miércoles, 5 de diciembre de 2018

«VOSS» (1957), de Patrick WHITE: UNA OBRA MAESTRA «OCULTA» DE LA LITERATURA DEL SIGLO XX

Desde que Thomas Mann (1875-1955) fuese el primer alemán en obtener el Premio Nobel de Literatura, en 1929, pasaron cuarenta y tres años hasta que otro de sus compatriotas, Heinrich Böch (1917-1985), recibiera semejante distinción. Ocurrió en 1972, siendo Böch quien precedió a un autor que asimismo hizo historia en los premios otorgados por la Academia Sueca instaurada por Alfred Nobel, Patrick White (1912-1990), hasta la fecha el único australiano en obtenerlo, aunque nació circunstancialmente en Inglaterra. De manera sintética, al otorgar el galardón a White se consensuó por parte de los integrantes de la Academia con derecho a voto una frase que cobra carta de naturaleza a la conclusión de la lectura de Voss (1957): «por un arte narrativo épico y psicológico que ha introducido a un nuevo continente a la literatura». Una lectura que atiende al relato de John Ulrich Voss, apodado «el alemán», quien a mediados del siglo XIX comandó una expedición al corazón de Australia, en el tan temible como fascinante outback, territorio apto para estudios antropológicos con una patina de mitología.
   Autor de cuatro novelas publicadas —Happy Valley (1939), The Living and the Dead (1941), The Aunt’s Story (1948) y The Tree of Man (1955)— antes que viera la luz en las librerías Voss, parece evidente que White tuvo en la literatura germana cultivada, entre otros, por Thomas Mann, una influencia más que notable. En sus años de juventud visitó en diversas ocasiones Alemania y en algún momento de su itinerario personal e intelectual tuvo constancia de las expediciones australianas llevadas a cabo por el explorador, aventurero y zoólogo Ludwig Leichhardt (1813-1848). La primera de las mismas quedó consignada en 1846, aproximadamente el mismo periodo en que White sitúa el punto de partida de su quinta novela, aquella capaz de dimensionar su calidad de estilo hasta unos límites que alcanzan la excelencia en prácticamente cada uno de los tramos de la historia. Lo hace a través de unos mecanismos que, excusa decirse, transporta al lector a ese espacio remoto aussie con la precisión de un «cirujano de la palabra escrita», superponiendo los planos de las emociones —esencial, por ejemplo, para desentrañar el vínculo “casi místico” que se establece entre Laura Trevelyan, sobrina de uno de los filántropos que cubren los gastos de la expedición, y el personaje epónimo—, el descriptivo, el geográfico y el narrativo. Incluso, podríamos colegir que existe un plano sensorial y otro olfativo, en la manera cómo “atrapa” a su presa —léase lector— y no la “suelta” hasta la última página, la 518 en una esplendosa edición a cargo de Impedimenta que rescata para nuestra satisfacción un texto publicado por primera vez en lengua castellana por el sello andaluz Ícaro, en 2008, con un título «Tierra ignota». En esa tierra ignota discurre, pues, un relato que anexiona lo épico y lo psicológico, los dos conceptos clave que razonaron los académicos a la hora de otorgarle el Nobel de Literatura a White. Al cabo de leer Voss con una pluscuamperfecta traducción a cargo de Raquel Vicedo, el pensamiento que me sobreviene es que he convivido durante unas cuantas horas con algunas (medido en centenares) de las mejores páginas de la literatura del siglo XX, situándola por derecho propio, a día de hoy, en mi particular top ten de novelas leídas a lo largo de mi vida, aproximadamente un millar. Soy consciente que hay frases y expresiones de Voss que dormirán conmigo para siempre y espero no tardar demasiado en releer esta pieza maestra que parece, por momentos, trazar una línea en la sombra en paralelo a El corazón de las tinieblas (1896) de Joseph Conrad, en ese doble viaje entre lo místico y lo alegórico. Al calor de la lectura, sobre todo en su tramo final, no he descuidado el recuerdo que pesa sobre mí una novela como Las arenas de Kalahari (1960) de William Mulvihill, en que por momentos observaba el personaje de O’Brien proyectado en la mesiánica figura de Voss. Una novela al que el cinematógrafo hizo justicia merced al mago reformulado en director y guionista Cy Endfield. En relación a Voss, la idoneidad de Peter Weir para adaptarla sería quizás el último o penúltimo gesto para redimensionar su obra fílmica y, a la par, contribuir a sacar de la oscuridad (fuera del continente oceánico) una novela que afianza el valor de la literatura como un ingrediente fundamental para la alimentación espiritual, intelectual y sensorial del ser humano.

lunes, 12 de noviembre de 2018

«MARY, QUE ESCRIBIÓ FRANKENSTEIN» (2018) de Linda Bailey y Júlia Sardà: CASTILLOS EN EL AIRE


Consolidada la propuesta editorial de Impedimenta hace varios años, en una toma de decisión preñada de inteligencia y astucia, el sello madrileño quiso integrar a su excelso catálogo libros ilustrados que pueden ser saboreados indistintamente por jóvenes y adultos. Para tal menester, cabía imaginar una suerte de colección en paralelo a las novelas del formato clásico de la editorial y con portadas caracterizadas por la agradable rugosidad a su tacto. En estas delicatessen reposa la esperanza de captar a lectores a futuro, formando parte así de una estrategia que, haciendo un símil automovilístico, se alternan las luces cortas con las largas. En el interior de ese imaginario vehículo viajan los editores —con Enrique Redel ocupando la plaza del conductor— y en su parte trasera los escritores e ilustradores que han sido “invitados” a integrarse en un proyecto editorial que arrancó hace once años. Para la ocasión, la escritora canadiense especializada en cuentos infantiles Linda Bailey y la ilustradora barcelonesa Júlia Sardà, se suben al automóvil de Impedimenta para dar a conocer al público lector Mary, que escribió Frankenstein (2018). A lo largo de ese recorrido por la «Carretera de las Letras» nos asomamos a un prodigio de síntesis que bien hubiera podido ser el relato explicado de manea sucinta de Mary Shelley (2017), la propuesta cinematográfica que he visto en la gran pantalla en el verano de este año. Mas, probablemente hubiese sido el documental televisivo canadiense del mismo nombre, fechado en 2004, el que habría contribuido a avivar el interés de Bailey por dar acomodo a un relato centrado en Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), quien a los dieciocho años resolvió rubricar una novela “inmortal”, un "long-long seller" con doscientos años de antigüedad: Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818). Al igual que la protagonista de la función televisiva —Sarah Allen—, es natural de la Columbia Británica donde reside desde hace tiempo y elabora una obra de una reputación excepcional en el campo del libro infantil y juvenil. En la edición de Impedimenta Bailey encuentra alianza con el talento de Júlia Sardà en calidad de ilustradora. Habiendo emprendido un anterior viaje con Impedimenta en este mismo año —suyas son las ilustraciones que podemos encontrar en el interior de Los Liszt (2018) de Kyo McLear—, Sardà deja impreso un estilo singular en la práctica totalidad de la cincuentena de páginas que integran este precioso volumen encuadernado en tapa dura. Descontadas las notas de la propia autora Linda Bailey, que entre otras cuestiones reflexiona sobre el contenido del prefacio escrito por Mary Shelley en 1831, las dos últimas láminas cuentan con ilustraciones a sangre. Mientras en la página impar observamos una imagen del soñado estreno londinense de Frankenstein (1931), luciendo la imagen de un transfigurado Boris Karloff (maquillaje cortesía de Jack Pierce con sugerencias a cargo del propio director de la cinta, James Whale) como el «Monstruo», en su reverso página par— aparece el retrato de la procaz escritora concebido por Richard Rothwell y que se exhibe en la National Portrait Gallery. En el momento que Rothwell inmortalizó su imagen en un lienzo, Mary Shelley contaba con cuarenta y tres años. Una edad que tan solo llegaría a alcanzar su hermanastra Claire de las otras cuatro personas que quedaron a resguardo en una casa solariega, situada a los pies del largo Lehman, en una desapacible noche de verano de 1817. En ese momento Lord Byron retó a sus acompañantes a escribir una historia de fantasmas cada uno de ellos. Únicamente Mary Shelley y John William Polidori (el médico de Lord Byron) llegaron a la meta propuesta, aunque con fortuna dispar. Si bien es cierto que Mary Shelley pasaría a la posteridad por su novela Frankenstein o el Moderno Prometeo, Polidori presumiblemente —tal como razona la propia Bailey— con su errática El vampiro creó el gérmen de la otra novela —Drácula (1897) de Bram Stoker— que prácticamente todo el mundo verbaliza cuando se trata de empezar a enumerar dos obras adscritas al género de terror gótico. Antes de definir las líneas maestras de sus respectivas piezas literarias, Mary Shelley y Stoker tuvieron que valerse de esos “castillos en el aire”, sinónimo de una imaginación que en el caso de la hija de un renombrado escritor de la época (William Godwin) y la autora de uno de los primeros tratados sobre el feminismo (Mary Wollstonecraft), empezó a desbordarla sobre todo a partir de su “destierro” escocés, a pocos años vista de alumbrar su Opus magna.                  

