viernes, 26 de abril de 2024

STAMPING GROUND. HOLLAND FESTIVAL OF MUSIC (1971): WOODSTOCK CON ACENTO HOLANDÉS

 

El seísmo provocado por la celebración del Festival de Woodstock en el verano de 1969 tuvo sus consecuencias en forma de «réplicas» registradas al otro lado del Atlántico, en especial una que llevaría por nombre Stamping Ground. Rotterdam vivió su particular Woodstock, pues, con la puesta de largo de un macrofestival que convocó a unas cien mil personas, la mayor parte proveniente de los Países Bajos y de distintos puntos del viejo continente. Recién inaugurada la estación estival, del 26 al 28 de junio una des ciudades porturarias más importantes de Europa acogió un festival de música que pasaría a los anales en nuestro continente a la hora de repartir en varias jornadas la actuación de numerosas bandas con un denominador común: favorecer a un ambiente de libertad y desinhibición en todos los sentidos. Algunas de estas bandas contratadas para la ocasión por promotores holandeses ya habían participado del evento de Woodstock, y otras como Pink Floyd ─ausentes de un macroconcierto que había convocado a cerca de un millón de personas─ serían headliners en un cartel ciertamente atractivo por su carácter ecléctico y la combinación de grupos o cantautores consagrados con la de bandas o figuras emergentes del panorama musical adscrito en mayor o menor medida al rock. Al igual que para la confección del documental ─con un valor de calado histórico nada desdeñable─ de Woodstock se dieron cita cineastas que años más tarde tributarían en el espacio de producciones made in Hollywood ─en singular Martin Scorsese. Ocupando plaza en funciones de montador─, Stamping Ground sirvió de ejercicio preparatorio para futuros cineastas de cierto peso en la industria cinematográfica de los Países Bajos, caso del codirector de la función George Sluizermetteur en scène de Desaparecida (1989) y su «réplica», léase remake USA fechado en 1993─, del montador Roger Spottiswoode ─por aquel entonces requerido por Sam Peckinpah para idéntico menester en la producción angloamericana Perros de paja (1971)─ y del director de fotografía Jan De Bont, piedra angular en el cine de Paul Verhoeven, quien revolucionó la escena cinematográfica en aquella misma década. Al margen de todo ello, el verdadero foco de interés del certamen musical Stamping Ground cabe ponerlo en la categoría que ya atesoraban algunas de las bandas que se subieron a un escenario rodeado por un público entregado a la «causa», en una estampa típicamente hippie, y por una corriente fluvial por la que transitaban patos ajenos al hecho de ser «testigos» de excepción un acontecimiento histórico-festivo.  Entre estas formaciones de primer nivel cabe destacar a Pink Floyd y The Byrds, que habían pasado en ambos casos por periodos de incertidumbre al tener que reemplazar a piezas que parecían insustituibles. En el caso de Pink Floyd Syd Barrett fue sustituido por David Gilmour, y otro tanto de lo mismo sucedería con la salida (en su caso, temporal) de David Crosby, cubriendo su puesto Clarence White. Curiosamente, Crosby ─una vez constituido como trío junto a Stephen Stills y Graham Nash, y ocasionalmente en cuarteto con la incorporación de Neil Young─ sirvió de «molde» para el look de Dennis Hopper en Buscando a mi destino / Easy Rider (1969).  Ejerciendo de codirector, guionista e intérprete del film de los «Moteros tranquilos» ─Peter Biskind dixit─, Buscando mi destino supuso un cambio de paradigma en el seno de la industria cinematográfica estadounidense, constituyendo su banda sonora una muestra significativa de la efervescencia musical de aquel periodo con nombres propios como los de The Byrds, liderada por Roger McGuinn, el letrista e intérprete de The Ballad of Easy Rider ─todo un himno para una generación─ que hizo acto de presencia en ese summer love en la ciudad de Rotterdam, a orillas del río Mosa. Allí donde se dieron cita un conglomerado de grupos que transitaban desde el rock psicodélico y/o progresivo de Pink Floyd, Jefferson Airplane o Soft Machine hasta el blues-rock practicado por la banda Santana ─todo un ejemplo de mestizaje─, asimismo presente en el mítico Woodstock. Los ecos de aquel concierto que desbordó todas las expectativas posibles no tardarían en dejarse sentir casi un año más tarde, reproduciendo ciertos comportamientos entre el público asistente ─aunque en mucha menor escala─ en el que, a los ojos de hoy en día, no quedaría exento el debate sobre las consecuencias medioambientales que tamaña concentración de personas en un espacio más bien limitado ─más aún si cabe en una zona limítrofe a un río, convertido en un auténtico vertedero─ generaría. Daños colaterales que para muchos de los participantes de aquel evento no parecía revestir demasiada importancia frente a una experiencia que, a buen seguro, ha perdurado en sus memorias para siempre.      

