En su ocaso profesional y vital el cinematógrafo llamó al timbre de la puerta donde residía Evelyn Waugh. Tony Richardson dejaría por escrito en su libro autobiográfico Long Distance Runner (1991) un episodio que razona del sentido de la ironía que seguía conservando un sexagenario Waugh, a propósito de la (breve) correspondencia que mantuvo con uno de los adalides del free cinema, dispuesto a ofrecer un marco temporal más moderno para Los seres queridos en su traslación a la gran pantalla. Charles Sturridge, en cambio, respetaría el marco temporal —1919— en el que se desarrolla A Handful of Dust a la hora de acometer la versión cinematográfica homónima con el sello de qualité británico, conformado por un cuerpo de intérpretes extraordinarios, algunos aún poco conocidos por el gran público que frecuentaba en aquel entonces las salas comerciales —Kristin Scott-Thomas en el papel de Brenda; James Wilby como Tony Last o Judi Dench en el rol de la madre de John Beaver, encarnado para la ocasión por Rupert Graves— y otros con la aureola de leyendas, caso de sir Alec Guinness, en la piel del Sr. Todd —el avatar cinematográfico del Sr. McMaster—, el mismo que un año antes había dado cobertura a uno de los personajes medulares de La pequeña Dorrit (1987), film nacido a partir de una novela de Dickens. Por consiguiente, se trata de un guiño dickensiano a cuenta de Sturridge, «El hombre al que le gustaba Evelyn Waugh», en lo que vendríamos a colegir una certera adaptación en fondo y forma que honraría la memoria del genial escritor al que infinidad de lectores asocian a Retorno a Briteshead. Pero antes de Briteshead Waugh hizo «parada» en Hetton Abbey en su sublime novela con final dickensiano (valga la ironía) incluido.
El mundo de Haldane
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
lunes, 12 de mayo de 2025
«UN PUÑADO DE POLVO» (1934) de EVELYN WAUGH: REGRESO A HETTON ABBEY
domingo, 6 de abril de 2025
«LOS PERROS LADRAN» de TRUMAN CAPOTE: EL VIAJERO IMPENITENTE
domingo, 26 de enero de 2025
«DESPACHOS DE GUERRA» (1977) de Michael HERR: UNA OBRA MAESTRA DEL RELATO PERIODÍSTICO
En la génesis o desarrollo de los proyectos
de dos de las producciones cinematográficas contemporáneas más relevantes que
nos muestran sin tapujos el absurdo de la guerra más allá del marco geográfico
donde se desarrollan y que, a día de hoy, siguen siendo multireferenciadas,
tienen una figura en común en su ficha técnica: Michael Herr (1940-2016).
Fallecido hace casi una década, Herr atrajo la atención de Francis Ford Coppola
y Stanley Kubrick, sendos talentos con marcadas personalidades, que incorporaron
a sus respectivos equipos de trabajo en Apocalypse Now (1979) y La chaqueta metálica (1987) la que se revelaría una pieza clave a la
hora de articular un dispositivo narrativo que atiende a la descripción de una
realidad vivida en sus propias carnes.
