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domingo, 26 de enero de 2025

«DESPACHOS DE GUERRA» (1977) de Michael HERR: UNA OBRA MAESTRA DEL RELATO PERIODÍSTICO

 

En la génesis o desarrollo de los proyectos de dos de las producciones cinematográficas contemporáneas más relevantes que nos muestran sin tapujos el absurdo de la guerra más allá del marco geográfico donde se desarrollan y que, a día de hoy, siguen siendo multireferenciadas, tienen una figura en común en su ficha técnica: Michael Herr (1940-2016). Fallecido hace casi una década, Herr atrajo la atención de Francis Ford Coppola y Stanley Kubrick, sendos talentos con marcadas personalidades, que incorporaron a sus respectivos equipos de trabajo en Apocalypse Now (1979) y La chaqueta metálica (1987) la que se revelaría una pieza clave a la hora de articular un dispositivo narrativo que atiende a la descripción de una realidad vivida en sus propias carnes.

   En diversas ocasiones había tenido la intención de leer la Opus magna de Michael Herr, Despachos de guerra (1977), pero partía de una idea preconcebida que podría tratarse de un relato en primera persona levantando acta de lo acontecido en un determinado frente bélico, en su caso durante la Guerra de Vietnam. Una crónica más, pues, que añadir a la larga lista de periodistas camuflados entre soldados y mandos intermedios que aportaron su testimonio en la retaguardia, cuyo brillo narrativo quedara convenientemente rebajado por la crudeza del propio relato, directo, punzante, despojado de adornos en forma de metáforas o alegorías. Pero semejantes apriorismos quedarían refutados de inmediato a medida que iba avanzando en la lectura de Despachos de guerra en su edición de Anagrama integrada en su colección Crónicas. No cabe duda que, a renglón seguido del cierre de la Guerra de Vietnam —desde el prisma historicista; la guerra interna que librarían infinidad de soldados incorporados a la vida civil no parecía tener fin—, Michael Herr pasó por un «estado de gracia» al ir pulsando las teclas de su máquina de escribir para dar forma a un prodigioso relato que nos abre a la realidad de un mundo que se asemeja, en su concepción orgánica, a una estructura empresarial. Entre líneas podemos intuir que la guerra no deja de ser un (gran) negocio provisionado de un andamiaje empresarial con una estructura organizativa (perfectamente) jerarquizada y diseñada para que la maquinaria no se detenga, al tiempo que el frente de batalla se convierte en una «trituradora humana». A medida que la lectura avanza nos vamos familiarizando con siglas que remiten indefectiblemente a un complejo organizativo con multitud de divisiones, las unas relativas a la intendencia, las otras a la economía o las que atañen a lo militar coaligado con el poder gubernamental dictado desde Washington a través de las administraciones de Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon. En su último año en la Casa Blanca, Johnson asistió con enormes dosis de preocupación a uno de los episodios, el de la ofensiva del Tet, que marcaron un punto de inflexión en el curso de la Guerra del Vietnam. De aquel cruento episodio registrado en 1969 —en tres fases bien marcadas— el reportero Michael Herr levanta acta haciendo valer su pericia narrativa salpimentada de referencias literarias —ilustrativa al respecto la cita a Lord Jim, la novela escrita por Joseph Conrad, cuyo relato El corazón de las tinieblas sirvió de inspiración para Apocalypse Now— y cinematográficas —por ejemplo, a La hora final (1959), seguramente uno de los films vistos en su etapa juvenil, en los primeros compases de la Guerra Fría—, en una muestra palmaria que Despachos de guerra no tan solo se nutre de sus experiencias vividas en Vietnam durante varios años.

    No cabe duda que Despachos de guerra, cumplido casi medio siglo de vida, sigue siendo una obra de una extraordinaria vigencia, capaz de seducir con su veta literaria a lectores provenientes de distintos frentes generacionales, dejando constancia que tras ese gran «tinglado» económico que representa la guerra, en que la industria armamentística ejerce de palanca para propulsar sus propios intereses, atendemos a una realidad deshumanizada en que los cadáveres pasan a ser simples números contabilizados en los libros de Historia como si se tratara de un mero eco estadístico. Por fortuna, Michael Herr sobrevivió a toda clase de penurias y dificultades —la muerte sobrevoló su nido en diversas ocasiones, para contar la que sigue siendo una obra maestra de referencia del periodismo en tiempos de guerra.     


jueves, 18 de enero de 2024

«¡MIRA LOS ARLEQUINES!» (1974) de VLADIMIR NABOKOV: EL CANTO DE CISNE DE UN «MAGO» DE LAS PALABRAS

Descontado el libro El original de Laura publicado a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010, cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una pieza aún «en fase de construcción», ¡Mira los arlequines! (1974) pasa por ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977) en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia que el fin de sus días se revela cercano máxime en alguien que padeció dolor crónico durante algunas etapas de su azarosa vida, Nabokov prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico Habla memoria (1967)pero desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés (con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna el ruso, todas ellas al servicio de una narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente. Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la (controvertida) publicación de Lolita (1955) y su posterior adaptación al celuloide con guion propioservida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas a una de los Opus magna del escritor de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert, Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte, la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta última alusión mostrada bajo una luz un tanto difusa sirve de ejemplo de la afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en inglés equivale a «tonto, estúpido»—, algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos, pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada del presente volumen.

    Novela refractaria o, cuanto menos, de difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada de múltiples (auto)referencias de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la realidad van de la mano que procuraba a sus escritos Vladimir Nabokov, ¡Mira los arlequines!  cumple con creces las expectativas de los amantes de su prosa trenzada (en ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que constantemente nos asaltan las dudas. Para ello, podemos requerir del comodín de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas. Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason, etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)», tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».   

 



