Es
evidente que la atención dispensada a la primera temporada de A dos metros bajo tierra (2001-2005) movería a sus
responsables (con Alan Ball a la cabeza) a propiciar un golpe de efecto para la segunda en su capítulo
postrero, The Last Time (2002). Así,
el futuro de Nate Fisher (Peter Krause), uno de los pilares indiscutibles de la
serie, pendía de un hilo al serle practicada una operación cerebral que dejaría
en vilo a los seguidores de Six Feet
Under. "Perfect Circles", la
primera entrega de esta tercera temporada, permite retomar situaciones heredadas
de la segunda temporada y reubicar personajes que buscan amparo en una estabilidad
emocional, en la práctica totalidad de los casos esquiva en orden a la propia
naturaleza de seres humanos atrapados en sus miedos y debilidades. Asuntos del
corazón que implican a esa comunidad de residentes en una funeraria Angelina cuyo
accionariado ha sufrido un cambio sustancial al participar como socio Rico Díaz (Freddy Rodríguez con un protagonismo creciente en el devenir de la serie) después de una serie de tensiones internas en que los hermanos Nate y Dave
Fisher (Michael C. Hall) parecían enrocados en la idea de no mover ficha pese a los problemas de
distinto sesgo que arrastraban consigo. El negocio funerario creado por
Nathaniel Fisher (Richard Jenkins) parecía situarse al borde la quibra, máxime
cuando su viuda Ruth Fisher (Frances Conroy) dilapidaría una considerable suma
de sus ahorros en saldar las deudas contraídas con la mafia local rusa por
parte de Nikolai (Ed O’Ross), el dueño de la floristería en la que ella estaba
empleada. Abandonada su ocupación laboral, en la tercera temporada se observa
un repliegue de Ruth hacia aspectos que casan casi exclusivamente con sus
sentimientos, en la búsqueda de un amor que bascula entre la inocencia propia
de la inexperiencia y de un comportamiento infantil de Arthur Martin (Rainn Wilson:
ironías del destino, años antes había interpretado un pequeño papel en La casa de los 1.000 cadáveres, todo un "reclamo" publicitario susceptible de aplicar para la sociedad Fisher & Díaz), el nuevo empleado-becario
de la funeraria, a la madurez de George Sibley (James Cromwell), con cinco
matrimonios a cuestas. En apenas un par de episodios, ya encarando la recta
final de la third season, observamos
la celeridad con la que George y Ruh comprometen su futuro en el altar, en una
ceremonia en petit comité en que se constata
la ausencia de Nate, desbocado tras
tener el pálpito (en forma de “visiones”) que Lisa (Lily Taylor), dada por
desaparecida en extrañas circunstancias, ya no regresará junto a él y la
pequeña hija que tienen en común, Maya (las mellizas Brownyn Anne y Brennan Lee Tosh se reparten las escenas en la encarnación de la pequeña de la casa). Sí que hacen acto de presencia a la boda
oficiada por un sacerdote local Dave en compañía de Keith Charles
(Matthew St. Patrick), en una relación sentimental que parece haberse instalado
en una montaña rusa. Por su parte, Claire Fisher (Frances Conroy), irrumpiendo
en un sonoro llanto mientras contempla el enlace conyugal entre su madre y
George (definitivamente instalado en las alturas: mide dos metros), constata
que su atracción por jóvenes inestables (el último de ellos, Russell Corwin/Ben Foster, su
compañero de clase en la
Academia de Artes Plásticas, se debate en una indefinición
sexual al haberse acostado con su profesor, Olivier/Peter Macdissi, un illuminati librepensador con las órbitas
de sus ojos a punto de estallar cuando la situación no le es propicia) acaba
pasándola factura over and over. Como
en el caso de Claire, los fantasmas del pasado visitan la trastienda de los
pensamientos de Nate, configurado en el eje motor de una tercera temporada que
se cierra con la certificación de la muerte de Lisa. El móvil del hipotético
crimen o suicidio queda por dilucidar. Mientras tanto, Brenda Chenowith (Rachel
Griffiths) abre una puerta a la esperanza de regresar junto a Nate, o cuanto
menos, sellar una amistad puesta en cuestión toda vez que el mayor de los
hermanos Fisher ha actuado presa de un comportamiento seducido por su instinto más salvaje. Similar mecanismo al que se