En
diversas ocasiones había tenido la intención de leer la Opus magna de Michael
Herr, Despachos de guerra (1977), pero partía de una idea preconcebida
que podría tratarse de un relato en primera persona levantando acta de lo acontecido
en un determinado frente bélico, en su caso durante la Guerra de Vietnam. Una crónica
más, pues, que añadir a la larga lista de periodistas camuflados
entre soldados y mandos intermedios que aportaron su testimonio en la retaguardia,
cuyo brillo narrativo quedara convenientemente rebajado por la crudeza
del propio relato, directo, punzante, despojado de adornos en forma de
metáforas o alegorías. Pero semejantes apriorismos quedarían refutados de
inmediato a medida que iba avanzando en la lectura de Despachos de guerra
en su edición de Anagrama integrada en su colección Crónicas. No cabe duda que,
a renglón seguido del cierre de la Guerra de Vietnam —desde el prisma
historicista; la guerra interna que librarían infinidad de soldados incorporados
a la vida civil no parecía tener fin—, Michael Herr pasó por un «estado de
gracia» al ir pulsando las teclas de su máquina de escribir para dar forma a un
prodigioso relato que nos abre a la realidad de un mundo que se asemeja, en su
concepción orgánica, a una estructura empresarial. Entre líneas podemos intuir
que la guerra no deja de ser un (gran) negocio provisionado de un andamiaje empresarial
con una estructura organizativa (perfectamente) jerarquizada y diseñada para que
la maquinaria no se detenga, al tiempo que el frente de batalla se convierte en
una «trituradora humana». A medida que la lectura avanza nos vamos familiarizando
con siglas que remiten indefectiblemente a un complejo organizativo con multitud
de divisiones, las unas relativas a la intendencia, las otras a la economía o
las que atañen a lo militar coaligado con el poder gubernamental dictado desde
Washington a través de las administraciones de Lyndon B. Johnson y Richard M.
Nixon. En su último año en la Casa Blanca, Johnson asistió con enormes dosis de
preocupación a uno de los episodios, el de la ofensiva del Tet, que marcaron un
punto de inflexión en el curso de la Guerra del Vietnam. De aquel cruento episodio
registrado en 1969 —en tres fases bien marcadas— el reportero Michael Herr
levanta acta haciendo valer su pericia narrativa salpimentada de referencias
literarias —ilustrativa al respecto la cita a Lord Jim, la novela
escrita por Joseph Conrad, cuyo relato El corazón de las tinieblas sirvió
de inspiración para Apocalypse Now— y cinematográficas —por ejemplo, a La
hora final (1959), seguramente uno de los films vistos en su etapa juvenil,
en los primeros compases de la Guerra Fría—, en una muestra palmaria que Despachos
de guerra no tan solo se nutre de sus experiencias vividas en Vietnam
durante varios años.
No cabe duda que Despachos de guerra, cumplido casi medio siglo de vida, sigue siendo una obra de una extraordinaria vigencia, capaz de seducir con su veta literaria a lectores provenientes de distintos frentes generacionales, dejando constancia que tras ese gran «tinglado» económico que representa la guerra, en que la industria armamentística ejerce de palanca para propulsar sus propios intereses, atendemos a una realidad deshumanizada en que los cadáveres pasan a ser simples números contabilizados en los libros de Historia como si se tratara de un mero eco estadístico. Por fortuna, Michael Herr sobrevivió a toda clase de penurias y dificultades —la muerte sobrevoló su nido en diversas ocasiones—, para contar la que sigue siendo una obra maestra de referencia del periodismo en tiempos de guerra.
sábado, 21 de diciembre de 2024
«GÓTICO BOTÁNICO: Cuentos de un verdor perverso»: LA NATURALEZA REBELADA
Tradición obliga, en el periodo
(pre)navideño aparece en el mercado editorial bajo el paraguas del sello
Impedimenta una antología que recopila una serie de relatos cortos con el
denominador común de una determinada temática, por lo general, escorada hacia
el lado oscuro de la existencia humana… y planetaria. En esta ocasión toca el
turno a una antología compuesta por dieciocho cuentos bajo el genérico Gótico
botánico: cuentos de un verdor perverso, en que tienen cabida autores versados en la fantaciencia como M.