martes, 21 de noviembre de 2023

«UNA CABEZA CERCENADA» (1961) de Iris Murdoch: RELACIONES PELIGROSAS

Si hiciéramos una estadística referida exclusivamente a la comunidad cinematográfica en los últimos veinticinco años con una elevada probabilidad 1999 sería el que registraría uno de los picos de defunciones más acentuado. En aquel último año de la pasada centuria, a las puertas del siglo XXI y, por ende, del nuevo milenio, nos dejaron los cineastas Stanley Kubrick, Charles Crichton, Robert Bresson y Edward Dmytryk, y los intérpretes Dirk Bogarde, George C. Scott y Oliver Reed, por citar algunos de los más relevantes de una extensa lista. Tampoco resultó marginal el número de escritores que perecieron a lo largo de los meses anteriores a colocar el contador a «0» con el «2» delante. Por ejemplo, Iris Murdoch (1919-1999) lo hizo en el verano de aquel año tras haber pasado por una etapa devastadora sobre todo para su entorno familiar y de amistades ya que la había sido diagnosticado Alzheimer. Una recta final especialmente cruel para alguien que había depositado en su privilegiada mente la proeza de armar un total de veintiséis novelas, además de numerosos ensayos –filosóficos, biográficos, etc.-- y artículos, que la llevaron a ser nombrada en 1987 Dama del Imperio Británico. Idéntica distinción recibió años más tarde de manos de Isabel II  Judi Dench, la actriz que encarnaría a la escritora inglesa –en las postrimerías de su existencia cuando la citada enfermedad hizo estragos-- en Iris (2001),  toda vez que los herederos de Iris Murdoch y, en singular, su marido durante más de cuarenta y cinco años, John Bailey, dio su aprobación a modo de honrar la memoria –valga la expresión-- de una de las plumas más brillantes  de la Literatura Británica de la segunda mitad del siglo XX. En lo que llevamos de centuria, Impedimenta se ha encargado de ir al «rescate» de varias de las novelas que jalonan sus exquisita obra, la última de las cuales lleva por título Una cabeza cercenada (1961). Mas, se trata de la única de las novelas escrita por Iris Murdoch que, hasta la fecha, mereció una adaptación cinematográfica, errática a nivel de producción ya que tardó un par de años en comparecer en salas  comerciales en algunos países. Con un equipo artístico conformado por segundas o terceras opciones, según el relato del propio coproductor del film, Elliot Kastner, A Severed Head (1971)  tuvo su punto de partida, a efectos de rodaje, en 1969, el mismo año que el divorcio podía darse en el Reino Unido sin la obligación de demostrar conductas que podrían ser calificadas de inmorales, tal como detalla el traductor Enrique Maldonado Roldán en una de las contadas anotaciones a pie de página que encontramos en la edición de Impedimenta de Una cabeza cercenada. Pero, en cambio, en el campo literario no existían tales restricciones en el amanecer de los años sesenta, permitiendo a Iris Murdoch dar rienda suelta a una historia que convoca, entre otros asuntos espinosos --refractarios a la moral de los sectores más conservadores y/o tradicionalistas de la sociedad británica--, el tema del incesto. Como es preceptivo en la obra de Dame Iris Murdoch,  el relato de A Severed Head encuentra anclaje en un ambiente de clase media-alta, en la que no faltan representantes de la intelectualidad, todo ello a través de la voz de una narración en primera persona, la propia de Martin Lynch-Gibbon. A sus cuarenta y un años –una edad similar a la que  tenía sir Ian Holm, el actor al que da vida en la gran pantalla en la película dirigida por Dick Clement-- Martin Lynch-Gibbon experimenta un punto de inflexión en su relación conyugal con Antonia,  cuyo romance con su amante Palmer Anderson opera en un nivel de discrecionalidad pero sin necesidad de evitar que quede velado al conocimiento de su marido. Un arranque que podría ser una réplica de infinidad de premisas argumentales que concurren en el terreno literario pero que  Murdoch orienta al correr de las páginas hacia un alambicado cruce de pequeños relatos conectados entre sí ya sea por afinidades afectivas y/o de parentesco. La prosa de Murdoch fluye con su habitual tono irónico, acaso sarcástico en su exploración de aquellos conductas humanas que guardan relación con los «placeres culpables» y que para satisfacción de lectores devotos de la heterodoxia, en pleno fragor del swining london, pudieron degustar desde la salida al mercado de la quinta de las novelas de la escritora, poeta y filósofa de ascendencia irlandesa. Ciertamente, la errática carrera comercial de la referida cinta no ayudó a popularizar Una cabeza cercenada –una expresión utilizada por Honor Klein, la hermana de Palmer Anderson, presumiblemente el personaje más enigmático de la función--, siendo el guion de Frederic Raphael –que asimismo toma inspiración en una obra teatral previa urdida por J. B. Priestley-- presentado conforme a un fiel ejercicio de adaptación de la novela de Iris Murdoch. Para Raphael, el impacto que le provocó saber del deceso de Kubrick con quien había trabajado codo a codo en la elaboración del libreto de Eyes Wide Shut (1999), se sumaría meses después la noticia del fallecimiento de Iris Murdoch,  siendo el único guionista que ha logrado traducir hasta la fecha  una novela nacida del talento de una escritora que se «coronó» en el campo de las Letras bien entrada la década de los sesenta y, a efectos, de situarse entre la realeza de las Islas, a finales de los años ochenta, concretamente el mismo año que vio la luz en tiendas y grandes superficies El libro y la hermandad (1987), asimismo publicada por el sello Impedimenta dentro su eventual Colección consagrada a Jean Iris Murdoch.  

 

martes, 23 de marzo de 2021

«EL GRUPO» (1963) de Mary McCarthy: OCHO MUJERES

 

En plena promoción de su libro Cannibals and Missionaires (1979) Mary McCarthy (1912-1989), en una de sus raras comparecencias en los medios de comunicación, aprovechó la ocasión para «ajustar cuentas» con Lillian Hellman (1905-1984) en el programa de audiencias millonarias The Nick Cavett Show. El rubio presentador se quedó estupefacto cuando McCarthy dijo de su colega de profesión que «todo lo que escribe Hellman es mentira». Para muchos de los jóvenes telespectadores del programa de la ABC la sentencia de McCarthy debió sonar exabrupto propio de un carácter que con el paso de los años se irían agriando y no le importaba arremeter a tumba abierta contra aquellas personas con las que había intercambiado reproches desde sus respectivas trincheras ideológicas aun permaneciendo ambas al espectro de izquierdas en el seno de la sociedad norteamericana. Resulta especialmente irónico que semejante descalificación fuese expresada en boca de Mary McCarthy, una escritora que se había procurado gran parte de la popularidad que arrastraba consigo gracias a una serie de «ficciones» literarias que fueron construidas sobre la base de experiencias propias en distintos ámbitos y/o etapas de su vida. Dos de estas piezas literarias han encontrado cobijo en el sello editorial Impedimenta, en primera instancia El oasis (1949) en 2018 y desde hace unas semanas El grupo (1963) con traducción a cargo de Pilar Vázquez. Ciertamente, sendas novelas están interconectadas por el hilo de la realidad vivida por McCarthy y por unas dotes de observación sobre su entorno que hacen pensar, a bote pronto, que la escritora estadounidense debió llevar un diario que la sirviera de guía de cara a mostrarse, ya en el plano de la «ficción», sumamente detallista en la recreación de determinados ambientes y situaciones, a la par que radiografiaba a personajes que se movían en los intersticios de la intelectualidad de su país de origen en el periodo de entreguerras.

