lunes, 12 de mayo de 2025

«UN PUÑADO DE POLVO» (1934) de EVELYN WAUGH: REGRESO A HETTON ABBEY


A partir de principios de los años sesenta, ya de retiro a sus «cuarteles de invierno» en su Inglaterra natal, Arthur Evelyn St. John Waugh —en arte, Evelyn Waugh (1903-1966)— emprendió la labor de revisar sus propios textos, algunos de los cuales le habían granjeado fama y prestigio internacional. De algún modo, aquel ejercicio tan caro a escritores guiados por un mórbido afán perfeccionista, no debía extrañar para alguien como Waugh, quien para su cuarta novela publicada, A Handful of Dust (1934), recicló una historia que había manufacturado el año anterior y de ahí sacó su final. Se trata de El hombre al que le gustaba Dickens (1933), publicada por primera vez en las páginas de la revista Cosmopolitan. En su condición de viajero impenitente, Evelyn Waugh pasó una temporada en Brasil, llegando a tomar contacto con todo un personaje, al que el relato corto asigna el nombre inventado de Sr. McMaster. En manos de otro literato, la historia corta de El hombre al que le gustaba Dickens hubiese podido servir de embrión para una novela recreada en un entorno virginal, salvaje e inhóspito con ecos a Joseph Conrad, pero Waugh prefirió optar para que quedara trenzada con el mismo hilo que el utilizado para la construcción de A Handful of Dust. Presumiblemente, la mayor ironía de esta pieza literaria descanse en el hecho que Waugh, para superar un periodo de crisis creativa —ligada a sus fracasos amorosos—, muy avanzada su escritura encontrara encaje para su final un texto cuyo personaje epónimo se vale de un foráneo de nacionalidad británica —Tony Last— para que le lea las obras completas de Charles Dickens (1812-1870) en su destierro brasileño. El Sr. McMaster lo hace fruto de la devoción por la palabra escrita por Dickens, toda ironía tomando en consideración que el propio Evelyn Waugh conocía al detalle la inmensa obra del escritor londinense por la vía paterna, Arthur Waugh (1866-1943), a la sazón editor jefe de Chapman & Hall, la «casa madre» del autor de Oliver Twist. A juicio de su primogénito, tal como señala Carlos Villar Flor en el prólogo para la edición de Impedimenta de Un puñado de polvo, se mostraba ambivalente a la hora de enjuiciar el legado literario de Charles Dickens. Aun reconociendo la indeleble huella que dejaron la lectura de los textos de Dickens, para el paladar de Evelyn Waugh los platos cocinados por el afamado escritor resultaban un tanto empalagosos, el equivalente a un exceso de sentimentalismo que, de algún modo, sería una de las señas de identidad de su autor. En cambio, la literatura de Evelyn Waugh transita por caminos distintos, estableciendo a partir de Un puñado de polvo un recorrido que se salde del molde (satírico) con el que habían sido sus tres anteriores novelas, Decadencia y caída (1928), Cuerpos viles (1930) y Merienda de negros (1932). Publicada en diversas ocasiones en lengua española, el sello Impedimenta cumple acaso una vieja aspiración de incluir en su majestuoso catálogo uno de los nombres propios por excelencia de las Letras Británicas de la primera mitad de la pasada centuria, Evelyn Waugh, no precisamente con una obra catalogada de «menor». A pesar de apenas haber superado los treinta años, Waugh deja patente con A Handful of Dust un dominio primoroso de una narración que nos transporta a los felices años veinte del siglo XX en Gran Bretaña, un periodo de entreguerras en que el tiempo parece detenerse en los dominios de Hetton Abbey, allí donde conviven dos realidades y modos de pensar disímiles, el que representa Tony —un eterno aspirante a formar parte del Parlamento británico— y su esposa Brenda Last, cuya vida tediosa la exaspera al punto de comprar un apartamento en Londres donde dar rienda suelta a la existencia a la que quiere, en verdad, abonarse, y el que acabará siendo su «nido de amor» en compañía de John Beaver. Se trata de un nombre para nada escogido al azar, ya que el castor de su apellido entronca con las referencias al animalario —como revela en el prólogo Villar, a la sazón traductor del libro— que provisionaría para una de sus masterpieces Evelyn Waugh. 

