miércoles, 29 de agosto de 2012

«MESíAS» (1955) de Gore Vidal: CRISTO SE PARÓ EN CALIFORNIA


A pesar de la modestia del acto, al conocer la noticia del deceso de Gore Vidal (1925-2012) a finales de julio, decidí tributarle mi particular homenaje releyendo su novela Mesías (1955). La primera vez que me acerqué a este texto hace diez años tuve una impresión altamente favorable sobre la calidad literaria de Vidal, así como la forma de abordar un tema que desde hace tiempo ha sido de mi interés: la manipulación de las masas a través de las creencias o de las doctrinas (pseudo)religiosas. Evidentemente, la mirada de Vidal sobre estos asuntos concuerda con la de un servidor, la de un agnóstico que se aplica en el ejercicio de la "reducción al absurdo" la confección de la denominada Sociedad Cavita, cuyo líder exonera a sus seguidores de las bondades de la muerte; en poco tiempo los suicidios cobran categoría de plaga en el país de las barras y estrellas— para desmenuzar un mundo que camina hacia el precipicio debido a los cantos de sirena provenientes del Más Allá en forma de Dios todopoderoso. Ese Mesías al que alude el título de la novela no es otro que John Cave, un peón de la sociedad que acaba siendo venerado por su comunidad y, posteriormente, su figura arrastrará consigo infinidad de seguidores provenientes de distintos puntos de los Estados Unidos y de otros países. Las poco más de trescientas páginas que comprende la edición en castellano de Mesías, integrada dentro su suprema colección de narrativa de Minotauro, ofrecen una porción significativa del talento literario de Vidal, a la par que revelan un incipiente conocimiento de éste sobre la política en tiempos de los romanos y los griegos, la base sobre la que se han forjado los principios democráticos de naciones situadas a un lado y otro del Atlántico.
    En la relectura del texto de Vidal he encontrado detalles que me habían pasado desapercibidos en su momento. La pluma del erudito norteamericano destila mordacidad, ironía, pero asimismo un poso amargo que razona sobre la facilidad con la que puedan ser manipuladas las masas. En este principio activo se basan las sociedades democráticas que escogen a sus representantes vía comicios electorales—, por lo general, cada cuatro o seis años. Conspicuo conocedor de esas prácticas manipuladoras ofrecidas en tiempo de elecciones –suyo es, por ejemplo, el guión de The Best Man (1964), a partir de una obra teatral escrita por él mismo, Vidal segrega su contrastada vena ácida en el retrato de un microcosmos que se sumerge en razonamientos diáfanos, de una sencillez exultante para proveer de contenido un discurso que encandila a la mass media. El tema hubiera podido resultar hilarante en manos de un escritor del perfil de Tom Sharpe o Evelyn Waugh, pero Gore Vidal se muestra abiertamente sardónico a través de la voz de un personaje adopta el nombre verdadero de éste, el de Eugene— que ofrece el testimonio, desde el germen de la sociedad que se crea en su entorno hasta la desaparición de su guía espiritual John Cave. Por aquella época, Vidal intuyó que el arma definitiva para manipular a la población a su libre albedrío, ya se había fabricado: la televisión. De ésta se beneficia Iris, Clarissa, Paul Himmel y Butler, el "núcleo duro" de la Sociedad Cavita, en aras a difundir un mensaje vacío de contenido pero con un envoltorio que cobra atractivo cara al público. Invadido de un pensamiento anticristiano, la doctrina cavita arraiga en una sociedad que se descompone por la base, receptiva a esos menajes directos, apoyados en ideas tejidas sin otro pronunciamiento que una originalidad arbitrada desde la improvisación. A cada cumplimiento de un objetivo, por nimio que parezca, las mentes pensantes de la Sociedad dan un nuevo paso al frente, implicando un revestimiento jurídico, ideológico, social y político dispuesto en forma de burbuja capaz de explotar en cualquier momento. Pero la suerte de esa Sociedad Cavita reposa en una población que hace suya una doctrina abanderada por el suicidio como meta final. La muerte de Cave no comporta la aniquilación de la Sociedad; más bien, provoca un reforzamiento en sus convicciones por difundir el mensaje del “Mesías” Cave. En suma, Mesías se trata un brillantísimo ejercicio de sátira socioreligiosa que se muestra a modo de “punto de fuga” dentro de la Colección de Minotauro destinada a la ciencia-ficción. Un buen libro, pues, para medir el alcance literario de un autor que reposa en el "Panteón" de los prohombres de las Letras Norteamericanas del siglo XX, entre otros, junto a Tennessee Williams, al que le dedica este Mesías profético y lúcido a partes iguales. Al cabo, Vidal adaptaría dos de los textos de Williams para la gran pantalla, De repente, el último verano (1959) y la invisible The Last of the Mobile Hot-Shots (1970), en una muestra de su actividad cinematográfica que se alternaría entre la faceta de guionista y actor, con apariciones que pretenden erigirse en un guiño a su propia biografía familiar la sátira política Ciudadano Bob Roberts (1992), en la que oficia de congresista, labor desempeñada por su abuelo o que discurren sobre ese futuro imperfecto la sublime Gattaca (1997)— sobre el cuál a menudo profetizó, a modo de contrapeso de una obra racimada de piezas literarias y ensayos que tratan de reconstruir la historia, en ocasiones, a través de algunos de sus personajes más ilustres (Abraham Lincoln, Nerón, etc.)      