   Al correr de la lectura de las páginas de El oasis hace un par de años pude medir el alcance de la fortaleza literaria de McCarthy residente en esa mirada precisa y detallista que denota sus excelentes dotes de observadora y su capacidad por desnudar ese juego esnobista que se procuran gran parte de los representantes de una elite intelectual. De ahí que el anuncio de Impedimenta en el más crudo invierno pandémico que saldría al mercado editorial El grupo me apremié a reservar horas para la lectura de la que sin lugar a dudas deviene la Opus magna de Mary McCarthy, título insoslayable a la hora de encabezar aquellas novelas que marcaron un hito en la forma de retratar las vidas de (ocho) mujeres cuyo paso por la Vassar College —la misma universidad a la que había acudido la escritora oriunda de Seattle— marcó una voluntad de emancipación, una necesidad de dinamitar los convencionalismos enquistados desde tiempos inmemoriales en los que se daba por sentado comportamientos gregarios en relación a la sacrosanta institución patriarcal. En el tiempo de su publicación en los Estados Unidos la novela generó una notable polémica alimentada como en tantas otras ocasiones— por el fuego de la intolerancia proveniente de instituciones que siguen velando por la salvaguarda de la moralidad y de la perpetuación de una tradición secular. Visto en perspectiva, cabe poner en valor el arrojo de Mary McCarthy de narrar una historia que para infinidad de mujeres de su época supuso una auténtica revelación, un despertar sobre todo lo que conlleva la sexualidad desde el prisma femenino. Pero más allá de estas cuestiones El grupo puede ser evaluado conforme a un fresco histórico que envuelve la realidad de ocho mujeres en un mundo que, si bien muy alejado de la noción de aldea global, sí permitía ampliar el foco hacia lo vivido en suelo europeo con alguna que otra alusión a la realidad de nuestro país a través del personaje de Gus (quien encarga «una antología de poesía republicana, un ensayo con fotos sobre las Brigadas Internacionales, una nueva traducción de El Quijote (…)»). Sería precisamente su profundo conocimiento sobre las estrategias políticas que se dirimían en el viejo continente en los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial lo que condujo a Mary McCarthy a mostrarse muy crítica con el estalinismo, marcando así un enconado debate con aquellos intelectuales estadounidenses que, como Hellman, defendían la política del dictador soviético. Asuntos políticos que se filtran en subsuelo de una narración de suprema importancia en lo sociológico y en lo estrictamente literario a través de sus más de cuatrocientas cincuenta páginas por lo que concierne a la edición de Impedimenta con una portada —la instantánea The Debutante Who Wait to World (1950) convenientemente coloreada— extraída del legado como fotógrafo de Stanley Kubrick en la revista Look Magazine. En uno de los mayores elogios que ha leído proveniente de un colega de profesión, Sidney Lumet expresó que «cada mes que pasa y Kubrick no rueda una película es una gran pérdida para el cine». Para alguien acostumbrado a rodar si no cada mes, cada año de una manera continua durante varias décadas, Lumet dirigió la adaptación cinematográfica de la novela El grupo contando con varias debutantes entre su equipo artístico. En nuestro país se produjo su puesta de largo una vez concluida la dictadura franquista, a mediados de una década en que Mary McCarthy seguía mostrándose una voz disidente del stablishment y, en singular, de la Administración Nixon. No obstante, sería su producción literaria librada en el periodo anterior a la llegada de Richard M. Nixon a la Casa Blanca la que la procuró un reconocimiento a nivel mundial que a día de hoy sigue resonando gracias a iniciativas como las de Impedimenta, en que vuelve a colocar en la bandeja de novedades un título definitorio de una escritora avanzada a su tiempo.      


domingo, 28 de octubre de 2018

«EL HECHICERO» (1939): LA «NOUVELLE» RESCATADA DE VLADIMIR NABOKOV EN EL VIAJE A ITHACA


En octubre de 1998, a las puertas de conmemorarse el centenario del nacimiento de Vladimir Nabokov (1899-1977), su único hijo Dimitri anunció, a través de sus abogados, una querella ante los tribunales de justicia estadounidenses para evitar la publicación de Los diarios de Lolita, de Pia Pera. En su defensa, la editorial dispuesta a publicar el manuscrito de Pera alegó que se trataba de historias distintas y que incluso se habían cambiado el nombre de los personajes manteniendo, eso sí, el de la ninfa nacida de la pluma de Vladimir Nabokov. Así pues, además de traductor del ruso al inglés de las novelas o relatos que  su progenitor había pergeñado en su patria de origen antes de trasladarse a vivir a Norteamérica, Dimitri Nabokov (1934-2012) se consagró a la salvaguarda de su patrimonio literario. Fallecido a los setenta y ocho años en el mismo país que lo hizo su padre Suiza, Dimitri, a buen seguro, hubiese abierto otro frente judicial a la publicación en este pasado mes septiembre del ensayo The Real Lolita: The Kidnapping of Sally Horner (2018), en que su autora Sarah Weinman abona la tesis que el secuestro real de Sally Horner por parte de un paedófilo llamado Frank LaSalle, en Candem (Nueva Jersey) en junio de 1948, marca diversos puntos de contacto con la ficción literaria de Vladimir Nabokov que cursó categoría de longseller. A modo de ejemplo de semejante catalogación, en el sello Anagrama han alcanzado veintitrés ediciones de Lolita y no parece detenerse en esta cifra. Mucho más modesta, pero asimismo harto significativo del interés que sigue despertando el genio literario de Vladimir Nabokov, deviene la cuarta edición de El hechicero (1939), la nouvelle que indefectiblemente figura en el cuerpo de análisis de aquellos dispuestos a bosquejar en los orígenes de una pieza suprema de la literatura universal como Lolita. La “divina providencia”, pues, ha querido que tras la publicación del ensayo de Weinman, el sello barcelonés ha “contraprogramado” una nueva edición de El hechicero que coloca los puntos sobre las íes en la medida que las apenas setenta páginas de las que consta la última de las novelas rusas de Vladimir Nabokov anticipa la principal línea argumental de Lolita. En la mente de personalidades abocadas al ejercicio de la escritura en prosa el “principio de linealidad”, en que «A» conduce a «B», y así sucesivamente, no tiene sentido aplicar, más aún si cabe en la mente de un creador de la singularidad de Vladimir Nabokov que no concedía a la adecuación de una trama bien armada de principio a fin el andamiaje básico para construir una pieza literaria capaz de quedar perpetuada con el devenir de los años.
   El favoritismo que he mostrado durante lustros por la obra de Vladimir Nabokov me ha llevado a atender a la lectura de El hechicero con fruición. El propio afamado escrito la dio por perdida hasta que figuró entre el material que, tras un complejo traslado, "domicilió" en los Estados Unidos. A su muerte, su hijo, ya instalado en Ithaca (Grecia) se consagró a traducirla guiado "espiritualmente" por su progenitor. En el palpitar de sus páginas parecen desprenderse las sombras de las imágenes de Lolita, así como los temas que marcarían el “itinerario” de una propuesta tan desafiante para la moralidad estadounidense de la época como milimétrica en su dispositivo narrativo. Bien es cierto que las diferencias entre sendas piezas literarias un aspecto que Dimitri Nabokov recalca en su particular ensayo Sobre un libro titulado El hechicero fechado en abril de 1986, a modo de complemento de la presente edición con una sublime ilustración de la portada a cargo de Hemm Klim y traducción de Enrique Murillo— resultan palmarias en cada uno de los frentes que se quiera indagar con la salvedad de su esqueleto argumental. Con todo, en los pliegues de esa literatura pautada por el aliento poético inherente a Vladimir Nabokov reconocemos la huella primigenia de Lolita Haze plenamente afincada en el imaginario colectivo sobre todo a partir de su “representación” en la gran pantalla de la mano de Stanley Kubrick en 1962. En esa misma década, Dimitri Nabokov, compaginó el ejercicio de traductor y fiel escudero de la obra paterna con el bel canto, aquel que le llevó a subirse en los escenarios donde llegó a compartir cartel con la recientemente desaparecida Montserrat Caballé y Jaume Aragall. Pero, sin duda, donde su voz se dejó sentir con mayor fuerza fue al enfrentarse a traducir textos que, en ocasiones, obedecían a auténticos ejercicios de equilibrismo con la mente orientada a no traicionar el espíritu –en ocasiones un tanto burlón— de su insigne progenitor.                           