activaría en la mente de Billy Chenowith (Jeremy Sisto), “liberado” tras la
muerte de su figura paterna, el doctor Bernard (Robert Foxworth) en la
necesidad de perseguir su verdadero anhelo, la propia Brenda. El tema del
incesto se cuela, pues, en una serie que no precisamente figura entre las
seleccionadas para el programa de buenas costumbres de los devotos del tea party. En su tercera temporada se
nos brinda, cuanto menos para un servidor, un par de capítulos que rayan la
excelencia, a la altura de su capítulo cuatro (“Nobody Sleeps”) —una pieza de orfebrería dirigido por Alan Poul en
que esas short cuts («vidas y muertes cruzadas») levantan el vuelo invadidas por una
aureola emocional cincelada por una preciosa historia de amor sostenida entre
dos personas del mismo sexo— y onceavo (“Death Works Overtime”), en que en un
ardid de guión cortesía de Rick Cleveland la coincidencia de tres defunciones
ponen en jaque las prestaciones reales de una funeraria donde la única que
mantiene la llama de la esperanza de volver a ver en vida obedece al nombre de
Ruth Fisher. Intuición que no tardará en desmoronarse y que, de algún modo, propicia
que la matriarca se agarre a esa tabla de salvación emocional” cuando George,
un geólogo culto, tocado por el sentido del señorío y de la elegancia (una
versión más adulta si acaso de Hiram Gunderson/Ed Begley Jr. con poco recorrido
en la serie), se coloca a tiro. La animadversión mostrada por Nate no hará
recular a Ruth en su voluntad de contraer segundas nupcias con un individuo que
parece dispuesto a instalarse hasta los capítulos finales de la serie. Con
ello, quizás pueda eclipsar a uno de esos fantasmas del pasado que siguen
haciendo acto de presencia en una funeraria donde los cuervos se posan a diario en las almas de sus moradores. El traje de difuntos les sienta tan bien pero todos
ellos se resisten a abandonar el territorio de los vivos, los que siguen
sintiendo y padeciendo, pero también buscando la luz al final del túnel. Una
luz cegadora de esperanza y deseos camino de cristalizarse sobre un suelo
pantanoso.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
domingo, 21 de julio de 2013
«A DOS METROS BAJO TIERRA» (TERCERA TEMPORADA) (2003): A VECES VEO MUERTOS...
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martes, 16 de julio de 2013
«SEARCHING FOR A SUGAR MAN» (2012): VINIENDO DE LA REALIDAD
Sábado noche del día 13 de julio de 2013. En una de esas salas que para
un servidor llevan camino de resultar entrañables, la de los cines Méliès,
recupero en compañía de Esther un título que me llamaba la atención por la
peculiaridad del personaje sobre el que pivota Searching for Sugar Man (2012). Oscar al Mejor Documental en la
pasada edición de los Oscar, la propuesta orquestada por el sueco Malik
Bendjelloul tributa en ese espacio que mixtura patrimonio musical y recorrido
por una figura errática cuyo talento estuvo reñido durante un largo, casi
eterno periodo del relato, con la realidad de una industria discográfica que lo
“fagocitaría” de la carrera artística con arreglo a unas irrisorias cifras de ventas
de sus dos únicos discos grabados en estudio. Convertido en un valor residual de la Industria , Sixto
Rodríguez (1942, Detroit, Michigan), lejos de buscar amparo en labores de
productor musical —una de las salidas más
plausibles cuando no sonríe la suerte en tareas de cantante y/o compositor— para grupos o solistas de una nueva hornada, se cobijaría en realizar distintos
cometidos dentro de la construcción. Con la misma modestia que razonaría sobre
la volatilidad que embarga al artista musical, Sixto se replegaría hacia esos
“cuarteles de invierno” en forma de reparaciones varias para un
sector especialmente sacudido por la crisis al cambiar de centuria. Allí obtuvo
su supervivencia laboral y, a la postre, garantizar la manutención de una prole
compuesta por su mujer y sus tres hijas, Eva, Regan y Sandra Rodríguez. Ellas son algunas
de las protagonistas que desfilan por el documental de Bendjelloul, recalcando
la hija mediana Regan de que, a pesar de las penurias económicas, Sixto las