viernes, 17 de agosto de 2012

LOS VERDUGOS TAMBIÉN MUEREN


En el verano de hace quince años un par de noticias vinculadas con ETA mostraban con toda su crudeza cómo el fanatismo de esos «libertadores de la patria vasca» se las gastaban, tratando de reflotar esos años de plomo que dejarían tras de sí un reguero de muertos en el curso de la denominada Segunda Transición Democrática al amparo del PSOE liderado por Felipe González. Con tan solo un intervalo de doce días se sucedía la noticia de la liberación de José Antonio Ortega Lara después de un secuestro que duró 532 días en condiciones infrahumanas— y la de la ejecución de Miguel Ángel Blanco, el concejal del PP en Ermua, quien después de un «secuestro express», ante la negativa del gobierno de turno a dar su brazo a torcer, perdería vilmente la vida. Desde entonces, la historia de ETA ha experimentado un descenso vertiginoso que le ha conducido a una progresiva autoinmolación, habitando la diezmada banda terrorista en las cloacas de las trincheras donde no hace demasiado tiempo se creían a resguardo en una suerte de santuario. Pero la serpiente enroscada que ha salido del cesto ya sin poder de inocular su veneno, sigue reptando por los ayuntamientos y las organizaciones tipo Bildu y sus satélites en aras a tratar de vehicular un discurso independentista sin menoscabo a renunciar de ese habitual victimismo que les lleva a equiparar el sufrimiento de los terroristas encarcelados con el de las familias de los asesinados por ETA.
   Pocas imágenes recuerdo proyectadas en mi mente que expresen el sufrimiento y el padecimiento humano como el experimentado por José Antonio Ortega Lara al salir de esa jaula donde fue confinado por espacio de más de quinientos días. Recuerdo con alivio su liberación, al tiempo que me interrogaba hasta qué punto la condición humana puede ser capaz de un acto de semejante grado de vileza y maldad. La respuesta: en el ADN de la comunidad de etarras que operaban por aquel entonces la inmisericordia dominaban pensamiento y corazón, convirtiéndose en esas alimañas que las definen por sí sola. Hoy, una quincena de años más tarde, una de esas alimañas, Josu Uribetxeberría, se la ha certificado que padece un cáncer terminal. Él fue uno de los responsables de “enterrar vivo” a Ortega Lara en un zulo de 3,5 metros cuadrados situado en los bajos de una empresa de Mondragón, feudo abertzale por antonomasia. Lejos de mantenerse en silencio, Bildu, el sindicato LAB y todos esos grupos gobernados por el ideal del independentismo vasco, han hecho frente común por la causa de Uribetxeberría, en huelga de hambre desde hace unos días a modo de medida de presión para poder obtener un tercero grado penitenciario para pasar lo poco que le queda de vida entre los suyos. En breve, el Tribunal de Justicia del estado español deberá decidir sobre qué postura adoptar sobre las peticiones promulgadas por estos colectivos abertzales. El dilema está servido: si se activa esta “medida de gracia” que cuadra dentro del espíritu legislativo de un país cuyo régimen penal anda a sideral distancia de la mano de hierro, por ejemplo, de algunos de los estados los Estados Unidos de América o la China, parecería una muestra de debilidad del estado democrático; y si se mantiene la prisión a perpetuidad para Uribetxeberría la deshumanización, para algunos, se habrá instalado en el seno de la Justicia con hilo directo con el gobierno de turno. Me detengo a pensar sobre ello y razono que si tenemos la certeza médica de que la guadaña de la muerte aguarda al doblar la esquina a esa alimaña con rostro humano, su liberación no haría más que dar la medida de la grandeza de un estado democrático en oposición a esas correas de transmisión de los etarras practicantes a full time de un cinismo a ultranza, parapetados en un ejercicio reivindicativo que provoca nauseas, aun sabedores que entre las “marcas” a superar de ETA se encuentra lo acontecido con Ortega Lara y Miguel Ángel Blanco.  Ambos víctimas de esa ETA ahogada en la maldad que cubre sus vergüenzas con una capucha tocada de una txapela. La viva expresión del verdugo. Por fortuna, Los verdugos también mueren. Bertold Brecht dixit. Agur, Josu. Asististe a un entierro en esa primavera de 1995, en la que tú mismo ayudaste a cavar la zanja, pero os olvidastéis de un pequeño “detalle”: el muerto estaba vivo. Esta vez nos hemos asegurado que estés bien muerto. Eso sí, a tu entierro asistirán los de tu misma catadura moral: las alimañas. Justicia poética. Amén.


