sábado, 28 de agosto de 2010

A 700 METROS BAJO TIERRA Y A POCOS CENTÍMETROS DE LA LÓGICA

Constantemente nos podemos interrogar cuál es el límite real del ser humano en condiciones que pueden penetrar en el territorio de lo imposible para el común de los mortales. Inmediatemente después de conocer la noticia de los treinta y tres mineros atrapados en unas dimensiones muy reducidas en el subsuelo de San José, un punto en la región de Atacama situada a unos setecientos kilómetros de Santiago de Chile, me sobrevino al pensamiento que esta experiencia podría guardar enormes paralelismos cuando se de luz verde al envío de tripulación humana a un planeta tan remoto, pongamos por caso, como Marte. Muchos psicológos se han apresurado a señalar que el largo tiempo de espera hasta poder ser sacados a la superficie se crearán tensiones insoportables, máxime cuando pesa sobre ellos la espada de damocles en forma de necesidad imperiosa por seguir un régimen estricto que les permita pasar por un agujero de casi un kilómetro de largo y setenta centímetros de diámetro. Para algunos, la noticia en sí misma obedece al capítulo de las desgracias, una más de tantas que acechan de contínuio a la población humano. Pero comparto con aquellos que la experiencia de estas treinta y tres personas atrapadas en una mina que ha quedado sepultada, puede servir a los intereses del desarrollo aeroespacial si algún día de la presente centuria se nos brinda la oportunidad de caminar sobre la superficie del planeta Marte. Calibramos que el viaje que puede durar dos años de la tierra a Marte sea uno de los grandes inconvenientes hoy en día, pero no el mayor de ellos. En realidad, si pensamos en una situación factible en la que varios astronautas tienen que ser rescatados en una estación espacial donde las reservas de alimentos y de oxígeno son limitadas, el tiempo de reacción para proceder a su evacuación podría ser asimismo de noventa días. Desde mi modesta apreciación, creo que la verdadera vía de salvación para esta treintena de mineros pasa porque una, a lo sumo, dos personas ejerzan un papel de liderazgo, inculcando al resto que en relación a los astronautas ellos no se sitúan a millones de kilómetros del planeta tierra ni tampoco deben atravesar las distinas capas que conforman la atmosfera y que dependiendo de la velocidad de entrada de la nave o cápsula espacial podría conducir a su desintegración. Setecientos metros separa la vida de la muerte. Setecientos metros que pueden resultar irrelevantes para alguien que esté prisionero de un sentimiento de angustia y desesperación, pero confiemos en que habrá hombres capaces de gestionar una situación sumamente extrema, quizás colocando sobre el tapete ejemplos de las proezas libradas no tan sólo por astronautas en la Era espacial sino por portentos de la naturaleza como Ernest Henry Shackleton, el expedicionario inglés que salvó a parte de su tripulación con su heoicidad y tesón, aplomo y perservancia. No estaría de más que en esos tubos cilíndricos (las palomas) donde se colocan cápsulas que contienen alimentos, velas, medicamentos y demás utensilios se incluyera