alentaría en el conocimiento de la cultura, visitando museos, bibliotecas y
pinacotecas localizadas en la ciudad de Detroit. Trazas de una humanidad que se
va colando en cada uno de los fotogramas de este Searching for a Sugar Man, configurado en su arquitectura visual a golpe
de trávelings laterales que recorren esos ambientes marginales de Detroit donde
la guitarra y la voz de Sixto se podían oír en algunos de sus garitos. Unas
composiciones que operan a pie de obra, de aires de dylanianos, incapaces de someterse al dictámen de las modas. De ahí
que las letras de Cold Fact (1970) y Coming from Reality (1971) sigan
mereciendo el favor del aficionado del siglo XXI, la de un registro intemporal
que parecía, paradojas del destino, haberse borrado de no haber mediado el “milagro”
del (re)descubrimiento de su música en Sudáfrica en periodo finisecular. La
coyuntural cultural, social y política propiciaría que temas como “I Wonder”
alcanzaran categoría de himnos entre la juventud sudafricana preferentemente de raza blanca. El
insignificante peón de la música pasaría, pues, a convertirse en ídolo de
masas, pero todo ello no comportaría que su nivel de vida sufriera una radical
transformación. Sixto llegaría a vender más de medio millón de copias de sus
discos, pero los suculentos dividendos generados con semejantes cifras no
tuvieron traducción en sus bolsillos. La indignación no se apoderaría de él; más
bien, su temperamento calmo le llevaría a vivir esos momentos mágicos en Sudáfrica,
sin reparar en la posibilidad de un comeback que certificara la categoría de
sus primeros trabajos discográficos. Searching
for a Sugar Man preserva el carácter indómito, enigmático, harto singular
de Sixto Rodríguez, quien una vez se apagaron los ecos de su experiencia
sudafricana, regresaría sobre sus propios pasos a su Detroit natal, viviendo en
la frontera de la exclusión social. Un musicólogo con hechuras de investigador
le siguió la pista hasta las confines de la ciudad de Detroit. Él no había
muerto como algunas especularían al no saberse nada más de Sixto después del
fiasco comercial de Coming from Reality.
De esta forma, se levantaría acta de una leyenda que sigue entre nosotros,
buscando quemar sus últimos años sobre los escenarios —hace pocas fechas visitó el Poble Espanyol de Barcelona donde le
aguardaban una importante colonia de fans de nuevo cuño—, pero sin perder de vista una modestia que prende en el alma. La buena música no engaña porque va
directamente al corazón. Ese corazón que me dictaba al salir de la sesión sabatina
de los Méliès, hacerme con los dos discos compactos que jalonan la corta pero
vitaminada discografía de Sixto Rodríguez. Todas sus canciones suenan a retazos de una
realidad que surcan las aguas de un torrente de humanidad llamado Sixto Rodríguez.
Ha sido un placer descubrirte. God bless
you.
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miércoles, 10 de julio de 2013
HARRY HOUDINI. CÓMO HACER EL BIEN EL MAL: LA ILUSIÓN DE LA PALABRA
Una extraña,
por improbable, coincidencia se ha dado en el mundo editorial en lengua
castellana en los últimos meses. Dos obras de muy distintos sesgo —la una orientada hacia el lector
infantil y juvenil, y la otra para los abonados al campo del ensayo— tienen en la relación suscitada
entre Harry Houdini (1874-1926) y Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) un hilo en
común. Mientras Ana Campoy deja filtrar en su novela El gran truco de Houdini (2013) —la quinta entrega de la colección de
literatura infantil Las aventuras de Alfred y Agatha— una amistad entendida merced a la admiración mútua que se
profesaban, el ensayo Harry Houdini. Cómo
hacer bien el mal (2013) contiene un extenso prólogo a cuenta del creador de
Sherlock Holmes para luego ceder el testigo al denominado «Rey del escapismo». Un volumen que voltea la
concepción que podamos tener de antemano sobre Harry Houdini en virtud de su
asimilación exclusiva al terreno de la magia y del escapismo. Allí donde se
ganaría el favor de un público que no podía dar crédito de las hazañas de un
temerario en toda regla como fue Harry Houdini.