En su ocaso profesional y vital el cinematógrafo llamó al timbre de la puerta donde residía Evelyn Waugh. Tony Richardson dejaría por escrito en su libro autobiográfico Long Distance Runner (1991) un episodio que razona del sentido de la ironía que seguía conservando un sexagenario Waugh, a propósito de la (breve) correspondencia que mantuvo con uno de los adalides del free cinema, dispuesto a ofrecer un marco temporal más moderno para Los seres queridos en su traslación a la gran pantalla. Charles Sturridge, en cambio, respetaría el marco temporal —1919— en el que se desarrolla A Handful of Dust a la hora de acometer la versión cinematográfica homónima con el sello de qualité británico, conformado por un cuerpo de intérpretes extraordinarios, algunos aún poco conocidos por el gran público que frecuentaba en aquel entonces las salas comerciales —Kristin Scott-Thomas en el papel de Brenda; James Wilby como Tony Last o Judi Dench en el rol de la madre de John Beaver, encarnado para la ocasión por Rupert Graves— y otros con la aureola de leyendas, caso de sir Alec Guinness, en la piel del Sr. Todd —el avatar cinematográfico del Sr. McMaster—, el mismo que un año antes había dado cobertura a uno de los personajes medulares de La pequeña Dorrit (1987), film nacido a partir de una novela de Dickens. Por consiguiente, se trata de un guiño dickensiano a cuenta de Sturridge, «El hombre al que le gustaba Evelyn Waugh», en lo que vendríamos a colegir una certera adaptación en fondo y forma que honraría la memoria del genial escritor al que infinidad de lectores asocian a Retorno a Briteshead. Pero antes de Briteshead Waugh hizo «parada» en Hetton Abbey en su sublime novela con final dickensiano (valga la ironía) incluido.      

domingo, 6 de abril de 2025

«LOS PERROS LADRAN» de TRUMAN CAPOTE: EL VIAJERO IMPENITENTE


Impelido por un afán completista, en octubre de 2002 asistí a la proyección de Porgy y Bess (1959), en un marco difícilmente imaginable para una producción musical: el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Un recorrido en tren de unos cincuenta kilómetros me llevó a los aledaños del recién inaugurado Auditorio de Sitges, situado en el complejo del Hotel Melià. Se trata de una distancia ínfima si la comparamos con los mil quinientos kilómetros recorridos también en transporte ferroviario por una troupe de ciudadanos estadounidenses en representación de la Everyman Opera para llevar a cabo los preparativos y asistir al estreno en San Petersburgo de un montaje escénico de Porgy & Bess con música compuesta por George Gershwin. Ello sucedió a mediados los años cincuenta, cuatro años antes del estreno del film dirigido por Otto Preminger, dando cabida a uno de los temas medulares de su obra cinematográfica, el del conflicto racial. Si bien la película realizada por el vienés Preminger nunca llegó a ser proyectada en salas comerciales de la extinta Unión Soviética, en cambio algunos privilegiados pudieron asistir a una representación sobre los escenarios de Porgy and Bess con bandera estadounidense, en lo que vino a ser un gesto de acercamiento entre las dos superpotencias de la era de la Guerra Fría. Truman Capote (1924-1984) relataría aquel episodio histórico desde el prisma cultural, pero asimismo sociopolítico— en Se oyen las musas, el más largo de los textos integrados en el volumen Los perros ladran que el sello Anagrama ha publicado recientemente dentro de la Biblioteca dedicada al insigne escritor sureño. Sin lugar a dudas, se trata de la «joya de la corona» de una colección de relatos cortos con «denominación de origen» Truman Capote, en la que da cuenta de su condición de viajero impenitente, incluso en territorios remotos como Haití, pero dejando patente su filiación por el viejo continente, allí donde encontraría refugio para combatir sus demonios interiores, aquellos prestos a agudizarse tras la presión a la que se vio sometido durante el proceso creativo de una de sus masterpieces, A sangre fría (1965). Una decena de años antes de haber cosechado un enorme éxito comercial con In Cold Blood, en Se oyen las musas ya se podían escuchar los ecos de un estilo de escritura perfilada sobre lo que vino a denominarse el relato de no-ficción. Muchos de los textos escritos por Truman Capote están salpimentados por lo mordaz, lo irónico, lo sarcástico y/o lo snob. Sin embargo, en Se oyen las musas prima un sentido descriptivo, el propio de un intelectual que escruta a un selecto grupo de sus conciudadanos entre los cuales formaban sus colegas de profesión Leonard Lyons, e Ira Wolfert, que viajan con sus respectivas parejas, muchos de los cuales invitados para la compañía teatral neoyorquina que hizo Historia en la por aquel entonces hermética Unión Soviética. Coincidiendo en el tiempo, el sello Big Sur ha publicado Se oyen las musas con imagen en blanco y negro de archivo que muestra una viñeta de un cuarteto de miembros de la compañía de raza negra en un entorno nevado en lo que podemos colegir que podría ser San Petersburgo, otrora conocida como la ciudad de Leningrado. Por su parte, Anagrama buscó para la solución de portada un dibujo de trazo sencillo, en el que un pájaro de color verde sostiene con su pico unas gafas, a buen seguro propiedad de Truman Capote, quien emprendió el vuelo por un sinfín de lugares del planeta Tierra antes de consolidar su prestigio con sus Opus magna. Como en su momento la proyección de Porgy y Bess me había llevado a visitar la Blanca Subur, la pulsión completista me ha conducido a la lectura de Los perros ladran, un compendio de relatos que, una vez más, dejan al descubierto el magisterio de un escritor de afilada y precisa prosa que aún le quedaba recorrido para ir puliendo un estilo único e intransferible.   

