viernes, 30 de julio de 2010

TOREANDO A LA VIDA: ABOLICIONISMO VS FIESTA NACIONAL

Escuchando Carrusel Deportivo, el programa futbolero por antonomasia de las tardes del domingo, un periodista abordó a «Mágico» González, y le preguntó sobre una corrida de toros, resabiado que al delantero del Cádiz CF se mostraría entusiasmado con la Fiesta Nacional que tendría en la Tacita de Plata uno de sus reductos con mayor solera en Andalucía. Pero la respuesta de aquel fino estilista salvadoreño del balompié fue de lo más imprevisible: «Soy más toro que torero». El periodista de marras salió con el rabo entre las piernas y devolvió raudo la conexión a los estudios centrales. Desde aquel momento no he podido encontrar una mejor definición o postura en relación a la práctica del toreo y, por consiguiente, la decisión de la abolición de la denominada Fiesta Nacional en Catalunya, aprobada en el Parlament el pasado 27 de julio, guarda un poso de satisfacción en lo personal por mi formación netamente humanista, que pasa por evitar, en la medida de lo posible, el sufrimiento injustificado a los animales. Pero todo ello no debe tapar o esconder que la decisión tomada en el Parlament forma parte de una estrategia política perfectamente diseñada y delimitada por las fuerzas nacionalistas catalanas en el afán de allanar un camino expedito hacia la independencia. Esa estrategia pasaba inexorablemente por llevar a cabo la derrota de un símbolo del españolismo por excelencia como la fiesta taurina. Una fiesta milenaria que en territorio catalán se tambaleaba hasta el punto de parecerse a una figura moribunda... En lugar de su muerte natural, empero, se ha optado por una estocada definitiva, que tiene ya fecha de caducidad: el 1 de enero de 2012.
A diferencia de los que pronostican una lenta pero firme segregación entre Catalunya y el resto del territorio español, sirviendo el asunto de la abolición de las corridas de toros como elemento catalizador, mi pensamiento va en otra dirección. Esa maniobra orquestada en la oscuridad por Convergència i Unió (CIU), Esquerra Republicana (ERC) e Iniciativa per Catalunya (IC/Verds), con la suma de algunos «disidentes» del Partit dels Socialistes (PSC), ha sido una suerte de pataleta en respuesta al dictámen del Tribunal Constitucional que ha «desnaturalizado» algunos artículos de l’Estatut por no ajustarse a derecho. En el horizonte del invierno de 2012, cuando se escenifique el fin de Fiesta, no serán pocas las fuerzas políticas, culturales —Ómnium a la cabeza— y/o impulsadas por la sociedad civil en general que traten de sacar rédito de la situación, buscando nuevos frentes paras evidenciar las diferencias existentes de base entre Catalunya y lo que entienden por España. Sinceramente, para alguien que ha vivido en esta parte del Mediterráneo desde que nació, al margen del parecer que pueda despertar el sentimiento en torno a las corridas de toros y la cuestión lingüística —por muchos factores correctores que haya a favor de la lengua que hablo habitualmente tan sólo cabe fijarse en una realidad apabullante: el español es la tercera lengua más hablada en todo el mundo— la razón de ser de una separación de territorios entre Catalunya y el resto del estado español no se sustenta más que en la mente de nacionalistas que se retroalimentan de este sentimiento como único motor que da sentido a sus vidas. Ese patriotismo españolista rancio que critican no deja de ser el