lunes, 15 de abril de 2024

«LAS HUELLAS DEL SOL» (1983) de WALTER TEVIS: UN «BUSCAVIDAS» ESPACIAL

 

Durante los tiempos de la pandemia de la COVID-19 en las plataformas digitales llegaron dos miniseries unidas por un mismo tronco en común: Walter Tevis (1928-1984). La primera en ser emitida, Gambito de dama (2020), no había sido adaptada previamente a la gran pantalla, a diferencia de El hombre que cayó a la tierra (2021-2022), cuyo precedente cinematográfico sigue formando parte del amplio repertorio de producciones guiadas tras las cámaras por Nicolas Roeg ociosas de ser catalogadas de cult movie o, en su defecto, de películas malditas. Tevis hizo su debut como novelista de ciencia-ficción precisamente con The Man who Fell to the Earth (1963), aún reciente en la memoria de los aficionados al cine la excelente adaptación al celuloide de El buscavidas (1958) a cargo de Robert Rossen.

   En la que, a la postre, sería la recta final de su trayectoria vital, Walter Tevis abordó la escritura de un par de novelas que le volverían a situar en la senda de la sci-fi. Presumiblemente, Enrique Redel y su cuerpo de colaboradores de Impedimenta, repararon en el nombre de Tevis a partir de conocer el contenido de los siete episodios que conforman la miniserie de Gambito de dama. Al escarbar en su obra dieron con dos gemas preciosas, Sinsonte (1980) y Las huellas del sol (1983), prestas a ser publicadas en lengua española y, de esta forma, abonar el espacio de la ciencia-ficción dentro del sello madrileño. Tras la lectura de sendos libros la apuesta de Impedimenta razona sobre la idea de integrar en la excelsa editorial varias de las piezas literarias fundamentales del género fantástico y de la ciencia-ficción (en su derivada distópica) surgidas más allá del nombre propio de Stanislaw Lem en la pasada centuria. Cuando el propio escritor polaco tan solo acertaba a nombras a Philip K. Dick conforme a un colega de profesión digno de ser destacado entre los del «bando» estadounidense, presumiblemente no hubiese sido captado por su radar Sinsonte y Las huellas del sol, debido a que Tevis estaba a años luz de ser considerado un autor reconocido dentro del género en el viejo continente. Al igual que Dick, Tevis nació en 1928, dejando patente una concepción pareja sobre la raza humana que camina hacia su extinción fruto de su propia vanidad y capacidad de autodestrucción en un planeta cada vez más capidisminuido en sus recursos naturales «clásicos» en el devenir del siglo XX, esto es, el carbón y el petróleo. El carácter visionario de Tevis (profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa) queda patente en varios pasajes de Las huellas del sol cuando, por ejemplo, hace referencia a los coches electrónicos que se integran en el «paisaje» urbano de las grandes ciudades o deja que su fértil imaginación muestre una suerte de impresora 3-D («Introduces los pies en un precioso dispositivo llamado “lector de contorno” y el puñetero trasto te hace un par de Adidas ahí mismo»)en una inmensa galería. En contrapartida, el escritor californiano yerra al pronosticar, a más de treinta años vista, que «la última gasolinera de Estados Unidos cerró cuando yo tenía cuatro años», esto es, al cabo de cumplir cuatro años Benjamin Belson un apellido fonéticamente muy próximo al Eddie Felson de The Hustler, el (anti)héroe de una función literaria que se proyecta en el tiempo al año 2064, en que el futuro de la Tierra depende de su supervivencia de los recursos naturales provenientes de otros planetas. En una toma de decisión propia de un ególatra en grado superlativo, Ben Belson bautiza con su mismo apellido un planeta que ha descubierto junto con otros tripulantes de la nave Isabel. De allí extrae el que podría ser un sustituto para el petróleo y el carbón, un salvoconducto para ser venerado por su país de nacimiento, del que el multimillonario lanza uno de sus dardos envenenados al confesar durante su visita a la Ciudad Imperial de Pekín, al rescate de su esposa, que «la verdad es que nada de lo que se hace en Estados Unidos es de primera categoría salvo las teles y las patatas fritas. Me refiero a la televisión en sí, porque nuestros programas son para cretinos». Sin margen de error, Belson habla por boca de Tevis, quien a sus cincuenta y cinco años –una edad similar a la del millonario cosmopolita oriundo de Ohio— brindó la que, a mi juicio, se corresponde con una de las grandes novelas adscritas a la ciencia-ficción de perfil distópico del último tercio del siglo XX. Al año de su comparecencia en librerías de este hito de la sci-fi, Walter Trevis falleció dejando tras de sí una huella firme en el suelo de un género por cuyos derroteros no hubiesen apostado que se podría conducir el autor de El buscavidas a los ojos de infinidad de lectores de la época en que vio la luz.  