R. James, David H. Keller, Roald Dahl, H. P. Lovecraft y el extraordinariamente prolífico Auguste Derleth con
otros tantos que a lo largo de sus respectivas trayectorias profesionales
apenas abordaron la ciencia-ficción y/o el terror, o lo hicieron de manera tangencial, como Nathaniel Hawthorne,
Richard Compton, Eudora Welty o Zenna Henderson. De ahí radica, en buena parte, el atractivo de
esta antología, una mezcolanza de autores y estilos que ofrecen como resultado
de la ecuación una estimulante lectura en la que, a grandes rasgos, la
Naturaleza se revela contra la especie dominante del planeta Tierra, el Homo
sapiens, enfrentado a una amenaza que no parece obedecer a un razonamiento
científico dictado desde la lógica. Las publicaciones originales de semejantes textos
—en una considerable proporción en revistas de sci-fi del prestigio de Amazing
Stories o Weird Tales— se concentraron sobre todo en la denominada «Edad
de Oro» de un género literario que, en el ecuador de aquella década prodigiosa —la
de los años cincuenta— alumbró El día de los trífidos (1955) del
británico John Wyndham. En torno a esta pieza literaria cuelgan —a modo
de influencia— multitud de textos, algunos de los cuales se encuentran
integrados en Gótico botánico. De igual modo, Wyndham pudo dejarse
seducir por el contenido de La guerra de la hiedra de David H. Keller
(1880-1966), quien con tan solo una treintena de páginas desarrolla una
historia que invita a pensar de que se trata de un diáfano precedente de The
Day of the Triffids. A diferencia del texto de Wyndham, La guerra de la
hiedra no obtuvo el crédito suficiente en el campo del audiovisual —el
registro de adaptaciones a la pequeña y la gran pantalla quedaría en blanco—
para que llegara a popularizarse. Por ello, la presente edición representa una
extraordinaria oportunidad para calibrar el alcance del relato corto de Keller,
trufado de analogía con el clásico obra de Wyndham y, por ende, anticipándose a
varios de los preceptos narrativos que guiarían al género de la ciencia-ficción
o del fantaterror cuando la Naturaleza se rebela frente a los efectos
devastadores que causa en la misma la mano del Homo sapiens.
En el cómputo global, la lectura de Gótico
botánico nos ofrece una perspectiva sobre ese «mundo oculto» presidido por una
infinita gama de verde —que acaba alineándose con otros factores arraigados
en la Naturaleza —terremotos, tormentas, tsunamis, ciclones, etc.—
capaces de provocar un desequilibrio en la faz de la Tierra que ponga contra
las cuerdas (parcialmente) la existencia del ser humano o, cuanto menos,
quebrar la paz de una comunidad —léase un núcleo rural o urbano— de terrícolas.
Cápsulas literarias en formato de cuentos —entre una decena y una
treintena de páginas de extensión— que preservan en ámbar la esencia de
un modelo de escritura nacida fruto de la combinación de una fértil imaginación
y una (superlativa) capacidad de observación de un entorno natural que crea sus
propias resistencias.
jueves, 21 de noviembre de 2024
«LA LLAVOR INMORTAL» de Jordi Balló y Xavier Pérez: METODOLOGÍA TAXONÓMICA AL SERVICIO DEL ESTUDIO CINEMATOGRÁFICO
Coincidiendo con la celebración
del centenario del cine, en 1995 apareció en el mercado editorial de nuestro
país La semilla inmortal, escrito por los profesores universitarios
Jordi Balló y Xavier Pérez. Por aquel entonces me encontraba enfrascado en la dirección
de la primera revista de cine en catalán (de periodicidad mensual), Seqüències
de cinema. Creo recordar que entre los libros recibidos en la mesa de
redacción para la elaboración y posterior publicación de la preceptiva reseña
crítica de los mismos figuraba un ejemplar de La semilla inmortal. Me pareció,
cuanto menos, una lectura sugerente por lo original de su planteamiento, pero
dada la avalancha de tareas en las que debía participar para sacar adelante un
proyecto que se había ido larvando sobre todo en 1994, delegué en uno de
los colaboradores de Seqüències de cinema para que se encargara de
confección una crítica dentro de la sección dedicada a los libros,
preferentemente de análisis cinematográfico.