espejo de un nacionalismo a ultranza en defensa de una identidad catalana que promulgan a los cuatro vientos sin querer darse cuenta que su «código genético» es prácticamente idéntico que el de los habitantes allende del río Ebro. Pueden variar el orden de la secuencia de la cadena de algunas «bases», pero en su conjunto las diferencias son imperceptibles: catalanes, vascos, gaditanos, onubenses, vallisoletanos, madrileños o albaceteños seguimos encarando nuestras existencias con el pálpito que algún día nos tocará la lotería; consideramos a la clase política como un mal necesario; nos seguimos encandilando frente al televisor cuando se celebra el enésimo Partido del Siglo del planeta futbolero y un largo etcétera de lugares comunes. Salvo que alguien me haga ver otra realidad, la población catalana no demuestra un inusitado entusiasmo por los programas culturales del 33 (algunos programas de gran calidad tienen audiencias paupérrimas) —el equivalente a la 2 en territorio hispano—, ni tiene una mayor receptividad por la lectura ni cuando acude a las discotecas se plantan para que toque la Filarmónica de Berlín en detrimento del dj de turno con su repertorio de sonidos etéreos y machacantes. Pero ya se sabe que los políticos se agarran a un clavo ardiendo y para justificar el color de sus partidos hacen bueno el aforismo que dijo alguien que buscó inspiración para uno de sus más célebres libros durante su estancia en Catalunya —en calidad de brigadista—: «todos somos iguales, pero unos más iguales que otros». George Orwell dixit. Una igualdad que se viste con el traje de luces de confusión con el propósito de cambiar nuestro orden natural. Como los escaladores que buscan cualquier resquicio de la pared, para aferrarse con los dedos en forma de tentáculos o ventosas, los nacionalistas escudriñan esas grietas en las que filtrar un discurso vehemente. Para un servidor, lo aprobado en el Parlament es un triunfo de los defensores de los animales que siempre han sido conscientes que su lucha ganaría un impulso descomunal si se daba vía libre a la abolición de las corridas de toros. Salvo honrosas excepciones, a la clase política catalana no les guiaba sus principios veganos en esa jornada sino más bien los principios dictados por Marshall McLuhan: «el fin justifica los medios». Esos medios se los puso en bandeja una propuesta abolicionista surgida de una iniciativa popular que pilló con la guardia baja a los amantes de la Fiesta Nacional. Como diría un cronista avezado en el arte de la tauromaquia, esos toreros que lucen su gallardía y valentía en el ruedo frente a murlacos que les alcanzan hasta la altura del cuello fuera del mismo se muestran mansos en la defensa de un oficio de inveterada tradición. A partir de ahora ni una doble verónica les salvará de asistir al sepelio al pasar la última página del calendario de 2011. Brindaremos por ello, aunque la celebración habrá quedado un tanto aguada por ese oportunismo en forma de vendetta a la que se han acogido buena parte de sus dirigentes políticos catalanes. No puedo dejar de confesar que me hubiera gustado otro final más limpio para la Fiesta en suelo catalán, en consonancia con la nobleza del toro bravo, el único animal que me despierta compasión sobre el ruedo. Los unos lo hacen de forma voluntaria; los otros obligados colgando la etiqueta de que su destino se traza sobre un círculo. El círculo de la muerte natural... como la vida misma.

