martes, 27 de diciembre de 2016

«THE WHO: 50 ANIVERSARIO DEL ÁLBUM MY GENERATION» (2016) de Mat Snow: LOS «HÉROES» DE QUADROPHENIA, EN UNA JOYA DE LA EDICIÓN EN CUATRICOMÍA

Todo parecía presagiar que con la muerte John Entwistle en 2002, víctima de sus propios excesos etilíticos y de la ingesta de barbitúricos, la sociedad The Who se preparaba para su definitiva disolución. Dos de las cuatro patas que sostenían el proyecto The Who desde 1964 el año de su fundaciónse habían quebrado, y la banda se tambaleaba, al punto que el horizonte musical parecía oscurecerse sin posibilidad de rescate en forma de volver a engrasar una máquina que había funcionado a pleno rendimiento a caballo entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Pero, una vez más, las leyes de la música de rock volvían a dictar sentencia, a favor de esas infinitas prórrogas de que se autoconceden grupos con marcas tan poderosas como las de The Who, cuyo nombre nació a sugerencia de Richard Barnes, roommate de Pete Townshend. Junto a Roger Daltrey, él ha sido el superviviente que ha manejado la nave de The Who después de haber permanecido varado en las costas del rock antes de volver a faenar cuando amainó un temporal que afectó de manera particular a  Townsend cuando una sombra de sospecha sobre un asunto de pederastria le situó en el punto de mira de los tabloides. Entonces, Daltrey no dudó en salir en su defensa de una forma vehemente, algo que complació especialmente a Pete Townshend y sirvió para que ambos supervivientes volvieran a izar la bandera de The Who en diversos escenarios, algunos tan poco frecuentados en sus épocas de mayor esplendor como la capital española. Allí pude verlos en la primavera de este 2016, en el marco del Mad Cool Festival, compartiendo cabeza de cartel con Neil Young. Tanto Young como The Who estuvieron presentes meses más tarde en el Desert Trip, punto de encuentro para una constelación de músicos con el denominador común de haber emergido en esos happy sixties del fenómeno del rock. Como colofón a este resurgimiento mediático de The Who nos llega una joya en formato papel de alto gramaje editado por el sello barcelonés Blume, en conmemoración del 50 aniversario del álbum My Generation. Su autor, Mat Snow (n. 1958), editor de la popular revista Moho, hace un barrido por la historia de The Who a lo largo de medio siglo, aplicándose en el ejercició de la contextualización en aquellos pasajes que lo requiere, como el referido a los primeros capítulos en singular, el relativo a «Los hijos de la guerra», en lo que se denominó los baby boomers, de la que surgieron una lista inabarcable de futuros nombres propios consagrados al rock, el que detalla el alumbramiento de una banda que había adoptado nombres diversos The Aristocats y The Scorpionsantes de adoptar el que, a la postre, sería el definitivo, y el que describe la escena del rock de los años 80, una auténtica travesía por el desierto para grupos que habían consolidado su discurso musical en las décadas anteriores fruto de un afán por la experimentación desbocado, en alianza con una vida de desenfreno en materia sexual y de consumo de droga.
    En buena lógica, las características inherentes a la colección de títulos consagrados a bandas y a cantantes afincados en el rock que ha ido sacando Blume en los últimos años no permite “milimetrar” el área creativa de éstos, pero sí ofrecer una panorámica bastante certera en torno a su relato histórico, salpimentado de diversas anécdotas que nos ayudan a perfilar la singularidad de los integrantes de The Who, de la «D» de (Roger) Daltrey a la «T» de (Pete) Townshend pasando por la «E»de John Entwistle y la «M» de Keith Moon. Sin duda, este último se lleva la palma en cuando a capítulos guiados por los excesos, al punto que falleció a los treinta y dos años, a finales de los setenta, haciendo virar necesariamente el rumbo de la nave The Who con la incorporación de Kenney Jones, ex batería de Faces y Small Faces, quienes fueron sus rivales en la escena musical británica. Seguramente, dentro de la banda John Entwistle sería quien más acusó el golpe por la pérdida de Keith Moon, encomendándose a partir de entonces a incrementar sus rarezas en forma de un coleccionismo galopante en una lujosa mansión de la campiña inglesa. Su deceso registrado a principios del nuevo milenio trajo consigo algunas cuestiones referidas a su vida privada que no habían trascendido a los medios de comunicación (algo ciertamente difícil en un grupo que casi todo parecía compartirlo con sus fans, rasgo distintivo, según Snow, en relación a otras bandas de proyección mundial), caso de su pertenencia a la masonería. Detalles que para un servidor han significado una auténtica sorpresa, al calor de la lectura de una obra magníficamente escrita con alguna que otra pulsión de fan («el mejor álbum de rock en directo de todos los tiempos» al referirse al Live to Leeds, fechado en 1970) y con un excelso despliegue fotográfico, integrado por reproducciones de entradas de concierto, carteles, instantáneas de conciertos, en los estudios de grabación y un largo etcétera. En definitiva, un tesoro a conservar al lado de una fonoteca en que no deben faltar dos monumentales trabajos de The Who de cariz conceptual, Tommy (1969) Quadrophenia (1973), que han tratado de exprimir su jugo comercial y artístico en el campo de la escena teatral, cinematográfica e incluso operísticas. En sendas piezas la intervención de Pete Townshend de cuyas declaraciones/revelaciones de primera mano se ha servido Snow para construir el relato de The Whofue fundamental, en una muestra inequívoca que sin su tesón y su pasión por la música a la que elevó a la categoría de arte, en una muestra de su carácter visionario, parejo al que redundó para su proyecto Lifehouse, una suerte de epifanía sobre lo que estaría por llegar, la era de internethoy en día estaríamos hablando de una banda desalojada de los escenarios en la época del florecimiento de la MTV. Pero, para esta operación de “resistencia” supo de antemano que Pete Townshend debía unir esfuerzos con dos complementos ideales como los del bajista John Entwistle y el vocalista Roger Daltrey, el uno tentado en su momento por ingresar en las filas de Moody Blues y el otro por seguir alimentando su vena interpretativa en el medio cinematográfico.  