algún librito que hablara en primera persona de las proezas de Shackleton, Reinhold Messner y un largo etcétera. Por parte de aquellos que estuvieran coordinando los trabajos de rescate no estaría de más replantearse la conveniencia de perforar un túnel con un agujero de mayor diámetro. Si ya en sus años mozos, Franklin Lobos, siendo jugador de la selección chilena, lucía amplitud de caderas, me temo que su figura no se estilice hasta tal grado que pueda penetrar por una cavidad de setenta centímetros de diámetro. Solo la idea de un estrepitosos fracaso por este y otros factores que competen tanto a lo psíquico como lo físico, debería suponer un duro mazazo para aquellos que tienen puesta la mirada en el espacio exoterrestre. El ojo de halcón de la NASA seguro que se ha posado en aquel rincón del hemisferio sur. Si el ser humano es incapaz de sacar con vida a treinta y tres hombres aislados en una cámara de treinta metros cuadrados a menos de un kilómetro, poca o nula credibilidad me merecerán esos embaucadores que, a costa, del erario de los gobiernos del Primer Mundo, siguen elucubrando la posibilidad de conquistar Marte. Deben leer mucho a Isaac Asimov, Robert Henlein o Arthur C. Clarke, pero poco los periódicos en su sección de sucesos y de crónica social. Sencillamente, no tocan de pies a tierra y prefieren dejarse seducir por ese espacio ingrávido, contemplando a cielo abierto unas estrellas tan próximas pero que, en verdad, se sitúan a distancias siderales. Claro está que esos embaucadores que dirigen o asesoran programas espaciales saben que sus pronósticos se van a ir al agua en menos que canta un gallo. Pero mientras tanto van trampeando la situación y saben que, al corto espacio (medido desde la escala terrenal), tienen asegurada una suculenta pensión. Eso sí, por el camino han propiciado dilapidar infinidad de millones con partidas tales como crear una silla especial (made in Spain, of course) que mide el grado de deterioramiento del organismo humano (en concreto, la osteoporosis) por efecto de una hipotética estancia en Marte por tiempo prolongado cuando ni tan siquiera se sabe cómo diantres podrían volver a la tierra. Con el coste de esa silla especial, por el contrario, se podría sufragar el de una perforadora capaz de hacer un diámetro para que cupiera el cuerpo de una persona de complexión gruesa. Setecientos son los metros que separan la vida de la muerte, pero, al final, la cosa puede depender de unos centímetros. Quizás se trate de los mismos cuatro centimetros de los que deben carecer en su parte frontal —lo que cubren la distancia entre las cejas y la línea de raíz del cabello— aquellos que han montado un operativo con tanta buena voluntad como incapacidad de razonar al dictado de la lógica. Nunca los «milagros» han tenido en cuenta tanto las medidas decimales. En cualquier caso, valga este post para rendir tributo a esos treinta y tres «héroes» de la «Estación lunar» de San José, Atacama. Verlos con vida será la mejor noticia para sus familias y un alivio para la humanidad en esa conquista de un espacio soñado más allá de la Luna, The Dark Side of the Mars