Casi treinta años transcurridos desde aquel
episodio, no he dejado escapar la oportunidad de dar cuenta de la lectura del
texto escrito a dos manos por Balló y Pérez, pero en la lengua materna que
presumo de ambos, el catalán. En una apuesta que cabe poner en valor a cargo
del sello Anagrama, ya en octubre de 2015 había visto la luz La llavor
inmortal. Nueve años después, para su segunda edición, se ha escogido de nuevo para
su portada un fotograma de Fellini 8 ½ (1963), para la ocasión ribeteado de blanco con
un fondo ocre. La elección de esta producción italiana no es baladí, ya que los
autores cierran su ensayo con una aseveración que puede despertar ciertas
discrepancias, pero que no está huérfana de un sentido de la reflexión
medida desde el conocimiento: «Fellini 8 ½ se construye de esta forma en la
película de las películas. Su importancia, cada vez más reconocida, se debe al
hecho que representa para el cine moderno lo mismo que Ciudadano Kane —aquel
otro mosaico de incertidumbres— para el cine clásico: haber abierto en su significación
poliédrica todo un campo de expresión argumental». Aunque este final persigue
sacudir la «conciencia» cinéfila, sobre todo de aquellos «parapetados» en preceptos
más abonados al cánon, no representa el propósito esencial de Balló y Pérez.
Más bien, de la lectura de La llavor inmortal se desprende una voluntad por
parte de sus autores de establecer un «orden taxonómico» referido al medio
cinematográfico propio de la mente de un científico. El resultado del mismo
abona la tesis que un arte ya centenario se fundamenta en muchas menos líneas o
premisas argumentales de las que nos podríamos imaginar. Semejantes patrones
argumentales funcionan por ósmosis, afectando a distintos géneros, muy evidente
en el caso del western y del cine negro. A medida que he ido leyendo el libro
he tenido la sensación, al rememorar la experiencia de ver numerosas de las
películas que se citan en el texto, que había «acompañado» a Balló y Pérez en
otras tantas proyecciones en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, ya
sea en su emplazamiento de Travesera de Gràcia o de la Avenida Aquitània. En
aquel periodo un porcentaje importante de las películas referenciadas en este
ensayo tan solo podían ser visibles en una ventana como la que procuraban
filmotecas siendo, a diferencia de hoy en día, auténticos «templos» para
cinefilia. Sin lugar a dudas, allí refinaron su gusto cinéfilo los profesores Jordi
Balló y Xavier Pérez, de naturaleza transversal, fiada a los auteurs pero
asimismo procurando realzar la contribución de los denominados artesanos que
trabajaron en Hollywood o sus aledaños durante la vigencia del star-system.
Cabía la posibilidad que Balló y Pérez se encomendaran a un ejercicio de actualización del texto escrito en periodo finisecular. Al no hacerlo, hubiese sido preceptivo buscar un subtítulo que acotara el periodo objeto de análisis, completando así la frase que luce en la edición de 2015: «els arguments universals en el cinema (1895-1995)». Con todo, el paso del tiempo no ha erosionado un ápice el valor de este ensayo cuyo adjetivo incluido en su título puede ser extensible, a modo de sinónimo, a su catalogación de «clásico» por antonomasia entre los ensayos cinematográficos publicados en ese fin de siècle en lengua española y con el cambio de milenio, también en lengua catalana.