sábado, 24 de diciembre de 2016

«BRAVURA» (1984) de Emmanuel Carrère: A VUELTAS CON EL MITO DE FRANKENSTEIN

Próximo a llegar a la centena de títulos publicados dentro de la colección «Panorama de narrativas» de la editorial Anagrama –un hito al que muy pocos sellos afincados en nuestro país pueden presumir, desde hace tiempo he sentido curiosidad por un artista pluridisciplinar llamado Emmanuel Carrère (París, 1957), tangencialmente relacionado con el mundo del cine, aunque su verdadero campo de acción se sitúa en una literatura que ha cultivado de manera profesional desde hace más de treinta años. Con buen tino, el sello Anagrama ha rescatado en estas fechas prenavideñas uno de los “textos de juventud” de Carrière, Bravura (1984), a propósito de la celebración del doscientos aniversario de la creación de una de las obras magnas de la literatura universal relativas al fantástico y/o de terror: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary W. Shelley. Al atender al contenido de sus posteriores novelas, no debería sorprender que la propuesta de Carrère merecedora de los Premios Prix de la Pasion y Prix de la Vocation fuera orientada hacia la noción de collage de mundos reales que se superponen con imaginarios, además de introducir sus experiencias de índole personal que, para buena parte de los lectores, puede llamar a cierto desconcierto. Necesariamente, una novela de tales características demanda una lectura atenta, reposada, dispuesta para ir desentrañando las claves de un relato que muestran sobre su tapiz narrativo a personalidades adueñadas de una aureola de misticismo el calor propio de la proximidad, con las características inherentes a los mortales, sometidos a sus debilidades, a sus vanidades, frustraciones, deseos y, al fin y al cabo, necesidades mundanas. Al correr de las páginas de Bravoure podemos llegar a la conclusión que Carrère, antes de cumplir la treintena, ya presentaba las credenciales para convertirse en uno de los escritores con mayor talento de su país de origen con un dominio descomunal sobre todos los resortes que convergen en lo que podríamos colegir un narrador “total”. Presumiblemente, desde la perspectiva de su condición de cineasta –guionista, actor y eventual director—Carrère hubiera tenido la tentación de sumarse a la efeméride de la creación de la Magnum Opus de Mary Shelley con una apuesta cinematográfica que inflexiona más en el espacio de Haunted Summer (1988), dirigida por el checo Iván Passer, en que quedan convocados en Villa Diodati, en Suiza, Lord Byron, el matrimonio formado por Mary Wollstonecraft y Percy Shelley, y el doctor John William Polidori. En ese espacio helvético, para combatir la falta de verano verbigracia de los cambios climatológicos provocados, al parece, por el efecto de la entrada de un volcán en eurupción en Italia, se dará carta de naturaleza a la escritura de Frankenstein o el moderno Prometeo y El vampiro, escrito este último por Lord Byron. A partir de esta premisa, Carrère da rienda suelta a su febril imaginación, confeccionando un retablo literario que nos habla, entre otras cuestiones, de las distintas identidades que cohabitan en una sola persona, como sucede en El adversario (1999, Ed. Anagrama), adaptada al celuloide en 2002 por Nicole García y protagonizada por Daniel Auteil. En el caso de Bravura se me antoja mucho más compleja su eventual adaptación a la gran pantalla si no se procede a ir a su esqueleto argumental, despojándolo así de las múltiples ramificaciones que presenta el relato. Solo de esta forma se podría, según mi criterio, se podría vislumbrar una suerte de adaptación en disposición de ensanchar el espacio de producciones que toman como referencia un microcosmos formado por un reducido grupo de personas cultivadas que, a modo de antídoto frente al tedio que reinaba en Villa Diodati sometido a las leyes de una naturaleza caprichosa, emergieron dos textos “fundacionales” dentro de la literatura del género de terror del siglo XVIII. En este sentido, la lectura de Bravura se hace especialmente recomendable para todos aquellos proclives a la heterodoxia referidos a textos de naturaleza “inmortal”, elaborados en estado de gracia… para desgracia de aquellos invadidos por una (in)sana envidia y/o por el pálpito de sentirse traicionados al haber lanzado al vuelo una semilla en forma de idea que no tardaría en germinar en la mente de Mary W. Shelley.    

sábado, 17 de diciembre de 2016

«LECCIÓN DE ALEMÁN» (1963) de SIEGFRIED LENZ: EL CLÁSICO «OCULTO» DE LA LITERATURA GERMANA

Para la inmensa mayoría de lectores de nuestro país la literatura alemana sigue siendo una auténtica desconocida más allá de la obra de algunas personalidades bien significativas a escala mundial. A las puertas del siglo XXI, Günther Grass recibió el Premio Nobel de Literatura y con ello el repunte de ventas de determinados textos suyos cumplió, una vez más, esa inveterada tradición no escrita. Mas, su muerte acaecida en 2015, devolvió a la figura de Grass a un plano de actualidad, yendo de la mano de una polémica por su presumible pasado vinculado al nacionalsocialismo mucho antes de convertirse en un literato de fama mundial. En cambio, la noticia del deceso un año antes de Siegfried Lenz había pasado absolutamente desapercibida en los medios de comunicación españoles, en cuyas redacciones debían fruncir el ceño al unísono cuando aparecía en alguna página de un diario digital allén de nuestras fronteras su nombre. Esta realidad sería bien distinta en Alemania, ya que Siegfried Lenz se le relaciona sobre todo por haber escrito Deutschstunde (1968), novela de lectura obligada en las escuelas germanas de grado medio. A modo de aperitivo, el sello Impedimenta había publicado en 2014 El barco faro (1960), cuya adaptación a la gran pantalla, como detallo en mi escrito para el portal www.cinearchivo.net (ver enlace), fracasó en taquilla pese a lo atractivo de su reparto y de un director, el polaco Jerzy Skolimowski, con pedigrí de cineasta de culto. Con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores Alemán para su traducción una labor titánica a cargo de Ernesto Calabuig Impedimenta ha acometido en el otoño de este 2016 la publicación de la Opus Magna de Lenz, Lección de alemán, en una firme voluntad por otorgarle el rango de importancia que no pudo merecer en vida, cuanto menos, desde la perspectiva de la edición en lengua castellana.
    “Eterno” aspirante al Premio Nobel de Literatura distinción que, además de Grass, recibió HeinrichBöll en 1977, para los que fueron dos de sus compañeros de generación integrados en el denominado Grupo 47, Lenz demuestra con una sola pieza literaria, Lección de alemán, el alcance de su maestría en una narración extremadamente detallista, precisa, llena de brillo en el uso de las expresiones que inflexiona hacia lo alegórico (un trazo distintivo de El barco faro) y que convierte, en definita, la escritura en arte. Lo hace a través de un personaje, Siggi Jepsen, recluído en un reformatorio durante veinte años de su existencia, quien al cabo de los años 1953vuelve la mirada hacia ese periodo oscuro, que arranca en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, este efecto de flashback responde bien a los estímulos de un relato cinematográfico, pero la dificultad estriba en reproducir ese puzzle de mil piezas que incrimina a una compleja telaraña de de sentimientos, pensamientos, reflexiones contraidos por ese narrador omniscente que es Siggi Jepsen, implicando no tan solo a su entorno familiar (su hermano Jasp, su padre, un policía de la localidad de Rügbull, etc.) sino al conjunto de individuos que forman parte del reformatorio y asimismo el pintor Max Ludwig Nansen, a quien las autoridades nazis confiscan su obra y le privan de seguir ejerciendo su trabajo diario. Inapelablemente, tamaña decisión define el rumbo que persigue una novela manufacturada cuál orfebre por Lenz, con una capacidad “sobrenatural” por trascender la fotografía de un preciso instante y capturar cualquier partícula en suspensión que implique al alma de unos individuos que, al fin y al cabo, nos sirven para medir sus sufrimientos, sus anhelos, el alcance de sus frustraciones y sobre todo, desde un plano sociológico, identificar los puntos de sutura de un cuerpo, el de la Alemania de postguerra, que conllevó un desgarro generacional y que afectaría al sentido de la identidad nacional. Tras la edición de Lección de alemán no cabe otra que seguir apostando por la publicación de textos escritos por un prosista de primera división, entre otros, la que se adivina su opera prima Der Überläuter (El desertor, en su traducción al castellano), obra desconocida hasta este año que hecha el cierre con la buena nueva de haber corregido un deber histórico para con la obra de Siegfried Lenz. Pasos necesarios para dar luz a una obra equiparable, desde el punto de vista de la calidad literaria, a la de Günther Grass, cuya El tambor de hojalata (1959) ejerció una notable influencia sobre Lección de alemán. Sendas piezas literarias que participan de la condición de Clásicos de las Letras Alemanas.     

martes, 6 de diciembre de 2016

«TRUE DETECTIVE» (2015), SEGUNDA TEMPORADA: «SHORT CUTS»