domingo, 22 de agosto de 2010

JAVIER MARÍAS Y LOS CABALLEROS DE LA MESA «REDONDA»

Para su envestidura en la Real Academia de La Lengua con el fin de ocupar la letra «R» que había quedado vacante, el escritor Javier Marías (Madrid, 1951) hizo gala de su erudición al citar a Robert Louis Stevenson para luego sintetizar su parecer en torno al arte de escribir: «es imposible narrar acontecimientos reales; solo puedes contar un montón de historias verdaderas sobre algo que jamás haya ocurrido, algo inventado e imaginado». Dejemos, pues, volar la imaginación por un momento y pensar qué tal sentarían unos premios literarios si, en lugar de ser distinguidos con unos bienes crematísticos se retribuyera al galardonado con un título nobiliario. En esta concesión de títulos de alcurnia se cuidaría el linaje de su destinatario hasta armar un cuerpo de figuras que descollaran en distintas disciplinas artísticas y, de tal guisa, conformar una suerte de «hermandad» de la cultura diseminada por distintos rincones del planeta. Toda una premisa a seguir, sin duda, para alguien con alma de escritor que haga de lo soñado su refugio inviolable. Por obra y gracia de John Wynne Thyson, Javier Marías se vio involucrado a partir de 1997 en una rocambolesca historia que cumple fehacientemente su máxima sobre la literatura. Suena a realidad inventada, pero como narra el propio Marías en su página web (http://www.javiermarias.es/) esa idea que podría vestirse en forma de premisa para una hipotética novela, se dio gracias a un mar de coincidencias. Presto a abdicar de sus compromisos como garante de los derechos del Reino de Redonda, Wynne Thyson hizo a Marías depositario de los mismos sin, al parecer, que terciara transacción económica de por medio. Digamos que Marías cumplía ciertos requisitos para ser depositario de tal distinción, que remito a los interesados a la lectura de la susodicha página web. El primer propietario habia sido Matthew Phipps Shiel(l) (1865-1947), nativo de la isla de Montserrat, quien movido por su figura paterna, Matthew Dowdy Shiell, se hizo acreedor del Reino de una isla diminuta por donde peregrinaban corsarios y piratas con el propósito de ocultar sus tesoros o hacer un alto en el camino. Matthew Phipps accedió al trono en su adolescencia y, al cabo de muchos años, convencido de que su horizonte vital empezaba a nublarse legó el título a su discípulo John Gansworth, así como los derechos de autor de su prolífica obra. Hay pocos asuntos tan perniciosos para un aspirante a escritor que los de gestionar la obra de otro escritor, de tal manera que Gansworth pronto se plegó a una vida licenciosa, expidiendo certificados de reinados a trote y moche desde su centro de operaciones, esto es, unos cuantos pubs sitos en Londres. Mientras sostenía la pinta en una mano con la otra daba validez a documentos relativos al Reino de Redonda que tuvieron distintos receptores, lo que se llamaría una estafa en toda regla. Marías, quizá movido por la idea de que la renuncia al título pudiera acarrear de facto su expulsión del reinado de los escritores que se saben universales —Henry Miller y Dylan Thomas, entre otros, habían sido agraciados por parte de Gansworth con semejante distinción cuando las urgencias económicas aún no le atosigaban en demasía; más tarde la cosa derivaría hacia otros terrenos...—, aceptó el Reino de Redonda en las postrimerías del siglo pasado. A lo largo del primer lustro del presente siglo Marías pareció dedicido a que el Reino no cayera en desgracia y tuvo la brillante idea de expedir, a su vez, Duques y Duquesas de Redonda entre distintos colegas de profesión —A. S. Byat, Arturo Pérez Reverte, Ray Bradbury, Eduardo Mendoza, etc.— pero también a cineastas —Pedro Almodóvar, Francis Coppola (un Reino con segundas o terceras lecturas: el de Megalópolis), Agustín Díaz Yanes,...— con el ánimo de crear una «hermandad de la intelectualidad». Me temo que con las obligaciones que comporta su puesto en la Real Academia de la Lengua, su columna semanal en El País y el dar cabida a la confección de sus propias obras, al bueno de Javier Marías poco fuelle le debe quedar para seguir manteniendo en alto la antorcha del Reino de Redonda. Parte de estas obligaciones parece cumplimentarlas con la confección desde 2000 de una editorial que toma su nombre. En la misma se han publicado algunas de las obras de M. P. Shiel, como La nube púrpura (2005) —una de las primeras propuestas de la novela llamésmola contemporánea que toma un escenario postapocapílptico; el primer tenedor del Reino de Redonda había tomado la delantera a Cormac MacCatrhy y su La carretera hace más de un siglo— y una compilación de cuentos fantásticos bajo el genérico La mujer de Huguenin (2000). Lo bueno del caso es que a Marías la aceptación del Reino de Redonda de manos de Wyte le ha comportado que se despreocupara sobre los asuntos relativos a los derechos de autor de Shiel dado que todo iba en el mismo «paquete». Una jugada redonda, sin duda, para el escritor madrileño que más de una tarde habrá contemplado un cielo cubierto de nubes de color púrpura en su voluntad por rendir tributo al escritor cuya huella permanece adherida a la superficie de ese Reino bañado por las cálidas aguas de las Antillas.