Puede que el primer contacto con el
personaje de Houdini provenga de un muy lejano visionado televisivo del biopic parcial acometido por George
Marshall, asumiendo el rol protagonista un Tony Curtis en pleno auge. Desde
entonces me he dejado acompañar de abundantes lecturas sobre ese fenómeno de la
naturaleza que distaba de tener rasgos parejos a los de Tony Curtis, pero
pertenecía a un mismo origen común. Al igual que Curtis, su asecendencia judía llevaría
al atribulado escapista a cambiar su nombre de origen —Erik Weisz— y adoptar el que ya
nunca más le abandonaría y con el que se hizo célebre. Lo que llama la atención
de manera especial de Harry Houdini. Cómo
hacer bien el mal es que presenta una colección de textos escritos por el
propio Houdini, algo ciertamente inusual al manejarnos con bibliografía en
lengua castellana sobre tan ilustre artista. De tal suerte, se nos muestra esa cara
mucho menos conocida y reconocida de Houdini, la de escritor que había publicado
muchas piezas sueltas en revistas sobre todo especializadas en ilusionismo y magia. La
obra que tengo entre manos compila algunos de estos textos en que hace un
somero repaso de las distintas formas del «Mal» que se camuflan en nuestra sociedad, con arreglo a prácticas destinadas a desafiar a
las autoridades competentes (robos de carteras, pequeños hurtos, etc.), o las
que persiguen un efecto ilusorio toda vez que se formulan sobre los escenarios.
Para éstos últimos, Houdini dedica unas páginas a la hora evaluar algunos de
los nombres propios que, en algunos casos, fueron referentes inexcusables para él
mismo —el decano Harry Kellar— , así como regar de anécdotas
sobre compañeros de profesión (en algunos casos con el fin de desenmascararlos) para esta parte central del ensayo en cuestión.
Con todo, lo que en verdad infunde categoría a esta obra se circunscribe al
mencionado prólogo —treinta y cuatro páginas— con la
rúbrica de Conan Doyle, y el relato Bajo
las pirámides (1917) que Houdini filmaría al alimón con Edgar Alan Poe (1809-1849). Una
joya sin desperdicio alguno en que ficción y realidad se confunden bajo un
mismo manto literario, erigiéndose Harry Houdini en una víctima de las
circunstancias, la de una fama que se cobraría sus peajes. No cabe duda que Poe,
al encargarse del texto Under the
Piramids, afinaría en los aspectos estrictamente literarios, relativos al
estilo, mientras que Houdini aportaría el relato de una experiencia casi sobrenatural
y quién sabe si alguna que otra afortunada expresión. Conan Doyle parece
soslayar esta aportación fundamental de su coetáneo Poe al escrito en cuestión,
y de esta forma, trata de establecer una hipótesis de trabajo en que apunta
sobre la existencia de «dos» Houdini escritores. A falta de
familiarizarme con más textos elaborados por Erik Weisz con arreglo a su vena
literaria encauzada hacia la novela o los relatos cortos, la verdadera magia
literaria es patrimonio de Poe en este espléndido Bajo las pirámides. En cualquier caso, la publicación de este texto a cargo
de la editorial Capitán Swing eleva la mirada sobre un artista que quiso escapar del encasillamiento a toda
costa. Seguir el rastro de Houdini desde que abandonara su hogar, en su
Budapest natal, a muy temprana edad es una aventura, un desafío en sí mismo.
Parecía guiado por el don de la ubicuidad. Él fue el primero en sobrevolar
Australia en avión. Escribió y se empeñó en construir una biblioteca con decenas de libros en sus estanterías. Leyó ingente material sobre ilusionismo y
ciencias denominadas esotéricas. Dirigió, interpretó y produjo películas. Combatió
a los espiritistas, entre los cuales se alinearía el propio Conan Doyle. La criptografía formaban entre sus entretenimientos, tal como se desprende de uno
de sus escriptos, a partir de una anécdota en forma de providencia.