miércoles, 14 de febrero de 2024

«EL ACCIDENTE EN LA A35» de GRAEME MacRAE BURNETT: BAJO LA SOMBRA ALARGADA DE PATRICIA HIGHSMITH

 

Bajo el título «epílogo del traductor de la edición inglesa» de la edición de La desaparición de Adèle Bedeau (2021) su autor Graeme Macrae Burnett relata, a modo de apéndice, una pura invención que involucra al cineasta Claude Chabrol en la realización de una adaptación de la novela homónima fechada en 1989. Semejante producción hubiese podido encajar en la filmografía de Chabrol, quien solía escoger las localizaciones de sus películas cuenta la «leyenda»— en función de su devoción por la rica gastronomía del país vecino. A buen seguro, Chabrol no hubiese «renegado» de los placeres culinarios que pudieran ofrecer los restaurantes sitos en Saint Louis, la localidad que sirve de epicentro de la novela La desaparición de Adèle Brunet. Desde allí se puede desplazar en automóvil hasta la ciudad de Estrasburgo por una autopista que cubre una distancia de unos ciento treinta y dos kilómetros. En un día de tránsito normal, en hora y media nos podemos plantar en Estrasburgo si partimos desde Saint Louis. De madrugada, la distancia se puede recorrer en menos tiempo, pero siempre existen contratiempos sobre el asfalto más si el firme se encuentra mojado que pueden precipitar a la desgracia como lo acontecido con el empresario local Bertrand Barthelme en El accidente en la A55 (2023) cuyo subtítulo «Un caso para el inspector Gorski» lo conecta de facto, a nivel autoral, con La desaparición de Adèle Brunet. El inspector Gorski acude al lugar del accidente teniendo presente en su mente un consejo que le había dado fruto de su larvada experiencia en el Cuerpo de policía su predecesor en el cargo, Jules Ribéry: «Los casos se resuelven con esto, no con esto», aludiendo en primera instancia al estómago y, en segundo término, a la cabeza. Una sentencia expresada por el inspector Ribéry que hubiese podido hacer suya Chabrol, pero aplicada al medio cinematográfico.