domingo, 26 de enero de 2025

«DESPACHOS DE GUERRA» (1977) de Michael HERR: UNA OBRA MAESTRA DEL RELATO PERIODÍSTICO

 

En la génesis o desarrollo de los proyectos de dos de las producciones cinematográficas contemporáneas más relevantes que nos muestran sin tapujos el absurdo de la guerra más allá del marco geográfico donde se desarrollan y que, a día de hoy, siguen siendo multireferenciadas, tienen una figura en común en su ficha técnica: Michael Herr (1940-2016). Fallecido hace casi una década, Herr atrajo la atención de Francis Ford Coppola y Stanley Kubrick, sendos talentos con marcadas personalidades, que incorporaron a sus respectivos equipos de trabajo en Apocalypse Now (1979) y La chaqueta metálica (1987) la que se revelaría una pieza clave a la hora de articular un dispositivo narrativo que atiende a la descripción de una realidad vivida en sus propias carnes.

   En diversas ocasiones había tenido la intención de leer la Opus magna de Michael Herr, Despachos de guerra (1977), pero partía de una idea preconcebida que podría tratarse de un relato en primera persona levantando acta de lo acontecido en un determinado frente bélico, en su caso durante la Guerra de Vietnam. Una crónica más, pues, que añadir a la larga lista de periodistas camuflados entre soldados y mandos intermedios que aportaron su testimonio en la retaguardia, cuyo brillo narrativo quedara convenientemente rebajado por la crudeza del propio relato, directo, punzante, despojado de adornos en forma de metáforas o alegorías. Pero semejantes apriorismos quedarían refutados de inmediato a medida que iba avanzando en la lectura de Despachos de guerra en su edición de Anagrama integrada en su colección Crónicas. No cabe duda que, a renglón seguido del cierre de la Guerra de Vietnam —desde el prisma historicista; la guerra interna que librarían infinidad de soldados incorporados a la vida civil no parecía tener fin—, Michael Herr pasó por un «estado de gracia» al ir pulsando las teclas de su máquina de escribir para dar forma a un prodigioso relato que nos abre a la realidad de un mundo que se asemeja, en su concepción orgánica, a una estructura empresarial. Entre líneas podemos intuir que la guerra no deja de ser un (gran) negocio provisionado de un andamiaje empresarial con una estructura organizativa (perfectamente) jerarquizada y diseñada para que la maquinaria no se detenga, al tiempo que el frente de batalla se convierte en una «trituradora humana». A medida que la lectura avanza nos vamos familiarizando con siglas que remiten indefectiblemente a un complejo organizativo con multitud de divisiones, las unas relativas a la intendencia, las otras a la economía o las que atañen a lo militar coaligado con el poder gubernamental dictado desde Washington a través de las administraciones de Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon. En su último año en la Casa Blanca, Johnson asistió con enormes dosis de preocupación a uno de los episodios, el de la ofensiva del Tet, que marcaron un punto de inflexión en el curso de la Guerra del Vietnam. De aquel cruento episodio registrado en 1969 —en tres fases bien marcadas— el reportero Michael Herr levanta acta haciendo valer su pericia narrativa salpimentada de referencias literarias —ilustrativa al respecto la cita a Lord Jim, la novela escrita por Joseph Conrad, cuyo relato El corazón de las tinieblas sirvió de inspiración para Apocalypse Now— y cinematográficas —por ejemplo, a La hora final (1959), seguramente uno de los films vistos en su etapa juvenil, en los primeros compases de la Guerra Fría—, en una muestra palmaria que Despachos de guerra no tan solo se nutre de sus experiencias vividas en Vietnam durante varios años.