La grandeza de Houdini no ha tenido, a fecha de hoy, traducción en la gran pantalla que le haga justicia. Es un proyecto pendiente que tan solo se formula al alcance de cineastas con un pronunciamiento mesiánico en su voluntad por entender la vida. Paul Verhoeven estuvo empeñado en semejante propósito pero claudicó al no encontrar la manera de resolver, a efectos dramáticos, la relación suscitada entre Erik y su madre por la que sentía auténtica devoción y con quien se quiso comunicar en el Más Allá... del bien y del mal. Dos términos antagónicos que se conjugan y conjuran en el título de esta obra que agranda aún más la leyenda de Harry Houdini en sus múltiples derivadas artísticas.
La grandeza de Houdini no ha tenido, a fecha de hoy, traducción en la gran pantalla que le haga justicia. Es un proyecto pendiente que tan solo se formula al alcance de cineastas con un pronunciamiento mesiánico en su voluntad por entender la vida. Paul Verhoeven estuvo empeñado en semejante propósito pero claudicó al no encontrar la manera de resolver, a efectos dramáticos, la relación suscitada entre Erik y su madre por la que sentía auténtica devoción y con quien se quiso comunicar en el Más Allá... del bien y del mal. Dos términos antagónicos que se conjugan y conjuran en el título de esta obra que agranda aún más la leyenda de Harry Houdini en sus múltiples derivadas artísticas.
sábado, 6 de julio de 2013
«DOLOR Y DINERO»: FRANKENHEIMER-BAY, LA SOMBRA DE LA SOSPECHA
Fuera de los
circuitos de la televisión, el prestigio crítico de John Frankenheimer quedaría
consignado sobre todo a partir de haber encadenado el estreno de El hombre de Alcatraz (1962), El mensajero del miedo (1962) y Siete días de mayo (1964). Entonces, no
había duda que Frankenheimer era uno de los enfants
terribles de la industria del cine, mostrándose todo un maestro de
las conspiraciones en clave de política-ficción. Lo que poco hubiera podido
sospechar es que durante la etapa de rodaje de Seven Days in May, su one
night stand (una cana al aire) en un hotel daría lugar
a una historia propia de un thriller «conspirativo» que él mismo hubiera validado en
la gran pantalla. Después de su frustrado matrimonio con Carolyn Miller, que
duró ocho años, John Frankenheimer reconocería su desliz a la que por aquel entonces
era su prometida, la actriz Evans Evans. Lo hizo a sabiendas que ella conocía
el relato de una historia que derivaría en el pago de 7.500 dólares por parte
de John Frankenheimer a una mujer embarazada que solicitaba una compensación
monetaria para comprar su silencio. A instancias de su abogado Frank Wells,
el cineasta neoyorquino cumplió el “trámite”, confiado que el asunto quedara olvidado.
Sin embargo, dieciséis años más tarde
Frankenheimer recibió una llamada mientras se encontraba en Londres que le
llevaría de nuevo sobre el peliagudo asunto que, al parecer, ya había sido
borrado de su memoria. La demanda de la mujer que se puso en contacto con el
abogado de Frankenheimer no perseguía compensaciones pecuniarias sino ver
cumplimentados los anhelos de un joven residente en la Wesleyan University.
El chico en cuestión se llamaba Michael Benjamin Bay, dado en adopción al poco
de nacer y criado durante todo este tiempo por unos padres no biológicos. A
medida que pasaban los años, Michael indagaría sobre la verdad de sus orígenes,
llegando al punto que su padre biológico podría ser John Frankenheimer. Sabedora
de la creciente afición de Michael por el cine, la madre que se había encargado
de su custodia y de su aprendizaje, apuntaría a la idea que Frankenheimer
pudiera intermediar en favor de éste, abriéndose camino en ese “nido de víboras”
consustancial al mundo de la gran pantalla en los Estados Unidos que tan bien
conocía. Frankenheimer precisamente no atravesaba su mejor momento para
prestarse a ese juego, más aun si cabe después de haber accedido a un chantaje
años atrás.
Al regresar sobre las páginas del libro John Frankenheimer: A Conversation (Ed.