domingo, 11 de noviembre de 2018

SANDY DENNY (1947-1978): «ESCALERAS AL CIELO» DEL FOLK-ROCK BRITÁNICO

Entre las numerosas curiosidades que adornan el untitled cuarto álbum en estudio de Led Zeppelin se encuentra la participación de Sandy Denny (1947-1978) para complementar las voces que se escuchan en la grabación del tema “The Battle of Evermore”, que hace alusión a la confrontación de ingleses y británicos en el siglo XV. Óbviamente, la canción nacida de unos acordes creados por Jimmy Page a la mandolina (instrumento raro de localizar el abecedario de los Zeppelin), quedó de inmediato eclipsada por ese “milagro” musical llamado “Stairway to Heaven” que computó en el siguiente surco de un disco que contribuyó a elevar a los altares del rock a la banda británica liderada por Robert Plant. A pesar de que los caminos de Denny no volvieron a cruzarse, Plant sentenció: «ella es mi cantante favorita de todas las chicas británicas que hayan existido». La frase lapidaria encabeza el texto del libreto rubricado por Clinton Heylin para el disco recopilatorio Sandy Denny: No More Sad Refrains. The Anthology (2000). Un título cargado de cierta ironía que el propio Heylin utilizó para la publicación de una biografía que llegó al circuito comercial dos años más tarde, dando así a conocer los pormenores de una vida truncada a los treinta y un años de edad, tras una serie de complicaciones derivadas de una caída en que su cabeza golpeó contra el suelo. Aquella cabeza provisionada de una revuelta melena rubia de la que surgirían composiciones direccionadas hacia esas almas afligidas por el dolor, el sentimiento del abandono y/o la necesidad de la búsqueda de renovadas motivaciones alejadas de entornos hostiles. Con un hiato de catorce años, otra biografía --si acaso menos contemplativa que la de Heylin al abordar cuestiones un tanto escabrosas--, Sandy Denny: The Tragic Story of Britain's Unsung Folk Heroine (2016) de Len Brown, reforzaría el interés por conocer cuestiones relativas a este ángel caído.
   En un viaje por tierras holandeses que tuvo lugar este pasado verano reparé en una tienda de Utrech en el doble disco compacto Sandy Denny: No More Sad Refrains. The Anthology. Por aquel entonces, para un servidor la obra de Denny era sinónimo de un eco lejano, de tonadas que presumiblemente había escuchado en mi prospección a finales del siglo XX por las voces femeninas, casi todas adscritas a figuras musicales procedentes del continente norteamericano. Al calor de varias escuchas de este CD que contiene la integridad de las canciones que jalonan los dos primeros álbums en solitario de Denny —The North Star Grassman and the Ravens (1971) y Sandy (1972)—, su música ha ejercido una especie de hechizo en mi persona. Su voz se contorsiona hasta adoptar aires inherentes al folk, rock, de canción tradicional irlandesa, pop e incluso country. Su escucha se hace especialmente favorable cuando el termómetro de nuestros sentimientos situado en zonas valle, arropando la calidez de su voz en esas noches de vigilia a la espera que amaine el temporal que sopla con intensidad. Es entonces cuando la música de Sandy Denny —parafraseando una de sus emblemáticas canciones— suena como un viejo vals, aquel provisionado para rememorar cada uno de sus compases ¾ en lo más recóndito de nuestra memoria. No me cabe duda que si Sandy Denny, cuanto menos hubiese alcanzado la cincuentena, hoy en día seguiría siendo venerada por una legión de fans. El infortunio quiso que Alexandra Elene MacLean Denny —cuyos ancestros por parte de madre se ubican en la tierra de William Wallace— expirara al poco de cumplir la treintena, dejando tras de sí un reguero de piezas maestras abordadas en solitario, y una carrera musical asociada a la historia de Fairport Convention. De esencias folk, la banda en cuestión se benefició de la participación de Sandy Denny para algunos de sus discos más emblemáticos, pero decidió descabalgarse de Fairport Convention para seguir su propio instinto, aquel adueñado de la idea de edificar una actividad profesional en calidad de cantautora en solitario, dejando para los anales un total de cuatro discos de estudio a lo largo de los años setenta. Espero que llegue el momento para atender a la escritura de un ensayo en forma de libro que ayude a redimensionar la importancia de esas féminas cantautoras, responsables de esa revolución silenciosa arbitrada desde los tiempos del flower power y que alcanza hasta nuestros días. Sin duda, un apartado quedará reservado a Sandy Denny, la autora de proezas compositivas y vocales como “Man of Iron”, “Solo”, “One More Chance” o Late November”.          
            