    No cabe duda que Despachos de guerra, cumplido casi medio siglo de vida, sigue siendo una obra de una extraordinaria vigencia, capaz de seducir con su veta literaria a lectores provenientes de distintos frentes generacionales, dejando constancia que tras ese gran «tinglado» económico que representa la guerra, en que la industria armamentística ejerce de palanca para propulsar sus propios intereses, atendemos a una realidad deshumanizada en que los cadáveres pasan a ser simples números contabilizados en los libros de Historia como si se tratara de un mero eco estadístico. Por fortuna, Michael Herr sobrevivió a toda clase de penurias y dificultades —la muerte sobrevoló su nido en diversas ocasiones, para contar la que sigue siendo una obra maestra de referencia del periodismo en tiempos de guerra.     


sábado, 21 de diciembre de 2024

«GÓTICO BOTÁNICO: Cuentos de un verdor perverso»: LA NATURALEZA REBELADA

 

Tradición obliga, en el periodo (pre)navideño aparece en el mercado editorial bajo el paraguas del sello Impedimenta una antología que recopila una serie de relatos cortos con el denominador común de una determinada temática, por lo general, escorada hacia el lado oscuro de la existencia humana… y planetaria. En esta ocasión toca el turno a una antología compuesta por dieciocho cuentos bajo el genérico Gótico botánico: cuentos de un verdor perverso, en que tienen cabida autores versados en la fantaciencia como M. R. James, David H. Keller, Roald Dahl, H. P. Lovecraft y el extraordinariamente prolífico Auguste Derleth con otros tantos que a lo largo de sus respectivas trayectorias profesionales apenas abordaron la ciencia-ficción y/o el terror, o lo hicieron de manera tangencial, como Nathaniel Hawthorne, Richard Compton, Eudora Welty o Zenna Henderson.  De ahí radica, en buena parte, el atractivo de esta antología, una mezcolanza de autores y estilos que ofrecen como resultado de la ecuación una estimulante lectura en la que, a grandes rasgos, la Naturaleza se revela contra la especie dominante del planeta Tierra, el Homo sapiens, enfrentado a una amenaza que no parece obedecer a un razonamiento científico dictado desde la lógica. Las publicaciones originales de semejantes textos —en una considerable proporción en revistas de sci-fi del prestigio de Amazing Stories o Weird Tales— se concentraron sobre todo en la denominada «Edad de Oro» de un género literario que, en el ecuador de aquella década prodigiosa —la de los años cincuenta— alumbró El día de los trífidos (1955) del británico John Wyndham. En torno a esta pieza literaria cuelgan —a modo de influencia— multitud de textos, algunos de los cuales se encuentran integrados en Gótico botánico. De igual modo, Wyndham pudo dejarse seducir por el contenido de La guerra de la hiedra de David H. Keller (1880-1966), quien con tan solo una treintena de páginas desarrolla una historia que invita a pensar de que se trata de un diáfano precedente de The Day of the Triffids. A diferencia del texto de Wyndham, La guerra de la hiedra no obtuvo el crédito suficiente en el campo del audiovisual —el registro de adaptaciones a la pequeña y la gran pantalla quedaría en blanco— para que llegara a popularizarse. Por ello, la presente edición representa una extraordinaria oportunidad para calibrar el alcance del relato corto de Keller, trufado de analogía con el clásico obra de Wyndham y, por ende, anticipándose a varios de los preceptos narrativos que guiarían al género de la ciencia-ficción o del fantaterror cuando la Naturaleza se rebela frente a los efectos devastadores que causa en la misma la mano del Homo sapiens.    