domingo, 18 de marzo de 2018

«BIG LITTLE LIES» (2017, Primera temporada): VIVIENDO EL SUEÑO AMERICANO


Aún no tenemos la perspectiva suficiente para evaluar al detalle la realidad de lo acontecido en la pequeña pantalla con el advenimiento del nuevo milenio. En esta Golden Age of Television que seguimos disfrutando por lo que concierne a las (mini)series de televisión de ámbito anglosajón, en el que presumo podría ser un ensayo que cubriera el primer cuarto del siglo XXI, al atender a propuestas en que la mujer jugara un papel preponderante, sin duda, destacaría con luz propia Big Little Lies (2917-       ), nacida de una novela homónima escrita por Liane Moriarty. Al igual que su hermana mayor Jacyln, Liane Moriarty es nativa de Australia, el país donde su coetánea Nicole Kidman empezó a consolidar una trayectoria cinematográfica que se cuenta entre las más sólidas y ricas entre las actrices de su generación. Cumplido el medio siglo de existencia, Kidman precisamente asumiría el rol de Celeste Wright, uno de los personajes medulares de la novela de Liane Moriarty, que el año pasado tuvo traducción en la pequeña pantalla en forma de serie televisiva, a razón de siete episodios por temporada, por debajo de la media de capítulos librados en una serie estándart. David A. Kelley, el showrunner de Big Little Lies y, a la sazón esposo de Michelle Pfeiffer, tuvo fundamentados motivos para no tentar en demasía la suerte, dejando que siete episodios supusiera el número idóneo para cerrar una first season con un denominador común en su cuadro interpretativo con un diáfano acento femenino Nicole Kidman, Reese Whiterspoon, Shailene Woodley y Laura Dern, además de contar con la participación de un único director, el quebequés Jean-Marc Vallée. Cineasta del que no faltan en su filmografía títulos que proyectan una imagen moderna y reivindicativa del papel de la mujer en el seno de la sociedad actual –Alma salvaje (2014) podría entenderse conforme a su máxima expresión a través del personaje encarnado por la propia Whiterspoon y favorable a la causa del movimiento LGTBI la oscarizada Dallas Buyers Club (2013), Vallée ha sabido conducir con buen pulso esta función televisiva que arranca con unos soberbios títulos de crédito en que las imágenes y el tema Cold Little Heart de Michael Kiwanuka fusionan un idéntico sentimiento de hedonismo. Vidas transitadas por la lujuria, la joir de vivre y la sofisticación, pero que por debajo de su superficie esconde una realidad que mueve a la inquietud, cuando no a la desesperanza y a un temor fundado.
    Para Nicole Kidman Big Little Lies ha comportado el retorno al espacio televisivo donde había sido observada con lupa a propósito de su intervención en la miniserie Hotel Bangkok (1989), en la antesala de su eclosión a escala internacional con Calma total, rodada ese mismo año con bandera australiana. En las postrimerías del siglo XX Kidman tocaría el cielo interpretativo de la mano de Stanley Kubrick con su sensacional composición en Eyes Wide Shut (1999), la obra póstuma del realizador norteamericano que sería materia de estudio obligada por Vallée a la hora de encarar un high point en el desarrollo dramático de la primera temporada de Big Little Lies. Éste se daría a la altura del tercer episodio, Living the Dream, en que Celeste y su pareja Perry Wright (Alexander Skarsgård) acuden a una cita con una psicóloga especializada en parejas en crisis que requieren de ayuda “externa” para sacar a flote un matrimonio que va a la deriva. Previamente, asistimos a la escena en que Perry viola a su propia esposa, dejando a las claras el perfil de un hombre posesivo que teme perder su “bien” más preciado, constantemente sometida a la mirada de varones, pero también de aquellas féminas. Una escena que cobra una inusitada fuerza al prender junto a la llama musical de la canción Helpless, obra de Neil Young. Vallée volvería a recurrir al cancionero de su compatriota para uno de los postreros episodios de la primera temporada de la serie de marras, en aquella escena donde un desolado Perry quien combate con sus demonios interiores en un intento por apaciguar sus reacciones irracionales— trata de encontrar un oasis de tranquilidad en la lujosa cocina de su inmueble de Monterrey al compás del Harvest Moon. Precisamente otra apelación al planeta identificado más cercano a la órbita terrestre, aparece en el título de la producción cinematográfica que  sirvió de carta de presentación de Whiterspoon, Man on the Moon (1991), un majestuoso drama sobre el despertar de la sexualidad en los páramos de Louisiana, en un ámbito rural que ejerce un enorme contraste con los dominios de ese pueblo costero de California privativo de la clase alta. Allí donde emerge la menuda figura de una actriz como Whiterspoon veintiséis años después de su debut guiado por el tacto de Robert Mulligan. Un film que comportaría el cierre de la selecta filmografía de Mulligan y el inicio de la correspondiente a Whiterspoon, uno de los vértices que sustentan una magnífica serie donde ese mar que baña las costas de Monterrey procura turbulencias por debajo de ese manto gris de aparente calma. Cabe, pues, aguardar a la segunda temporada ya con la presencia de Meryl Streep en el rol de la madre de Perry—para ir calibrando la importancia de Big Little Lies en la Golden Age of Television en su aportación a un discurso de corte feminista pero no observado desde los estratos más marginales de la sociedad sino más bien al contrario.      