domingo, 28 de octubre de 2018

«EL HECHICERO» (1939): LA «NOUVELLE» RESCATADA DE VLADIMIR NABOKOV EN EL VIAJE A ITHACA


En octubre de 1998, a las puertas de conmemorarse el centenario del nacimiento de Vladimir Nabokov (1899-1977), su único hijo Dimitri anunció, a través de sus abogados, una querella ante los tribunales de justicia estadounidenses para evitar la publicación de Los diarios de Lolita, de Pia Pera. En su defensa, la editorial dispuesta a publicar el manuscrito de Pera alegó que se trataba de historias distintas y que incluso se habían cambiado el nombre de los personajes manteniendo, eso sí, el de la ninfa nacida de la pluma de Vladimir Nabokov. Así pues, además de traductor del ruso al inglés de las novelas o relatos que  su progenitor había pergeñado en su patria de origen antes de trasladarse a vivir a Norteamérica, Dimitri Nabokov (1934-2012) se consagró a la salvaguarda de su patrimonio literario. Fallecido a los setenta y ocho años en el mismo país que lo hizo su padre Suiza, Dimitri, a buen seguro, hubiese abierto otro frente judicial a la publicación en este pasado mes septiembre del ensayo The Real Lolita: The Kidnapping of Sally Horner (2018), en que su autora Sarah Weinman abona la tesis que el secuestro real de Sally Horner por parte de un paedófilo llamado Frank LaSalle, en Candem (Nueva Jersey) en junio de 1948, marca diversos puntos de contacto con la ficción literaria de Vladimir Nabokov que cursó categoría de longseller. A modo de ejemplo de semejante catalogación, en el sello Anagrama han alcanzado veintitrés ediciones de Lolita y no parece detenerse en esta cifra. Mucho más modesta, pero asimismo harto significativo del interés que sigue despertando el genio literario de Vladimir Nabokov, deviene la cuarta edición de El hechicero (1939), la nouvelle que indefectiblemente figura en el cuerpo de análisis de aquellos dispuestos a bosquejar en los orígenes de una pieza suprema de la literatura universal como Lolita. La “divina providencia”, pues, ha querido que tras la publicación del ensayo de Weinman, el sello barcelonés ha “contraprogramado” una nueva edición de El hechicero que coloca los puntos sobre las íes en la medida que las apenas setenta páginas de las que consta la última de las novelas rusas de Vladimir Nabokov anticipa la principal línea argumental de Lolita. En la mente de personalidades abocadas al ejercicio de la escritura en prosa el “principio de linealidad”, en que «A» conduce a «B», y así sucesivamente, no tiene sentido aplicar, más aún si cabe en la mente de un creador de la singularidad de Vladimir Nabokov que no concedía a la adecuación de una trama bien armada de principio a fin el andamiaje básico para construir una pieza literaria capaz de quedar perpetuada con el devenir de los años.
   El favoritismo que he mostrado durante lustros por la obra de Vladimir Nabokov me ha llevado a atender a la lectura de El hechicero con fruición. El propio afamado escrito la dio por perdida hasta que figuró entre el material que, tras un complejo traslado, "domicilió" en los Estados Unidos. A su muerte, su hijo, ya instalado en Ithaca (Grecia) se consagró a traducirla guiado "espiritualmente" por su progenitor. En el palpitar de sus páginas parecen desprenderse las sombras de las imágenes de Lolita, así como los temas que marcarían el “itinerario” de una propuesta tan desafiante para la moralidad estadounidense de la época como milimétrica en su dispositivo narrativo. Bien es cierto que las diferencias entre sendas piezas literarias un aspecto que Dimitri Nabokov recalca en su particular ensayo Sobre un libro titulado El hechicero fechado en abril de 1986, a modo de complemento de la presente edición con una sublime ilustración de la portada a cargo de Hemm Klim y traducción de Enrique Murillo— resultan palmarias en cada uno de los frentes que se quiera indagar con la salvedad de su esqueleto argumental. Con todo, en los pliegues de esa literatura pautada por el aliento poético inherente a Vladimir Nabokov reconocemos la huella primigenia de Lolita Haze plenamente afincada en el imaginario colectivo sobre todo a partir de su “representación” en la gran pantalla de la mano de Stanley Kubrick en 1962. En esa misma década, Dimitri Nabokov, compaginó el ejercicio de traductor y fiel escudero de la obra paterna con el bel canto, aquel que le llevó a subirse en los escenarios donde llegó a compartir cartel con la recientemente desaparecida Montserrat Caballé y Jaume Aragall. Pero, sin duda, donde su voz se dejó sentir con mayor fuerza fue al enfrentarse a traducir textos que, en ocasiones, obedecían a auténticos ejercicios de equilibrismo con la mente orientada a no traicionar el espíritu –en ocasiones un tanto burlón— de su insigne progenitor.                           


martes, 16 de octubre de 2018

LA «NAVE» MUSICAL DE «STARMAN» JOHN CARPENTER, ATERRIZÓ EN SITGES

Sin margen de error, 1987 —en vísperas de cumplir mi veinte aniversario— fue el año que empecé a seguir la pista de John Carpenter, un director cuyo rostro asociaba por aquel entonces con Mike D’Antoni, el playmarket estadounidense que llegó a formar parte de una de las más celebradas plantillas del equipo de básket de Milán. Dificilmente podré olvidar el impacto que causó en mi persona la proyección en una copia doblada en 16 m/m de Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976) en la última sesión del primer día del mes de septiembre de aquel año. Arranque, pues, de un curso cinematográfico que concluyó en los cines Nàpols (hoy en día reformulada en la sala Phenomena) con la proyección de La cosa (1982), en régimen de reposición, en agosto de 1988. Posiblemente estos sean dos de los títulos de la filmografía de Carpenter que siguen atrapándome al revisarlas, la primera porque representa un ejemplo paradigmático de que la economía de medios puede fomentar el ingenio, y la otra porque soporta el paso del tiempo dado que nació con la denominación de origen de “clásico instantáneo”, todo un dechado de virtudes con resabios hawskianos. En cierto sentido, la seminal The Thing marcó un punto de inflexión en relación a la consideración crítica que podría merecer hasta entonces la obra de Carpenter. No obstante, las noticias que llegaban del otro lado del Atlántico hablaban de una enfermedad que se le había diagnosticado. Ciertamente, año tras año el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges cursaba invitación a Carpenter para asistir al certamen catalán, pero había la negativa por respuesta parapetándose en la enfermedad que, al parecer, padecía. Su deterioro físico en cuestión de pocos años no iba encaminado a desmentirlo. Han tenido que transcurrir treinta y seis años desde entonces para que John Howard Carpenter hiciera acto de presencia en Sitges, pero con un camuflaje distinto al que podría presuponerse. Lo hizo ejerciendo de frontman del sexteto de músicos que tocan mayoritariamente piezas de su repertorio en calidad de compositor de bandas sonoras de sus producciones cinematográficas y que se encuentran de gira este otoño por distintos puntos del planeta.
   Liberado de mis obligaciones como jurado de un par de secciones Órbita y Fantastic Discovery— de la 51 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, acudí en compañía de mi mujer Esther Solías al concierto que la banda de John Carpenter dio el pasado 13 de octubre de 2018 en su estelar jornada de cierre. La jornada se iniciaba con una visita al vetusto y, a la par, entrañable cine El Prado para contemplar La noche de Halloween (1978) un film que me ha ido ganando con el correr de los años— antes de la hora de comer. Una manera adecuada para empezar a sintonizar la emisora musical de Mr. Carpenter en un espacio deslumbrante como el Auditori Melià la sede central del certamen de la Blanca Subur, en que el público asistente cerca de un millar, con el aforo prácticamente lleno— quiso, antes que nada, en un acto reflejo fijar la mirada en el centro del rectángulo para, presumo, que la espera de tanto años años para muchos de nosotros había valido la pena. En la víspera del evento, alguien me comentó que John Carpenter estaba de vuelta del cine. A la luz de lo escuchado y visto en aquel prodigioso sábado con el cielo encapotado niego la mayor. Carpenter sigue aferrado al cine, pero siendo observado desde otro flanco, acaso el más desconocido para el común de los mortales. A pesar de la escasa hora de concierto no se escucharon reproches. Carpenter cumplió un sueño para la plana mayor de los que asistimos a un concierto en que se hizo un repaso de sus trabajos cinematográficos a través de composiciones (en su inmensa mayoría) propias y ajenas (Starman y La cosa, cortesía de Jack Nitzsche y Ennio Morricone, respecitvamente). En distintas fases del concierto llegaron a intervenir tres bajistas (John Koresky, Scott Server y Daniel Davies, el más virtuoso de todos ellos), formando un particular combo junto a dos teclados (administrados por padre e hijo, Cody Carpenter) y batería (John Spiker). Sin duda, uno de los high points de la velada fue la ejecución del tema medular de In the Mouth of Madnsess, en que se respiraban aires de blues en ese mar de secuencias musicales programadas al ordenador por el maestro de ceremonias. Con aderezo de algunos temas que no tienen correspondencia con la hacienda cinematográfica, la velada resultó un viaje a ese cine ordeñado con una proverbial capacidad de síntesis, al compás de una música que se define por su sencillez y eficacia. Pocas notas bastan, por ejemplo, para adentrarnos en la boca del miedo de propuestas como La noche de Halloween o Asalto a la comisaría del Distrito 13. Al filo de las diez de la noche, en aquella jornada inolvidable los astros se conjuraron una vez más para contemplar en pantalla gigante y en calidad 4K 2001: una odisea del espacio (2001). No en vano, al igual que para tantos de su generación, para un veinteañero John Carpenter representó toda una “revelación”. En mi caso, en la misma franja de edad esa añeja proyección de Assault On Precinct 13 despertó la atención y el interés por un cineasta irrepetible y singular, entre otras consideraciones, por su desdoblamiento en compositor con apenas unos someros conocimientos teóricos en esta materia. El ejercicio del autodidacta elevado a la enésima potencia. Carpenter, en definitiva, triunfó en esa jornada de cierre de una excepcional edición concebida bajo el influjo del monolito de 2001, leit motiv del cartel del festival.    
     