lunes, 4 de noviembre de 2024
«CADA NOCHE, A LAS NUEVE» (1963) de JULIAN GLOAG: CHILD’S PLAY
Aunque compartíamos el amor por los libros,
el cine y asimismo ciudad —un servidor de nacimiento y él de adopción— José
María Latorre (1945-2014) y yo nos vimos poco y tan solo coincidimos en una
ocasión con un grupo de amigos. Celoso a la hora de dejar prestados libros (figuraba
escrito su nombre y la fecha de adquisición), recuerdo que de su inmensa
colección tuve acceso gracias a él por primera vez a la lectura de A las
nueve, cada noche (1963) del británico Julian Gloag (1930-2023), en una vieja edición del
sello Destino con una portada de tonalidades azulverdosas. Entiendo que no
resultó fácil para José María Latorre «desprenderse», ni que fuese durante unos
días de esta pieza literaria que muchos de los que visitamos la cinta dirigida
por Jack Clayton con una cierta inquietud literaria quisimos saber del contenido
de la novela de partida adaptada por la que acabaría siendo la esposa del
cineasta —Haya Harareet, de origen palestino—, y por su compatriota Jeremy
Brooks. Desde entonces anidaba la esperanza que algún día podía poseer mi
propia edición de la opera prima de Gloag. Todo indicaba que el sello
Impedimenta, tarde o temprano, llevaría a cabo la publicación de Our Mother’s
House, máxime después de los precedentes de haber editado Un lugar en la
cumbre (1957) de John Braine, La solitaria pasión de Judith Hearne (1955)
de Brian Moore y El devorador de calabazas (1962) de Penelope Mortimer,
todas ellas con un hilo en común: sus adaptaciones al celuloide corrieron a
cargo de Jack Clayton. Me consta que Our Mother’s House era un título
que tenía en cartera Enrique Redel y su equipo, pero quizás el conocimiento de
la noticia de la muerte de su autor en Francia —convertido con el devenir de
los años en su país de adopción— precipitara la publicación de la
novela, eso sí, con el título cambiado en relación a la edición de Destino, Cada
noche, a las nueve. Sería, pues, la primera de las correcciones a las que
se encomendaría Olalla García para la traducción de un texto en el que proliferan
los diálogos. En todo caso, el orden de los factores (gramaticales) no altera
el producto. Con la confianza que me sigue generando un libro de Impedimenta
que cuente con una traducción a cargo de uno de los integrantes de la
formidable «plantilla» de profesionales del sello madrileño, en mi segunda
lectura de Cada noche, a las nueve he podido recrearme en algunas
sutilezas empleadas por Gloag en el curso de la narración. A modo de ejemplo, Gloag,
valiéndose de una voz omnisciente, describe las sensaciones que
experimenta al descubrir el tipo de mujeres a las que invita Charlie Hoock (el
padre ausente que regresa al hogar tras el fallecimiento de la madre a la que
se refiere el título original): «Pero Hubert sabía que no se había
equivocado. Ahora, cuando iba a abrir la puerta principal, ya no sentía ningún
cosquilleo de emoción, ni de miedo. En un par de ocasiones habían venido
mujeres… ¿O señoras? Cuando se marcharon, su aroma permanecía en la sala
durante mucho tiempo». Al omitir el vocablo «prostituta» o «puta» indica
que Julian Gloag pensaba también en el potencial público adolescente o juvenil
que podría acercarse a una novela que, al ser «traducida» en imágenes quedó
sustancialmente rebajado su contenido dramático, sobre todo en el episodio que
compromete a la salud de Gerty, optando Harareet y Brooks por la recuperación «milagrosa»
de la pequeña, en contraste con la fatalidad a la que aguarda al segundo más
pequeño de los siete vástagos que tiene a su «cargo» Charlie Hook. A tenor de
la descripción física que hace Gloag de este pendenciero y mujeriego personaje,
cuadraría mejor con la fisonomía del Gérard Depardieu de los años noventa que
Dick Bogarde. No obstante, la vileza que muestra bajo los efectos del alcohol
Bogarde en su encarnación de Charles Roland Hoock cautivaron de tal manera a
Luchino Visconti que lo eligió para el papel de Friedrick Bruckman en La
caída de los dioses (1969) y para el rol de Gustav von Aschenbach en Muerte
en Venecia (1971). Sin lugar a
dudas, Latorre aplaudiría la decisión de Visconti y, al mismo tiempo,
debió conocer en algún momento de su vida la problemática generada entre Gloag e
Ian McEwan, a quien acusó de «inspirarse» en Out Mother’s House el
ensamblaje narrativo de Jardín de cemento (1978), editado en lengua española por Anagrama. A pesar de las
evidentes similitudes relativas a su premisa argumental —fruto o no de la casualidad—,
McEwan iría más allá de lo que plantea Gloag en su novela, deslizándose por
esos oscuros rincones relativos al incesto y la identidad sexual. No
obstante, Gloag se reservaría en la recámara una dulce venganza —tras
haber perdido la fe en los tribunales de justicia; McEwan nunca fue condenado
por plagio— con la publicación de Lost and Found (1981), en que de
alguna manera adapta al terreno de la ficción novelada una historia que, al
parecer, le marcó de por vida. Huelga decir que Ian McEwan es el escritor de
éxito al que se refiere la novela de Gloag que podría ser traducida como «Objetos
perdidos» y quien sabe si en un futuro puede quedar integrada al catálogo
de Impedimenta.