   En el cómputo global, la lectura de Gótico botánico nos ofrece una perspectiva sobre ese «mundo oculto» presidido por una infinita gama de verde —que acaba alineándose con otros factores arraigados en la Naturaleza —terremotos, tormentas, tsunamis, ciclones, etc.— capaces de provocar un desequilibrio en la faz de la Tierra que ponga contra las cuerdas (parcialmente) la existencia del ser humano o, cuanto menos, quebrar la paz de una comunidad —léase un núcleo rural o urbano— de terrícolas. Cápsulas literarias en formato de cuentos —entre una decena y una treintena de páginas de extensión— que preservan en ámbar la esencia de un modelo de escritura nacida fruto de la combinación de una fértil imaginación y una (superlativa) capacidad de observación de un entorno natural que crea sus propias resistencias.  


jueves, 21 de noviembre de 2024

«LA LLAVOR INMORTAL» de Jordi Balló y Xavier Pérez: METODOLOGÍA TAXONÓMICA AL SERVICIO DEL ESTUDIO CINEMATOGRÁFICO

 

Coincidiendo con la celebración del centenario del cine, en 1995 apareció en el mercado editorial de nuestro país La semilla inmortal, escrito por los profesores universitarios Jordi Balló y Xavier Pérez. Por aquel entonces me encontraba enfrascado en la dirección de la primera revista de cine en catalán (de periodicidad mensual), Seqüències de cinema. Creo recordar que entre los libros recibidos en la mesa de redacción para la elaboración y posterior publicación de la preceptiva reseña crítica de los mismos figuraba un ejemplar de La semilla inmortal. Me pareció, cuanto menos, una lectura sugerente por lo original de su planteamiento, pero dada la avalancha de tareas en las que debía participar para sacar adelante un proyecto que se había ido larvando sobre todo en 1994, delegué en uno de los colaboradores de Seqüències de cinema para que se encargara de confección una crítica dentro de la sección dedicada a los libros, preferentemente de análisis cinematográfico.

   Casi treinta años transcurridos desde aquel episodio, no he dejado escapar la oportunidad de dar cuenta de la lectura del texto escrito a dos manos por Balló y Pérez, pero en la lengua materna que presumo de ambos, el catalán. En una apuesta que cabe poner en valor a cargo del sello Anagrama, ya en octubre de 2015 había visto la luz La llavor inmortal. Nueve años después, para su segunda edición, se ha escogido de nuevo para su portada un fotograma de Fellini 8 ½ (1963), para la ocasión ribeteado de blanco con un fondo ocre. La elección de esta producción italiana no es baladí, ya que los autores cierran su ensayo con una aseveración que puede despertar ciertas discrepancias, pero que no está huérfana de un sentido de la reflexión medida desde el conocimiento: «Fellini 8 ½ se construye de esta forma en la película de las películas. Su importancia, cada vez más reconocida, se debe al hecho que representa para el cine moderno lo mismo que Ciudadano Kane —aquel otro mosaico de incertidumbres— para el cine clásico: haber abierto en su significación poliédrica todo un campo de expresión argumental». Aunque este final persigue sacudir la «conciencia» cinéfila, sobre todo de aquellos «parapetados» en preceptos más abonados al cánon, no representa el propósito esencial de Balló y Pérez. Más bien, de la lectura de La llavor inmortal se desprende una voluntad por parte de sus autores de establecer un «orden taxonómico» referido al medio cinematográfico propio de la mente de un científico. El resultado del mismo abona la tesis que un arte ya centenario se fundamenta en muchas menos líneas o premisas argumentales de las que nos podríamos imaginar. Semejantes patrones argumentales funcionan por ósmosis, afectando a distintos géneros, muy evidente en el caso del western y del cine negro. A medida que he ido leyendo el libro he tenido la sensación, al rememorar la experiencia de ver numerosas de las películas que se citan en el texto, que había «acompañado» a Balló y Pérez en otras tantas proyecciones en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, ya sea en su emplazamiento de Travesera de Gràcia o de la Avenida Aquitània. En aquel periodo un porcentaje importante de las películas referenciadas en este ensayo tan solo podían ser visibles en una ventana como la que procuraban filmotecas siendo, a diferencia de hoy en día, auténticos «templos» para cinefilia. Sin lugar a dudas, allí refinaron su gusto cinéfilo los profesores Jordi Balló y Xavier Pérez, de naturaleza transversal, fiada a los auteurs pero asimismo procurando realzar la contribución de los denominados artesanos que trabajaron en Hollywood o sus aledaños durante la vigencia del star-system.  