sábado, 24 de julio de 2010

LA POLÍTICA COMO McGUFFIN EN UNA PLANETA AMENAZADO

No hace demasiado tiempo había un periodista (sic) —el ínclito Federico Jiménez Losantos— que paseaba su lengua viperina por los estudios de la COPE esgrimiendo, entre otras lindezas, poco menos que eso del cambio climático era una invención. Por imperativo facultativo lo escuché muy de tanto en tanto, y reconozco que como despetador-alarma funcionaba la mar de bien; te despabilabas en cuestión de un par o tres de soflamas del turolense. Claro que al malo de Losantos sabía que le quedaban los días contados en la emisora episcopal y lo de menos era hacer un ejercicio reflexivo, meditado y cargado de sentido común, no ya sólo en cuestiones vinculadas a la política (pertenece a esa clase de gente que tiene respuesta para todo y un poco más), sino de los deportes, la cultura, la economía... hasta la ciencia... Nada exacta, pero eso, según su criterio, que más le daba. No obstante, esa noción de que el cambio climático es como un frente común bañado de idealismo cuya palanca se acciona merced al empuje ejercido por grupos ecologista sin más oficio ni beneficio que tomar el rol de la «mosca cojonera» —en infeliz definición de Manuel Toharia— en el contexto de nuestra sociedad, ha ido calando entre un buen número de personas. La sensación es que determinado sector de población ha dejado de auscultar en torno a estas noticias de tono alarmista-catastrofista y se limita a seguir el sesgo del día a día, sin advertir que la amenaza real se encuentra al doblar la esquina del próximo siglo. Si a estos mismos se les preguntara cuánto tiempo cree que ha pasado desde la abolición de la Inquisición en nuestro país, seguramente un buen porcentaje lo situarían en la edad de bronce (valga la ironía), o se remontarían nueve siglos en el tiempo... Pues bien, tan sólo han pasado algo más de doscientos años, una buena medida para apercibirnos que noventa años, incluso a efectos de historia contemporánea, deviene un tiempo relativamente corto. Incluso muy corto. Lo más terrible del asunto supone que podemos llegar tarde para atajar un problema ecológico de proporciones devastadoras para una parte del planeta y que, tarde o temprano, provocará un efecto dominó.
   Desde esta óptica científico-ecologista —llámesele como se quiera—, para un servidor el juego de la política librada entre los partidos de turno y todo lo que ello conlleva representa una gota en el océano frente al reto que tenemos por construir una sociedad que no mire únicamente al corto plazo, que tome conciencia de que habitamos en un planeta con unos recursos naturales limitados y que las dinámicas creadas a lo largo del pasado siglo y lo que hemos cubierto del presente advierten que la cuestión se puede tornar irreversible. Pongamos un ejemplo reciente. No hay telediario o telenoticies que dejen de mostrarnos a los políticos con sus dimes y diretes sobre el Nou Estatut de Catalunya (el aprobado en el Parlament en 2005), la sentencia del Tribunal Constitucional, que si las competencias lingüísticas, ese cacareado tema identitario, etc. El tiempo y sobre todo el haber desperdiciado el mismo en haber puesto el acento únicamente en estas cuestiones quizás sea la que sienta en el banquillo a la humanidad, incapaz de resolver los problemas que pueden darse a cien años vista. En términos de la existencia del planeta tierra, vendría a ser una parte infinitesimal del estornudo que puede tener una persona a lo largo de sus, pongamos por caso, ochenta años ¿Quo Vadis Izquierda Unida o Iniciativa per Catalunya? ¿Acaso comporta más votos desvivirse por las cuestiones lingüísticas que por ofrecer una mirada más abierta, más amplia con el ánimo de impulsar una conciencia ecologista que deje en un cuarto plano si el artículo quinto del preámbulo segundo dice que somos o no una nación? Mother Earth, my friends. Ya demasiados avisos está dando la Madre Tierra en forma de maremotos, terremotos, huracanes, tifones, ciclones (echen mano de las estadísticas y verán: las frecuencias de estos fenómenos han aumentado aritméticamente en los últimos años)... para que nos tomemos en serio una realidad infinitamente más importante que lo circunscrito en el ámbito de la política hecha para y por los politicos. Ni tan siquiera en el escenario más favorable, cuando se certifique al cabo de unos pocos años que seremos 7.000 millones de habitantes, podemos asegurar que nuestra tierra resiste bien los embates del cambio climático. Una hiperpoblación tantas veces planteada en sus escritos de ciencia-ficción, en su derivación de anticipación, por parte de Harry Harrison que colocará frente al abismo a un porcentaje significativo de la misma, al albur de los masivos fenómenos naturales que tienen, no me cabe la menor duda, su origen parcial en un cambio climático que solo los necios pueden rebatir. Pero infinidad de necios habitan en este planeta, actuando como espectadores de una película cuyo McGuffin —según los cánones hitchcockianos— lo relacionan con ese juego político aludido en que se siente el batir de las banderas y de las insignias identitarias, sin reparar en el verdadero contenido de la trama, la que nos dibuja un panorama sombrío sobre los peligros que acechan a la Madre Naturaleza si no le ponemos remedio.