martes, 1 de octubre de 2024
«EL ARPA DE HIERBA» (1951): EL ÁRBOL DE LA VIDA
Cuando pensamos en un lugar idílico donde reclinarnos para leer un libro nos sobreviene la imagen de un árbol que luce esplendoroso en un entorno natural, ya sea por ejemplo en el claro de un bosque o en el lateral de un campo perfectamente perimetrado merced a la superficie cultivada. El árbol como símbolo estático integrado al conjunto de la naturaleza ha inspirado una notable lista de piezas literarias indistintamente en formato de novela o de relato corto. Además de ello, ha servido de improvisado habitáculo para personajes de ficción que hacen acto de presencia en obras literarias, particularmente en las novelas publicadas en los años cincuenta El arpa de hierba (1951) y El barón rampante (1957), segundo de los tres volúmenes que conforman la trilogía del «Nuestros antepasados» (1952-1959) de Italo Calvino. Buen conocedor de la literatura de Truman Capote, no debería extrañar que el escritor italiano tomara nota —aunque fuese a nivel del subconsciente— del contenido de la novela de Capote, en especial por lo que atañe a los pasajes en que el personaje de Collin Fenwick —alter ego del precoz escritor sureño— motu proprio decide instalarse en una cabaña situada en lo alto de un majestuoso árbol. Una muestra de rebeldía que funciona a modo de oposición a los convencionalismos, al orden establecido por los que se rige una localidad rural del estado de Alabama, persiguiendo un sentido metafórico que seis años más tarde plasmaría en una de sus novelas más celebradas el escritor oriundo de Cuba Italo Calvino. Pero, a diferencia de Cosimo di Rondò, Collin Fenwick forma parte de una pequeña «comunidad» integrada por su tía Dolly Talbo, la criada Catherine y su amigo Riley Henderson. Todos ellos acabarán enfrentados a las fuerzas vivas de una comunidad rural de la que la tía Verena —antítesis de su hermana Molly— atiende al perfil de señora rica, aposentada en su particular «Shanadú». Allí ocupará plaza temporalmente Colin, cuya descripción física, condición de huérfano y edad concuerda con el el propio escritor, salvo en su estatura. De algún modo, Capote quiso alterar la realidad concediendo a su imaginación la imagen de un adolescente de un metro y setenta centímetros, casi un palmo más de su estatura. Se trata de uno de los trazos físicos distintivos de Truman Capote, quien combatió toda suerte de complejos con una proverbial capacidad para la escritura fruto, entre otras consideraciones, de sus (afiladas) dotes de observador del entorno que le tocó vivir durante sus años de adolescencia. Para la segunda de las novelas que llegó a publicar Capote —dejando al margen sus cuentos— ofrece un pormenorizado retrato de un microcosmos rural vitaminado a partir de su conocimiento de primera mano de aquellas existencias de personajes sojuzgados por la hipocresía inherente a esos «universos cerrados», en el que apenas trascienden noticias del exterior, más aún si cabe provenientes allén de las fronteras de los Estados Unidos. Conforme se ha ido reeditando por parte del sello Anagrama —contabilizando un total de diez hasta la fecha, para la ocasión dentro de la colección Compactos— El arpa de hierba sigue acumulando méritos para que su entrañable historia, no exenta de episodios (tragi)cómicos, traspase los muros de los Estados Unidos y pase a ser lectura «obligada» a las escuelas de países como el nuestro, a la estela de novelas cargadas de humanismo como Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee (amiga de infancia del menudo escritor) o El barón rampante, de Calvino, quien había imaginado el sur de los Estados Unidos a través de las lecturas de textos, entre otros, de Truman Capote, antes de viajar a Norteamérica.