    Cabía la posibilidad que Balló y Pérez se encomendaran a un ejercicio de actualización del texto escrito en periodo finisecular. Al no hacerlo, hubiese sido preceptivo buscar un subtítulo que acotara el periodo objeto de análisis, completando así la frase que luce en la edición de 2015: «els arguments universals en el cinema (1895-1995)». Con todo, el paso del tiempo no ha erosionado un ápice el valor de este ensayo cuyo adjetivo incluido en su título puede ser extensible, a modo de sinónimo, a su catalogación de «clásico» por antonomasia entre los ensayos cinematográficos publicados en ese fin de siècle en lengua española y con el cambio de milenio, también en lengua catalana.          


lunes, 4 de noviembre de 2024

«CADA NOCHE, A LAS NUEVE» (1963) de JULIAN GLOAG: CHILD’S PLAY

 

Aunque compartíamos el amor por los libros, el cine y asimismo ciudad —un servidor de nacimiento y él de adopción— José María Latorre (1945-2014) y yo nos vimos poco y tan solo coincidimos en una ocasión con un grupo de amigos. Celoso a la hora de dejar prestados libros (figuraba escrito su nombre y la fecha de adquisición), recuerdo que de su inmensa colección tuve acceso gracias a él por primera vez a la lectura de A las nueve, cada noche (1963) del británico Julian Gloag (1930-2023), en una vieja edición del sello Destino con una portada de tonalidades azulverdosas. Entiendo que no resultó fácil para José María Latorre «desprenderse», ni que fuese durante unos días de esta pieza literaria que muchos de los que visitamos la cinta dirigida por Jack Clayton con una cierta inquietud literaria quisimos saber del contenido de la novela de partida adaptada por la que acabaría siendo la esposa del cineasta —Haya Harareet, de origen palestino—, y por su compatriota Jeremy Brooks. Desde entonces anidaba la esperanza que algún día podía poseer mi propia edición de la opera prima de Gloag. Todo indicaba que el sello Impedimenta, tarde o temprano, llevaría a cabo la publicación de Our Mother’s House, máxime después de los precedentes de haber editado Un lugar en la cumbre (1957) de John Braine, La solitaria pasión de Judith Hearne (1955) de Brian Moore y El devorador de calabazas (1962) de Penelope Mortimer, todas ellas con un hilo en común: sus adaptaciones al celuloide corrieron a cargo de Jack Clayton. Me consta que Our Mother’s House era un título que tenía en cartera Enrique Redel y su equipo, pero quizás el conocimiento de la noticia de la muerte de su autor en Francia —convertido con el devenir de los años en su país de adopción— precipitara la publicación de la novela, eso sí, con el título cambiado en relación a la edición de Destino, Cada noche, a las nueve. Sería, pues, la primera de las correcciones a las que se encomendaría Olalla García para la traducción de un texto en el que proliferan los diálogos. En todo caso, el orden de los factores (gramaticales) no altera el producto. Con la confianza que me sigue generando un libro de Impedimenta que cuente con una traducción a cargo de uno de los integrantes de la formidable «plantilla» de profesionales del sello madrileño, en mi segunda lectura de Cada noche, a las nueve he podido recrearme en algunas sutilezas empleadas por Gloag en el curso de la narración. A modo de ejemplo, Gloag, valiéndose de una voz omnisciente, describe las sensaciones que experimenta al descubrir el tipo de mujeres a las que invita Charlie Hoock (el padre ausente que regresa al hogar tras el fallecimiento de la madre a la que se refiere el título original): «Pero Hubert sabía que no se había equivocado. Ahora, cuando iba a abrir la puerta principal, ya no sentía ningún cosquilleo de emoción, ni de miedo. En un par de ocasiones habían venido mujeres… ¿O señoras? Cuando se marcharon, su aroma permanecía en la sala durante mucho tiempo». Al omitir el vocablo «prostituta» o «puta» indica que Julian Gloag pensaba también en el potencial público adolescente o juvenil que podría acercarse a una novela que, al ser «traducida» en imágenes quedó sustancialmente rebajado su contenido dramático, sobre todo en el episodio que compromete a la salud de Gerty, optando Harareet y Brooks por la recuperación «milagrosa» de la pequeña, en contraste con la fatalidad a la que aguarda al segundo más pequeño de los siete vástagos que tiene a su «cargo» Charlie Hook. A tenor de la descripción física que hace Gloag de este pendenciero y mujeriego personaje, cuadraría mejor con la fisonomía del Gérard Depardieu de los años noventa que Dick Bogarde. No obstante, la vileza que muestra bajo los efectos del alcohol Bogarde en su encarnación de Charles Roland Hoock cautivaron de tal manera a Luchino Visconti que lo eligió para el papel de Friedrick Bruckman en La caída de los dioses (1969) y para el rol de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (1971).  Sin lugar a dudas, Latorre aplaudiría la decisión de Visconti y, al mismo tiempo, debió conocer en algún momento de su vida la problemática generada entre Gloag e Ian McEwan, a quien acusó de «inspirarse» en Out Mother’s House el ensamblaje narrativo de Jardín de cemento (1978), editado en lengua española por Anagrama. A pesar de las evidentes similitudes relativas a su premisa argumental —fruto o no de la casualidad—, McEwan iría más allá de lo que plantea Gloag en su novela, deslizándose por esos oscuros rincones relativos al incesto y la identidad sexual. No obstante, Gloag se reservaría en la recámara una dulce venganza —tras haber perdido la fe en los tribunales de justicia; McEwan nunca fue condenado por plagio— con la publicación de Lost and Found (1981), en que de alguna manera adapta al terreno de la ficción novelada una historia que, al parecer, le marcó de por vida. Huelga decir que Ian McEwan es el escritor de éxito al que se refiere la novela de Gloag que podría ser traducida como «Objetos perdidos» y quien sabe si en un futuro puede quedar integrada al catálogo de Impedimenta.             