jueves, 21 de diciembre de 2017

«LA TORRE DE ÉBANO» (1974) de John Fowles: EL RETORNO DEL «MAGO» DE LAS PALABRAS

En un ya lejano pase televisivo, dentro del espacio Sesión de noche emitido un sábado por la noche en la primera cadena de TVE descubrí por primera vez El coleccionista (1965). Era una de aquellas películas que vistas en la adolescencia o en la primera juventud difícilmente se olvidan. Desde entonces traté de buscar infructuosamente la novela de partida obra de John Fowles (1926-2005). A lo largo de los últimos diez años he tenido la oportunidad, empero, de leer buena parte del patrimonio literario de Fowles, llegando a la conclusión que su enorme talento, su condición de erudito, puesto al servicio de un rosario de novelas, ensayos, relatos cortos y poesía, no ha sido lo suficientemente valorado por estos lares. En realidad, Fowles ha sido un autor que ha tenido mal encaje dentro de las corrientes literarias anglosajonas surgidas en el siglo XX. Más que un escritor al uso, Fowles devino un pensador que trató de reflexionar sobre el periodo que le tocó vivir, estableciendo una peculiar dialéctica que atravesaba indistintamente el corazón de la filosofía, la política, la educación o el arte, entre otros asuntos. Juicios a menudo medidos desde el escepticismo que se iría acrecentando a medida que iba cubriéndose el último tramo de la centuria pasada. No por casualidad, algunas de sus propuestas narrativas juega con el “enfrentamiento” entre individuos que pertenecen, por lo general, a esferas sociales, intelectuales y generacionales disímiles. Un planteamiento narrativo que Fowles dio carta de naturaleza en El coleccionista (1963) y El mago (1965), y que encontramos en otras piezas literarias, como es el caso de La torre de ébano y El pobre Koko, contenidas en la colección de textos manufacturados por el autor inglés que Impedimenta ha sacado al mercado en el último trimestre de 2017. Editada por primera vez por Plaza & Janés en 1976, el sello madrileño recupera esta serie de cuatro relatos y la novela corta que da nombre a la colección, fundamentales para calibrar el alcance de una pluma tan vigilante en el cuidado del lenguaje, en ocasiones afinada hacia un sarcasmo “heredado” de su admirado Thomas Love Peacock (1785-1866), coetáneo y amigo de Percy B. Shelley. De hecho, Peacock se cuela por la puerta de atrás del relato El pobre Koko, en el que Fowles puso negro sobre blanco un episodio verídico que experimentó en sus propias carnes. Al leer esta gema literaria con fruición desviaba un pensamiento hacia La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess modélicamente trasladada a la gran pantalla por Stanley Kubrick, concretamente en aquel pasaje donde Alex DeLarge irrumpe en el caserón del profesor Alexander en horario nocturno. Pero asimismo me retrotraía a la memoria ese “duelo” librado entre el aristócrata taimado Andrew Wike y el peluquero cockney Milo Tindle en La huella, la pieza teatral servida por Anthony Shaffer que tuvo una pluscuamperfecta traducción en pantalla manejada tras las cámaras por Joseph L. Mankiewicz y con Michael Caine y Sir Laurence Olivier como pareja protagonista. Curiosamente, sendos intérpretes vinculados, de una manera indirecta o directa al patrimonio literario del propio Fowles; el uno (Caine) a través de su participación en la adaptación cinética de El mago –en el papel del joven Nicholas, rodada parcialmente en el refugio estival del escritor inglés, Mallorca, y el otro (Olivier) procurando una de sus postreras apariciones en la hacienda televisiva con una versión de la novela corta La torre de ébano. Se trata de una delicada pieza literaria enquistada en esa dialéctica que nos ayuda a definir el pensamiento crítico de su autor a través de la contraposición de caracteres tomando como eje temático la observación del arte y del uso que hacemos del mismo. Ni por asomo el septuagenario Olivier se correspondía con la imagen abstracta que debió hacerse Fowles al insuflar vida al profesor de arte Henry Breasley, en cierta forma una extensión del propio pensamiento del escritor británico que pasaría largas temporadas entre las Islas Baleares, alternando con su estancia en el condado de Dorset, cuna de Mr. Peacock.
    Más allá de La torre de ébano y El pobre Koko, otros tres textos –Eliduc (un bello cuento que recupera mitos y leyendas bretones que rivaliza, en cierta manera con el mito artúrico pero despojado de su alcance a escala planetaria), El enigma (direccionado hacia el espacio de la intriga que compromete al futuro de un parlamentario supuestamente secuestrado) y La nube (con un propósito coral que, a mi juicio, desdibuja el juego psicológico pretendido) jalonan esta colección que viste nuevamente de elegancia, exquisitez y savoir faire el itinerario literario que desde hace casi diez años nos reserva el sello Impedimenta con parada obligada en la hacienda británica. Allí donde nació y creció John Robert Fowles antes de ampliar su formación intelectual en plazas como Francia o Grecia. Sería precisamente el país heleno el que acomodaría para su parque audiovisual el documental I epistrofi tou mago (2000), uno de los escasos testimonios a cámara de un Fowles que por aquel entonces trataba de librar batalla a la apoplejía que sufría. Al cabo de un lustro John Fowles falleció, siendo enterrado en el municipio de Lyme Regis, en Dorset, envuelto de un manto de naturaleza. A partir de entonces, se ha sucedido la publicación de la obra de Fowles en lengua castellana en distintas editoriales, tomando últimamente el testigo Impedimenta con la impresión del relato corto El árbol (1979) y La torre de ébano (1974).  

domingo, 9 de abril de 2017

«LA VOZ DEL AMO» (1968) de Stanislaw Lem: EL DIARIO DE PETER HOGARTH

Entre otras consideraciones, 1968 supuso un punto de inflexión en la Historia de la ciencia-ficción desde distintas vertientes ligadas al ámbito cultural. Por una parte, en febrero de ese año se estrenaba en salas comerciales en los Estados Unidos El planeta de los simios (1967) y en abril hacía lo propio 2001: una odisea del espacio (1968). De manera simultánea a la puesta de largo de 2001, en las librerías llegaría el relato firmado por Arthur C. Clarke quien asimismo había servido de base a través de algunos de sus escritos (El centinela, El fin de la infancia) para el ambicioso proyecto planificado por Stanley Kubrick, compartiendo espacio con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick muchos años más tarde reformulada en formato cinematográfico bajo el título Blade Runner (1982) y La voz del amo de Stanislaw Lem (1921-2006). Por aquel entonces, Lem ya era considerado un autor reputado a escala internacional, sobre todo a raíz de la publicación de Solaris (1961), que a modo de paso previo a la adaptación cinematográfica homónima a cargo de Andréi Tarkowski, precisamente en 1968, a la altura de su mes de octubre, la televisión de la extinta Unión Soviética emitía una versión televisiva dirigida por Lidiya Ishimbaeva, ignota por estos pagos. En el caso de Lem, el inicio y el final de esa “década prodigiosa” para la evolución del género se tocaban en lo relativo a una trama que fundamenta (parcialmente) su discurso en la necesidad del ser humano por descifrar mensajes indiciarios de vida inteligente en los confines de la galaxia o de multiplicidad de galaxias.
   Solaris había formado parte de las lecturas fijadas al suelo de la ciencia-ficción en mis años de adolescencia y primeros estadios de mi juventud. A fuer de ser sinceros, debido a su imbricada y críptica trama no sentí el impulso suficiente para proseguir en el camino del descubrimiento de otras piezas literarias del artista polaco. Al cabo, atendiendo al extraordinario crédito que me merece Impedimenta en la selección de títulos con apremio a quedar integrados en un excelso catálogo que no tiene parangón, desde mi modesta opinión, entre las editoriales nacidas en lo que llevamos de siglo XXI, he atendido a la lectura de La voz del amo con traducción al castellano (en una empresa nada fácil) a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. En realidad, el sello madrileño acoge dentro de su catálogo a una especie de "Biblioteca Stanislaw Lem" desde hace unos cuantos años, incluida la publicación de Solaris con una traducción ex novo del polaco al castellano Al margen de esa importancia de contexto que he esbozado al inicio de este escrito, la lectura de La voz del amo Glos pana en el original me ha ofrecido una perspectiva diferente de Lem en tanto que el propio crecimiento personal que un servidor ha experimentado durante este hiato de aproximadamente treinta y cinco años parece predispuesto a dejarse seducir por la obra propia de un erudito, poseedor de un conocimiento enciclopédico de materias muy dispares entre sí, con su centro de gravedad situado en el mundo de la ciencia. Allí donde muchos escritores se detienen para tratar de sortearlo, el prolífico autor polaco trató de comprenderlo, sometiéndose a la gimnasia diaria de la lectura de multitud de obras científicas que hicieron posible que el personaje medular de Glos pana, el matemático Peter Hogarth, siga siendo observado por lemistas conforme a un trasunto del propio artífice de Solaris. A través de la primera persona la de Hogarth la novela se repliega a la noción de diario tan cara a la literatura de Lem, en una necesidad (consciente o inconsciente) que esa perspectiva existencial que se desprende del escrito de Hogarth sea la propia de la voz del amo, la de un escritor que iría cimentando su leyenda a golpe de una reclusión autoimpuesta en su particular “santuario” rodeado de miles de libros. Entre éstos, a buen seguro, descansaban tratados de geología, termodinámica, física cuántica, biología celular… pero también obras vinculadas a la psicología o la filosofía. Campos diversos que “combustionan” en esta pieza literaria fechada en 1968, salpimentada de referencias a otros textos literarios, en ocasiones con una enmienda diáfana a la ironía por ejemplo, El señor de las moscas de William Golding, y de expresiones en latín y en francés que nos ayudan a dimensionar el alcance intelectual de un ser único. Asimismo, en los intersticios de esta obra literaria encontramos abundancia de silogismos y razonamientos que tratan de situarse a pie de calle lo que podría ser la “traducción” de determinados desarrollos científicos que implican a un grupo de expertos en distintas áreas con un objetivo común. La condición de misántropo a sí mismo se define es la que dicta muchos de los pensamientos de Hogarth en su diario en relación a esa suerte de proyecto creado a finales del siglo XX bajo la sombra alargada de su homólogo Manhattan, que causó entre su equipo científico problemas de conciencia tras el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.
La lectura de La voz del amo arroja como balance final una invitación directa a seguir buceando en una obra especialmente recomendable para aquellos que, como un servidor, hemos ido quemando etapas y, al mismo tiempo, provisionando de una experiencia que nos hace más hábiles a la hora de atender a la melodía propuesta con la letra de alguien poseído por un don superior, a golpe de “inbocar” a una voracidad de conocimiento que le llevó a compartir infinidad de tardes y mañanas junto a representantes de la comunidad científica. De noche, durante las horas reservadas al sueño, Stanislaw Lew iría acomodando su particular telescopio para la observación de esos mundos que apuntan hacia lo infinito. Allí donde los signos de interrogación surgen por doquier y sirven a la causa de una novela como La voz del amo que echa el cierre con la reproducción de una estrofa de un poema del inglés Algernon Charles Swinforne mientras al pie de la misma figura una doble fecha (junio y diciembre de 1967) y una doble localidad (Zapokane, Cracovia), no por casualidad ciudades bien conocidas por Stanislaw Lem.