domingo, 18 de julio de 2010

ELMER BERNSTEIN (1922-2004): TAN CERCA... DEL CIELO MUSICAL

En el annus horribilis para el mundo de la música de cine, esto es, en 2004, la luctuosa noticia del fallecimiento de Jerry Goldsmith (1929-2004) y David Raksin (1912-2004) al poco vendría acompañada por la de Elmer Bernstein (1922-2004). Hasta la fecha no había dedicado un post en Haldane sobre un compositor hour de categorie (valga el símil ciclista) por el que sigo profesando una admiración absoluta. La buena nueva de la edición en CD, a cargo del sello Varèse Sarabande, de Secretos de un matrimonio / A Walk in the Spring Rain (1970) que he adquirido recientemente, amén de la coincidencia que hace sesenta años debutó como autor de bandas sonoras en el campo del largometraje, ha dado pie a rendir mi particular tributo a Elmer Bernstein desde este modesto blog. Sin parentesco alguno con otro «notable» de la música con mayúsculas, Leonard Bernstein, el artífice de partituras que forman parte del acervo cultural-cinematográfico como Los siete magníficos (1961), El hombre de Alcatraz (1962) Matar un ruiseñor (1962) o La gran evasión (1963) define como pocos la expresión de una regularidad sostenida en el curso de cinco decenios largos. Es de aquellos compositores que al escuchar una de sus partituras en disco compacto, vinilo o (re)visionando alguna de las películas en las que colaboró el vocablo decepción raramente suele sobrevenirme. Para estas bandas sonoras escritas en el pentagrama por Elmer Bernstein siempre hace acto de presencia una calidez intrínseca a sus notas que embellecen el panorama humano tratado en el celuloide. En la única oportunidad que puede tener cerca a Mr. Bernstein —poco antes de su deceso, en la previa de su memorable concierto en la Sala Gran del Auditori de Barcelona— traté de expresar, de forma telegráfica (contexto obligaba), lo que en síntesis considero que fue su trayectoria profesional: sus primeros años coincidieron con la paulatina extinción de un modelo de cine de grandes decorados, majestuoso en sus formas con el oropel del technicolor y del cinemascope; el verdadero realce de su obra vendría dada por su alineamiento con producciones de los años sesenta y setenta gobernado por un humanismo a flor de piel en el centro de sus respectivas narraciones; su tercera y última etapa (años ochenta y noventa) obedecería al dictado de la infantilización del cine, salpicada de varias colaboraciones en films que miraban a través del retrovisor y requerían de la participación del neoyorquino para extraer el máximo partido de unos sentimientos generalmente expresados de una forma soterrada. Al cabo de mi breve exposición él asintió con la mirada y las palabras. Quise leer en esa mirada un poso de nostalgia, de pesar por un cine que ya no regresaría y con ello