sábado, 29 de septiembre de 2018

A PROPÓSITO DEL PRIMER ANIVERSARIO DEL 1-0: HISTORIA DE UN GRAN FRACASO


A lo largo de sus aproximadamente noventa años de existencia el cine sonoro ha creado sus propios códigos narrativos que tienen en la entrada reservada a la letra «M» de su singular diccionario un término de raíz anglosajona: McGuffin. El inglés Alfred Hitchcock, acaso una de las personalidades cinematográficos más influyentes en el devenir de la Historia del Séptimo Arte una vez vencido el periodo silente del que participó activamente, acuñó el término en cuestión. En este vocablo se condensa la idea que un determinado elemento que de partida parece cobrar relevancia de cara al avance o desarrollo de la trama, al final no tiene incidencia alguna en la misma. Puede interpretarse, por consiguiente, conforme a un elemento de distracción sobre todo especialmente pertinente en tramas de suspense.
    Cuando vuelvo la mirada hacia atrás y trato de reflexionar sobre lo acontecido en mi tierra —Catalunya— el pasado 1 de octubre de 2017, interpreto las urnas como el equivalente del término McGuffin. Esa película que para buena parte de mis paisanos pasaría a ser la más importante de sus vidas duró varias semanas y tuvo su clímax el 1-O. En ese relato cinético el elemento que estaba en boca de todo el mundo se correspondía con las urnas, alimentando un juego especulativo sobre su procedencia, si habían podido llegar a territorio catalán y un largo etcétera en forma de múltiples variables. Más propio del plot de una comedia de la Ealing —pienso, por ejemplo, en Whisky Galore! (1949)—, a toro pasado hemos sabido de esas historietas de cómo el ingenio humano —combinado con la ingenuidad (valga el eufemismo) de los servicios de inteligencia (sic) del estado español— hizo posible mantener en secreto la ubicación de miles de urnas diseminadas por todo el territorio, al punto que en algunos casos las mismas se encontraban en el interior de garajes o trasteros situados a decenas o escasos centenares de metros de los colegios donde se iba a proceder a un amago de referéndum. De la Diada del 11-S se pasó al Día «D» del 1-O. Ambas fechas habían sido marcadas en rojo en el calendario de los afines al independentismo, en que el fervor de la una –el 11 de septiembre— debía servir para reforzar, potenciar un sentimiento de motivación y, a la par de resistencia para la jornada dominical del primer día de octubre de 2017. Sendas jornadas, pues, habían servido para tender un puente de plata hacia Itaca, en busca del Santo Grial del independentismo a los que un elevado porcentaje de catalanes quedamos (auto)excluidos. La imagen cegadora de una Catalunya independiente nubló la capacidad de razonar de infinidad de personas que en su quehacer diario aplican el seny. Poco o nada importaba que los partidos mal llamados “unionistas” o “constitucionalistas” no participaran de lo que consideraban una farsa, una propuesta de referéndum en que solo una de las partes hizo campaña. De esta forma, el concepto referéndum perdía todo sentido, disolviéndose como un azucarillo en un mar de proclamas a la movilización de cara al 1-O por parte de los partidos independentistas de nuevo cuño o de larga tradición. El engaño estuvo servido y, a partir de bien entrada la mañana de aquel domingo de otoño, a los ojos de un servidor, las urnas pasaban a convertirse en el McGuffin de una trama que se teñía de terror. Con motivo del cumplimiento del primer aniversario del 1-O, aquellos dirigentes políticos invadidos por un perfil fanatizado en cabeza, el President de la Generalitat de Catalunya (para solaz desgracia de muchos de nosotros) Quim Torra— expresan que se trata de una fecha marcada a fuego en la reciente Historia de Catalunya, una señal de victoria en la defensa de las urnas. Es como si hicieran una reseña crítica de una película de Alfred Hitchcock y subrayaran en diversas ocasiones del texto la importancia del McGuffin. Lejos de las ataduras del fanatismo, si hacemos un juicio ponderado y medido desde una mínima capacidad de análisis, lo que más se asemeja a lo acontecido en Catalunya el 1-O de 2017 deviene una historia de terror, una pesadilla que no quisiera volver a ver. Aquel día lloré porque pegaron a personas con las que me puedo cruzar por la calle, al ir a comprar el pan o compartir recinto cuando voy a tomar un café con leche o un aperitivo. No hubo épica en aquel 1-O; las urnas eran lo de menos. Salvo a los “abducidos”, ¿a quién le importó que el falso referéndum se saldara con el 90 0 el 95% de los votos a favor?. Quim Torra y los de su cuerda se expresan en términos de victoria cuando, en realidad, para cualquier persona sensata representó un fracaso en toda regla. El fracaso por convocar una farsa de referéndum; el de unas autoridades policiales que actuaron como los drugos de La naranja mecánica, y de unos dirigentes políticos que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 se colocaron en el frontispicio de la legalidad para, a renglón seguido, enarbolar la bandera de un independentismo que ha traído como consecuencia muchas más penalidades que beneficios.

«LA MADONA DE LOS COCHES CAMA« (1925) de Maurice Dekobra: UNA DAMA DE ALTOS VUELOS