Riverwood Press, 1995), ahora logro encajar con mayor precisión el porqué de la
etapa depresiva experimentada por Frankenheimer en su destierro en Inglaterra a
caballo entre la década de los setenta y de los ochenta. Él asistía a las
reuniones de un grupo de apoyo en Londres donde su mirada lánguida no pasaría
desapercibida por algunos de sus compañeros. A preguntas del porqué se
encontraba muy deprimido, el cineasta respondería a un compañero irlandés
llamado Brian: «Bien,
las cosas no están yendo por el camino que esperaba y me considero un
perfeccionista. Si, eso es lo que soy, un perfeccionista». Pero en el fondo de esa
respuesta, a buen seguro, yacía esa historia oscura que ocupaba parte sus
pensamientos. Un velo de misterio cubriría la realidad sustanciada entre
Frankenheimer y el correo proveniente de la Wesleyan University
que parecía susurrarle al oído la necesidad de “apadrinar” a un supuesto hijo
fruto de una relación de una noche, con apremio a que hiciera fortuna en la
industria cinematográfica estadounidense. Ante semejante disyuntiva,
Frankenheimer decidió someterse a una prueba de paternidad a través de tests de
ADN. La fiabilidad de los mismos distaba de encontrarse a los niveles que hoy
en día se estiman. Por ello, el resultado negativo de las pruebas no lo convertía
en una certeza absoluta. Hubo un punto del relato que Frankenheimer y Bay se
vieron las caras. Se dio en el marco de una velada convocada por el Directors
Guild of America (DGA). La tensión debió proyectarse en los rostros de ambos.
Cruzaron algunas preguntas sobre el tema, pero Frankenheimer se aferraría a una
respuesta que negaba tal posibilidad, de que fueran padre e hijo. Mientras
Frankenheimer hacía el camino de retorno al medio televisivo, Michael Bay empezaba
a ser uno de los “niños mimados” de Hollywood, colocando a su disposición
presupuestos muy por encima de lo imaginado. Paradojas del destino, cuando Bay
elevaba el vuelo hacia cotas del éxito comercial dispensadas a Pearl Harbor (2001), poco antes y después
del estreno comercial de esta cinta producida por Jerry Bruckheimer dos muertes
le debieron llenar de pena y abatimiento. El padre que lo adoptó, un contable
llamado Jim, fallecería al cumplir éste sesenta años. Meses más tarde, Bay conocería
el deceso de John Frankenheimer en la mesa del quirófano como consecuencia de
una complicación surgida en una operación de espalda.
Al ir encajando las piezas de este relato,
tengo la presunción que existen todos los pronunciamientos posibles para que se
podría acomodar en forma de guión cinematográfico. La fase climática de este
hipotético libreto podría desenvolverse en el entorno del rodaje de un remake de Plan diabólico (1966), dirigida por Michael Bay. Vidas suplantadas.
Juegos de identidades. Ingredientes francos a una historia que bascula entre la
ficción y la realidad, una nueva derivada de «cine dentro del cine», pero que en esta ocasión, con carácter inédito, directores
que hubieran podido cursar en el territorio de la interpretación, cuanto menos,
por su atractivo físico, se revelan posibles padre e hijo. Quizás entonces,
solo entonces, el destello del talento propio de Frankenheimer se «transferiría» a Michael Bay en esa función
cinematográfica que en su título seminal se despega de la realidad para
adentrarse en la dimensión desconocida,
allí donde tributaría uno de los grandes amigos de Frankenheimer, Rod Serling. Esa
sería la “prueba de paternidad” más “fiable” con apremio a establecer lazos de
cosanguineidad entre Frankenheimer y Bay más allá del indicio –nada baladí— que
ambos compartan nombre de pila, que su estatura sea pareja (en torno al 1,90)
y sus facciones encuentren cada vez mayores puntos de concordancia. Como reza
la última producción de Michael Bay, cuyo estreno se hará efectivo en nuestro
país a finales del mes de agosto, Pain
and Gain («dolor
y dinero») pivotan en este relato
abonado al espacio de las conjeturas y de los posibilismos.
