Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
viernes, 26 de abril de 2024
STAMPING GROUND. HOLLAND FESTIVAL OF MUSIC (1971): WOODSTOCK CON ACENTO HOLANDÉS
lunes, 15 de abril de 2024
«LAS HUELLAS DEL SOL» (1983) de WALTER TEVIS: UN «BUSCAVIDAS» ESPACIAL
Durante los tiempos de la pandemia de la COVID-19 en las plataformas digitales llegaron dos miniseries unidas por un mismo tronco en común: Walter Tevis (1928-1984). La primera en ser emitida, Gambito de dama (2020), no había sido adaptada previamente a la gran pantalla, a diferencia de El hombre que cayó a la tierra (2021-2022), cuyo precedente cinematográfico sigue formando parte del amplio repertorio de producciones guiadas tras las cámaras por Nicolas Roeg ociosas de ser catalogadas de cult movie o, en su defecto, de películas malditas. Tevis hizo su debut como novelista de ciencia-ficción precisamente con The Man who Fell to the Earth (1963), aún reciente en la memoria de los aficionados al cine la excelente adaptación al celuloide de El buscavidas (1958) a cargo de Robert Rossen.
En la que, a la postre, sería la recta final
de su trayectoria vital, Walter Tevis abordó la escritura de un par de novelas
que le volverían a situar en la senda de la sci-fi.
Presumiblemente, Enrique Redel y su cuerpo de colaboradores de Impedimenta,
repararon en el nombre de Tevis a partir de conocer el contenido de los siete
episodios que conforman la miniserie de Gambito
de dama. Al escarbar en su
obra dieron con dos gemas preciosas, Sinsonte (1980) y Las huellas del sol (1983), prestas a ser publicadas en lengua
española y, de esta forma, abonar el espacio
de la ciencia-ficción dentro del sello madrileño. Tras la lectura de sendos
libros la apuesta de Impedimenta razona sobre la idea de integrar en la
excelsa editorial varias de las piezas literarias fundamentales del género
fantástico y de la ciencia-ficción (en su derivada distópica) surgidas más allá
del nombre propio de Stanislaw Lem en la pasada centuria. Cuando el propio
escritor polaco tan solo acertaba a nombras a Philip K. Dick conforme a un
colega de profesión digno de ser destacado entre los del «bando»
estadounidense, presumiblemente no hubiese sido captado por su radar Sinsonte y Las huellas del sol, debido a que Tevis estaba a años luz de ser considerado un autor reconocido dentro del género
en el viejo continente. Al igual que Dick, Tevis nació en 1928, dejando patente
una concepción pareja sobre la raza humana que camina hacia su extinción fruto
de su propia vanidad y capacidad de autodestrucción en un planeta cada vez más
capidisminuido en sus recursos naturales «clásicos» en el
devenir del siglo XX, esto es, el carbón y el petróleo. El carácter visionario
de Tevis (profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa) queda patente en varios pasajes de Las
huellas del sol cuando, por ejemplo, hace referencia a los coches
electrónicos que se integran en el «paisaje» urbano
de las grandes ciudades o deja que su fértil imaginación muestre una suerte de
impresora 3-D («Introduces
los pies en un precioso dispositivo llamado “lector de contorno” y el puñetero
trasto te hace un par de Adidas ahí mismo»)— en
una inmensa galería. En contrapartida, el escritor californiano yerra al pronosticar, a más de treinta años
vista, que «la
última gasolinera de Estados Unidos cerró cuando yo tenía cuatro años»,
esto es, al cabo de cumplir cuatro años Benjamin Belson —un
apellido fonéticamente muy próximo al Eddie Felson de The Hustler—, el (anti)héroe de una función literaria
que se proyecta en el tiempo al año 2064, en que el futuro de la Tierra depende
de su supervivencia de los recursos naturales provenientes de otros planetas.
En una toma de decisión propia de un ególatra en grado superlativo, Ben Belson
bautiza con su mismo apellido un planeta que ha descubierto junto con otros
tripulantes de la nave Isabel. De
allí extrae el que podría ser un sustituto para el petróleo y el carbón, un salvoconducto para ser venerado por su
país de nacimiento, del que el multimillonario lanza uno de sus dardos envenenados
al confesar durante su visita a la Ciudad Imperial de Pekín, al rescate de su
esposa, que «la
verdad es que nada de lo que se hace en Estados Unidos es de primera categoría
salvo las teles y las patatas fritas. Me refiero a la televisión en sí, porque nuestros
programas son para cretinos». Sin margen de error, Belson habla por
boca de Tevis, quien a sus cincuenta y cinco años –una edad similar a la del
millonario cosmopolita oriundo de
Ohio— brindó la que, a mi juicio, se corresponde con una de las grandes novelas
adscritas a la ciencia-ficción de perfil distópico del último tercio del siglo
XX. Al año de su comparecencia en librerías de este hito de la sci-fi, Walter Trevis falleció dejando
tras de sí una huella firme en el
suelo de un género por cuyos derroteros no hubiesen apostado que se podría
conducir el autor de El buscavidas a
los ojos de infinidad de lectores de la época en que vio la luz.
