Amigo de los mensajes
encriptados contenidos en las letras de sus canciones, Michael Stipe armó el
tema Man on the Moon en los albores de la década de los noventa,
convirtiéndose en el primer single escogido del álbum Automatic for
the People (1992). Con ello R. E. M. daba carta de naturaleza a uno de sus
grandes obras, siendo a partir de entonces Man on the Moon una canción
imprescindible del set list de los conciertos celebrados por la banda de
Athens a escala planetaria, al punto que era la que cerraba cada uno de los
mismos. Su popularidad cruzó fronteras y, a la altura del final de esa década
prodigiosa para R. E. M., una película llevaría el título del buque insignia de
una obra pluscuamperfecta llamada Automatic for the People. La razón de
todo ello: Andy Kaufman (1949-1984). En su adolescencia, Michael Stipe, siempre atento a
dejarse seducir por la voz de los out-system, reparó en un cómico
irreverente que hizo del non sense su tarjeta de visita en los platós
televisivos y en los locales nocturnos donde actuaba. En algún rincón de su geografía
mental quedaría sellada la imagen de Andy Kaufman enfundado en el traje de
lucha libre enfrentándose a profesionales de este deporte y a féminas que
aparecían en el cuadrilátero para defenderse de insultos de signo machista
procurados por el “anti-cómico” de marras. Al poder de la misma no podía
sustraerse la película finisecular formulada a modo de homenaje, a título
póstumo de Andy Kaufman, en que Milos
Forman, acostumbrado a lidiar con actores de fuerte temperamento —Jack
Nicholson (Alguien voló sobre el nido del cuco), James Cagney (Ragtime), Woody Harrelson (El
escándalo Larry Flynt), etc.— debió bregar con el canadiense Jim Carrey hasta
límites insospechados. Al calor del estreno de Man on the Moon (1999)
las especulaciones en torno a la dificultad de dirigir a un actor desbocado
encarnando a Andy Kaufman se irían sucediendo, sin que los desmentidos o las
aprobaciones llegaran a aclarar determinados extremos. Custodiado bajo llave
por el propio Jim Carrey durante veinte años, el actor canadiense decidió de
motu proprio sacar a la luz imágenes relativas al rodaje de Man On the Moon,
veladas hasta entonces al conocimiento del aficionado. A partir de ese diamante
en bruto, Carrey confió a Chris Smith (artífice de Collapse, centrada en
un oficial de policía reciclado a reportero que predijo la crisis financiera
mundial) la dirección de Jim & Andy: The Great Beyond (2017), un
documental que el paso del tiempo puede servir de salvoconducto para
aproximarnos a una personalidad tan excepcional como controvertida, la de ese hombre
en la luna oriundo de Newmarket, en el estado de Ontario. Jim &
Andy: The Great Beyond razona hasta qué punto resulta imperceptible la
línea que separa al intérprete del personaje y viceversa. Imágenes que, puestas
en perspectiva, dibujan el grado de dificultad al que se enfrentó Milos Forman,
cuyo carácter sosegado y su alma
de negociador hizo posible lo imposible: concluir el rodaje sin
menoscabar su sique pero con el
juramento interior de no volver a contar con la participación de Carrey
para otro film. Sin un metteur en scene con los atributos de Forman, el
plató de Man on the Moon se
hubiera convertido en un barrizal, en que Carrey, “abducido” por la
personalidad de Andy Kaufman desde ese great beyond (título de la
fabulosa canción creada ex profeso por
R. E. M.) campaba a sus anchas. Una manera de acercar si cabe aún más al personaje
sería la admisión de distintos miembros de la familia Kaufman en el plató —su
novia Lynne Margulies, sus progenitores Janice y Stanley, y su hermano Michael—,
además de aquellos que habían compartido espacio televisivo en la serie “Taxi”
(1978-1983) —Judd Hirsch y Danny DeVito, entre otros—, en que uno de los alter egos de Andy,
Latka Gravas, provocó un auténtico cisma para solaz desesperación de los productores
de la misma. No obstante, el alter ego de Andy Kaufman que tuvo más recorrido y
daría mayor juego, Tony Clifton, protagoniza algunos de los momentos más
hilarantes de este documental. Uno de ellos nos sitúa en la mansión de Hugh
Hefner, el propietario de la franquicia Playboy, donde Clifton llega
envuelto de su manto de provocador para acabar rodeado de bellas chicas.