Después de haber pasado por una etapa en que los estrenos de sus películas se contabilizaban por fracasos, Robert Altman experimentó un repunte en su carrera cinematográfica merced a El juego de Hollywood (1992) y Vidas cruzadas (1993). Con el paso de los años esta última, una adaptación sui generis de una serie de relatos breves escritos por Raymond Carver, se ha convertido en una producción enormemente influyente por lo que concierne a su estructura narrativa, sobre la base de diversas historias urbanas que van entrelazándose, configurando una especie de guía emocional de individuos, en una elevada proporción, que van a la deriva, sin rumbo fijo. A punto de atravesar el umbral del nuevo milenio, Paul Thomas Anderson recogió, en parte, la herencia de su admirado Altman, para dar carta de naturaleza a otro shortcuts, la superlativa Magnolia (1999). Steven Soderbergh (Traffic), Alejandro González Iñárritu (28 gramos), Paul Haggis (Crash) y otros directores siguieron los postulados de ese tratamiento coral que hizo fortuna en 1993 en las carteleras de medio mundo.
   Bien entrado el siglo XXI, una vez consolidada la apreciación, cuando no certidumbre, que asistimos a una nueva «Edad de Oro de la Televisión» por lo que atañe a las series emitidas por la pequeña pantalla, la segunda temporada de True Detective (2015) sigue las coordenadas del planteamiento narrativo que hizo fortuna en Vidas cruzadas, aunque con anterioridad Altman ya había dado muestras de sentirse especialmente cómodo en este tipo de historias corales, eso sí, más focalizadas en un ámbito familiar y/o en grupos cerrados. Bajo estas señas, Nick Pizziolato, el show runner de True Detective, se desmarcó de la fórmula empleada para la primera temporada, la del relato en flashback de dos policías (encarnados por Matthew McDonaughey y Woody Harrelson) sobre la investigación llevada a cabo de una serie de crímenes que habían quedado sin revolver. Esa fórmula utilizada por Pizziolato permitía ahondar en la psique de unos personajes desnortados en sus respectivas existencias que tienen en su trabajo una tabla de salvación con la que capear el temporal emocional derivado de problemas que comprometen a sus entornos familiares, ya sea en tiempo pretérito o presente. En cambio, para la second season, Pizziolato empieza a construir un relato que se va ramificando en progresión aritmética hasta mostrar un árbol cuyas raíces se van pudriendo en un subsuelo donde anida la corrupción en torno a Vinci, una ciudad imaginaria, pero que parece hermana gemela de una real, Vernon, situada en idéntico estado, el de California. Los intereses espúreos de políticos, empresarios y policías locales en relación a la construcción de un tren de alta velocidad que conecte el sur con el norte de un estado con dimensiones propias de un país resulta el motor que dinamiza el relato, arrojando un balance de numerosos muertos y/o desaparecidos, además de una cuoto de extorsiones y otros actos punitivos que traen en jaque a las autoridades locales. Cierto que esa música ya nos suena, nos resulta próxima al calor de haber asistido al visionado, por ejemplo, de Chinatown (1974) y su continuación, Two Jackes (1990), o L. A. Confidential (1997). Pero, merced a esta nueva realidad televisiva que asistimos de un tiempo a esta parte, para la segunda temporada de True Detective nos enfrentamos a un relato de unas ocho horas de duración, presumiblemente demasiado enrevesado debido a la multitud de subtramas que acaban concurriendo en esta propuesta de la cadena HBO. Al llegar a la altura del quinto episodio Other Lives («Otras vidas»), empezamos a despejar algunas incógnitas que se revelan claves para entender el fundamento de determinadas acciones o inacciones. Un episodio situado en el ecuador de la segunda temporada que demuestra el buen pulso narrativo de su director John Crowley, en estado de gracia ese 2015 al haber filmado el estupendo largometraje Brooklyn, que presentó sus credenciales de cara a las nominaciones al Oscar en diversos apartados. Presumiblemente, la presencia de Crowley podría haber sido una sugerencia del propio Colin Farrell, quien ya había trabajado con su compatriota irlandés en InterMission (2003). Sin duda, para un servidor de esta segunda temporada de True Detective conservaré las imágenes impactantes de las escenas en que representantes de la alta sociedad californiana se encomiendan a esas otras vidas, llenas de lujuria, de private pleasures, a costa de chicas convenientemente dopadas para mostrarse sumisas y receptivas a todo tipo de excesos sexuales. La agente Ani Bezzerides (soberbia Rachel McAdams) “interactúa” en ese escenario que parece cruzar la mirada con Eyes wide shut (1999) y adquirir un sesgo polanskiano cuando Crowley emplea la cámara subjetiva para ser los “ojos” de la policía infiltrada, expuesta a un peligro real. Guardándole las espaldas se encuentra el detective Ray Velcoro (Farrell) y el oficial Paul Woodrugh (Taylor Kitsch), quienes penetran en la boca del lobo, esto es, una mansión convertido en una auténtica bacanal para uso y disfrute de una clase bienestantes que se sabe intocable frente a cualquier tipo de investigación de carácter fiscal, administrativo y judicial. En el trasfondo de este relato turbio de corrupción política, administrativa, pero también moral, opera, cuál doctor Mabuse, Frank Semyon (Vince Vaughn), un siniestro personaje que busca su retiro dorado una vez completada su particular misión. La misma está a punto de concretarse en el episodio final, Omega Station (Estación Omega), título que hace referencia a una joya arquitectónica que hubiera hecho las delicias de Brian De Palma como escenario para alguna de sus películas. No por casualidad, el postrer episodio de la segunda temporada de True Detective cuenta con la dirección de Crowley, demostrando una capacidad narrativa de la que adolecen, a mi juicio, los seis episodios restantes. Incluso Crowley se permite un cierto toque “autoral” en sendos episodios con la inserción de escenas en las que aparece cantando una joven en un local nocturno con una voz y una cadencia musical que recuerda a Aimée Mann, y que asimismo nos retrotrae a la imagen de Annie Ross en un night club en esa pieza referencial llamada Vidas cruzadas que ha traspasado las barreras del ámbito cinematográfico para situarse en las entrañas de historias diseñadas para el formato televisivo.         

jueves, 17 de noviembre de 2016

«THE KNICK» (2014), PRIMERA TEMPORADA: SODERBERGH «AT TV»