    La premisa que plantea El accidente en la A35 podría tener igualmente asiento en el cine del ex crítico y escritor cinematográfico Chabrol entre otros libros, autor de una monografía sobre Alfred Hitchcock abordada en los años sesenta, pero su lectura ha coincidido en el tiempo con el visionado de La cosas de Richard (1980), en la que Frederic Raphael adapta su propia novela. Se trata de una producción británica pero «condimentada» con un «aliño» a la francaise, en que un accidente automovilístico en una carretera que cruza la ciudad de Ipswich desencadena una serie de situaciones que convocan a generar dudas sobre los actos previos de la víctima. En el caso de Richard’s Things el implicado en el siniestro requiere de hospitalización, pero no pierde la vida a las primeras de cambio. En El accidente en la A35 la muerte de Bertrand Barthelme se produce de manera fulminante, sin posibilidad de reanimación. Ya desde sus primeras páginas, la novela se sostiene a nivel narrativo con la mirada puesta en las enseñanzas de Patricia Highsmith, toda una especialista en la crónica negra, una de cuyas novelas El grito de la lechuza adaptó Claude Chabrol a finales de los años setenta. El recuerdo de Highsmith planea de contínuo en El accidente en la A35, al trenzar en la historia un juego puramente detectivesco en la que no falta una figura impositva del género, la de las pistas falsas con unas reflexiones de cariz moral, en que el lector acaba tomando consciencia que lo maniqueo no encuentra asidero en el desarrollo de la misma. No hay blanco y negro. Será en una zona habitada de tonalidades grises donde descubramos la verdad de los comportamientos de unos y otros, en que la precisa pluma de Graeme Macrae Burnet emerge como uno de los más dinos herederos de la legendaria escritora texana. Si Saint Louis es una ciudad situada en la divisoria entre Francia y Suiza, por lo que se desprende de sus cuatro novelas publicadas hasta la fecha de Graeme MacRae Burnet todas ellas publicada en lengua española por el sello Impedimenta, su fértil obra hace «frontera» con Highsmith, empadronada en el país helvético y, por consiguiente, bastante «próxima» a una ciudad en la que el inspector Gorski hace las veces de sheriff local enfrentado a los poderes «ocultos» de Saint Louis, de los que participaba activamente el finado Bertrand Barthelme, a la sazón padre de Raymond, un adolescente con veleidades de detective mientras lleva a cabo su particular despertar sexual.                  


jueves, 18 de enero de 2024

«¡MIRA LOS ARLEQUINES!» (1974) de VLADIMIR NABOKOV: EL CANTO DE CISNE DE UN «MAGO» DE LAS PALABRAS

Descontado el libro El original de Laura publicado a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010, cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una pieza aún «en fase de construcción», ¡Mira los arlequines! (1974) pasa por ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977) en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia que el fin de sus días se revela cercano máxime en alguien que padeció dolor crónico durante algunas etapas de su azarosa vida, Nabokov prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico Habla memoria (1967)pero desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés (con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna el ruso, todas ellas al servicio de una narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente. Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la (controvertida) publicación de Lolita (1955) y su posterior adaptación al celuloide con guion propioservida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas a una de los Opus magna del escritor de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert, Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte, la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta última alusión mostrada bajo una luz un tanto difusa sirve de ejemplo de la afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en inglés equivale a «tonto, estúpido»—, algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos, pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada del presente volumen.

    Novela refractaria o, cuanto menos, de difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada de múltiples (auto)referencias de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la realidad van de la mano que procuraba a sus escritos Vladimir Nabokov, ¡Mira los arlequines!  cumple con creces las expectativas de los amantes de su prosa trenzada (en ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que constantemente nos asaltan las dudas. Para ello, podemos requerir del comodín de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas. Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason, etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)», tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».