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miércoles, 3 de julio de 2013
LA PRESUNTA ENFERMEDAD «NO DESVELADA» DE MARIANO RAJOY: LA ALEXITIMIA
En el colmo de la desfachatez asistíamos semanas atrás a
una rueda de prensa (sic) en que el presidente del gobierno de España aparecía
en una sala de la sede del PP siendo observado por la concurrencia de medios de comunicación a
través de una pantalla de plasma. Evidentemente, en esa escenificación cuál
holograma, no cabían las preguntas que, a buen seguro, los distintos medios de
comunicación citados en la calle Génova estaban celosos de formular al
presidente del gobierno sobre todo en lo concerniente al caso Bárcenas. Al
cabo, una cuestión se hace especialmente pertinente: ¿existe diferencia entre
el Mariano Rajoy “virtual” y el real? Me aventuro a razonar que la nula capacidad de
empatizar, a transmitir emociones, a poder codificar un lenguaje gestual del
líder del PP nos lleva a la conclusión que es un político, a efectos de la
difusión de sus alocuciones o sus mensajes en clave política y/o económica, al
que da lo mismo contemplar en directo, en vivo o… en diferido (Maria Dolores de Cospedal dixit).
A cuenta de todo
ello, tiempo atrás barajaba la posibilidad en este mismo blog que Mariano Rajoy sufriera una enfermedad llamada alexitimia,
un desorden neurológico que afecta a un sector considerable de la población
incapaz de identificar emociones y, por consiguiente, incapaces de expresarlas.
A menudo este trastorno puede confundirse con una actitud de pasotismo, de
desprecio frente a los sentimientos ajenos, pero en muchos de los casos deviene
un diagnóstico erróneo que esconde una realidad mucho más compleja administrada
a través de unas pautas genéticas pero también que guardan relación con el
entorno donde se ha desenvuelto una persona en particular. No puedo por menos
que dar carta de naturaleza a aquellas sospechas al ir detectando día tras días
que Mariano Rajoy es “inmune” a cualquier tipo de pregunta que incluso pueda
afectarle en las relaciones que lo ligaron durante tanto tiempo a personas de
su confianza en el seno del PP. Luis Bárcenas fue una de ellas y no hace
demasiado tiempo que Rajoy mantenía por activa y pasiva que el ex tesorero
saldría airoso de cualquier acusación sobre su actividad profesional. El pasado
viernes día 28 de junio, en Bélgica Rajoy tuvo oportunidad de disculparse por
lo equivocado de su diagnóstico, y a continuación expresar su decepción para
con la confianza depositada en su día en la persona de Bárcenas, ingresado en
prisión de manera indefinida y sin fianza. Pero Rajoy prefirió dar la callada
por respuesta, despachando incluso una de las preguntas con un auténtico
ejercicio de arrogancia, desprecio y sobre todo insensibilidad. La misma
“insensibilidad” que le debería llevar de cabeza a abandonar de una vez por
todas la presidencia del gobierno de un país que además de muchas otras cosas
precisa de políticos que sepan, cuanto menos, colocarse en la piel de los
ciudadanos para saber calibrar el alcance de determinadas decisiones que
afectan en lo social y en lo personal. Claro está que poco ayudan a Rajoy esa
cuerda de pelotaris-asesores que secundan al presidente del PP, mostrándose el
mayor de ellos Jordi o Jorge Moragas, los mismos que parecían aplaudir con las
orejas situados en primera fila la ocurrencia de su supremo jefe cuando contestó con la enésima evasiva sobre el caso
Bárcenas. Hay otro “caso” en el PP que tiene complicado diagnóstico: el de
Mariano Rajoy, en hipótesis afectado de alexitimia. Ya va siendo hora que los
ciudadanos de este país sepan que la enfermedad “no desvelada” de Mariano Rajoy
le deja en una penosa posición para alejarnos de la idea que no estamos frente
a una máquina, un holograma o cualquier apariencia virtual, sino ante una
persona dispuesta a mostrarse humano, con sus virtudes y sus defectos, y sobre
todo con la capacidad de saber disculparse cuando queda retratado. Triste
figura la de este personaje que nunca debió ocupar un puesto de semejante
responsabilidad política, pero también moral y ética, de la de Presidente del
gobierno que busca en el “espejismo” de las cifras de contratos de trabajo registrados
en las últimas semanas en virtud del efecto estacional una tabla de salvación
antes que la llegada del mes de septiembre nos retorne de nuevo a una lacerante
realidad.
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