el potencial creativo de Bernstein quedaría básicamente supeditado a subrayar auténticas naderías en las que la hondura psicológica de los personajes brillaba por su ausencia. Por ello, cuando Bernstein tuvo frente sí la oportunidad de colaborar con operaciones llámese retro o con aromas de clasicismo, no desaprovecharía la ocasión para sacar de sus entrañas el genio tocado por el pincel de la sensibilidad que llevaba dentro. La edad de la inocencia (1993), Al caer el sol (1997) y Lejos del cielo (2003) conforman ese trípode de «virtuosismo otoñal» que apuntar en el casillero profesional de Elmer Bernstein; ejercicios que hicieron mejores películas a los trabajos orquestados tras las cámaras por Martin Scorsese, Robert Benton y Todd Haynes, respectivamente. Éste último no pudo tener mejor olfato al recurrir a la figura de Bernstein para una historia ubicada en un entorno rural de los Estados Unidos en los años cincuenta. Ese periodo que serviría, entre infinidad de cuestiones, para entronizar el concepto del american way of life, pero que al rascar un poco sobre su superficie se nos presentaba una realidad paralela sustancialmente disímil. Una realidad que, en apariencia, para el aficionado los primeros compases profesionales de Elmer Bernstein podrían obedecer al retrato-robot de compositor en ciernes con talento que se fogeaba en producciones a la espera que la oportunidad de oro se presentara al cruzar el umbral de la treintena. Los diez mandamientos (1956) se aventuraba como esa oportunidad que nadie en sus cabales y con la templanza suficiente hubiera dejado escapar. Pero alguien creyó que las notas de Bernstein tenían el color rojo —como él mismo señaló en la que a mis oídos fue una auténtica master class— y anduvieron remisos en Hollywood en contratar a Bernstein, dejándolo a su suerte al verse involucrado en una serie de títulos de la sci-fi que oscilaban entre la B y la Z. La maquinaria del maccarthismo estaba aún a medio o pleno rendimiento, pero por fortuna su purgatorio en producciones de ínfima calidad —en consonancia con sus presupuestos— no hicieron mella en el ánimo del neoyorquino. A partir de ese encuentro que proveería la «divina providencia» que se dio entre Bernstein y Cecil B. De Mille la leyenda para el compositor de ascendencia judía se iniciaba con paso firme. Parafraseando el título del libro de memorias de otro de los que estuvo en el ojo del huracán del senador Joseph McCarthy y de sus acólitos, Ring Lardner, Jr. Me odiaría cada mañana... si no escuchara la música de ese gigante llamado Elmer Bernstein. Seguiré dejando que fluyan las lágrimas por mis mejillas mientras escucho esas piezas que interpelan al corazón como el célebre main title de To Kill a Mockingbird. Una auténtica bendición para esa parte intangible de nuestro ser... humano. 