Algunos de los asistentes parecen dudar si en realidad no es Jim Carrey quien
ha acudido a la residencia de lujo… algo que desmiente las posteriores imágenes
cuando el canadiense aparece vestido de paisano sin máscara alguna. En
contrapartida a este tipo de secuencias, las reflexiones a cámara de
Carrey, envejecido verbigracia de una poblada
barba cana y una mirada que ha perdido parte de su brillo, sirven para medir
la temperatura del estado emocional de un actor cuya recreación de Andy Kaufman
le cambió la vida o, cuando menos, su percepción de la misma. En su momento se
especuló que Andy Kaufman no había muerto a mediados los años ochenta. Al
tiempo que la kaufmanía iba creciendo, no hubo evidencias de su regreso
al mundo de los mortales, aunque una vez visionado este espléndido documental
podemos acertar a decir que se había “reencarnado” en Jim Carrey nacido en
idéntico día del año, un 17 de enero. Por si acaso, el 16 de mayo —fecha de
defunción de Andy Kaufman— debería ser arrancado del calendario personal de
Carrey para evitar tentaciones, máxime
cuando de un tiempo a esta parte la depresión cabalga a lomos de este canadiense errante que abrazó la gloria con sus intervenciones
en Man on the Moon y El show de Truman (1998), otro de los títulos que merecen
un espacio para la reflexión en Jim & Andy: The Great Beyond con un
subtítulo, a modo de añadido –Featuring a Very Special, Contractually
Obligated Mention of Tony Clifton-- que inflexiona sobre su vena más irónica.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
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domingo, 3 de diciembre de 2017
sábado, 24 de septiembre de 2011
EN EL «GRAN MÁS ALLÁ» DE LA DESPEDIDA DE R. E. M.
En las páginas de ese brillante ensayo llamado Mientras escribo (2001, Plaza & Janés), con un Stephen King expresándose a corazón abierto al poco de haberse enfrentado cara a cara con la muerte fruto de un accidente que dejó una de sus piernas hecha añicos, recalcaba su oposición a firmar un contrato editorial a modo de anticipo de una novela que aún estaba por plasmarse en el papel. De igual manera que la inspiración puede llegar en cualquier momento, el bloqueo creativo puede sobrevenirle a uno, entre otras cosas, bajo la presión ejercida por un contrato de cifras mareantes que se adivina un arma de doble filo. Aún tierna la noticia de la separación de R. E. M., uno de los motivos que cabe tomar en cuenta para semejante decisión arranca desde la fecha que la banda de Athens parecía vanagloriarse de haber suscrito el contrato de su(s) vida(s) con Warner. Al parecer, los directivos del sello discográfico tuvieron tan mal ojo de halcón como las agencias destinadas a regular el mercado bursátil y financiero en los Estados Unidos hace unos cuantos años. El montante astronómico que se llevaría R. E. M. por cinco discos aún por fabricar daba la medida de una industria que nadaba en la abundancia sin haber hecho una mínima simulación, en el peor de los escenarios —una práctica habitual en economía— de las consecuencias del avance de las nuevas tecnologías capaces, cuál maremoto, de borrar de un plumazo un core business que, a todas luces, tenía los meses contados. Confiar que una banda arraigada en la tradición de la escena indie por espacio de una década cambiaría de tal modo el chip que la comodidad de tener resuelta la existencia n veces sería la ecuación perfecta para dar lo mejor de sí era demasiado confiar. Como tantos otros, disco tras disco confié que R. E. M. brillara a similar altura que sus piezas maestras en ese punto de giro —a distintos niveles— que representaría la publicación de Out of Time (1991) y Automatic for the People (1992). Pero esa dicha no llegaría, aunque los ramalazos de grandes piezas quedarían encofrados en CD’s que, como el buen vino de crianza, han madurado bien: Reveal (2001) y Around the Sun (2004). El sentido autocrítico de Michael Stipe, Mike Mills y, en especial, Peter Buck, hace tiempo les llevaría a mover ficha, primero con un amago de tomarse algún que otro año sabático y luego reconsiderando la decisión en frío con un cambio de productor —Garret «Jacknife» Lee en lugar de Pat McCarthy— que, a mi modo de ver (algo que puse de manifiesto en un anterior post a propósito de la edición de Collapse into Now: ir a enlace), sumiría aún más en el pozo creativo a la banda.
