-publicado». Otra de las explicaciones a que las negativas no suelen darse en este tipo de propuestas colectivas, y más bien hay lista de espera, es que la compensación económica suele ser jugosa. Un servidor espera no caer nunca en este tipo de justificaciones para entrar en el ruedo de los libros colectivos. Simplemente, porque el planteamiento está viciado de partida en la aplicación de una metodología de trabajo. Dicho de otro modo, prefiero la visión que me pueda ofrecer una sola persona sobre un libro determinado, quizá con una perspectiva que no comparta (parcial o totalmente), pero al menos tengo la certeza, si el autor tiene la honestidad y la capacidad de análisis suficiente (como el valor en la mili, que escriba bien se le supone), que conoce en profundidad el tema a tratar. Por fortuna, esta idea que parece tan sencilla es la que acaba calando con el paso del tiempo a la hora de determinar la pervivencia de los textos, quedando relegados a un pronto olvido obras colectivas pensadas para el momento. Y debe escapar a pocos que una pluralidad de firmas suele derivar en valorar como libros anónimos. Sobre éstos suelen girar cuestiones del tipo: «me gustó ese artículo, pero ¿quién lo escribió?» Y las respuestas a menudo son igual de vagas por no decir que se hace el silencio. Un significtivo silencio.

jueves, 4 de diciembre de 2008

«HOME BEFORE DARK» DE NEIL DIAMOND: LENTAMENTE HACIA ARRIBA


Envejer en el mundo de la música puede comportar gratas sorpresas para quienes hemos seguido desde la distancia la trayectoria de croners, cantautores o vocalistas de ambos sexos, que nos ha dado una cierta pereza indagar a la búsqueda y captura de aquellos tesoros ocultos a lo largo de sus respectivas discografías. Aquellos músicos que, por consiguiente, nos mostrábamos un tanto reticentes a dejarnos seducir por sus cantos de sirena debido a que parecían varados en las procelosas aguas del mainstream, siguen estando allí pero sus voces son silenciadas por las emisoras de radio y el lugar que ocupan en las grandes superficies consagradas a la música contemporánea apenas ofertan unos escasos títulos de sus, por regla general, extensas discografías. Siempre he considerado a Neil Diamond y Billy Joel dos voces intercambiables, un par de músicos aptos para configurar un sonido de fondo agradable y placentero en un local con una iluminación difusa mientras uno ahoga sus penas o alimenta un principio de relación sentimental con una enmienda a perpetuarse en el cajón de los deseos de nuestros corazones. De esa hornada de grandes músicos que nacieron en los albores de los años cuarenta en los Estados Unidos y que hicieron fortuna en la etapa de apogeo hippie, con prórroga incluida, a Neil Diamond (1941) le perdí el rastro en unos ya lejanos años ochenta. Abandonada, por efectos propios de la edad, su abundante cabellera, un encanecido Diamond ha demostrado que es un corredor de fondo con su último compacto, Home Before Dark (2008). Hay un poso de sinceridad que descansa en cada una de las letras de las catorce canciones que adornan un CD con una excelente presentación (una carpetilla con una extensa introducción a cargo de su autor y un DVD anexo, además de contener dos bonus tracks). Los temas tratados son inherentes a un melodista fajado en mil letras que han conformado la base de decenas de discos, pero recorridas por un sentimiento de nostalgia, de deseo de aprehender un pasado que se desvanece al correr de las hojas del calendario. El sentido de unidad de Home Before Dark lo confiere una voz tersa que no escapa de sus habituales inflexiones —muy evidente en Whose Hands Are These— y la introducción a la guitarra para la docena larga de canciones. Un total de cuatro guitarristas han acompañado a Diamond en las sesiones de grabación de Home Before Dark, una obra chapada al estilo clásico pero con una frescura que denota el entusiasmo de saberse un superviviente de modas de distintos calado y penetración en un mercado saturado de ofertas y de pseudomúsicos. En definitiva, el último trabajo discográfico de Diamond deviene un regalo para los oídos, que encierra una perla de inequívoco sabor añejo: Another Day (That Time Forgot). Contraviniendo el sentido de otro de los temas —Slow It Down, que nos sitúa en su faceta de bluesman— que aderezan esta mayestática obra con un perfume musical para instantes que nos convoquen a poner el retrovisor de nuestros sentimientos, Neil Diamond Slow It Up («camina lentamente hacia arriba»). Gracias, Mr. Diamond o «Mr. Brasher» por haberme dejado subir en un tren de largo recorrido que dista aún de anunciarse el fin de su trayecto. Espero no bajarme en la próxima estación y recorrer cada uno de los vagones de un tren poblado de canciones que merecen una escucha más atenta que la dispensada en su tiempo, y muchas otras que han quedado enterradas en el anonimato.