martes, 1 de octubre de 2024

«EL ARPA DE HIERBA» (1951): EL ÁRBOL DE LA VIDA

Cuando pensamos en un lugar idílico donde reclinarnos para leer un libro nos sobreviene la imagen de un árbol que luce esplendoroso en un entorno natural, ya sea por ejemplo en el claro de un bosque o en el lateral de un campo perfectamente perimetrado merced a la superficie cultivada. El árbol como símbolo estático integrado al conjunto de la naturaleza ha inspirado una notable lista de piezas literarias indistintamente en formato de novela o de relato corto. Además de ello, ha servido de improvisado habitáculo para personajes de ficción que hacen acto de presencia en obras literarias, particularmente en las novelas publicadas en los años cincuenta El arpa de hierba (1951) y El barón rampante (1957), segundo de los tres volúmenes que conforman la trilogía del «Nuestros antepasados» (1952-1959) de Italo Calvino. Buen conocedor de la literatura de Truman Capote, no debería extrañar que el escritor italiano tomara nota aunque fuese a nivel del subconscientedel contenido de la novela de Capote, en especial por lo que atañe a los pasajes en que el personaje de Collin Fenwick alter ego del precoz escritor sureño motu proprio decide instalarse en una cabaña situada en lo alto de un majestuoso árbol. Una muestra de rebeldía que funciona a modo de oposición a los convencionalismos, al orden establecido por los que se rige una localidad rural del estado de Alabama, persiguiendo un sentido metafórico que seis años más tarde plasmaría en una de sus novelas más celebradas el escritor oriundo de Cuba Italo Calvino. Pero, a diferencia de Cosimo di Rondò, Collin Fenwick forma parte de una pequeña «comunidad» integrada por su tía Dolly Talbo, la criada Catherine y su amigo Riley Henderson. Todos ellos acabarán enfrentados a las fuerzas vivas de una comunidad rural de la que la tía Verena antítesis de su hermana Molly atiende al perfil de señora rica, aposentada en su particular «Shanadú». Allí ocupará plaza temporalmente Colin, cuya descripción física, condición de huérfano y edad concuerda con el el propio escritor, salvo en su estatura. De algún modo, Capote quiso alterar la realidad concediendo a su imaginación la imagen de un adolescente de un metro y setenta centímetros, casi un palmo más de su estatura. Se trata de uno de los trazos físicos distintivos de Truman Capote, quien combatió toda suerte de complejos con una proverbial capacidad para la escritura fruto, entre otras consideraciones, de sus (afiladas) dotes de observador del entorno que le tocó vivir durante sus años de adolescencia. Para la segunda de las novelas que llegó a publicar Capote dejando al margen sus cuentos— ofrece un pormenorizado retrato de un microcosmos rural vitaminado a partir de su conocimiento de primera mano de aquellas existencias de personajes sojuzgados por la hipocresía inherente a esos «universos cerrados», en el que apenas trascienden noticias del exterior, más aún si cabe provenientes allén de las fronteras de los Estados Unidos. Conforme se ha ido reeditando por parte del sello Anagrama contabilizando un total de diez hasta la fecha, para la ocasión dentro de la colección CompactosEl arpa de hierba sigue acumulando méritos para que su entrañable historia, no exenta de episodios (tragi)cómicos, traspase los muros de los Estados Unidos y pase a ser lectura «obligada» a las escuelas de países como el nuestro, a la estela de novelas cargadas de humanismo como Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee (amiga de infancia del menudo escritor) o El barón rampante, de Calvino, quien había imaginado el sur de los Estados Unidos a través de las lecturas de textos, entre otros, de Truman Capote, antes de viajar a Norteamérica.              