Si tengo que ser sincero, la ruptura de uno de mis grupos favoritos no me ha pillado por sorpresa. R. E. M. hubiera podido mantener el piloto automático para la gente que quisiera seguir escuchándolos y pasar por caja, cada vez más con las ventas en fase menguante. Cabía confiar, pues, en la militancia de aquellos que crecieron a ritmo de Losing my Religion o Man On the Moon para que la franquicia siguiera en pie mientras los millonarios Stipe, Mills y Buck iban tirando de los réditos de un contrato que había sido la envidia de la plana mayor de las formaciones rockeras del orbe mundial. Pero la honestidad les ha podido. El sentido de la amistad les mantuvo a flote en un naufragio creativo que cruzó de punta a punta la década pasada con algún que otro destello discográfico. Puede que el contacto entre ellos se vaya perdiendo al trazar vidas diferentes, en sitios distintos y la idea de una refundación de la banda se vaya perdiendo en un horizonte muy remoto. Sin embargo, allá donde estén, cuando el sueño les pueda vencer y entren en la fase R. E. M. (Rapid Eye Movement) se recrearán en el recuerdo de aquel periodo en Athens donde cuatro chicos confiaron en sus posibilidades e hicieron posible el milagro de no aparcar ese carácter auténtico cuando el éxito internacional les sobrevino. La presión por haber firmado un contrato que les comprometía, en el apartado creativo, a medio o largo plazo quizás haya sido la tumba artística de R. E. M. Pero, como seguidor de R. E. M. desde los tiempos de Automatic for the People —para un servidor, uno de los mejores discos de rock de la década de los noventa— el comportamiento de la banda estadounidense ha sido prácticamente inmaculada. Demasiada honestidad para pensar lo contrario para un grupo al que seguiré visitando a través de los auriculares año tras año para que un supuesto retorno no me pille con la guardia baja. Si lo hacen será con el «trío de oro» —lealtad obliga— como las tres letras cuyas iniciales se refieren a la fase de sueño profundo. Profunda también ha sido la huella que han dejado para los aficionados a la música de rock en aquel periodo en que semejante arte guardaba un significado especial. Gracias Michael, Mike, Pete y también Bill (Berry), que formaste parte de ello. Y seguiremos esperando que the great beyond nos proporcione el marco de un reencuentro, aunque tan sólo fuera por una noble causa. Bien que lo sabe el combativo abogado de las causas perdidas (o no tan perdidas) —justas, en todo caso—, Michael Stipe, genio y figura incluso en la despedida, tan sentida como meditada, tan honesta como tristemente imaginada.
Invitación a escuchar una miscelánea de temas en Youtube en homenaje a R. E. M., iniciado con uno de mis temas favoritos The Great Beyond
Invitación a escuchar una miscelánea de temas en Youtube en homenaje a R. E. M., iniciado con uno de mis temas favoritos The Great Beyond
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viernes, 12 de noviembre de 2010
«LE NOISE» (2010) de NEIL YOUNG: EL AUTOESTOPISTA Y LA GUITARRA
Una de las últimas entrevistas que leí a Neil Young explicaba que pasaba por una etapa en que escuchaba mucha música clásica con el propósito, al margen de otras consideraciones, de ir tomando nota de la estructura melódica de multitud de partituras. Para Young, el aprendizaje en la vida del artista no concluye cuando se doctora ante un público que abarrota un estadio de proporciones, cuanto menos, olímpicas. Muchos confunden el precio de la fama con el del compromiso artístico. Su alma de cantante, compositor y multiinstrumentista es inquieta, sagaz y persuasiva. Si al cabo de la conclusión del libro Neil Young: una leyenda desconocida (2009) me hubieran preguntado porqué derroteros artísticos se manejaría el canadiense en un futuro inmediato, no me hubiera atrevido a vaticinar pronóstico alguno. Imprevisible, esa hubiera sido la respuesta.