Mi interés por el cine de Steven Soderbergh no nace con la proyección de su opera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) sino que llega bastantes años más tarde, a caballo entre el siglo XX y el XXI. A partir de entonces, de una manera más o menos regular traté de seguir su trayectoria fílmica, amén de recuperar títulos pertenecientes a la centuria como Schizopolis (1996) un auténtico one man show con Soderbergh ejerciendo de actor (sic) en una especie de home movie con aspiraciones de estreno comercial, que pude ver dentro de la sección Seven Chances en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Una vez acumulada una veintena de largometrajes tras las cámaras, su actividad cinematográfica se detuvo en seco, asqueado del trato que le dispensaba una Industria formada por ejecutivos que manejan un negocio prescindiendo de la consideración que se encuentran, además, frente a un fenómeno artístico. Al mismo tiempo que anunciaba una salida del medio cinematográfico sin concretar la posibilidad de un regreso al medio o largo plazo, Soderbegh dejaba caer la posibilidad que siguiera ligado a la realización pero en el ámbito de la televisión, a donde habían ido a parar colegas “rebotados” con los estudios que seguían poniendo en práctica esa vieja expresión que razona «vales lo que vale tu última película». La tvmovie Behind the Candelabra (2013) a mayor gloria de Liberace, famoso cantante homosexual que adopta las facciones de Michael Douglas, recién salido de un complicado trance en lo personal sirvió de antesala de la nueva etapa emprendida por Soderbergh, en razón de su participación en el proyecto The Knick que trató de mantenerse en secreto. Así pues, Soderbergh pareció decidido a no dejar ningún cabo suelto, asegurándose que la serie en cuestión le situaba en la dirección correcta después de un viraje profesional al cumplir el medio siglo de existencia que llamó a la incredulidad dentro del negocio cinematográfico pero asimismo de aquellos dispuestos a admitir, como un servidor, que hasta entonces su verdadero talento tan solo se había mostrado a cuentagotas. Cuál sombra, la capacidad de experimentación había perseguido a Soderbergh, incluso dentro de aquellas producciones con arrestos de mainstream, esto es, Contagio (2009) o «trilogía Ocean» que había conformado junto a su socio por aquel entonces, George Clooney. Esa misma necesidad de experimentación guía el destino de John Wilkison Thackery, el médico al que da vida Clive Owen en la serie The Knick. Presumiblemente, al sopesar qué actor sería el más idóneo para encarnar a Thack en la pequeña pantalla, la triple alianza formada por Michael Begler, Jack Amiel (haciendo las veces de showrunners) y Soderbergh repararon en Clive Owen por su antecedente de médico en Closer (2004), cuyo verdadero relato vital no se corresponde con lo imaginable en una persona de su condición social y/o de su profesión.

    Cineasta especialmente dotado para pasar de un proyecto a otro con una facilidad pasmosa, Soderbergh dedicó tiempo y esfuerzo en 2013 pasa sentar las bases de un proyecto que razona sobre las interioridades de un hospital de principios de siglo XX en Nueva York, el Knicklebooker, más conocido por su diminutivo, The Knick. En el seno de este centro médico Thack desarrolla su actividad profesional, como si de un laboratorio se tratara y los pacientes fueran sus “cobayas”. En su primera temporada, The Knick nos muestra líneas de continuidad con la forma de operar en el cinematógrafo por parte de Soderbergh, dejando las riendas de la composición musical a su recurrente colaborador Cliff Martínez (para mi gusto, uno de los principales déficits de los primeros diez capítulos en su conjunto, con una orientación de calado psicológico que choca en muchas ocasiones con la plástica de las imágenes y el marco en el que se sitúa el relato) y abogando por una planificación visual en que abundan los ángulos bajos, (casi) a ras de suelo, marca de fábrica de un heterodoxo por excelencia como sigue siendo el realizador oriundo de Atlanta. Una vez constatado el magnetismo que emana el personaje de Thackery siempre inquieto, pendiente de un nuevo desafío en la sala de operaciones y en la trastienda del hospital, la serie va progresando merced al crecimiento experimentado por determinados personajes, en particular el doctor Algernon Edwards, confeccionado por André Holland con extrema pulcritud y savoir faire. Su nombre de pila hace referencia explícita a la novela clásica, de corte alegórico de Daniel Keyes, Flores para Algernon (1966), uno de los diversos guiños que procura mantenerse atento al contenido y al continente de esta first season que concluye tradición obligacon un giro narrativo dispuesto para mantener la llama del interés por la continuidad de la serie. A mi juicio, el andamiaje narrativo de The Knick se asienta con más firmeza si cabe en una segunda temporada no apta para personas sensibles a lo que un quirófano es capaz de dejar al descubierto.... Todo ello bajo la batuta de Steven Soderbergh, que cambió de medio hace unos años pero ha seguido procesando una similar actitud de rodar sin desmayo, asumiendo que lo suyo es un perenne aprendizaje. Solo así se entiende que se haya hecho cargo de cada uno de los veinte episodios que comprometen a las dos temporadas emitidas hasta la fecha, muestra inequívoca de otro rasgo más de la singularidad de The Knick, producida por Cinemax, una de las múltiples ramificaciones de la «todopoderosa» HBO en materia de (mini)series televisivas.        

domingo, 6 de noviembre de 2016

«AUTOR SOLARIS» (2016): MEDIOMETRAJE DOCUMENTAL SOBRE STANISLAW LEM, UN «PROFETA» DE NUESTROS TIEMPOS

   
Mi afición por la lectura en realidad se inició al concluir los estudios medios en el instituto, antes de ingresar en la Universidad. Nunca llegaron a interesarme demasiado esas lecturas obligatorias en el instituto, teniendo el pálpito por aquel entonces de que quedaban obras veladas a nuestro conocimiento que podrían multiplicar exponencialmente la atención por la letra escrita en un texto, pongamos por ejemplo, de ciencia-ficción. Sin duda, ese sería el género preferido en mi despertar como lector, frecuentando a partir de mediados los años ochenta librerías de Barcelona en que reservaban un amplio espacio al género en cuestión. Entre mis primeras adquisiciones recuerdo que me hice con un ejemplar de Solaris de Stanislaw Lem (1921-2006), presumiblemente después de asistir a una proyección en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya de su versión cinematográfica homónima, filmada por Andréi Tarkowski en 1971. Entre ciertos círculos de aficionados a la literatura de ciencia-ficción Lem ocupaba un lugar preponderante dentro de un imaginario «Panteón» de escritores consagrados al género. Bien es cierto que tras la lectura de Solaris (1962) y algunos textos sueltos en forma de ensayos de Lem, me decanté por proseguir la senda de otros autores que quizás me resultaran más “accesibles”. En cualquier caso, la necesidad por saber más sobre un escritor polaco que “competía” en cifras de ventas con sus colegas de profesión del mundo anglosajón nunca ma ha abandonado. Así pues, al leer la programación de la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya la misma entidad publica (pero en una sede distinta) que me abrió las puertas al conocimiento de la obra de Lem vía adaptación cinéticaprevista para el mes de noviembre de 2016 reparé en la proyección de Autor Solaris, fechado ese mismo año y que, por tanto, parecía la oportunidad pintiparada para asistir a uno de los escasos pases del documental en cuestión celebrados en una sala de cine fuera de las fronteras polacas. A juzgar por las palabras de las personas que se encontraban en la mesa para presentar el film (incluidos su director Borys Lankosz, su guionista Wojciech Orlinski y el gran experto en su obra Stanislaw Beres, quien aparece en distintas fases del documental) y celebrar un coloquio a posteriori con el público asistente, el día 4 de noviembre de 2016 representó una de las primeras citas de Autor Solaris frente a una sala cinematográfica que dejaba pocos asientos libres, algo que evidentemente me complació.
    Requerido de tres países para la financiación Francia (a través del canal ARTE), Alemania y Polonia de un presupuesto más bien modesto (cien mil euros) incluso tratándose de un documental con una duración propia de un mediometraje, Autor Solaris traza una panorámica personal de Stanislas Lew ligada a la propia historia de Polonia contemporánea con dos fechas clave en la misma: 1956 y 1968. En este intervalo de tiempo es precisamente donde se acomoda la producción literaria más fértil de Lem, aquella capaz de proyectarle a un escenario de popularidad ni tan siquiera remotamente imaginado por él mismo. Una popularidad entendida por su condición de escritor cuya obra se ha traducido hasta la fecha a cuarenta y un idiomas y la cifra de ventas en total se eleva por encima de los treinta millones de ejemplares. Estos datos se recalcan de manera particular en el arranque del documental, una forma de marcar la pauta del interés que pueda generar un autor que hizo de su vida privada un fortín inexpugnable a los medios de comunicación, ociosos de entrar en el detalle de una existencia volcada en el continuo aprendizaje de materias muy diversas del ámbito de la ciencias, con especial propensión por las nuevas tecnologías. Ateísta por convicción, Stanislas Lem practicó una clase de literatura que llamó a la indiferencia y/o a la incomprensión de muchos en su país de origen del que siempre se mostró ligado. Solo lo abandonó durante unos años para residir en Alemania y Austria, pero con la convicción que regresaría algún día. De hecho, durante su destierro se iba edificando una vivienda que había comprado con los beneficios generados por la venda de derechos de sus libros y la traducción a un sinfín de idiomas en este sentido, tuvo pocos competidores entre los de cuerda literaria, señal inequívoca que había vislumbrado la vuelta a su Polonia natal, allí donde sería saludado conforme a una de sus más grandes pensadores una vez se produjo el deshielo en los estertores de la Guerra Fría. En el documental de marras se habla de Lem en términos de «profeta». Lo es óbviamente no el sentido religioso o místico, sino el inherente a un visionario de un mundo que él había imaginado y plasmado en el papel y que, al cabo, se tradujeron al plano de la realidad, caso de no pocos asuntos que comprometen al espacio tecnológico donde hemos quedado atrapados en la era de internet. Es por ello que en un breve espacio de tiempo retomaré la lectura de la obra de Stanislaw Lem, una asignatura pendiente que llevo arrastrando desde hace demasiados cursos. Una vez concluida la inmersión en la literatura de Lem espero tener plaza en ese congreso de futurología para poder confrontar con conocimiento de causa las claves de la obra de un profeta de nuestros tiempos cuyo cuerpo expiró hace diez años pero que su alma literaria (la que infunde el valor de la (re)lectura de textos de carácter reflexivo y/o filosófico en que abundan las referencias a la ciencia) está lejos de desaparecer para siempre.      