domingo, 15 de agosto de 2010

BÁSKET Y CINE: MIEDO A LAS ALTURAS

En vísperas de celebrarse el campeonato del mundo en Turquía de uno de los deportes que concilian mejor con mis gustos personales, el básket, el reciente estreno en salas comerciales de Jugada perfecta (2010), a buen seguro, refrendará por enésima vez el pésimo «matrimonio», a efectos de taquilla, que conforman el deporte de la canasta y el cine proyectado en la inmensidad o en la modestia —los tiempos mandan— de las salas de nuestro bendito país. Huelga decir que el béisbol y el rugby —los otros deportes «Rey» en los USA— transferidos a la gran pantalla pocas veces han gozado del beneplácito de los espectadores españoles, pero extraña que el básket que ha tenido una creciente implantación —con sus altibajos, of course— en la península no haya sido secundado por un cuerpo de producciones que hicieran creer en el maridaje entre un deporte cuyas reglas están en constante evolución/revisión y el cine. Más bien, si el trasfondo de la historia acontece en una cancha de básket, parece un argumento suficiente para dejar de acudir a una determinada sala ubicada en un multiplex o —largo me lo fiáis— en una gran sala que sirve como refugio para nostálgicos de una época que jamás volverá. Luego, eso sí, después de ver el blockbuster de turno, familias enteras se sienten atraídas por la efigie de algún jugador de tronío de básket que luce en los envases de los Burger Kings o de los MacDonalds situados estratégicamente a un tiro de piedra de la salida y/o de la entrada de los multiplex. Esa bebida carbónica o ese bocadillo de varios pisos parece saber mejor si va acompañada de la prominente sonrisa que esboza la estrella de la NBA en el candelero, pero pocas familias dan cancha a éstos cuando aparecen en un formato que agiganta aún más sus figuras que, en la mayoría de los casos, sobrepasan los dos metros de altura. Una elevada estatura que, por otra parte, ha jugado en contra de los intereses de las estrellas del Séptimo Arte, sitiéndose diminutas frente a esos tipos que cosecharon la gloria en los parkets y que, una pequeña porción, a la par o a posteriori hicieron sus pinitos profesionales bajo los focos de los platós. La lógica dictaba que sus papeles tuvieran correspondencia con su pasado o presente laboral —Shaquille O’Neal, el rutilante fichaje de los Boston Celtics este verano, compartiendo plano con su entrenador Nick Nolte en Ganar de cualquier manera (1994); Jim Wright, el ala-pivot del Obradoiro, confiado a la experiencia vital de Federico Luppi en La vieja música (1985), etc.—, pero los caminos cinematográficos son inexcrutables y, hete aquí que Richard Fleischer, por ejemplo, diera su beneplácito para que Wilt Chamberlain —el hombre que llegó a cien puntos en un partido NBA; salvo resucitar a Michael Jordan o que los Lakers jueguen exclusivamente para Cobe Bryant se me antoja imposible batir semejante récord estratosférico en el curso de esta era— apareciera ataviado de guerrero en Conan el destructor (1984), o Jerry Zucker y los Abraham Brothers  confiazaran a Karem Abdul Jabbar en Aterriza como puedas (1980) como cómico a tiempo parcial. El cine norteamericano de los 70 y principios de los 80 mostraría otros de los rostros populares de las pistas de básket, pero me imagino a los productores colocándose las manos en la cabeza cuando algún avispado intermediario hacía un ademán para anunciar la presencia de un tipo de altura que las pasaba canutas para traspasar el umbral de una sala habilitada para la ocasión. Casi por contrato, como Nicolas Sarkozy, estrellas del perfil de Tom Cruise, Paul Newman, Al Pacino, etc. debían o han debido convenir unas claúsula en la que esos gigantes del básket no tuvieran cabida en sus películas... No vaya a ser que les coloquen en su verdadera estatura o pongan en evidencia una corpulencia que quede en mantillas, como en el caso de Nolte frente a la mastodóntica presencia de Shaquille O’Neal (ver foto de encabezamiento del post) en Ganar de cualquier manera —burda traducción del original Blue Chips—, quien tentó nuevamente a la cámara con similar infortunio que el bad boy de los Detroit Pistons, Dennis Rodman en Double Team (1997), o Alex English, el fino alero de los Denver Nuggets, en La voz del silencio (1987). Y así una larga lista de príncipes de la canasta que han visto en el cine más un puro ejercicio de frivolidad que un camino a la conquista de la dramaturgia... o de la comicidad. Para esta segunda vertiente los Harlem Globettroters podrían representar una cantera de aupa pero la cosa se ha quedado reducida a una película más o menos oficial, filmada por ese pequeño gran hombre de la dirección fotográfica, James Wong Howe, en la época que el básket empezaba a concitar un mayor interés en la televisión pública hispana. Un periodo en que empezaban a forjarse esas leyendas del baloncesto, empequeñecidas hoy en día por la «Generación de Oro», aquella en la que luce en lo más alto del mástil el insigne Pau Gasol, a quien actuar ante la cámara no se le da tampoco nada mal. Véase su episódica intervención en un capítulo de CSI para darnos cuenta que desde las alturas se puede actuar... pero también que los directores se vuelven majaras al componer los planos. Argumentos más de peso para que los pivots de la cinematografía y de la televisión queden fuera de plano y que las plazas de aleros o ala-pivots se reserven a actores profesionales del estilo de Jeff Goldblum —los 2,07 m han hecho mella en su progresión; las réplicas en forma de Geena Davis no abundan—, Tim Robbins o John Cusack.