«Lady Diana Wynham reposaba sus hermosas piernas, enfundada en los husos etéreos de dos sedosas medias de 44 denieres, sobre un puf cuadrado de terciopelo color habano. Su busto quedaba oculto tras el parapeto blanco del Times, desplegado entre sus dos brazos desnudos. Sus piececitos se agitaban dentro de unos zapatos de brocado cereza y plata, amenazando el equilibrio de una taza Wedgwood auténtica, tangente a uno de los inquietos tobillos». Así arranca la novela La Madona de los coches cama (1925), considerada una de las masterpiece de Maurice Dekobra (1883-1973) y por ventura recuperada por el sello Impedimenta en un panorama editorial yermo en traducciones al castellano en relación a la fecunda producción literaria del escritor galo. Hasta donde alcanza las fuentes documentales consultadas, se trata de la primera edición al castellano de La Madona des sleepings, y la segunda de las novelas —el bautizo se remonta a los años cincuenta con la impresión de La espía por parte del sello Imperia, que mereció una reedición en 1969 bajo el genérico La espía que hace reír merced a la iniciativa de la efímera empresa barcelonesa Edisven— que llevan la rúbrica de Ernest Maurice Tessier, artísticamente Maurice Dekobra, un apellido (traducción literal a la lengua de Dámaso Alonso: «dos cobras») surgido fruto de su eventual encuentro con un encantador de serpientes. El mismo se produjo en uno de los miles de escenarios naturales que Dekobra visitó en infinidad de viajes por todo el mundo, que le facultaron para crear más de una veintena de novelas donde el común de los lectores de la época no podían acceder más que a través de la ventana de la ficción literaria o, en el caso concreto de La Madona de los coches cama con el suplemento de una versión cinética financiada por la productora Pathé-Natan. Dekobra dio la medida de la popularidad que se había granjeado en un relativo corto espacio de tiempo con el triunfo personal y, a la par, profesional de que tres producciones cinematográficas coincidieran en un mismo año en las carteleras europeas, nacidas de sendas novelas o relatos de un empedernido viajero y bon vivant asociado al mundo de la denominada smart set. Ese 1928 sería asimismo la fecha de la defunción de la germana de ambivalente nombre artístico, Claude France, la que encarnó en pantalla a Lady Diana Wynham en una producción silente que apenas trascendió fuera del territorio francés. De su estreno quedó un eco remoto cuando el país vecino recuperó para el sello Zulma en 2006 un texto que rivaliza en elegancia y exquisitez narrativa con la coetánea El gran Gatsby (1927) de Francis Scott Fitzgerald. Una docena de años más tarde la buena nueva que comportó su inclusión en el catálogo de Éditions Zulma, en un prodigio de traducción en el haber de Luisa Lucuix Venegas el sello madrileño Impedimenta nos ofrece la posibilidad de recrearnos en una novela que excluye el lenguaje viperino a la hora de describir los avatares de una dama británica que se agarra a la opción de contraer matrimonio con un bolchevique, una más de las frivolités a cuenta de Diana Wynham cuya luz resplandece en gran parte de las casi trescientas páginas que jalonan La Madona de los coches cama. Cuando su presencia declina en favor de otros personajes a lo largo del relato preferentemente cuando el ojo de Dekobra se posa en los escenarios de la Rusia postrevolucionaria, la empresa literaria pierde fuelle. Un efecto, en todo caso, transitorio que con el correr del último tercio cincelado con el pincel afilado, preñado de astucia, inteligencia y provisionado de las infinitas experiencias acumuladas por un ser que tocó con la yema de sus dedos la excelencia en el arte de la escritura. El descubrimiento de Maurice Dekobra, pues, está servido por la vía de una edición que cuenta con la particularidad de dos cubiertas distintas, la una trenzada sobre un mosaico de plumas y la otra con la imagen de Diana Wynham en posesión de sus facultades seductoras, aquellas que sirven de preámbulo a una desnudez real conforme a una medida de transgresión que soliviantó los ánimos de la censura de la época. De ahí que la cautela llevara a los productores norteamericanos a descartar una adaptación cinematográfica, dejando que recayera en la industria gala una versión muda, a modo de puerta de entrada para que Dekobra alternara a partir de entonces su faceta de guionista, productor e incluso realizador (el largometraje La rafle est pour ce soir) con sus viajes (algunos por tierras recónditas como Nepal), sus asuntos amorosos y el cultivo de una obra en prosa que abona el campo de la reivindicación.            

viernes, 14 de septiembre de 2018

LA MINISERIE «22.11.63» (2016): REGRESO AL PASADO

Durante los años ochenta Stephen King (n. 1947) pasó a ser uno de los escritores cuya obra visitaba con asiduidad. Difícilmente se me escapaba una película que llevara el “membrete” de King, ya por aquel entonces una marca de éxito editorial de la que inopinadamente se aprovechaba para su “explotación” en el medio cinematográfico. En la medida que vas evolucionando y atiendes a renovadas inquietudes, paulatinamente fui aparcando las lecturas de novelas y relatos cortos de King, cada vez más “contaminados” por una composición más propia de un guión cinematográfica que de una pieza literaria en sentido estricto. Con el advenimiento del nuevo milenio, King ya no formaba entre mis lecturas, aunque atendía a las noticias relativas el escritor de Maine, llamándome la curiosidad el título nominal de una de sus voluminosas novelas, 22.11.63 (2011). Para los que solemos desviar más de un pensamiento sobre la figura de John Fitzgerald Kennedy (1914-1963) al cabo de cada año, esta fecha ha quedado grabada a perpetuidad. Ochocientas sesenta páginas era un plato demasiado copioso para que no se me atragantara tras varios años de ayuno de la prosa de Stephen King. Siete años después de aquella presentación en sociedad, quizás sea el momento de volver a la obra literaria de King, y en concreto la "mastodóntica" 22.11.63, máxime tras haber visto la miniserie homónima estrenada en febrero de 2016. En un formato convenientemente ajustado a la extensión de la novela ocho episodios  con una duración de algo más de una hora para el primer y el último, y unos cuarenta y dos minutos los de “en medio”— 22.11.63 sirve de anticipo para uno de sus principales impulsores J. J. Abrams— de la ambiciosa producción Castle Rock (2018) que aguarda estreno en las plataformas digitales como Neflix para estas fechas. Si bien Castle Rock persigue un propósito de homenaje continuado del universo King, en 22.11.63 no faltan alusiones –algunas un tanto veladas— a la obra del ya septuagenario escritor norteamericano. Seguramente, para los no familiarizados al detalle del contenido de las novelas de King y, por ende, de sus correspondientes adaptaciones cinematográficas y/o televisivas, les pueda pasar por alto la respuesta de Jake Amberson (James Franco) cuando la bibliotecaria Sadie Dunhill (Sarah Gadon) le pregunta en qué instituto ha cursado sus estudios medios. El nombre que da —Bates— hace alusión al instituto en el que celebra su graduación Carrie White en Carrie (1975), recubierta con la funda de la socarronería si atendemos a que se trata del famoso motel de la película de aquella época dirigida por Alfred Hitchcock. Precisamente, un devoto del cine de Hitchcock véase su ascendente en la cinta El eslabón del Niágara (1979), Jonathan Demme, estuvo en negociaciones con Stephen King para que se ocupara de la dirección, de la producción y de los guiones de una miniserie vehiculada a nivel financiero por Bad Robots, la compañía de Abrams. La elección de Demme no había sido fruto del azar. King había reparado en su remake de El mensajero del miedo (1962), adaptación de la novela The Manchurian Candidate (1955) de Richard Condon en que un francotirador trata de atentar contra el presidente de los Estados Unidos de América. La novela de Condon resultó profética, quedando consignada una primera adaptación cinética un año antes del asesinato de Kennedy. Demme no dio su brazo a torcer en la defensa de un criterio artístico que no iba en sintonía con el del “padre de la criatura”, King. Haciendo acopio de una voluntad por controlar las distintas fases creativas, una vez descablagado del proyecto Demme, King ejerció de productor ejecutivo de 22.11.63, un “viaje al pasado” realizado por Jake Amberson con el objetivo de evitar el asesinato/magnicidio del máximo mandatario de la Casa Blanca. Bajo el férreo control dispuesto por King el proyecto siguió adelante hasta su concreción en la pequeña pantalla en 2016. Salpicada del juego (auto)referencial, 22.11.63 presenta en su “fondo de armario” trajes de tonalidades oscuras que combinan bien con el terror que produce la acción de un sádico, Frank Dunning (Josh Duhamel) que pretende asesinar a su esposa y sus dos hijos. No obstante, el objetivo del profesor Jake Amberson (James Franco, en un papel que no hubiese sido complicado "ver" a Matt Dillon) al regresar al pasado es dar con el paradero de Lee Harvey Oswald (Daniel Webber con un notable parecido con el joven filocomunista) para cambiar el rumbo de la historia. Siguiendo el itinerario narrativo marcado por King suyos son la totalidad de  guiones de la serie, el británico Kevin McDonald (poseedor de dos almas bien diferenciadas: la de storyteller de obras de ficción y la de documentalista) se encargó de un primer episodio “The Rabbit Hole”— para luego ceder el testigo tras las cámaras a tres James Kent, Strong y Franco— y al "todoterreno" Frederick E. O. Toye y John David Coles. Contribuciones dispares pero ceñidas a un estilo de realización que no busca epatar al espectador, sino quedar rendido al contenido de un relato que King empezó a barruntar a principios de los setenta. Sin embargo, el proyecto requería de un proceso de documentación cuyos “costes” no estaba dispuesto a asumir el prolífico King, dejando que reposara de manera conveniente en su particular bodega de proyectos en standy by. Ese grado de detallismo y de rigor histórico que queda plasmado en el papel jugó en beneficio de una estimulante miniserie cosecha del 2018 que, a mi juicio, ha flaqueado en su aparato promocional, incluida una horrible carátula que muestra un fugaz destello en forma de imagen de un guardaespaldas de John Fitzgerald Kennedy, peón de esa comitiva de seguridad que custodió de manera infructuosa al presidente de los Estados Unidos de visita a Dallas en una soleada mañana de noviembre de 1963, un año más tarde del estreno de la seminal El mensajero del miedo  y de hacer lo propio un par de meses antes Corredor sin retorno (1963), el film que gana al homenaje cuando Jake y Saddie visitan a Bill Turcotte (George MacKay) al psiquiátrico donde se le ha practicado una lobotomía. Así pues, Bill se mira frente al espejo de Johnny Barrett (en la piel de Peter Beck) de Shock Corridor. Sería Constante Towers, la actriz que encarna a la heroína del siguiente film de Sam Fuller, Una luz en el hampa (1964), la que protagoniza, junto a Jake, la secuencia final de esta estimable serie que combina documento histórico con un clásico del fantastique, el de los «viajes en el tiempo»