miércoles, 2 de noviembre de 2016

«HECATOMBE»» (1927), de WILLIAM GERHARDIE: THINGS TO COME

En 1991 Editorial Versal publicaba por primera vez en lengua castellana una novela escrita por William Gerhardie (1895-1977). Empleando para la cubierta la imagen de un cuadro en que aparece un joven sentado ataviado con un vestido anaranjado y sosteniendo entre sus manos una fruta, Futilidad (1922) parecía un título demasiado “sofisticado” para “trascender” en el mercado editorial. Una quincena de años más tarde, Editorial Siruela un sello más acorde con el tipo de literatura que proponía Gerhardie ya desde su primera novelarecuperaba el texto en cuestión, pero facultando a una operación de “lavado de cara” con la publicación de una edición con un nuevo título (Inutilidad) y una nueva portada la que se corresponde con una hipotética imagen del personaje central, Nikolai Vasilievich, en cierto sentido alter ego del propio escritor—, una traducción ex novo a cargo de Menchu Gutiérrez y la inclusión de un prólogo, nada menos, que de Edith Wharton. Entiendo que con todos estos cambios operados sobre la opera prima de Gerhardie en relación a su primigenia edición no serían suficiente para que la apuesta de Siruela cuajara, postergando sine die la publicación de alguna de las otras novelas cinceladas por el talento del escritor de nacionalidad británica con fuertes vínculos con el otrora Imperio Ruso. Una vez más, Impedimenta anduvo resuelta a la hora de ampliar el abanico de publicaciones referidas a Gerhardie en la lengua de Dámaso Alonso, apostando por la edición en 2013 de Los políglotas (1925), acaso la novela que parece llamar al consenso sobre su extraordinaria calidad y que le granjearía un sólido prestigio en determinados círculos literarios. Él mismo pareció ser consciente de ello cuando se avino a publicar Memoirs of a Polyglot: The Autobiography of William Gerhardie (1931). En la misma se ocupa de levantar acta de las visicitudes experimentadas durante el tiempo de escritura de Doom (1927), la otra novela recuperada por Impedimenta bajo el título Hecatombe (2016) y con traducción a cargo de Martín Schifino. Tan solo asomándonos a su portada entendemos que el título “contradice” a la imagen en que aparecen siete damas de distintas edades luciendo vestidos de noche color champán con unos sombreros que cubren sus respectivas cabelleras convenientemente recogidas. Al correr de las páginas, entendemos que esa imagen de portada cuadra con el de esa alta sociedad rusa a la que pertenece Eva Dickin, la joven por la que suspira Frank Dickin, un escritor en ciernes. A propósito de este peculiar personaje, Gerhardie construye un fresco de época decididamente sarcástico y mordaz en su conjunto, e irónico en algunos de sus pasajes.
    William Alexander Gerhardie encaja dentro de la consideración de «escritor de escritores», poseedor de un timbre estilístico propio en esa afinación por combinar un universo literario persuadido por lo satírico y/o lo humorístico con una orientación visionaria que le sitúa por derecho propio entre aquellos capaces de haber entendido porqué derroteros se conducía en mundo en el periodo de entreguerras. De tal suerte, el ayer (en relación al peso del pasado que arrastra consigo una saga familiar rusa en franco declive), el hoy (cuyo diapasón lo marca las acciones emprendidas por Frank Dikin, a quien acoge cuál protector el adinerado Lord Ottercove) y el mañana (el que hace referencia al título, el provocado por una bomba atómica que anticipa lo ocurrido en el plano de la realidad a casi veinte años vista) “conviven” en un texto literario de exquisita factura en su formulación narrativa, que incluye numerosas referencias a prohombres de las letras (algunos de ellos compatriotas como Jane Austen o H. G. Wells) y unas pocas al mundo de la ciencia. Éstas últimas se dan cita cuando el relato encara su parte final, aquel capaz de dar un giro un tanto imprevisible para el lector, procediendo a “domesticar” la ironía y el sarcasmo en beneficio de la crudeza de los escenarios que sobrevuelan en nuestra imaginación al calor de la representación de un mundo apocalíptico producto de la sinrazón del ser humano. Sin duda, H. G. Wells tuvo presente Doom a la hora de conformar el guión de Things to Come (La vida futura para su distribución en suelo español) por encargo de Alexander Korda. Aunque con ciertas reservas, acaso Stanley Kubrick conociera asimismo el contenido de la novela de Gerhardie para decantarse definitivamente por modificar el rumbo de la historia de Dr. Strangelove (¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú) que quería imprimir en la gran pantalla a partir de la novela Red Alert (1958) de Peter George, que adopta un semblante “serio” en su fondo y forma. Una hipótesis de trabajo bastante probable, pero que en todo caso Hecatombe representa una propuesta única que, amén de cautivar por su prosa precisa y elegante, sorprende por las dotes de “adivino” de Gerhardie sobre el potencial de autodestrucción del ser humano bien entrado el siglo XX y que nos sitúa de facto en una nueva era. La fisión nuclear de los átomos procuraba la confección de un arma de destrucción masiva hasta entonces ni tan siquiera imaginada. Por su parte, la “fusión nuclear” de una familia rusa, en combinación con un escritor de talento dudoso en el que, sin embargo, confía Lord Overcotte (no es difícil "visualizar" la figura de Sir Ralph Richardson , uno de los actores partícipes en Things to Come, en una hipotética representación de esta pieza literaria en la escena teatral o cinematográfica que nunca se dio), ofrece buena parte de la cuota de hilaridad e ironía de un relato que había adoptado distintos nombres My Sinful Earth, Eva’s Apples y Jazz and Jasperantes de imponerse el de Hecatombe. En ese lado oscuro del planeta literario británico, transcurridos casi noventa años desde su primera edición, aún podemos observar esa huella en forma de cráter que lleva la rúbrica de William Gerhardi, en arte con el añadido final de la «e» al final de su apellido. Una «e» que equivale a excelencia literaria, a los ojos inclusive de coetáneos de mucho mayor reconocimiento artístico y/o mediático como el caso de Graham Greene o Edith Wharton, quien sentencia en el prólogo de Siruela para la edición de Inutilidad: «yo tengo talento, pero lo de él es genio».   