sábado, 21 de mayo de 2016

DALTON TRUMBO (1905-1976), HACIENDO "INVENTARIO" TRAS 40 AÑOS DE SU MUERTE

Durante los primeros años de mi juventud, esto es, la década de los ochenta, raro era el día que no había un descubrimiento que debía anotarse al margen de las páginas que conforman ese libro vital que cada uno de nosotros vamos construyendo. De tal suerte, en ese periodo de mi existencia el interés por la figura de Dalton Trumbo (1905-1976) arraigaría con fuerza a partir de reparar en el contenido de una película como Johnny cogió su fusil (1971) que emitieron por televisión en horario nocturno. Trumbo ejercía de director-adaptador de su propia novela, que quise leer pero no acerté a adquirir un ejemplar de la misma dado que parecía por aquel entonces una obra condenada a la "clandestinidad" o, cuanto menos, pasto de esas librerías de viejo donde cualquier búsqueda se convierte en una operación propia de un arqueólogo. En cualquier caso, el nombre de Trumbo había quedado grabado a fuego en mi memoria por cuanto ese ideario antibelicista mostrado con toda su crudeza crítica a través de la tragedia experimentada por el soldado Joe Bomham respondía a la perfección al mío propio. Algo similar a lo ocurrido cuando puede ver por primera vez en 1987 el film prohibido durante el franquismo de Stanley Kubrick, Senderos de gloria (1957), en que perfectamente hubiera cuadrado en sus créditos el nombre de Dalton Trumbo en calidad de adaptador de la novela homónima del canadiense Humphrey Cobb. No era de extrañar, pues, que la conexión Kubrick-Trumbo-Kirk Douglas tuviera lugar con la macroproducción Espartaco (1960), el film que junto a Éxodo (1960) propició el restablecimiento del nombre del guionista y novelista (ya sin el ardid de emplear seudónimos) de cara a la industria cinematográfica después del via crucis que había significado su inclusión en la lista negra auspiciada por los responsables de esa santísima inquisición que hacía llamarse Comité de Actividades Antiamericanas. En palabras de Sidney Lumet (alguien con el que Trumbo parecía condenado a haber colaborado pero nunca se dio la circunstancia para ello), la caza de brujas era lo más cercano al fascismo que se había apoderado de la sociedad estadounidense en la centuria pasada. Trumbo la combatió con todas las armas que tuvo a su disposición, la principal de las cuales resultaba ser una máquina de escribir que tecleaba de manera incesante hasta quedarse, en ocasiones, al borde de la extenuación. Su compromiso por mantener a flote a su familia (valga el juego de palabras con un amago de ironía) le llevaría a colocar su cuerpo en remojo en una bañera a la vieja usanza para paliar sus dolores de espalda mientras su privilegiado cerebro seguía emitiendo señales para que sus dedos ejecutaran aquel plan maestro consistente en llenar infinidad de hojas de papel en forma de guiones, haciendo algún que otro alto en el camino en atención a cultivar su verdadera vocación, la de escritor de novelas. 
    En este 2016 que se cumplen cuarenta años de la muerte de Dalton Trumbo, me he reencontrado nuevamente con su figura creativa pero también con la vertiente humana revelada por el libro de Bruce Cook editado por Navona en lengua castellana. En la portada del mismo luce la imagen de Bryan Cranston en virtud de que este extraordinario actor se colocaría en la piel del controvertido guionista y literato para una producción que le ha valido una nominación al Oscar en el año en concurso. En la ficción cinematográfica, para todos aquellos que hemos mostrado una particular atención para con Dalton Trumbo, podemos hacernos una composición de lugar sobre una forma de ser que dista de un tratamiento netamente hagiográfico. La tesis servida por el director Jay Roach y el guionista John McNamara va encaminada en dibujar una personalidad compleja, pero con una inquebrantable voluntad por mantenerse firme en sus convicciones ideológicas. Nada baladí en ese nido de víboras que se convirtió casi desde su fundación la Meca del cine y que acabaría dejando en la cuneta a numerosos talentos simplemente por su fidelidad a un ideario progresista que casaba poco con la mentalidad de determinados inquisidores caso de J. Parnell Thomas o Joseph McCarthy. A diferencia de muchos de sus colegas, Dalton Trumbo pudo sobrevivir a aquel akelarre y ser distinguido como un referente para futuras generaciones, además de poseer entre su prolífica contribución al mundo de la cultura una obra que el paso del tiempo no ha hecho más que reforzar su condición de clásico contemporáneo de la literatura. Una obra que, a rebujo del estreno de Dalton Trumbo: la lista negra de Hollywood (2015) y de la pieza literaria de la que presuntamente parte, escrita por Cook, ha tenido ocasión de leer por primera vez en su edición asimismo a cargo del sello Navona bajo un título´traducido, Johnny empuñó su fusil, con una ligera variación respecto al de estreno de su adaptación al celuloide. Una pieza cinética que me despertó el hambre por el conocimiento sobre aquel taimado personaje nacido en los albores del siglo XX en una localidad del estado de Colorado y que, a día de hoy, sigo procurando mi admiración, más aún si cabe al ir profundizando sobre un legado realmente impresionante en términos de calidad y cantidad, parte del cual presumo nunca llegará a ver la luz, como la serie de cinco novelas sistemáticamente rechazadas por editores previa a la publicación de Johnny Got His Gun a las puertas del estallido de la Segunda Guerra Mundial, donde ofició de soldado en el cuerpo de aviación de los Estados Unidos de América.     