domingo, 8 de agosto de 2010

BEN KEITH (1937-2010): ADIÓS AL «LUGARTENIENTE» DE NEIL YOUNG

Stray Gators, un grupo creado en el marco del sinfín de sinergias que se dieron en la ciudad de Nashville a finales de los años sesenta, con toda probabilidad no pasará a los anales de la historia de la música como tal. Pero no puede decirse lo mismo de algunos de sus miembros, en especial para un par de ellos que fueron vitales para el desarrollo de la carrera artística de Neil Young: Jack Nitzsche y Ben Keith. Nacidos ambos en 1937 —algún día se debería hacer un pormenorizado estudio estadístico que dejaría este año, a buen seguro, como uno de los más productivos en cuanto a alumbramientos de artistas en los USA en la pasada centuria—, lo paradójico del caso es que Nitzsche, el pianista de la banda, había sido el principal «benefactor» de Young cuando éste trataba de trazar una carrera en solitario fuera de los dominios de Buffalo Springfield, una formación de vida efímera que podría decirse, murió de éxito. Pero antes de «expirar» BS dejaría joyas del calibre de Expenting to Fly —incluída en el álbum Buffalo Springfield Again (1967)— para la que Young contaría con la inestimable colaboración de Nitzsche en calidad de arreglista, quien no cejó en su empeño hasta dar la forma y ofrecer el tono justo a una canción que ha resistido como pocas de la cosecha de la banda californiana las embestidas del paso del tiempo. Otra cosecha, la del ‘72, sería la que marcaría el punto de partida de una larga y prolija asociación entre Ben Keith, steel guitar de los Gators, y el «canadiense de oro». Presumiblemente concentrado en menesteres que no pasaban por seguir al dedillo la ejecutoria profesional de los front man o «espíritus» musicales en alza de la costa Oeste de los Estados Unidos, Keith acudió a la cita de las sesiones de grabación de Harvest con la certidumbre que Neil Young no había acumulado trabajo alguno como solista, y su conocimiento sobre él lo fiaba a los ecos que le llegaban en torno a la superbanda Crosby, Stills, Nash & Young. Por aquel entonces, Ben Keith trabajaba en una longitud de onda distinta a la que se cocía en las soleadas costas californianas, habiéndose forjado al frente de la banda de nombre tan poco sofisticado como A Team, en consonancia directa con las hechuras de cuarteto que aspiraba a modelarse en la tradición del blues y del jazz, a modo de bastiones de la música que se estilaba en los locales de Nashville. Para Keith, el primer golpe de suerte había llegado tiempo atrás cuando participó en la elaboración del tema I Fall to Pieces, cantado por Patsy Cline, convirtiéndose de la noche a la mañana en un hit casi con la misma celeridad que lo haría treinta y cuatro años más tarde cuando produjo el álbum de debut de Jewel, Pieces of You (1995), encaramado en las listas de obras musicales más vendidas a las pocas semanas de su presencia en tiendas. Su puntual unión con Cline le abriría las puertas del sector musical y le retuvo durante toda una década en Nashville. Pero la entrada de Young en su vida personal y profesional trastocó todos los planes de Keith por echar raíces en la tercera ciudad que había residido, descontando su Fort Riley (Kansas) natal, y Kentucky. La siguiente y definitiva parada sería a