lunes, 24 de octubre de 2016

«TRUE DETECTIVE» (2014): PRIMERA TEMPORADA. RUST NEVER SLEEPS

En el calendario personal de Matthew McConaughey 2014 está llamado a grabarse en su memoria para siempre. Así pues, la obtención de un Globo de Oro al Mejor Actor Dramático por Dallas Buyers Club (2013) presagiaba la distinción de McConaughey con un Oscar por su composición de un vaquero afectado del SIDA. Por aquellas fechas marzo de 2014el actor texano ya había podido contemplar la emisión en televisión de los ocho episodios de la primera temporada de la serie True Detective (2014). Él mismo ejercía de coproductor ejecutivo y coprotagonista de una first season en que los directivos de la HBO procuraron mantener en secreto todos los asuntos que conciernen a la trama de una propuesta ambientada en el estado de Louisiana. En su incursión en la pequeña pantalla le acompañó Woody Harrelson, asimismo oriundo de Texas y siete años mayor que McConaughey. Atendiendo al nivel de rigurosidad y exigencia con la que McConaughey parecía dispuesto a encarar una nueva etapa profesional, alejándose así de un periodo un tanto prosaico a merced de la explotación de su saludable apariencia física, el ofrecimiento del papel de Rustin Spencer Cohle parecía encaminado en esta dirección.
    Al concluir el visionado de los ocho episodios que conforman la primera temporada de True Detective, a razón de una media de cincuenta minutos cada uno de ellos, la interpreto conforme a una pieza cinematográfica de algo más de cuatrocientos minutos de duración. Lo es desde la perspectiva de una progresión dramática que encuentra su primer nudo narrativo de verdadero calado a la altura de su cuarto capítulo Who Goes There? («¿Quién anda ahí?») mientras que en el arranque del octavo, Form and Void («Forma y vacío»), asistimos al segundo nudo narrativo, aquel presto a situarnos a las puertas del clímax. A este enfoque contribuye sobremanera el hecho que cada uno de los episodios haya sido dirigido por la misma persona, Cary Joji Fukunaga, a quien se le había otorgado años antes la responsabilidad de dirigir un nuevo remake de Jane Eyre con un equipo artístico en el que destaca con luz propia Michael Fassbender. Éste último hubiera sido un firme candidato a enfrentarse al personaje de Cohle en True Crime, pero una vez asimilado a la piel de McConaughey se nos hace cuesta arriba pensar en nadie más que el texano ejerciendo de un agente del FBI entregado a su oficio casi las veinticuatro horas, en que campan a sus anchas visiones que le conectan con un mundo en paralelo que adopta inequívocas formas del pasado en clave de tragedia. Rust Never Sleeps, «parafraseando» el título del célebre concierto en directo de Neil Young, es la impresión que nos llevamos de un agente del FBI misántropo, engullido en sus propios pensamientos y refractario a cultivar la empatía necesaria para con el compañero que se le asigna por parte del Departamento, Martin Eric Hart, quien adopta los rasgos de Woody Harrelson. A través del guión construido por el escritor de novelas criminales Nic Pizzolatto, erigido en show runner de la serie de la HBO, True Detective orilla cualquier tentativa de ejercicio sustentado en los tópicos propios de las buddy movies. Existe, pues, una hondura psicológica a la hora de trazar la realidad de unos personajes que relatan ante una comisión del Departamento del FBI una cadena de capítulos especialmente espinosos que habían tenido lugar bastantes años atrás, en que las puertas de la Muerte parecían abrirse de par en par. Merced a este doble plano temporal podemos recrearnos en la vena camaleónica de Harrelson y sobre todo de McConaughey, con la voz ronca, profunda, cavernosa (su dependencia por el tabaco y el alcohol contribuye a ello) que relata un «auténtico descenso a los infiernos». Rust parece entrar en trance cuando detalla una serie de episodios ante un comité que se muestra en su conjunto hierático, con una serie de cuestiones por dilucidar sin perder en ningún momento la compostura propia de agentes que se saben funcionarios del cuerpo. No es el caso de la forma de operar de Marty y Rust, quienes trenzan verdaderos lazos de amistad (sin necesidad de subrayados) cuando confían el uno y otro en guardarse las espaldas en una operación de alto riesgo. Allí donde cruzan el umbral de la realidad para situarse en un terreno pantanoso, habilitado para que lo peor del ser humano se manifieste a modo de ritual. El ritual de la muerte y de la destrucción, de lo putrefacto y de lo abominable, inmerso en un paisaje que parece reproducir los grabados e ilustraciones de Gustave Doré o los cuadros de El Bosco en una impresora en tres dimensiones. Parajes naturales que sirven de refugio a una estirpe semihumana a la que Marty y Rust siguen la pista hasta el final, no sin antes haberse situado el segundo de ellos en la boca del lobo de una banda de moteros que adquieren rango de organización criminal mientras el rubio agente del FBI parece sucumbir a una crisis de identidad cuando su esposa Maggie (Michele Monaghan) le abandona, quedando ésta al cargo de sus dos hijas en común. De este fragmento del relato se ocupa el episodio ¿Quién anda ahí?, merecidamente ganador de un premio Emmy gracias a un operativo narrativo perfectamente ensamblado y que deja para un servidor el recuerdo para los anales de la imagen de Rust/McConaughey abstraído de la realidad, a bordo de una canoa que se adentra por los páramos de Louisiana cubiertos por un manto de nocturnidad. Acaso un guiño velado a Apocalypse Now (1979) a través de la figura del capitán Willard (Martin Sheen) a la búsqueda del general Kurtz (Marlon Brando), cuya equivalencia sería el «cocinero de la coca», elemento clave para despejar interrogantes que asaltan en el curso de la investigación a la que llevan tiempo consagrados los agentes del FBI en aras a esclarecer quién hay detrás de una serie de desapariciones.   