jueves, 18 de diciembre de 2014

«LA VIDA SIN ARMADURA» de Alan Sillitoe: LA SOLEDAD DEL ESCRITOR DE FONDO

Tres de las personalidades que más admiro nacieron en 1928: el escritor Alan Sillitoe, en marzo; el científico James D. Watson, en abril y el cineasta Stanley Kubrick, en julio. Además, todos ellos tienen en común que ocuparon plaza, en alguna o diversas etapas de sus respectivas existencias, en Gran Bretaña y experimentarían el sentimiento de contabilizarse como extranjeros durante las ausencias de sus respectivas localidades o ciudades natales. De este trío de personalidades el único nativo de Gran Bretaña sería Sillitoe, territorio que pisarían los norteamericanos Watson y Kubrick con el fin de poner viento en popa a sus respectivas carreras profesionales. Justo en el periodo —concretamente, 1962— en que este último decidió fijar su residencia en Inglaterra, Sillitoe colocaría el cierre de sus vivencias en su autobiografía editada por primera vez en lengua castellana gracias a la pericia y el tino, una vez más, del sello Impedimenta. Precisamente, la industria cinematográfica de la que formaría parte Kubrick es el “personaje invitado” del relato existencial de Sillitoe en las últimas páginas de La vida sin armadura. Una autobiografía  (publicada en el Reino Unido en 1995), en razón de las adaptaciones a la gran pantalla de Sábado noche, y domingo por la mañana (1958) y La soledad del corredor de fondo (1960) —asimismo ambas editadas por Impedimenta hace pocos años, libradas por dos figuras clave del free cinema, esto es, Karel Reisz y Tony Richardson (otro de los nacidos en 1928). Sillitoe, perteneciente a una familia obrera de un suburbio de Nottingham, sufrió en sus propias carnes las embestidas de la Segunda Guerra Mundial, pasando a considerar en sus primeros estadíos vitales el cine conforme a uno de los principales refugios con el objetivo de ausentarse de esa lacerante realidad. Un refugio solo superado por su fiebre lectora, aquella destinada a abonar el terreno para la siembra de una incesante pulsión por escribir obras en prosa y poesía.
   A través de sus más de trescientas páginas Sillitoe pasa revista en La vida sin armadura a una historia personal que, a las primeras de cambio, parece mostrarse inmisericorde con la realidad de su propio entorno familiar. Así, en la primera página del libro el escritor inglés expresa sobre su progenitor que «Era corto de piernas y megacefálico, y lo cierto es que ni con millones de años y una máquina de escribir habría podido producir un soneto shakespeariano». Una sentencia que podría anticipar el tono a “tumba abierta” de un libro de memorias elaborado a partir de infinidad de notas tomadas desde bien temprano —en este aspecto se asemejaría sobremanera a su colega Vladimir Nabokov, el autor que Kubrick llevaría a sus dominios en aras a adaptar al celuloide la magistral Lolita (1955)—, en que sobrepasa con extraordinario margen el cupo de citas “recomendable” de títulos leídos a todas horas y en numerosos países. No obstante, lo que nos ofrece la presente obra es un relato que rebaja considerablemente las “expectativas” ofrecidas en su primer capítulo, dejando que por momentos su literatura cabalgue a los lomos del puro género de aventuras cuando oficia de radiotelegrafista, a sueldo de la RAF, en el continente asiático durante la Segunda Guerra Mundial, o en su periplo por la península ibérica durante la primera mitad de los años cincuenta. Tampoco escapa un tratamiento propio del drama —sin que la ironía y la socarronería le llegue a abandonar del todo— al calor de los episodios narrados sobre la tuberculosis sufrida, pasaporte a una vida “celestial” o un lastre físico (y psíquico) difícil de sobrellevar salvo si procurara un cambio de aires que le situaría en Mallorca durante varios años. Sóller sería el centro de operaciones balear de Sillitoe desde donde organizaba excursiones —favorecido por el clima Mediterráneo— ya sea a pie, en coche o en bicicleta, medio de transporte que le situaría a las faldas de la residencia de Robert Graves, el autor de Yo Claudio, de quien tomó cumplida nota de sus enseñanzas. Una sapiencia derivada del conocimiento personal que complementaría con un background de lecturas absolutamente descomunal, que apuntaba en distintas direcciones con el propósito que un hipotético eclectismo jugara a favor de su desarrollo y formación en calidad de escritor a la búsqueda de un estilo propio. Solo así Sillitoe entendía el arduo proceso para conquistar una meta. Una meta que parecía inalcanzable pero acabaría abriéndose su particular cielo al cumplir los treinta años habida cuenta de la publicación de Sábado por la noche, y domingo por la mañana y, a renglón seguido, La soledad del corredor de fondo, cuya génesis se reducía a la imagen ofrecida desde una ventana de un hombre que había visto correr. Algunos calibrarán que la treintena es una etapa óptima para debutar en el campo de la escritura de novelas o de relatos cortos, pero desde el prisma de alguien que llevaba una docena de años enviando manuscritos a numerosas editoriales y periódicos con un porcentaje muy elevado de respuestas negativas, la desesperación hubiera podido ser la antesala al abandono de dicha actividad. Sillitoe no cejaría en su empeño, desprovisto de una armadura que equivale, entre otros asuntos, a una posición económica holgada. Más que un colchón, hasta que no llegó el éxito de Saturday Night, Sunday Morning —adaptación cinematográfica incluida—, Sillitoe contaría con una sábana para poder soportar una eventual caída. Un sustento frágil que provenía, en buena medida, de una pensión consignada por el estado británico debido a la tuberculosis sufrida durante su estancia en el sudeste asiático (con un episodio que podría ser una “versión malaya” de Picnic en Hanging Rock de Joan Lindsay, en virtud de la desaparición de seis soldados en una zona elevada por espacio de una semana). Cuando este sustento estuvo a punto de esfumarse, Sillitoe abandonaría el terreno de la precariedad, saliendo a flote merced a ese Sábado noche, domingo por la mañana, relfejo de una realidad que conocía de primera mano con influencias de su admirado D. H. Lawrence y de una relación impresionante de obras literarias que devoraría con idéntica pasión a la que se encomendaría para el ejercicio de la escritura, la única manera que conocía para mitigar un dolor proveniente de las cavernas de su memoria, allí donde la batalla se libraba en su propio hogar. A partir de entonces, su hogar sería el mundo y su patrimonio la literatura universal. 