jueves, 23 de agosto de 2018

«MÁS TRABAJO PARA EL ENTERRADOR» (1949), de Margery Allingham: ALBERT CAMPION EN APRON STREET


En proporción al número de títulos publicados hasta la fecha en torno a los ciento veinte, Impedimenta aglutina entre sus numerosas virtudes el ser uno de los sellos del estado español que presenta un mayor porcentaje de obras escritas por mujeres, en justa correspondencia con el desempeño de las féminas dentro de la Historia de la literatura. No se trata de “cuotas” que ganan al mar del progresismo, si no de la constatación, a cada libro leído, de una calidad literaria que, en el caso de Margery Allingham (1904-1966) puede ser perfectamente equiparable, por ejemplo, de Edmund Crispin, seudónimo de Robert Bruce Montgomery (1921-1978), de cuya obra de un tiempo a esta parte la editorial Impedimenta ha dado “visibilidad” con la publicación de volúmenes recorridos en cada de éstos por el personaje del profesor de Literatura Inglesa Gervase Fen. Al correr de las páginas de Más trabajo para el enterrador (1949), la segunda de las novelas editadas por Impedimenta hasta la fecha (la primera El signo del miedo, en 2016), me sobrevino el recuerdo de las aventuras y desventuras detectivescas de Gervaise Fen, quien muestra un notable parentesco con Albert Campion, la “critatura” literatura por antonomasia de Margery Louise Allingham. Asimismo, Crispin y Allingham son coincidentes a la hora que el texto traspire por los poros de su cuerpo narrativo, fiado a la noción de novela de misterio, una veta irónica capaz de hacer esbozar una (medio)sonrisa al lector, sin que ello desmerezca un conjunto aplicado a un extraordinario puntillismo en la descripción de escenarios y personajes. Sin duda, un dominio del lenguaje y de los resortes que los sustenta que para Allingham, inmersa en el periodo de postguerra, ya acumulaba ingentes horas de vuelo en menesteres de escritora, el oficio que la había sido “revelada” prácticamente a la par que empezaba a articular un lenguaje oral bien articulado. El investigador Albert Campion fue el personaje que, de lejos, de dedicó mayor tiempo en su quehacer de escritora de novelas y relatos cortos. A diferencia de Gervase Fen, Campion presume de su linaje aristocrático y de haber podido figurar en la línea de sucesión al trono inglés. Por ello, cuando inopinadamente la Rank decidió adaptar su novela Tiger in the Smoke (1945) se adivina una de las apuestas literarias para venideras temporadas en la hacienda del sello Impedimenta—, eliminando para la ocasión el personaje de Albert Campion, Allingham, natural del barrio inglés que dio carta de naturaleza a nivel nominal a una de las productoras por excelencia de la comedia inglesa la Ealing-- volvió la espalda a esa misma industria que tres años de su muerte adaptaba Dr. Crippen (1963), una suerte de biopic sobre un asesino en serie que envenenaba a sus víctimas en la Inglaterra de principios del siglo XX: Al doctor Hawley Harvey Crippen el cinematógrafo le puso el rostro de Donald Pleasence, y en la novela de Allingham es citado en diversas ocasiones, a cuenta del proceso de investigación sobre Edward Chretin Palinode (1883-1946), fallecido prácticamente a la misma edad que lo haría Margery Allingham, a la que su coetánea Agatha Christie, rival en el campo de la novela de misterio, dijo que fue una de sus indiscutibles influencias. Christie siempre apreció el trazo firme de aquellos escritores con vocación de narradores, capaces conjugar lo didáctico con lo lúdico, el rigor con lo irónico. En la obra de Margery Allingham encontró semejantes atributos. La lectura de Más trabajo para el enterrador da fe de ello, siendo preceptivo para la misma el ir saboreando su fermento narrativo de manera especial a propósito de un viaje como el de un servidor por tierras holandesas. Desde su zona norte se puede hacer volar la imaginación y observar en lontanza la costa británica, un espacio geográfico provisionado de una inacabable nómina de escritores del talento de Margery Allingham, fiados a un magisterio en prosa que no cesó hasta el fin de sus días, llegando a firmar una veintena de novelas con el personaje fijo en esa ecuación literaria cuya incógnita –en su modalidad de whodonit.. cabe despejar en sus respectivas páginas finales.       