jueves, 6 de octubre de 2016

«FARGO» (2015): SEGUNDA TEMPORADA: LA MASACRE DE SIOUX FALLS

Desvelada en uno de los postreros episodios de la primera temporada de Fargo una “misteriosa” conexión con la producción cinematográfica epónima que atañe a los personajes Stavros Milos (Oliver Platt) y del locuaz Carl Showalter (Steve Buscemi), respectivamente, en la ubicación temporal del año 1987, para la segunda temporada de la serie el showrunner Noah Hawley traslada la acción ocho antes de la fecha indicada. Un salto temporal hacia atrás de veintisiete años de 2006 a 1979en relación a los acontecimientos que toman lugar en la first season (salvo momentos puntuales) que representa un viaje en el tiempo, no así por lo que concierne a su espacio geográfico, el propio de Minnesota, epicentro de las distintas historias que se dan cita en Fargo. Echando mano una vez más de un inveterado sentido del humor negro, los hermanos Joel y Ethan Coen, de común acuerdo con Hawley, apelan a la realidad de los hechos narrados en el encabezamiento de unos títulos de crédito iniciales de la segunda temporada que siguen la tónica en cuanto a su tono austero, sin una carátula que sirva de sello distintivo más allá de la tipología y el cuerpo de letras utilizado para el título de la serie, calcado a la de su ascendente cinematográfico. En ese año-visagra que marca el final de una década (el constante uso de la split screen es un claro homenaje a este periodo por lo que respecta a su producción cinematográfica) especialmente aleccionadora de la fractura sociocultural que experimentarían por aquel entonces los Estados Unidos, se localiza un relato inventado que los Coen y Hawley tratan de recubrir con una pátina de épica verídica: la masacre de Sioux Falls. Con la salvedad de la fugaz aparición de uno de los personajes secundarios de la temporada de arranque de la serie, el reparto de la segunda temporada de Fargo se renovaría de arriba abajo, pero manteniendo la orientación coral perseguida desde que se maquinó la serie. Ciertamente, la segunda temporada adolece de un personaje dotado del enorme carisma de Lorne Malvo (Billy Bob Thornton), aunque para muchos de los seguidores de la serie tenga en el taimado Mike Milligan (Bokeem Woodbine) un digno antecesor, un personaje que parece extraído de las viñetas cinematográficas articuladas por Quentin Tarantino. A propósito de Milligan y los gemelos Gale Kitchen sus auténticas sombras, Hawley se cobra uno de los private jokes que se deslizan a lo largo de la decena de episodios que conforman la segunda temporada de Fargo, esto es, el que hace referencia a un grupo de delincuentes y asesinos a sueldo que podrían ser conocidos como si fuera una banda de rock progresivo (Mike Milligan and the Kitchen Brothers). Puntos de humor en el océano de un relato teñido de sangre, a costa de un encadenado de asesinatos que tiene su punto álgido en el penúltimo episodio, “The Castle”. Floyd (Jean Smart), la matriarca de los Gerhardt, parece mirarse frente al espejo de Emma Small (Mercedes McCambridge) en Johnny Guitar (1953), en su asimilación de un personaje que reviste autoridad en un mundo de hombres de comportamientos primitivos. Un grupo salvaje que, como en la cinta homónima dirigida por Sam Peckinpah cabe el tema de la amistad traicionada, provocando así el “descabezamiento” de un clan familiar afinado en el comportamiento propio de unos terratenientes del viejo Oeste. La visualización de esos ecos westernianos pueden detectarse en el episodio en que el agente Lou Solverson (Patrick Wilson) accede a los dominios de los Gerhardt, enfrentándose cara a cara con el primogénito Dodd (Jeffrey Donovan), cuyos impulsos salvajes parece controlarlos telepáticamente Floyd. Dodd será uno de las piezas básicas que entra en juego en el tablero de Hawley para el tramo final de la segunda temporada, convirtiéndose en la moneda de cambio para la pareja Peggy (Kirsten Dunst) y Ed Blumquist (Jesse Plemons, revestido en un personaje de pocas luces empleado en una carnicería), situados en una constante montaña rusa desde el primer episodio que compromete a una serie de asesinatos en el interior de la cafetería Wafle Hut y en los aledaños de la misma. A propósito de la manera en que trata de entretenerse la fabuladora Peggy cuando su marido se ausenta de la cabaña que les sirve de refugio, Hawley se cobra un guiño a la película seminal cuando la esteticien aporrea el aparato de televisión, cuyas imágenes se ven un tanto borrosas. Una “anomalía” acaso derivada de presencias extraterrestres en ese enclave gélido de los Estados Unidos, en un año especialmente proactivo en presuntos avistamientos de OVNIS desde un planeta en que día tras días los periódicos recogían en sus páginas de sucesos casos de asesinatos de muy distintas naturaleza. El de la masacre de Sioux Falls sería uno de ellos, aunque solo operara en la imaginación de los traviesos hermanos Coen, alineados con el pensamiento de Noah Hawley a la hora de “transgredir” el modelo de serie afianzado en el principio de continuidad, en que necesariamente cada temporada debe contar con un reparto similar. Todo parece indicar que esa forma de “transgredir” sigue vigente de cara a una tercera temporada cuya emisión está prevista para la primavera de 2017.   

lunes, 26 de septiembre de 2016

«FARGO» (2014): PRIMERA TEMPORADA. LA SOMBRA ALARGADA DE LORNE MALVO

Presumiblemente, para los anales de la historia audiovisual de los Estados Unidos Joel y Ethan Coen tributen por su aportación al medio cinematográfico, constituyendo uno de los tándems de cineastas más sólidos que nos ha deparado en los últimos treinta años. No obstante, cuando la carrera de ambos toque a su fin, seguirá quedando grabado en el recuerdo de muchos de los que hemos seguido la trayectoria de Joel y Ethan desde sus inicios profesionales, o de los que se hayan ido incorporando a lo largo de la misma una serie que lleva el mismo título de una de sus más emblemáticas producciones cinematográficas: Fargo (1996). En cierto sentido, la serie Fargo (2014-    ) pertenece al espectro temático y/o estilístico que han ido abordando en el curso de los años los hermanos Coen, aunque ofrece la posibilidad de ampliar una dramaturgia barnizada con un peculiar sentido del humor negro a través de un nuevo formato para ellos, dividido en diez episodios de algo menos de una hora de duración para cada una de las dos temporadas emitidas hasta la fecha. Inequívocamente, la huella de los Coen queda impresa sobre la superficie blanquecina de una propuesta televisiva de la que ejercen de productores ejecutivos, esto es, adoptando un rol de control del producto final pero desde una prudencial distancia. El contacto más a pie de obra corresponde al showrunner Noah Hawley, a buen seguro un incondicional del cine de los Coen, quien había realizado su particular aprendizaje en series como Bones, The Unusuals y My Generation con desigual fortuna. Para Hawley, el reto de Fargo serviría para “interpelar” a sus admirados Brothers Coen pero buscando su propio espacio creativo.
    Transcurridos más de dos años desde la emisión de la primera temporada de Fargo por el canal estadounidense FX, visito sus diez capítulos con el propósito, acaso inconsciente, de recuperar las sensaciones que había experimentado con el ya lejano estreno de la película homónima dirigida por los Coen. Empero, más allá de compartir un gélido escenario similar y una tipología de personajes que abrigan ciertas conexiones en relación a la obra seminal, Fargo-la serie funciona de una manera autónoma en que no resulta difícil adivinar casi a las primeras de cambio del magnetismo que despierta Lorne Malvo, en una caracterización superlativa por parte de Billy Bob Thornton. Un personaje que va progresando a medida que avanza la serie hasta su conclusión final en su primera temporada. Comparado en su momento (de una forma un tanto precipitada) con Robert De Niro, el rastro de Thornton parecía haberse perdido en la espesura de propuestas intrascendentes. Un pobre bagaje artístico el suyo desde que se enfudó el traje de Ed Crain hecho a medida precisamente por los hermanos Coen en El hombre que nunca estuvo allí (2001). Un relato cinematográfico en blanco y negro una osadía visual prince du siécle— que situó a Billy Bob Thornton en un plano de excelencia del que no tardaría en descabalgarse merced a elecciones poco satisfactorias, si bien en el orden crematístico podrían tener otro signo. Por fortuna, Fargo ha propiciado la recuperación de Billy Bob Thornton gracias a la recreación de un personaje amoral que no parece de este mundo. Esa alma inhumana, “animalesca” a la que parece acomodado el personaje de Lorne Malvo –en sintonía con el Anton Chigurh (Javier Bardem), el singular psycokiller de la oscarizada No es país para viejos (2007)— es explotada por los guionistas de turno para dotar de una cierta carga alegórica a una narración que, a mi juicio, extiende la mano hacia el universo Twin Peaks (cortesía de Mark Frost y David Lynch) en la definición de otros personajes como la dupla de matones formada por el mudo Mr. Wrench (Russell Harvard) y Mr. Numbers (Adam Goldberg), protagonistas de una rocambolesca subtrama en que acaban siendo “compañeros” de celda de Lester Nygaard (Martin Freeman). Lester salva el pellejo in extremis cuando Wrench y Numbers son llamados a abandonar la celda cuando se les notifica que la fianza impuesta por el juez ha sido satisfecha. Pero el vivaz Lester, una vez “liberado” de vida anodina, prosigue su huída hacia adelante, haciendo partícipe al espectador de una mutación de comportamiento –desde la bondad domesticada verbigracia del hábito a una maldad asimilada conforme a una nueva forma de vida— pareja a la experimentada por Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad (2008-2013). Muestra inequívoca que las series se retroalimentan entre sí, aunque con la lección aprendida de preservar unas señas de identidad que las hagan únicas, diferentes. Sin duda, una de las señas de identidad de la primera temporada de Fargo responde al nombre de Lorne Malvo, el diablo con guantes de seda que visita Bemidji con la intención de grabar a fuego la historia criminal de una hasta entonces apacible localidad de Minnesota, de cuyos valores humanitarios el jefe de la policía local Bill Oswalt (Bob Odenkirk, uno de los actores revelación en Breaking Bad y con espacio propio en el spin-off de ésta, Better Call Saul) es uno de sus más firmes depositarios. Por ello, Oswalt trata de preservar un clima familiar en el seno del cuerpo policial de Bemidji que sufre una ola de crímenes "basados en hechos reales". Una nota de humor negro que se imprime en el encabezamiento de unos títulos de crédito iniciales puntuados por la composición musical de Jeff Russo definida en forma de Réquiem... por los que van a morir cuando la sombra alargada de Lorne Malvo se adivina en el horizonte.   