martes, 7 de agosto de 2012

«GRANDES CLÁSICOS» DE MONDADORI, UNA COLECCIÓN INJUSTAMENTE IGNORADA

En más de ocasión he escuchado declaraciones de Octavio Paz en las que llegaba a la conclusión de que en el estado español solo había cinco mil lectores “reales”, aquellos que hacen de la lectura un ejercicio de “gimnasia” casi diaria. Hace unos meses asistí a un curso de edición impartido por distintos profesionales con el propósito de tomar el pulso a la realidad de un sector cultural intrínsicamente emparentado con el económico. Al cabo de finalizar el curso, pocas sorpresas depararían el mismo para un servidor, razonando que a la práctica mucho de lo expuesto en el plano teórico quedaba en agua de borrajas. Para un sector que ha experimentado un descenso de ventas del 20% en los últimos años toda aquella exposición de profesionales implicados en el proceso de edición (correctores, traductores, diseñadores, maquetistas, directores editoriales, etc.) se desmonta por la base y en muchas ocasiones la figura pluridisciplinar asoma para que los números lleguen, en la medida de lo posible, a cuadrar. Pero, a fuer de ser sinceros, me llevé una desagradable sorpresa al conocer por boca de una de las editoras de Mondadori, una vez cumplimentada su segunda conferencia del curso, las más que discretas cifras de ventas de la colección «Grandes Clásicos», sin duda, la joya de la corona del sello barcelonés. Carlos Díaz y un servidor nos quedamos boquiabiertos al conocer que la media de ejemplares vendidos de esta insigne colección rondaba los setecientos ejemplares. Después de unos minutos, acaso una hora de conocer me invadió una extraña sensación sobre la clase de país que somos cuando una colección que debería ser todo un orgullo, que cumple cada uno de los requisitos para formar en las (pequeñas) bibliotecas de infinidad de hogares españoles, ni tan siquiera alcanza las mil unidades vendidas. De igual manera que muchos aficionados al cine o a la música construyen sus dvdtecas o discotecas a golpe de clásicos de todos los tiempos nunca he llegado a entender el porqué las obras clásicas parecen no tener asidero en el ámbito privado para aquellos gozosos de sentirse personas cultas. Los «Grandes Clásicos» de Mondadori lleva tiempo postulándose como la gran biblioteca de autores a nivel mundial llamados a merecer un protagonismo en las estanterías de hogares habitados por personas con inquietudes culturales que vayan más allá de las nuevas tendencias. Recientemente se ha publicado en cinearchivo un comentario crítico de un servidor sobre El lobo de mar de Jack London, uno de los escritores que había leído con fruición en mi adolescencia. Me gustaría pensar que con esta reseña pueda contribuir a divulgar una obra de exquisita calidad, como la plana mayor de las que jalonan una colección sinpar, abastecida de literatos del calado de Honoré de Balzac (Las ilusiones perdidas), Joseph Conrad (Lord Jim) Charlotte Brontë (Jane Eyre), William M. Thackeray (Las aventuras de Barry Lyndon), Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray), Gustave Flaubert (La educación sentimental), Bram Stoker (Drácula), Rafael Sabatini (Scaramouche), Mary W. Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo), Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) y un largo etcétera. Asimismo, bueno sería que el aparato promocional de Mondadori actuara de manera firme para dar a conocer si cabe con mayor determinación esta excelente colección. Pero tengo mis reparos al respecto: si he sacado algo en claro de ese curso de edición es que, al igual que muchos de los asistentes al mismo, muchos editores descuidan el placer de la lectura de clásicos en aras a dar con la última bomba “superventas”, independientemente de la calidad literaria que atesore. Así pues, solo nos queda que la curiosidad de muchos lectores —que practican este noble arte con una frecuencia semanal o mensual— les lleve a reparar en estos Grandes Clásicos de tapa dura, con preciosas ilustraciones en sus portadas —algunas de ellas en sus páginas interiores— y con textos de primera magnitud escritos por personajes que imaginaron mundos en épocas en que ni tan siquiera el concepto de Internet se formulaba como una entelequia o la televisión polarizaba la atención de las vidas del común de los mortales.