miércoles, 8 de noviembre de 2017

«GLORIA» (1932) de VLADIMIR NABOKOV: EL PERIPLO DE MARTIN EDELWEISS

Este pasado verano se cumplía cuarenta años de la desaparición de Vladimir Nabokov (1899-1977), considerado uno de los grandes escritores del siglo XX. En el tramo final de su trayectoria vital Nabokov compaginó su pasión por cazar mariposas –presumía de una colección de coleópteros de incalculable valor que acabaría quedando a resguardo de la Universidad de Harvard y de Lausana, la ciudad donde pereció— con la confección de ensayos críticos, la elaboración de novelas (cuyas ediciones se dilataban más en el tiempo) y en la revisión de textos con arreglo a ser publicados en lengua inglesa. Entre éstos figura Podvig (1932), la última de una serie de nueve escritas en su lengua materna (el ruso) y que demandaban tener su correspondiente traducción en la lengua de John Milton. Podría interpretarse que los casi cuarenta años que separan la publicación en inglés de Podvig en relación a la salida al mercado de su original en ruso se debe a que el propio Nabokov podría mostrar un cierto desdén en torno a una «obra de juventud» que pivota sobre el personaje de Martin Edelweiss, con pasaporte ruso pero con un apellido de una fonética netamente centroeuropea y que, a su vez, remite al nombre alternativo de la mariposa llamada «La flor de las nieves» o Leontopodium alpinum. Consumadas las ediciones de sus “obras mayores” quedaba, pues, que un sexagenario Nabokov aceptara de buen grado sacar a la luz un material desconocido incluso para aquellos seguidores y/o admiradores de su prosa ubicados en suelo norteamericano o en Gran Bretaña. Para los que sostenemos que Vladimir Nabokov poseía un don a la hora de escribir mayoritariamente en prosa, el hecho que a la conclusión de sus treinta y tres años de vida acumulara un total de nueve novelas publicadas deviene un síntoma que en ese “curso acelerado” de escritura que le llevó a ir puliendo un estilo intransferible a lo largo de una docena de años, lo que contaba era dejar constancia de una agilidad mental que maniobraba para acometer obras armadas más desde conceptos, ideas que desde una sólida estructura narrativa bien trabada a través del desarrollo de una serie de personajes y situaciones. Ciertamente, a renglón seguido de la elaboración de Soglyadatay («El ojo») (1931) Vladimir Nabokov anduvo resuelto a formular otra de esas piezas con el brillo propio de un lenguaje que desobedece el marco de una ortodoxia narrativa que abominaba y persigue un ejercicio de abstracción. La forma, pues, importa sobremanera en la literatura de Nabokov, empeñado de manera sistemática en que buena parte de los personajes en danza en Podvig Gloria para su traducción en castellana a cargo de Anagrama, aunque otro título hubiera podido ser el de "orgullo", desde una perspectiva patriótica y/o de realización personal— sean “interpelados” por esa mirada entre refinada, displicente e irónica de su autor. Destellos de una personalidad propia que recorre la espina dorsal del (anti)héroe de la función, Martin Edelweiss, cuyo periplo europeo permanece salpimentado por toda clase de situaciones, algunas de ellas rocambolescas y otras tantas adueñadas de una acerada crítica sobre los modos y costumbres de determinados habitantes del corazón del viejo continente. En su búsqueda de un amor que se proyecta en el cuerpo y alma de Sonia, Martin se enfrenta a sus propias contradicciones que le conducen a sentir nostalgia de su país de nacimiento y, al mismo tiempo exhibir una actitud crítica para con esa Rusia pre-revolucionaria. Una vez más, a cuenta de una galería de personajes pintorescos, Nabokov hace gala de su exquisita precisión en el uso del lenguaje, arremolinado en su voluntad porque la lectura de cada página merezca un sentimiento íntimo de júbilo en el receptor de un aficionado no necesariamente asistido por un interés primario en el seguimiento de una determinada trama. Haciendo un símil con una de sus prácticas predilectas, Nabokov caza al vuelo expresiones preferentemente en francés, prestas a formar parte de una colección de especies literarias sojuzgados por un porcentaje elevado de críticos de obras en peligro de extinción. Lo es merced al uso de un lenguaje que debía ser procesado en la destilaría de la familia Nabokov con una disribución de funciones perfectamente delimitada: mientras su hijo Dmitri iba sentando los pilares de una eventual traducción al inglés, el padre Vladimir remataba la faena recubriendo las paredes de un edificio de altura media (el equivalente a unas doscientas treinta páginas, descontadas las páginas introductorias escritas por el propio autor) con esa gracia innata a la hora de armonizar un texto en cuya prescripción se recomienda ser leído en ese marco de tranquilidad y calma necesaria para que cada expresión, cada nota de humor y timbre crítico pase como una fragancia cerca de nuestras fosas nasales. Hay libros que deben ser leídos con el sentido del tacto (el papel), la vista (sobre el papel) y el olfato (alrededor del papel) perfectamente alineados. Este es uno de ellos.    

         

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