miércoles, 14 de septiembre de 2016

«RELATOS TEMPRANOS» (1935-1943) de TRUMAN CAPOTE. TRAS LA PISTA DEL GENIO PRECOZ DE NUEVA ORLÉANS

Truman Streckfus Persons, artísticamente Truman Capote (1924-1984), no llegó a cumplir los sesenta años por algo más de un mes. En los aledaños de haber alcanzado una cifra redonda que lo situara próximo a la edad de jubilación y con apenas tan solo cuatro novelas publicadas in strictu sensu podría colegirse que Capote fue un escritor tardío y/o extraordinariamente perfeccionista para que hubiera podido ser catalogado conforme a un escritor prolífico. Nada más lejos de la realidad. A los ocho años, desde el rincón de la marginalidad derivada de la falta de afecto maternal y de la ausencia del referente paternal, Truman Streckfus decidió ser escritor. Una pulsión infantil que adoptaría carta de naturaleza en una adolescencia en que el menudo Truman parecía plenamente consciente de su talento innato para la escritura, una forma de mitigar las punzadas de dolor soportadas por su corazón doliente, al albur de las intermitentes ausencias de su figura materna, dejándolo al cuidado de tres de sus tías, a las que homenajeó a su manera en una de sus contadas novelas, El arpa de hierba (1951).
    La condición de escritor precoz de Truman Capote, tocado por la “varita mágica” de un talento “sobrenatural”, queda refrendada plenamente en Relatos tempranos, que en marzo de 2016 sacaba a la venta el sello Anagrama dentro de la colección consagrada al genio de Nueva Orléans. Hubiera podido resultar un ejercicio un tanto prosaico o, cuanto menos ocioso, hacernos comulgar con la idea que textos literarios escritos por adolescentes con apenas decenas lecturas de clásicos en su haber (en el mejor de los casos) tuviera sentido su edición en forma de compendio de una docena larga de relatos. Algo que en la inmensa mayoría de los casos podríamos dar por bueno, pero cuando nos enfrentamos a un escritor llamado Truman Capote estamos ante la excepción que confirma la regla. Inequívocamente, la lectura atenta de Relatos tempranos levanta puentes con las obras “de madurez” de Capote, estableciendo así una invisible secuencia cronológica en que pasamos de esa fase primigenia en que ya advertimos su incipiente dominio de las figuras poéticas y metafóricas  (a modo de ejemplo, «El sol declinaba ya en el cielo veteado de escarlata y el calor se alzaba de la tierra seco y vibrante» y «se agarró a la oscuridad en busca de asidero», sendas frases y/o expresiones que cabalgan sobre el texto de “La señorita Belle Rankin”), y su decantación por lo lúgubre y lo siniestro al reflejar una realidad cotidiana que tuvo como denominador común un núcleo rural en los catorce relatos publicados en el presente volumen. No en vano, Truman pasó buena parte de su infancia y adolescencia en la localidad de Monroeville, en el estado de Alabama, donde fue vecino e íntimo amigo de Harper «Nelle» Lee (la autora de la novela Matar un ruiseñor), a quien parece invocar en la pieza “Si yo te olvidara” a través del personaje de la sureña Grace Lee. En este mismo relato, expresa a través de la voz de la protagonista de la función que «quizá vuelva a buscarme para llevarme a alguna urbe grande como Nueva Orléans o Chicago, o incluso Nueva York». Ya por aquel entonces, Truman Streckfus parecía presagiar cuál sería su destino, una ciudad invadida de rascacielos que lo acogería en calidad de meritorio en la revista “New Yorker” para, una vez instalado en la veintena, dar rienda suelta a una veta literaria tocada por un estilo propio, de escritura precisa y elegante, en que su capacidad de adaptabilidad a cualquier tipo de personaje (de razas, bagaje cultural, estratos sociales y edades disímiles) ya había tenido el campo abonado durante su fase (pre)adolescente, a cuenta de Hilda, Louise, y Lucy en los relatos epónimos, pero asimismo de personajes masculinos tales como Em (“La polilla en la llama”), Jep y Lemmie (“Terror en el pantano”) o Jamie (“Esto es para Jamie”), entre otros.  
     Para todos aquellos amantes de la literatura de Truman Capote estos Relatos tempranos favorecen al pensamiento que se requiere (casi) toda una vida para alcanzar el zénit creativo (él lo hizo con A sangre fría, asumiendo con ello un coste demasiado alto en lo personal), marcando así sobre un imaginario tablero la progresión que adopta una forma de curva ascendente sin apenas percibirse dientes de sierra. Un regalo, por consiguiente, difícil de substraernos para quienes consideramos a Truman Capote uno de los mayores talentos de su generación, sometido, como acertadamente señala en el epílogo la editora Amuschkas Roshani, al flagelo intermitente  del recuerdo de una infancia marchita por la ausencia de afecto materno, un anhelo que clamaría "venganza" en algunos de sus textos más afilados, con la punta de mordacidad e ironía perfectamente acondicionada para grabarse sobre el papel. Del olor del mismo, Truman Capote no se desprendió jamás, aunque otro olor, el del alcohol, que funcionó como “bálsamo” acabaría truncando su vida (mucho) antes de tiempo. Con todo, medio siglo dedicado a la literatura le colocaron en el Panteón de los elegidos de las Letras Americanas de todos los tiempos.