miércoles, 24 de julio de 2024
«LA MEMORIA DE LOS ANIMALES» de CLAIRE FULLER: EXPERIMENTANDO CON EL PASADO
Ávida lectora, Isabel Coixet
hace algo más de un lustro adaptó a la gran pantalla La librería,
la novela corta de Penelope Fitzgerald (1916-2000) que alcanza, a día de
hoy, su décimo quinta edición a cuenta del sello Impedimenta. Dentro del mismo
catálogo de la editorial madrileña, no me cabe duda que Coixet ha reparado en
otro nombre propio de escritora inglesa, el de Claire Fuller (n. 1967), cuyo
repóker de novelas publicadas hasta la fecha dan la medida de una prosista de
primera categoría, además de ser poseedora de propuestas que pivotan sobre
personajes femeninos afectados, por lo general, de una dificultad de comprender
el mundo que les rodea. A veces lo hacen, como el personaje de Jeanie en Tierra
inestable (2021), desde una marginalidad que razona en tiempos de la
realidad del siglo XXI, a modo de botón de muestra de la dificultad de
sobrevivir en un mundo hostil al albur de la problemática ligada a la
precariedad laboral, el cambio climático o de la carestía de la vida, Para su
siguiente novela, La memoria de los animales (2023) opera desde
planos temporales distintos, al igual que en Swimming Lessons
(2017), pero con la particularidad que el pasado de la «heroína» de la función
literaria —Nefty— es evocado desde un pasado representado a través del filtro
de los recuerdos. Una vez más, en la obra de Fuller se dan cita relaciones
paternofiliales trenzado de un sentimiento ambivalente, en ocasiones servidos
en un tono de reproche y en otras con apremio a la disculpa o la indulgencia. Claire
Fuller, atenta a la realidad de nuestro tiempo, ha creado con La memoria
de los animales una de las primeras novelas de verdadero empaque recreadas
en el marco de una pandemia, a imagen y semejanza a la vivida con la COVID-19,
y que puso en jaque al mundo a lo largo de un trienio, el comprendido entre
2020 Y 2022. No obstante, Fuller desborda semejante espacio temporal en que la
humanidad entra en una fase crítica dada las elevadísimas tasas de mortalidad
ofreciendo una visión un tanto apocalíptica, y deja que buena parte del relato transite
por los recuerdos de infancia y de adolescencia de la protagonista, en tierras helenas.
Ello sirve en bandeja el ir hilvanando un relato en que vuelve a aflorar en la
literatura las complejas relaciones entre padres e hijos, que ya habían tenido
acomodo por primera vez en la opera prima de la escritora, Our Endless
Numbered Days (2015), de la que IMpedimenta anuncia edición en español presumiblemente de cara al próximo año.
Haciendo gala de un proverbial uso de un
lenguaje abonado a una descripción minuciosa, acaso puntillistas de cada uno de
los espacios por donde se conduce el personaje de Nefty, quien coincide con el
Doc de Cannery Row (1945) de John Steinbeck en compartir la
condición de biólogo marina. Una formación que representa una rara avis (más
allá de los márgenes de la ciencia-ficción o de la fantaciencia) dentro de la
literatura universal y que da pie a desplegar un particular animalario, en que
gana prestancia un pulpo con resabios de «mascota» a los ojos de Nefty, una
auténtica autoridad en el conocimiento de esta especie con capacidad de (auto)regenerar
partes de su anatomía. Por su parte, los tentáculos de Fuller se posan
para su quinta novela en un tipo de literatura con una formulación de distopía,
aunque más alineada con un pronunciamiento metafórico, a juego con el título que
luce en una de las portadas más bellas servidas por el sello Impedimenta,
cortesía de Lisa Ericson.