lunes, 2 de julio de 2018

«PAPÁ SE HA IDO DE CAZA» (1958), de Penelope Mortimer: VIDA DE RUTH

A principios de los años sesenta la industria cinematográfica británica dio carta de naturaleza a una relación de temás que hasta entonces no habían sido abordados en este medio o, cuanto menos, de manera muy superficial. Las relaciones de pareja interraciales Fuego en las calles (1962), Crimen al atardecer (1961), Un sabor a miel (1961), la homosexualidad Víctima (1961)— o el aborto clandestino La habitación en forma de L (1962)— servirían, pues, para el ampliar el abanico temático de una oferta ya de por sí suculenta en la hacienda de una industria británica que a lo largo de esa misma década sirvió de plató para numerosas producciones con bandera estadounidense. Resulta un tanto paradójico que en semejante contexto de apertura de miras la novela Daddy’s Gone-A Hunting (1958) no hubiera sido material susceptible de ser adaptado a la gran pantalla, por cuanto trata el tema del aborto que, de no llevarlo a cabo, podría comprometer el futuro de infinidad de jóvenes en las Islas Británicas. Su autora, Penelope Mortimer (1918-1999), aguardaría seis años desde la publicación de dicha novela para que una de sus obras literarias, El devorador de calabazas (1962, Ed. Impedimenta, 2014), tuviera su “representación” en imágenes con Siempre estoy sola (1964), cuya historia remite a las propias experencias conyugales suscitadas con el asimismo escritor John Mortimer. Ambos llegaron a firmar al alimón el guión adaptado de El rapto de Bunny Lake (1965), otra mirada inoculada de malevolencia que corrompe la idea de bondad del ser humano. Por aquel entonces, Penelope Mortimer hubiera podido abrigar ciertas esperanzas que Papá se ha ido de caza prosperara en su adaptación el celuloide, al calor del estreno de Darling (1965), centrado en la figura femenina de Diana Scott (Julie Christie), poseída por una oposición a los convencionalismos que tienen mal encaje en la clase media a la que pertenece. La Diana Scott de Darling y la Ruth Whitting de Papá se ha ido de caza comparten un mismo espacio social, pero sus realidades transitan por caminos disímiles. En el caso de Ruth no por casualidad, el segundo nombre de pila de Mrs. Mortimer— se enfrenta a la realidad del embarazo de su hija universitaria Angela. En ésta no se produce el dilema sobre si debe abortar o seguir adelante con su embarazo, como sí sucede en la novela seminal de Lynne Reid Banks que dio pie a La habitación en forma de L. A través de un relato omniscente el lector se adentra en una realidad que se desmarca del sórdido retrato literiario de Reid Banks convertido en bestseller desde su publicación en 1960, buscando esas “zonas de confort” de la escritora galesa, aquellas prestas a colocar en el expositor de esa sociedad británica librada a caballo entre la década de los cincuenta y de los sesenta un retrato en blanco y negro con una infinidad de grises, allí donde encuentra asidero una ironía que, a ratos, libera Papá se ha ido de caza del yugo del drama y/o de la tragedia. Arbolada de referencias y/o alusiones de distinto signo desde la Biblia al dramaturgo norteamericano Paddy Chayesky, a modo de notas cultas, Papá se ha ido de caza transita con suficiencia sobre las vías de un relato que tiene principio y parada en una estación de tren. En cada uno de las cuarenta y una estaciones léase capítulos— de las que consta Papá se ha ido de caza el lector no tiene la necesidad de apearse en ninguna de las que preceden a la última. Ello se debe a la conjunción de una narración fluida con una traducción impecable a cargo de Alicia Frieyre  para la presente edición de Impedimenta, el interés que despierta la descripción de ese universo de la middle-class de los happy-sixties cuando se lo coloca ante la tesitura que una de sus representantes Ruth— no tan solo apoye incondicionalmente a su hija Angela para interrumpir el embarazo, sino que financie la operación acometida por el doctor Flinkstein una maldad de apellido a cargo de su autora, a espaldas del conocimiento de su esposo Rex. En realidad las algo más de doscientas libras esterlinas que cuesta esta práctica ilegal en el contexto de su época y nación, han sido distraídas por Ruth de una partida que hubiera sido reservada para su viaje previsto a Amberes. Por consiguiente, Ruth cambia de pensamiento y se sube en la estación de tren con parada en una habitación donde se practica la interrupción del embarazo, sin que el doctor Flinkstein tenga previsto un plan B por si algo se tuerce. Una forma de proceder muy asentada en una sociedad dominada por los estereotipos masculinos y de la que Penelope Mortimer levantó acta con esta su quinta novela que se lee con deleite, Palabra a palabra, párrafo a párrafo, página a página hasta conformar una pieza en que prevalece la mirada femenina. En la vida de Ruth título muy similar al de otra obra cinematográfica de aquel periodo, en que se trata asimismo otro tema tabú hasta entonces, el de los Testigos de Jehová enfrentados a dilemas de orden moral al albur de la transfusión de sangre que se debe practicar a una niña— que se describe en Papá se ha ido de caza se debieron mirar frente al espejo muchísimas mujeres británicas de aquella época. De ahí que a su precisa prosa ribeteada de figuras alegóricas, tal como se adivina en su propio título— se una el valor sociológico que hace de Papá se ha ido de caza una lectura “obligatoria”, sobre todo en aquellos espacios aptos para debatir en torno al contenido de obras de antaño que tienen plena vigencia en nuestros días

jueves, 14 de junio de 2018

EL OFICIO DE ESCRIBIR: LOS PRIMEROS 25 AÑOS (1993-2018)

Desde hace un cuarto de siglo no recuerdo una sola semana que haya dejado de escribir. Nunca hubo un momento que me planteé: quiero dedicarme a escribir. Simplemente ha ido sucediendo más por ese sentimiento interno de saber que tienes el control, el acto de escribir no depende de terceros, puedes apañarte siempre que tengas una máquina de escribir y un ordenador delante, a cualquier hora y día de la semana, llueva o en un día soleado o ventoso. Todo empezó hace un cuarto de siglo. En casa aún no teníamos un procesador de texto. Hice la carrera de Ciencias Biológicas con una máquina de escribir eléctrica. Perdí la cuenta de las veces que cambié esas cintas magnéticas negras que compraba en una tienda del centro de Barcelona. Al concluir la licenciatura pasé meses visitando casi a diario, salvo los fines de semana, la casa de una familia a la que tengo en alta estima: los Candeal. Me propuese escribir un libro a los veinticinco años. Partía de la base de un ensayo que hice sobre John Frankenheimer que presenté a Dirigido por… Recuerdo que se lo leyeron, corrigieron un error de una palabra mal escrita y me lo devolvieron in situ. No debía tener más de treinta páginas. Ya por aquel entonces hice mía una frase del científico James D. Watson: «en una parte de un fracaso está la clave de un futuro éxito». Aquel escrito se convirtió en el germen de La generació de la televisió: la consciencia liberal del cinema americà (1994). Me llevó casi un año escribir un libro de unas doscientas cincuenta páginas que publicamos con mi hermano Àlex bajo el sello de nuevo cuño Editorial 2001. Jamás he vuelto a experimentar la sensación que supuso ver impreso un libro con mi nombre figurando en la cubierta. Salió un escrito a media página en La vanguardia sobre la publicación, en que se destacaba la novedad de un libro de estas características en torno a una generación de cineastas que incluía a John Frankenheimer. Aún conservo ese recorte de periódico con la rúbrica de Lluís Bonet Mojica, resaltando en el titular que su autor tenía veintiséis años. En aquellas fechas barruntaba la posibilidad de publicar Seqüències de cinema, una revista mensual de cine en catalán coincidiendo con la celebración del centenario del Séptimo Arte. Llegamos a publicar dieciséis números. Hubo un problema con el número siete porque la impresión no había quedado bien. De vuelta a casa pensé que era un desastre, pero me mantuve firme en seguir adelante y llegamos a publicar nueve números más. En retrospectiva, lo veo como una proeza. En el mercado habían ocho revistas en castellano. David contra Goliath multiplado n veces. Aprendí demasiadas cosas para saber que el mayor castigo que me podía infringir era caer en el desánimo. Al cabo, 1998 fue uno de mis anus horribilis. Me embarqué en el proyecto de hacer un CD-Rom de la Historia de los Oscar. Contábamos con un extraordinario material fotográfico The Kobal Collection— pero posteriormente me enteré, a través de un abogado, que no se podía lanzar el producto porque la empresa que tenía la franquicia no podía utilizar esas imágenes ya digitalizadas para una obra de semejantes características. Sabía que aquel proyecto había muerto, pero como consuelo, a diferencia de la empresa que gestionaba el archivo fotográfico y los informáticos que intervinieron en la confección del CD-Rom, rescaté todos aquellos textos escritos a lo largo de más de un año y medio. Procesé esa carga de indignación en un nuevo estímulo para seguir adelante, llegando a publicar dos libros de un considerable grosor cuya base se encontraba en ese CD-Rom que no llegó a ser comercializado: Los actores de los Oscar y Los directores de cine del siglo XX. En un acto de generosidad del que nunca me he arrepentido más bien al contrario— quise que la periodista Núria Dias firmara conjuntamente sendos libros. En realidad, un servidor había escrito el 99,9 % de ambos diccionarios. Hubo un tiempo que no quise hablar del tema. Suelo ser una persona generosa con las personas que, como en el caso de Núria, me apoyaron en todo momento y se pusieron de mi parte. Siempre se lo agradeceré. De aquel fatídico 1998 pasé a un periodo de un año de octubre de 1999 a septiembre de 2000— que vi publicados un total de cuatro libros, incluida la versión en castellano (actualizada y revisada) de La generació de la televisió que lo presenté en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián con motivo de la celebración de un ciclo-retrospectiva en el marco del certamen donostiarra.
    En mi particular diccionario no existe la entrada “desfallecer”. El amanecer del nuevo siglo trajo consigo la web www.cinearchivo.com (actualmente, www.cinearchivo.net) Sigo siendo el único superviviente de aquel ya lejano proyecto. Si no existiera cinearchivo probablemente, a día de hoy, hubiera podido ver publicados unos veinticinco libros. Con todo, contabilizo en estos veinticinco años repletos de infinidad de experiencias un total de quince libros publicados, más otro ya escrito pendiente de edición, y otro a medio hacer. Quiero pensar que cada uno de ellos es un acto de amor, en primera instancia, por la escritura. Queda mucho camino por recorrer. Hay algo de lo que me siento particularmente orgulloso. El ver publicados, a los ojos de muchas personas, tantos libros no ha contribuido a potenciar el ego. Carezco del mismo. Cada libro escrito y publicado es una invitación a empezar de cero. Starting Over. Veinticinco años bien merecen la pena de mirar por el retrovisor, capitular, y seguir fijado al horizonte de la vida con esas líneas discontinuas adheridas al asfalto, metáfora de la vida misma en que el saberse una persona que no concede ninguna importancia a lo que ha hecho deviene el mejor aliado para seguir creciendo. El oficio de escribir responde a un estímulo orgánico pero al mismo tiempo a reforzar un individualismo que, si se desmadra, acaba por precipitar a uno al pozo de la egolatría, al de la vanidad y al de la autocomplacencia. He visto caer a tantas personas en ese pozo que cada día me anoto en la mente que escribir es la gimnasia que he practicado para que cuerpo y espíritu se mantengan en sano equilibrio. Una práctica (casi) diaria beneficiosa para la salud mental (con el complemento vitamínico en forma de lecturas con una frecuencia similar) de un servidor que espero conservar intacta dentro de veinticinco años. Quizás, entonces haya cumplido el propósito de ver publicados un total de cincuenta libros, el último de los cuales, una edición de lujo creada ex novo de La generación de la televisión: la conciencia liberal del cine americano. Una manera de cerrar el círculo y pensar, a los setenta y cinco años, en dar rienda suelta a otros objetivos. Lo que tengo claro es que, si la salud me sigue acompañando, no pararé… hasta el final de mis días.             