domingo, 11 de julio de 2010

«DREAM THEATER»: EL ESTADIO DEL ROCK PROGRESIVO... CON PARADA Y FONDA EN EL «METAL».

Parece haber cierto consenso entre los analistas e historiadores musicales que la extinción de los «dinosaurios» del rock sinfónico o progresivo se debió, entre otras consideraciones, a la expansión del fenómeno de las radio-fórmulas —léase Los 40 principales, como paradigma de la misma— que no encontraban acomodo en sus parillas de programación herzianas temas que sobrepasaran los 3 ó 4 minutos. Al entrar en el periodo de la «glaciación» musical creativa en tantos sentidos —y que, en cierta manera, perdura—, Yes, Genesis, King Crimson, Pink Floyd y Emerson, Lake & Palmer, entre otros, iban quedando progresivamente fuera de la onda a los oídos de las nuevas generaciones que observaban el fenómeno sinfónico como un efecto residual, un vestigio del pasado arrinconado por Los 40 principales y sucedáneos. Como suele suceder en estos casos, la alternativa al conocimiento de estos grupos y de sus legítimos continuadores se debía más a una labor de arqueología por parte de aquellos aficionados que huían de la dictadura de las modas y mataban el tiempo buscando y rebuscando en las tiendas especializadas, preferentemente los viernes y los sábados por la tarde. Hoy en día ese ejercicio que comportaba su particular liturgia ya no tiene lugar en la era de las descargas por internet o las visitas a los vídeos de Youtube. El valor de «jugártela» con la adquisición de un determinado disco es pura entelequia al correr de los tiempos. No acierto a recordar si alguna vez me quedé frente a una portada de alguno de los CD’s de Dream Theater y tuve la tentación de apostar por destapar el tarro de las esencias o abjurar de mi mala elección al reproducirlo en la cadena. Pero, sea como fuere, lamento mi tardanza en el descubrimiento de una banda de la que tenía vagas referencias, y que mi recelo seguramente procedía de su militancia en el sector metalero, del que por prescripción médica (los decibelios a tropemil casan poco con tener una buena puesta a punto del oído medio para percibir toda la gama de sonidos posible que procura la madre naturaleza) me he abstenido. La prospección estos últimos meses por el sinfónico jurásico me ha llevado hasta unos grupos de nacimiento más cercanos en el tiempo, en las que ese terceto de antiguos estudiantes de Berkeley parecían llamados a disputar el cetro del rock progresivo a los escoceses Marillion toda vez que Genesis, Yes y Cia habían entrado en barrena por distintos motivos.
A punto de cumplir sus bodas de plata, Dream Theater pueden vanagloriarse de haber dado cabida a una decena de álbumes en estudio, una cifra nada baladí si tenemos en cuenta que los neoyorquinos han conquistado a un público disperso por medio planeta sin perder la perspectiva de una calidad digna de todo encomio en las grabaciones y una necesidad imperiosa por abandonar cualquier reducto de complacencia en la modalidad de repetir una fórmula que les resultara exitosa en el pasado. Definitivamente, Dream Theater es un grupo que me ha ganado en esas propuestas más melódicas sin dejar de enarbolar la bandera del sinfónico con resabios de Pink Floyd y mostrando vasos comunicantes con los Marillion lideados por Mr. Hogarth. Piezas con las que voy construyendo ese particular museo de los sueños acústicos, apuntalada en los últimos tiempos por esa vertiente del progresivo en su derivación metalera que Dream Theater define con majestuosidad. Las agendas para un servidor estarán libres cuando los de New York decidan escoger Barcelona o cercanías para su próximo tour europeo, aquel que presumible les lleve nuevamente por el viejo continente para conmemorar su 25 aniversario. Allí estaremos para dejarnos seducir por esos generosos conciertos de más de tres horas. Hasta entonces tiempo habrá para «bucear» en ese «océano» sonoro donde habitan en el fondo marino  «perlas» como Thorough My Words, Anna Lee o The Silent Man, y donde podemos dar las vueltas precisas a esa llave de la sensibilidad vocal e instrumental que abra el cofre de su masterpiece Train of Thought (2002). Luego vendría una cierta fase experimental que ensombrencería los hallazgos de antaño pero, al cabo James LaBrie, sigue manejando con firmeza el timón de la nave Dream Theatre sin abandonar sus raíces del rock progresivo, si bien haciendo gala de algún que otro abordaje a un barco (con bandera pirata, of course) bañado de  «metal» pesado. En estos paréntesis musicales con prospección a un género que no tengo el honor de cultivar habrá que atender al enunciado de su quinto álbum de estudio y mantenerse a Seis grados de la oculta turbulencia... de un heavy que parece no ser de ese mundo, de ese «teatro de los sueños» cuando la misma voz, arropado a los teclados por Jordan Rudess (con un look cruce Peter Gabriel post-Up y Mark Kelly de Marillion), por la batería y la percusión de Mike Portnoy y por las guitarras de John Myung y John Petrucci, se encomienda a trazar versos musicales de una sensibilidad exquisita.

Este post está dedicado a mi buen amigo Àlex Romano, un amante del rock como pocos. Su entusiasmo por la música es de las que motiva a seguir haciendo nuevos descubrimientos. Dream Theatre lo ha sido y en grado sumo.