viernes, 28 de febrero de 2014

«OPERACIÓN PALACE» (2014): JORDI ÉVOLE Y LA OTRA CARA DEL 23-F… DE FRAUDE

Hace poco más de un mes, por no sé que motivo salió a colación el fatídico 23-F en el curso de una charla con unos amigos de la infancia que acudían a la presentación de mi último libro, Historia del cine británico (T&B Editores, 2013) en la Tecla Sala de L’Hospitalet de Llobregat. Uno de ellos, Agustí Borras, trataba de refrescarme la memoria que ese día estuvo en mi casa. Pero, en ese momento, me mostré incapaz a la hora de recordar al detalle las personas que estaban a mi alrededor, salvo padres y hermanos. La televisión y la radio se habían convertido en los “protagonistas” de aquella velada, la puerta de entrada para conocer la realidad de un país que había padecido cuarenta años de dictadura y que, tan solo un lustro después de haber entrado en un proceso democrático, la alargada sombra del poder militar se cernía sobre el órgano donde reside la máxima representación de la soberanía popular, esto es, el parlamento. Al viajar en el tiempo hacia ese momento concreto de la historia de nuestro país mi mente procesaba la información bajo un manto de maniqueísmo. Esa es la lectura que extraje a mis trece años: el Bien había triunfado sobre el Mal. De la tensión, la zozobra y la inquietud de las primeras horas de la tarde cuando el coronel de la Guardia Civil Francisco Tejero irrumpió en el Congreso amb tricorni i metralleta (La Trinca dixit), al respirar hondo, al alivio cuando amanecía el día martes 24 de febrero de 2014.
   Como si se tratara de un relato bíblico, treinta y tres años después Operación Palace (2014) “resucita” el tema del 23-F en la programación dominical para batir récords de audiencia en una televisión que ya no es ni de lejos la del UHF y el VHF; más bien se cuentan por decenas las cadenas televisivas prestas a satisfacer una variopinta selección de propuestas apta para todos los paladares. Tampoco hay rombos que valgan, en forma de balizas que indiquen sobre el peligro de ver determinados canales por parte de los más pequeños de la casa. En ese periodo en plena Transición, el contenido de Operación Palace no hubiera sido observado lesivo para los intereses de infantes o adolescentes por temas relacionados con la violencia o el sexo. Pero sí que cabía, a día de hoy, una nota de aviso para un amplio sector de la población que pasó realmente miedo ese fatídico 23-F, y ni siquiera el paso del tiempo ha borrado ese amargo recuerdo. No obstante, en esa jungla tan solo apta para depredadores en la que se ha convertido la televisión con el fin de preservar el share conquistado frente a los competidores, la Sexta movería ficha y, a golpe de teaser, avivarían el interés para que los españoles nos sentáramos frente al televisor el domingo 23 de febrero de 2014 y sintonizáramos con la emisión de Operación Palace, encubierto de una especie de “especial” a la sombra de Salvados, dirigido igualmente por Jordi Évole. Solo hubo un consejo por parte de la Sexta: que no nos perdiéramos el final. Vamos, que no nos fuéramos a la cama cuando aparecieran los títulos de crédito. No obstante, hice caso omiso al aparato publicitario de la Sexta —un canal que solemos frecuentar en casa, dicho sea de paso— y orientamos la antena hacia otra cadena más con un ánimo prosaico que por dar con alguna auténtica gema en prime time. A la mañana siguiente, los posicionamientos en contra y a favor sobre el especial de marras tuvieron ocupados a gran parte de la nómina de asiduos de las (mal) llamadas redes sociales. Entonces, me mostré un tanto ambivalente, esquivo a situarme en una posición firme del signo que fuera. Simplemente, no había visto el programa y, por tanto, no podía emitir un juicio con todas las de la ley. Hubo un hecho, en cambio, que me llamó poderosamente la atención cuando Antonio García Ferreres, el conductor de Al rojo vivo de la Sexta, entrevistó a Jordi Évole a pie de obra, es decir, en la redacción en que, al fondo figuraban varios de sus colaboradores con las miradas absortas en sus trabajos. Al ser abordado por Ferreres con una pregunta relativa a la comparación que había generado Operación Palace con la narración radiofónica de La guerra de los mundos por parte de Orson Welles, el periodista catalán tiró del manual de la modestia, apelando al sonrojo que le generaba el solo acto de citar al multidisciplinar artista norteamericano. El vocablo “genio” no asomaría al referirse a la persona de Orson Welles, pero sí cuando hizo mención a, por ejemplo, el ex miembro de La Trinca Josep María Mainat, quizás por aquello de la cercanía. La misma cercanía que había llevado a razonar a Jordi Évole que el “equivalente” de Stanley Kubrick en Operación Luna (2002) —el mockmentary que,  según confesión propia, le había servido de inspiración— para ser para otra Operación, la del Palace, un cineasta madrileño batido en retirada tras el último fiasco en taquilla, de nombre de pila José Luis,  y que adquiriría el álias de Garci al eliminar la última vocal de su recurrente apellido en los listines telefónicos. Garci, atrincherado en los despachos de su productora Nickelodeon, aceptó el envite. Él mismo se prestaría a un juego que pasaba, entre otros asuntos, que el plan pergeñado en el Hotel Palace por personajes de la vida pública situada en las altas esferas del poder, tuviera una recompensa para José Luis Garci en forma de Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa por Volver a empezar (1982). La sola presencia del cineasta madrileño en esta Operación Palace me hubiera hecho torcer el gesto al acudir a la convocatoria “catódica” del día 23-F de 2014. Rocambolesca, sin duda, resulta el relacionar su estatuilla dorada conquistada en Hollywood con su participación en un asunto de estado perpetrado en la trastienda del poder. Pero lo que definitivamente  desmonta el ardid es la explicación que Garci ofrece a cámara en torno a la película escogida por el ente de RTVE para amenizar una velada que se hizo eterna para tantos conciudadanos españoles. Protagonizada por Bob Hope y Virginia Mayo, El corista y el pirata (1945) no figuraría ni entre las 10.000 películas que Garci hubiera seleccionado para emitir, máxime tratándose de una producción sin púrpura en la silla del directed by, reservada en esta ocasión a David Butler, un auténtico desconocido incluso entre la cinefilia más recalcitrante. Con este par de “detalles” me bastó para que la propuesta de Évole y su equipo acabaría diluyéndose, asomando en su superficie un espléndido trabajo visual, marca Salvados, pero bajo la misma un arabesco que apenas sostiene el edificio narrativo. Un edificio que se desmorona desde la distancia una vez los explosivos se activan francos a dinamitar las versiones oficiales, las que se llevan arrastrando año tras año hasta sumar treinta y tres. Évole se daba por satisfecho con que el experimento sirviera para que el espectador reflexionara sobre si la mentira se ha instalado definitivamente en nuestros días al asomar periódicamente a la ventana de la información, la que ofrece Internet, la televisión, la prensa escrita o la radio. Una información presa de intereses políticos, financieros, económicos, sociales y/o ideológicos, difícil de procesar cuando su caudal es abundante y baja con fuerza, erosionando en sus laderas ese periodismo a la vieja usanza en el que el primer mandamiento deviene la verdad. Évole faltó ese 13/12/014 a la cita con la verdad, leit motiv de Salvados para buscar precisamente el reverso de la misma, el de una mentira encofrada en una mentira. Él lo sabía pero se la jugó, en un gesto de gallardía que tiene un arma de doble filo. Más que perseguir una comparativa con la locución radiofónica de La guerra de los mundos, de la que el oyente estuvo advertido del relato ficticio desde el principio de su emisión, según el prisma de un servidor, Operación Palace responde mejor a los paralelismos con otra producción arbitrada por Orson Welles, titulada F for Fake (1973), un mockmentary en toda regla. 23-F… de Fraude, el título escogido para el estreno en nuestro país del que acabaría resultando el canto del cisne de Welles cineasta. Otro canto de cisne se adivina en el horizonte profesional de Évole si vuelve a incurrir en el «falso documental» una vez puestos en una balanza los pros y los contras de un experimento tan fallido como afortunadamente lo fue el golpe de Estado un día del primer invierno de la década de los ochenta.