jueves, 17 de mayo de 2018

LA ELECCIÓN DE QUIM TORRA: «JAQUE MATE» A LA INDEPENDENCIA DE CATALUNYA


En la previa a la convocatoria del pleno del Parlament de Catalunya para investir en segunda vuelta a Quim Torra i Plà, los equipos de Ciutadans, PPC, En Comú Podem y PSC hicieron horas extras con el ánimo de buscar en el erial de internet todas aquellas declaraciones y/o reflexiones del que iba a ser nombrado 131 President de la Generalitat de Catalunya, en que dejara constancia por escrito de un sesgo escorado hacia un radicalismo que raya lo paranoico. Cumplido el trámite, con la CUP jugando una vez más a favor de obra del independentismo sin reparar en los "daños colaterales", el pasado lunes día 14 de mayo Mònica Terribas entrevistaba a Quim Torra en su programa matinal de Catalunya Ràdio. A la pregunta de qué pensaba de los españoles, Torra no eludió la respuesta y dejó impresa la siguiente frase: «Estimo els espanyols. Estimo el poble espanyol». Desde hacía unas horas Torra había entrado por la puerta grande de la política y ya lucía el disfraz de la mentira para camuflar un pensamiento que, en su caso, ha ido larvando a golpe de lecturas casi desde su tierna adolescencia. A modo de arma arrojadiza, Inés Arrimadas (C’s), Xavier Domènech (En Comú Podem), Xavier Albiol (PPC) y Miquel Iceta (PSC) sacaron a la luz el contenido de unos tuits firmados por Torra en 2012 y posteriormente eliminados de la red. En ciernes de convertirse en President electo por un margen ínfimo de votos entonó el mea culpa, y parafraseando al otrora Rey de España, Juan Carlos I, en su versión catalana apostilló «no tornarà a passar». De una manera sibilina, Carles Puigdemont, operando en la sombra en su destierro berlinés, se sacó un as en la manga en forma de candidato para ser investido tras una serie de tentativas frustradas. El reloj corría y los equipos de trabajo de los susodichos grupos parlamentarios no tuvieron tiempo material para recopilar infinidad de escritos, a modo de artículos y/o ensayos con la rúbrica de Quim Torra que escarban en su perfil supremacista, etnicista, racista y xenófobo.
   En su particular pulso sostenido con el Estado español, Puigdemont, a mi entender, con la elección de su coetáneo Torra (apenas les separan unas horas en sus respectivas partidas de nacimiento; el uno nacido el día de los inocentes de 1962 y el cabeza visible de Junts per Catalunya al día siguiente) se ha pegado un tiro en el pie y, por ende, la agrupación política que lidera. La perdición del movimiento independentista entendido conforme a un movimiento transversal, que precisa ensanchar sus bases para crecer y rebasar así ese techo de cristal que le otorgaría la mayoría de votos a nivel del territorio catalán— se llama Quim Torra. Las simpatías que podría generar en sectores más progresistas del viejo continente se irán diluyendo al albur del conocimiento del pensamiento de un personaje siniestro como Torra, quien ha ido construyendo un relato emocional sobre un sentimiento identitario que apela a cuestiones de raza y aplica principios eugenésicos para interpretar los rasgos diferenciales entre la población catalana y la española. Bien es cierto que en pocos meses conoceremos la valoración de los líderes políticos catalanes y quedará constancia del apoyo que procura un sector de la población a Quim Torra, aquellos fanatizados con la idea de romper con el estado español cueste lo que cueste y que tienen en este abogado gerundense reciclado a editor y político alguien a quien aferrarse. Poco les incomoda su semblante xenófobo y supremacista porque se sienten reflejados en el espejo de la vida. En su ensayo Els últims 100 metres: el full de ruta per guanyar la República catalana  (2016, Angle Editorial), con prólogo (of course) de Carles Puigdemont por aquel entonces ejerciendo de President de la Generalitat de Catalunya, Quim Torra colocaba el objetivo a conseguir en un plazo de dieciséis meses. Está claro que Torra adolece de carácter visionario, pero insistirá en su empeño aunque esos 100 metros se conviertan, al fin y al cabo, en una distancia pareja a la de una maratón. En ese primer avituallamiento Torra y su equipo se darán de bruces con la realidad, al tiempo que la imagen del independentismo catalán mostrará esa cara menos amable, aquella que representa su líder emocional e intelectual, con Puigdemont actuando de “doctor Mabuse” de un procés que deviene una auténtica entelequia. La «Reina» Puigdemont ha articulado un movimiento en el tablero de la política contando con la «Torra» de apoyo para hacer el jaque mate al «Rey Felipe VI». Una jugada maestra para derrocar a la monarquía borbónica e inaugurar un ideal de República. Pero ha calculado mal la estrategia. La «Torra» solo puede realizar movimientos horizontales, y no transversales como demanda ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) para ampliar la base social que legitime la posibilidad de un referéndum para la Independencia. En esta dialéctica Sergi Cebrià se esforzaba en recalcar en su turno de palabra, apelando con el contacto visual a Domènech, en representación de En Comú podem, mientras los hiperventilados con Eduard Pujol a la cabeza— de Junts per Catalunya quitaban hierro a los “pecados de juventud y madurez” de Quim Torra, a propósito de unos escritos que cualquier persona guiada por un sentimiento humanista le debe provocar repugnancia. Más que jaque mate a la Monarquía, la elección de Torra constituye un punto de inflexión para casi la mitad de los adscritos al independentismo (la mayoría sobrevenidos en los últimos meses) con los que no va el liderazgo de un supremacista y etnicista de tomo y lomo, un George Wallace natural de Blanes, y naturalizado independentista galopante que mira una y otra vez sobre la biografía de los prohombres de la primera mitad del siglo XX, en ese espacio fundacional que sirve para construir un relato maniqueo, en que el Estado español más allá de los tiempos oscuros del franquismo sigue siendo observado como el enemigo a desterrar en forma de segregación.