Invitación a escuchar los temas Through Her EyesAnna Lee en YouTube:
http://www.youtube.com/watch?v=mcG0dpBz7tc
http://www.youtube.com/watch?v=qk_o87vRt-0

domingo, 4 de julio de 2010

JAUME CARRERAS Y «EL PAISAJE VACÍO»: LA OBRA DE UN «RENAISSANCE MAN» DEL SIGLO XXI

Para un servidor la definición más acorde con el término talento es la combinación de inteligencia y sensibilidad. Por ello, la inteligencia emocional se encuentra intrínsecamente ligada con la idea de que alguien posea talento. Favorecer ese nexo común entre ambos parámetros guarda mucha relación con la idea que uno tenga sobre ese círculo de amistades que teje a su alrededor. Si uno se rodea de mediocres acabará convirtiéndose en un mediocre más en la «cadena trófica humana». Por el contrario, si se sabe arropado por las personas que definen sus palabras y sus actos guiados por una inteligencia emocional, presumiblemente favorecerá su potencial creativo que, a priori, todas las personas poseen pero que a menudo permanecen inactivos para siempre. Este pensamiento me sobrevino al cabo de reencontrarme con una de las personas de mayor talento que he conocido en mi vida: Jaume Carreras. Recuerdo con agrado los tiempos de Seqüències de cinema, allá por mediados los años noventa, cuando leía a Jaume sus comentarios críticos de las bandas sonoras para nuestra revista. Allí advertí su talento que, lejos de remitir, ha ido creciendo exponencialmente hasta abarcar otros espacios del conocimiento. Para él, la música, la literatura, la filosofía o la pintura no son compartimentos estancos, sino que permanecen interconectados, responden a un efecto osmótico. En el curso de estos quince últimos años de su vida llevar la contabilidad de las cosas que ha hecho desde el plano creativo se me antoja misión imposible. Teatro, cine, televisión, música... y desde hace un tiempo la literatura ha penetrado en el interior de una mente que capta ese mundo prefigurado por conceptos intangibles con la misma facilidad que las abejas extraen el néctar de las plantas. Su obra El paisaje vacío refrenda lo que ya intuí años a en relación a Jaume. Él se guía por una métrica musical que hace posible crear unas cadencias literarias tocadas por un halo armónico, un «milagro» textual que alcanza la condición de pequeña obra maestra con El paisaje vacío. En las fechas de su publicación —entiendo que no deberá transcurrir demasiado tiempo para ello— algunos podrían advertir el ascendente de Cormac McCarthy —en particular, La carretera (2009, Ed. De Bols!llo)— por la descripción de un mundo que se ha inmolado, pero Jaume difícilmente sigue a rebujo de una fórmula o de un estilo literario arbitrado por las modas imperantes. Más bien, Jaume levanta puentes con ese espacio de la prosa escrita en catalán o castellano —Pere Calders y Manuel de Pedrolo en primer término— que amaga hacia el espacio poético donde las palabras se despojan de cualquier significado que no guarde relación directa con la esencia de la vida. Una vez mi buen amigo Jordi Marí definió perfectamente esa piedra roseta de los escritores establecidos en dos modalidades literarias: los que se dedican a la prosa buscan la palabra precisa para cada texto; los que elaboran poesía persiguen expresar los sentimientos pertinentes. Pues bien, Jaume integra la palabra y el sentimiento adecuado en su magistral El paisaje vacío. Antes que alguno de los «hombre-libro» imaginados por Ray Bradbury recite para sí mismo una y otra vez pasajes literario-poéticos tales como «La mirada del alma guía el pincel de los sentimientos. Con él trazamos el mapa de nuestra ciudad ideal. Pintamos la lluvia con la tristeza, teñimos el sol de esperanza...» la literatura elevada a los altares de la excelencia emocional nos debe la publicación de El paisaje vacío. Gracias Jaume por tu amistad y tu dedicación, cuál orfebre, por esculpir obras desde el silencio que se produce mientras se filtran los primeros rayos solares. Un silencio que se encuentra tan vinculado a esa tierra de nadie, situada en medio de ese gran espacio habitado por la mediocridad y de ese exclusivo reducto donde campan a sus anchas los pedantes, los ególatras y los tocados por una vanidad que excluye el valor de la modestia y del arte de escuchar a los demás.