miércoles, 14 de febrero de 2024
«EL ACCIDENTE EN LA A35» de GRAEME MacRAE BURNETT: BAJO LA SOMBRA ALARGADA DE PATRICIA HIGHSMITH
Bajo el título «epílogo
del traductor de la edición inglesa» de la edición de La desaparición de Adèle Bedeau (2021) su autor Graeme Macrae
Burnett relata, a modo de apéndice, una pura invención que involucra al
cineasta Claude Chabrol en la realización de una adaptación de la novela
homónima fechada en 1989. Semejante producción hubiese podido encajar en la
filmografía de Chabrol, quien solía escoger las localizaciones de sus películas
—cuenta la «leyenda»— en
función de su devoción por la rica gastronomía
del país vecino. A buen seguro, Chabrol no hubiese «renegado»
de los placeres culinarios que pudieran ofrecer los restaurantes sitos en Saint
Louis, la localidad que sirve de epicentro de la novela La desaparición de Adèle Brunet. Desde allí se puede desplazar en
automóvil hasta la ciudad de Estrasburgo por una autopista que cubre una
distancia de unos ciento treinta y dos kilómetros. En un día de tránsito normal,
en hora y media nos podemos plantar en Estrasburgo si partimos desde Saint
Louis. De madrugada, la distancia se puede recorrer en menos tiempo, pero
siempre existen contratiempos sobre el asfalto —más si
el firme se encuentra mojado— que pueden precipitar a la desgracia
como lo acontecido con el empresario local Bertrand Barthelme en El accidente en la A55 (2023) cuyo
subtítulo «Un
caso para el inspector Gorski»
lo conecta de facto, a nivel autoral, con La desaparición de Adèle Brunet. El
inspector Gorski acude al lugar del accidente teniendo presente en su mente un
consejo que le había dado —fruto de su larvada experiencia en el Cuerpo de policía—
su predecesor en el cargo, Jules Ribéry: «Los
casos se resuelven con esto, no con esto», aludiendo
en primera instancia al estómago y, en segundo término, a la cabeza. Una
sentencia expresada por el inspector Ribéry que hubiese podido hacer suya
Chabrol, pero aplicada al medio cinematográfico.
La premisa que plantea El
accidente en la A35 podría tener igualmente asiento en el cine del ex
crítico y escritor cinematográfico Chabrol —entre
otros libros, autor de una monografía sobre Alfred Hitchcock abordada en los
años sesenta—, pero su lectura ha coincidido en el
tiempo con el visionado de La cosas de
Richard (1980), en la que Frederic Raphael adapta su propia novela. Se
trata de una producción británica pero «condimentada»
con un «aliño» a la francaise, en que un accidente
automovilístico —en una carretera que cruza la ciudad de
Ipswich— desencadena una serie de situaciones que
convocan a generar dudas sobre los actos previos de la víctima. En el caso de Richard’s Things el implicado en el
siniestro requiere de hospitalización, pero no pierde la vida a las primeras de
cambio. En El accidente en la A35 la
muerte de Bertrand Barthelme se produce de manera fulminante, sin posibilidad
de reanimación. Ya desde sus primeras páginas, la novela se sostiene a nivel
narrativo con la mirada puesta en las enseñanzas de Patricia Highsmith, toda
una especialista en la crónica negra, una de cuyas novelas —El grito de la lechuza—
adaptó Claude Chabrol a finales de los años setenta. El recuerdo de Highsmith
planea de contínuo en El accidente en la
A35, al trenzar en la historia un
juego puramente detectivesco —en la que no falta una figura impositva
del género, la de las pistas falsas— con unas reflexiones de cariz moral, en
que el lector acaba tomando consciencia que lo maniqueo no encuentra asidero en
el desarrollo de la misma. No hay blanco y negro. Será en una zona habitada de
tonalidades grises donde descubramos la verdad de los comportamientos de unos y
otros, en que la precisa pluma de Graeme Macrae Burnet emerge como uno de los
más dinos herederos de la legendaria escritora texana. Si Saint Louis es una
ciudad situada en la divisoria entre Francia y Suiza, por lo que se desprende
de sus cuatro novelas publicadas hasta la fecha de Graeme MacRae Burnet —todas
ellas publicada en lengua española por el sello Impedimenta—,
su fértil obra hace «frontera» con
Highsmith, empadronada en el país helvético y, por consiguiente, bastante «próxima»
a una ciudad en la que el inspector Gorski hace las veces de sheriff local enfrentado a los poderes «ocultos»
de Saint Louis, de los que participaba activamente el finado Bertrand
Barthelme, a la sazón padre de Raymond, un adolescente con veleidades de detective mientras lleva a cabo su particular despertar sexual.
jueves, 18 de enero de 2024
«¡MIRA LOS ARLEQUINES!» (1974) de VLADIMIR NABOKOV: EL CANTO DE CISNE DE UN «MAGO» DE LAS PALABRAS
Descontado el libro El original de Laura —publicado
a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010—,
cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una
pieza aún «en fase de construcción»,
¡Mira los arlequines! (1974) pasa por
ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977)
en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde
distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural
al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia
que el fin de sus días se revela cercano —máxime en alguien que padeció dolor
crónico durante algunas etapas de su azarosa vida—, Nabokov
prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico —Habla memoria (1967)— pero
desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer
acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a
sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a
la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés
(con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en
lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna —el
ruso—, todas ellas al servicio de una
narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente.
Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya
fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la
(controvertida) publicación de Lolita
(1955) y su posterior adaptación al celuloide —con
guion propio— servida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas
a una de los Opus magna del escritor
de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras
cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido
en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me
reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o
una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia
de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert,
Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte,
la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta
última alusión mostrada bajo una luz un
tanto difusa sirve de ejemplo de la
afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en
inglés equivale a «tonto, estúpido»—,
algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos,
pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin
Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada
del presente volumen.
Novela refractaria o, cuanto menos, de
difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada
de múltiples (auto)referencias —de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la
realidad van de la mano— que procuraba a sus escritos Vladimir
Nabokov, ¡Mira los arlequines! cumple con creces las expectativas de los
amantes de su prosa trenzada (en
ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia
de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que
constantemente nos asaltan las dudas.
Para ello, podemos requerir del comodín
de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas.
Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich
Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo
continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para
muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason,
etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)»,
tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».