unas decenas de kilómetros de San Francisco, donde Neil Young concibió el rancho Broken Arrow, su comunidad orlada de hippies, pero con los bolsillos bien llenos merced al aclaparador éxito de Harvest y lo que estaría por llegar. La resaca de aquel éxito condujo a operaciones que desataron todo tipo de excesos y de la que resultó especialmente damnificado el tour de Time Fades Away (1973-1974), en el que tuvieron parte activa los Stray Gators. De aquella pesadilla de gira quien saldría reforzado sería Ben Keith, quien acabaría convirtiéndose en uno de sus más fieles colaboradores de Neil Young. Citar la lista de álbumes o CD’s de Mr. Young en los que aparece en los créditos principales Ben Keith es tanto como reseguir lo más granado del canadiense en el curso de cuatro décadas, con especial distinción para Old Ways (1985) y Silver & Gold (2000), dos de las obras que reivindico sin ambajes en el libro que escribí el año pasado con un subtítulo, La leyenda desconocida, que podría extrapolarse a esta figura señera de la música llamado Bennett Keith Schaeufele, artísticamente, Ben Keith.
La escasez de perfiles o reseñas que ha generado la muerte de Ben Keith no puede por menos que moverme a la desazón por cuanto la importancia de éste ha sido considerable en la evolución de la obra de uno de nuestros —me refiero a efectos de la humanidad— grandes nombres de la música contemporánea: Neil Young. Bien es cierto que esa condición de multiinstrumentista de Keith quedaría eclipsada al afrontar el puesto de «lugarteniente» de Young en una lista amplia de piezas grabadas en estudio y, de esta forma, dejar poco espacio para sus «creaciones» personales —To a Wild Rose (1984) y Seven Gates: A Christmas Album by Ben Keith and Friends (1994), una relectura de temas tradicionales y mainstreams relacionados con el motivo navideño— o quedar en un segundo término sus contribuciones para estandartes de la música como Ringo Starr, J. J. Cale, Emylou Harris, Linda Ronstadt o Todd Rundgren. Ese «comodín» del que Young extrajo el máximo partido, le valdría para amueblar sus propuestas creativas con el sonido de la pedal steel, instrumento del que Keith era un consumado especialista, sin menoscabo a su dominio de la steel guitar, y los respetos que merecía cuando se colocaba frente al piano o incluso cuando no tuvo reparos en tocar el saxo alto en la grabación con los Blue Notes de This Note's for You (1988), que representaría una vuelta al pasado, rememorando su paso por A Team.
Presumo que el deceso de Keith ha despertado en Neil Young una tristeza tan honda como la que le había generado en su día la pérdida del productor David Briggs. Winnipeg, la ciudad de adopción de Neil Young, sirvió de marco para calibrar la toma de temperatura de ese corazón nuevamente herido del canadiense. Su Old Man tocado en fechas recientes no tuvo el propósito de acudir a la memoria de su vecino de Broken Arrow Louis Avella, para quien había escrito las letras de esta emotiva canción; lo hacía desviando el pensamiento para ese músico con mayúsculas que supo de motu proprio que la vida tiene fecha de caducidad. Su contribución, como la de tantos músicos anónimos, no puede por menos que estamparse en un visado para la eternidad. Gracias Ben, Old Man. Descanse en paz.