lunes, 25 de marzo de 2019

«UN HOMBRE CON ATRIBUTOS» (2011) de David Lodge: LA VIDA MANDA


Rebasando con amplitud el centenar de libros publicados hasta la fecha, en el sello Impedimenta ingresa en su esplendoroso catálogo una obra que responde a una curiosa categoría, el de una biografía novelada en que el propio autor ejerce de «segunda» voz en el relato. Así pues, David Lodge (n. 1935) dio carta de naturaleza a principios de esta década que toca a su fin a una obra que, al correr de las primeras páginas, nos resulta harto difícil entender que el propósito del autor, al parecer, no había encontrado obstáculo alguno para merecer alguna acción judicial, o cuanto menos, el reproche de los herederos de H. G. Wells (1866-1946), «desnudando» al que presumible había sido uno de los novelistas y ensayistas más preminentes de su época. Bien es cierto que David Lodge, en aras a cubrirse las espaldas a efectos legales, omite el nombre del afamado literato en el título original —A Man of Parts—, traducido para la ocasión para su edición en castellano como Un hombre con atributos, «en oposición» a una de las obras referenciales de la literatura germana del siglo XX, Un hombre sin atributos de Robert Musil. Con todo, la perplejidad ha sido un aliado indisociable a mi pensamiento a medida que he ido robando horas al sueño para cumplimentar la lectura al completo de Un hombre con atributos, un título huelga decir cargado de ironía si atendemos a la agitada vida sexual de H. G. Wells —prácticamente nadie lo llamaba por sus nombres de pila, Herbert y George— con invitación expresa al adulterio, una cuestión no menor a juzgar del progresivo alejamiento de la Sociedad Fabiana, una influencia en la sombra del socialismo en las Islas Británicas. De los entresijos de la misma se ocupa de manera especial esta voluminosa obra que arranca con una vida, la del septuagenario Wells que está a punto de irse por el desagüe, a causa de la enfermedad que se le ha diagnosticado. Al calor de la lectura del primer bloque de páginas de Un hombre con atributos me sobrevino una de las imágenes icónicas de Ciudadano Kane (1941), aquella en que Charles Foster Kane (Orson Welles) en su lecho de muerte acierta a susurrar ya moribundo una palabra —«Rosebud»— que le conectaba con un episodio clave de su infancia. Sabiéndose en el frontispicio de la muerte, para quien había llegado a convertirse en un autor de una inmensa popularidad y que se ganó con creces la etiqueta de visionario fundamentalmente por sus novelas finiseculares acomodadas a un conocimiento sobre diversas materias científicas (se licenció en zoología con excelente calificaciones) —La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897), y La guerra de los mundos (1898), de la que el propio Orson Welles hizo una adaptación radiofónica de un fuerte impacto a nivel social—, cabía, pues, colocar el retrovisor del pasado, llevando a cabo su sombra Lodge un retrato evaluado en partes —a juego con el enunciado del título original—. En el refugio de sus pensamientos nocturnos Wells encuentra un interlocutor ficticio que le interroga sobre un sinfín de cuestiones, colocando un especial énfasis a una actividad sexual que precisó de distintas amantes al margen de sus matrimonios con Isabel Mary —en esos años de penurias económicas y de una salud maltrecha que le llevó a una hiperactividad literaria sabiéndose que su final se aventuraba próximo— y Amy Catherine, el más longevo de ambos, pero sembrado de disputas en el ámbito conyugal en razón de una de las características más volubles de su personalidad, aquellos que le incapacitaban para reprimir sus impulsos sexuales sobre todo ante jóvenes a las que le podía doblar la edad.  
    Días después de concluir la lectura de Un hombre con atributos sigue persistiendo en mi fuero interno el sentimiento de perplejidad sin menoscabo a reconocer que Lodge se revela un escritor first class, en que su afinidad por Wells presumiblemente venga derivada —al margen de compartir profesión— por unos principios erradicados en el socialismo del que el autor de Kipps fue un defensor a ultranza, y el saberse un firme combatiente de una élite académica —perfectamente reconocible en alguno de los notables de la Sociedad Fabiana— que mostró cierto desdén en relación a obras que abrigaban una necesidad de salirse de un cierto encasillamiento conforme a artífice de novelas de fantaciencia o ciencia-ficción, un género que, en cierta medida, había contribuido a crear. Cabe asomarse al contenido de la «Trilogía del campus» —conformada por Intercambios (1974), El mundo es un pañuelo (1984) y Buen trabajo (1988)— para darse cuenta que Lodge camina en una similar dirección a la trazada por H. G. Wells en su particular mirada sobre esas élites académicas a las lanza no pocos dardos, por ejemplo, cuando el entrevistador imaginario interpela al taimado literato, a propósito del futuro de Amber Reeves tras su cumplimentar su ciclo académico, quebrándose las expectativas que se habían depositado en ella, entre otras consideraciones, por su relación extramatrimonial. Wells le rebate arguyendo: Sé que eso es lo que decían en Cambridge, y probablemente seguirían diciéndolo, pero en Cambridge siempre piensan que son el centro del mundo intelectual. Y no es así». En ese dardo lanzado a toda una institución académica de las Islas Británicas se reconoce el talante combativo de H. G. Wells, al que este volumen primorosamente escrito muestra la otra cara de su luna literaria, aquella dispuesta a filtrar o sugerir la idea que sus obras mayores se localizan fuera del foco de la popularidad, como se deduce de las intermitentes referencias a Tono-Bungay (1909) –una de sus piezas maestras, llamadas a la reivindicación—, Kipps (1905)  que lo acercaron al universo literario de Charles Dickens— o retratos de lo femenino como Mr. Polly (1910) o Ana Verónica (1909), sendas piezas literarias que prefiguraban una noción de liberación sexual en los albores del siglo XX.