miércoles, 24 de julio de 2024

«LA MEMORIA DE LOS ANIMALES» de CLAIRE FULLER: EXPERIMENTANDO CON EL PASADO

 

Ávida lectora, Isabel Coixet hace algo más de un lustro adaptó a la gran pantalla La librería, la novela corta de Penelope Fitzgerald (1916-2000) que alcanza, a día de hoy, su décimo quinta edición a cuenta del sello Impedimenta. Dentro del mismo catálogo de la editorial madrileña, no me cabe duda que Coixet ha reparado en otro nombre propio de escritora inglesa, el de Claire Fuller (n. 1967), cuyo repóker de novelas publicadas hasta la fecha dan la medida de una prosista de primera categoría, además de ser poseedora de propuestas que pivotan sobre personajes femeninos afectados, por lo general, de una dificultad de comprender el mundo que les rodea. A veces lo hacen, como el personaje de Jeanie en Tierra inestable (2021), desde una marginalidad que razona en tiempos de la realidad del siglo XXI, a modo de botón de muestra de la dificultad de sobrevivir en un mundo hostil al albur de la problemática ligada a la precariedad laboral, el cambio climático o de la carestía de la vida, Para su siguiente novela, La memoria de los animales (2023) opera desde planos temporales distintos, al igual que en Swimming Lessons (2017), pero con la particularidad que el pasado de la «heroína» de la función literaria —Nefty— es evocado desde un pasado representado a través del filtro de los recuerdos. Una vez más, en la obra de Fuller se dan cita relaciones paternofiliales trenzado de un sentimiento ambivalente, en ocasiones servidos en un tono de reproche y en otras con apremio a la disculpa o la indulgencia. Claire Fuller, atenta a la realidad de nuestro tiempo, ha creado con La memoria de los animales una de las primeras novelas de verdadero empaque recreadas en el marco de una pandemia, a imagen y semejanza a la vivida con la COVID-19, y que puso en jaque al mundo a lo largo de un trienio, el comprendido entre 2020 Y 2022. No obstante, Fuller desborda semejante espacio temporal en que la humanidad entra en una fase crítica dada las elevadísimas tasas de mortalidad ofreciendo una visión un tanto apocalíptica, y deja que buena parte del relato transite por los recuerdos de infancia y de adolescencia de la protagonista, en tierras helenas. Ello sirve en bandeja el ir hilvanando un relato en que vuelve a aflorar en la literatura las complejas relaciones entre padres e hijos, que ya habían tenido acomodo por primera vez en la opera prima de la escritora, Our Endless Numbered Days (2015), de la que IMpedimenta anuncia edición en español presumiblemente de cara al próximo año.

   Haciendo gala de un proverbial uso de un lenguaje abonado a una descripción minuciosa, acaso puntillistas de cada uno de los espacios por donde se conduce el personaje de Nefty, quien coincide con el Doc de Cannery Row (1945) de John Steinbeck en compartir la condición de biólogo marina. Una formación que representa una rara avis (más allá de los márgenes de la ciencia-ficción o de la fantaciencia) dentro de la literatura universal y que da pie a desplegar un particular animalario, en que gana prestancia un pulpo con resabios de «mascota» a los ojos de Nefty, una auténtica autoridad en el conocimiento de esta especie con capacidad de (auto)regenerar partes de su anatomía. Por su parte, los tentáculos de Fuller se posan para su quinta novela en un tipo de literatura con una formulación de distopía, aunque más alineada con un pronunciamiento metafórico, a juego con el título que luce en una de las portadas más bellas servidas por el sello Impedimenta, cortesía de Lisa Ericson.