Cumplido un año sabático que me he tomado en relación a escuchar música de Neil Young —distanciarse de lo realizado siempre resulta una buena terapia para llevar a cabo nuevos proyectos con mayor fuerza si cabe—, el regreso sobre la obra del artista norteamericano viene presentada en forma de compacto con la denominación de origen de Daniel Lanois —colaborador, entre una larga nómina, de Peter Gabriel, U-2 y Bob Dylan— en el apartado de producción que, a la postre, ha redundado a la hora de titular el disco. Ha transcurrido una semana desde la preceptiva compra; un ritual de obligado cumplimiento para un servidor como ir a ver la propuesta anual de Woody Allen, aunque me genere dudas sobre si asistiré a una representación de déjà vu. Diez, quince escuchas que van penetrando. Buena señal. El mal de San Vito se apodera de mi pierna derecha al compás de Peaceful Valley Boulevard. Otra buena señal. Aquella figura filiforme embutida en el traje de indio que empezaba a hacer sombra al vaquero Stephen Stills, el frontman de Buffalo Springfield, manda, después de más de cuarenta años, señales de humo al espacio musical a través de unas letras cargadas de sinceridad concentradas sobre todo en la canción Hitchhicker. El propio Neil Young levanta acta de sus excesos —anfetaminas, cocaína, marihuana... un cóctel demasiado indigesto para alguien que quisiese ser eterno sobre los escenarios— en esa autopista vital que ha dejado en la cuneta un rosario de amigos —el último de los cuales Ben Keith (1937-2010), su fiel escudero—, y procurada un número de canciones que se cuenta por varios centenares. Con este background es tarea fácil que esos ríos de desbordante caudal creativo no acaben desembocando en un mismo mar de sonidos por mucho que Lanois haya dado su toque de gracia en los estudios de grabación. Fuera de Crosby, Stills, Nash & Young, y los referidos Buffalo Springfield, y dando por descontado que Crazy Horse ha sido un grupo hecho para y por el canadiense, cuando un artista o grupo trabaja con Neil Young sabe del riesgo que corre, nada favorecedor para sus egos. Bien lo saben los componentes de Pearl Jam, quienes nunca más supieron de ese propósito de enmienda a la paridad cuando se acercaban los días previos para grabar Mirror Ball (1995). La voz y la guitarra bastan a Neil Young para plantar cara en los estudios de grabación con la insolencia propia de ese joven que hacía autoestop con destino a la soleada california, la tierra de la gran promesa, visitada nuevamente en las letras del superlativo Peaceful Valley Boulevard. Ocho temas que crecen, maduran a cada escucha si tomamos conciencia de donde viene Neil Young y que la búsqueda de lo infinito es el espacio musical donde él habita. Ahora se presenta desnudo de su habitual parafernalia instrumental —ora el órgano, ora la armónica, el piano...— extrayendo una gama de efectos sónicos de esa guitarra blanca, nívea, que destila una fuerza embriagadora, en algunos de sus acordes en perpetuo rozamiento con las esencias de ese buque insignia del álbum Freedom (1989), Rockin’ the Free World, que parece corporizarse por momentos en los temas Peace and Love y Hitchicker, y que me devuelve a la memoria el sonido sucio del Monsters (1994) de R. E. M. cuando reparo en el tema que abre La Noise (2010). Otra conexión con la banda de Athens asoma al calor de la escucha de ese Angry World, que parece creada ex profeso para que Michael Stipe amortigue su voz rocosa, personal e instraferible en esa nube sónica diseñada por Lanois. Pero aún con este par de referencias a uno de mis grupos favoritos es Peaceful Valley Boulevard la pieza de inescrutable belleza recorrida por un magisterio de sinceridad, de saber leer en las entrañas de uno mismo para proclamar en voz alta las debilidades de un ser humano en perenne gratitud para con su esposa Pegi Young, esa compañera de viaje a la que susurra una y otra vez a la oreja Walk with Me. Walk with Us, en tu 65 aniversario, Mr. Soul Man. Gracias por hacernos creer una vez más en la música. Esa música que nace para ocupar plaza en las estanterías reservadas a las obras inmortales. A este paso, la discografía de Neil Young pronto cubrirá toda una renglera. Y esta será nuestra dicha. Happy Birthday, Neil.
Invitación a ver y escuchar el videoclip de Peaceful Valley Boulevard de Neil Young en Youtube
Invitación a ver y escuchar el videoclip de Peaceful Valley Boulevard de Neil Young en Youtube
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