El mundo de Haldane
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
viernes, 26 de abril de 2024
STAMPING GROUND. HOLLAND FESTIVAL OF MUSIC (1971): WOODSTOCK CON ACENTO HOLANDÉS
lunes, 15 de abril de 2024
«LAS HUELLAS DEL SOL» (1983) de WALTER TEVIS: UN «BUSCAVIDAS» ESPACIAL
Durante los tiempos de la pandemia de la COVID-19 en las plataformas digitales llegaron dos miniseries unidas por un mismo tronco en común: Walter Tevis (1928-1984). La primera en ser emitida, Gambito de dama (2020), no había sido adaptada previamente a la gran pantalla, a diferencia de El hombre que cayó a la tierra (2021-2022), cuyo precedente cinematográfico sigue formando parte del amplio repertorio de producciones guiadas tras las cámaras por Nicolas Roeg ociosas de ser catalogadas de cult movie o, en su defecto, de películas malditas. Tevis hizo su debut como novelista de ciencia-ficción precisamente con The Man who Fell to the Earth (1963), aún reciente en la memoria de los aficionados al cine la excelente adaptación al celuloide de El buscavidas (1958) a cargo de Robert Rossen.
En la que, a la postre, sería la recta final
de su trayectoria vital, Walter Tevis abordó la escritura de un par de novelas
que le volverían a situar en la senda de la sci-fi.
Presumiblemente, Enrique Redel y su cuerpo de colaboradores de Impedimenta,
repararon en el nombre de Tevis a partir de conocer el contenido de los siete
episodios que conforman la miniserie de Gambito
de dama. Al escarbar en su
obra dieron con dos gemas preciosas, Sinsonte (1980) y Las huellas del sol (1983), prestas a ser publicadas en lengua
española y, de esta forma, abonar el espacio
de la ciencia-ficción dentro del sello madrileño. Tras la lectura de sendos
libros la apuesta de Impedimenta razona sobre la idea de integrar en la
excelsa editorial varias de las piezas literarias fundamentales del género
fantástico y de la ciencia-ficción (en su derivada distópica) surgidas más allá
del nombre propio de Stanislaw Lem en la pasada centuria. Cuando el propio
escritor polaco tan solo acertaba a nombras a Philip K. Dick conforme a un
colega de profesión digno de ser destacado entre los del «bando»
estadounidense, presumiblemente no hubiese sido captado por su radar Sinsonte y Las huellas del sol, debido a que Tevis estaba a años luz de ser considerado un autor reconocido dentro del género
en el viejo continente. Al igual que Dick, Tevis nació en 1928, dejando patente
una concepción pareja sobre la raza humana que camina hacia su extinción fruto
de su propia vanidad y capacidad de autodestrucción en un planeta cada vez más
capidisminuido en sus recursos naturales «clásicos» en el
devenir del siglo XX, esto es, el carbón y el petróleo. El carácter visionario
de Tevis (profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa) queda patente en varios pasajes de Las
huellas del sol cuando, por ejemplo, hace referencia a los coches
electrónicos que se integran en el «paisaje» urbano
de las grandes ciudades o deja que su fértil imaginación muestre una suerte de
impresora 3-D («Introduces
los pies en un precioso dispositivo llamado “lector de contorno” y el puñetero
trasto te hace un par de Adidas ahí mismo»)— en
una inmensa galería. En contrapartida, el escritor californiano yerra al pronosticar, a más de treinta años
vista, que «la
última gasolinera de Estados Unidos cerró cuando yo tenía cuatro años»,
esto es, al cabo de cumplir cuatro años Benjamin Belson —un
apellido fonéticamente muy próximo al Eddie Felson de The Hustler—, el (anti)héroe de una función literaria
que se proyecta en el tiempo al año 2064, en que el futuro de la Tierra depende
de su supervivencia de los recursos naturales provenientes de otros planetas.
En una toma de decisión propia de un ególatra en grado superlativo, Ben Belson
bautiza con su mismo apellido un planeta que ha descubierto junto con otros
tripulantes de la nave Isabel. De
allí extrae el que podría ser un sustituto para el petróleo y el carbón, un salvoconducto para ser venerado por su
país de nacimiento, del que el multimillonario lanza uno de sus dardos envenenados
al confesar durante su visita a la Ciudad Imperial de Pekín, al rescate de su
esposa, que «la
verdad es que nada de lo que se hace en Estados Unidos es de primera categoría
salvo las teles y las patatas fritas. Me refiero a la televisión en sí, porque nuestros
programas son para cretinos». Sin margen de error, Belson habla por
boca de Tevis, quien a sus cincuenta y cinco años –una edad similar a la del
millonario cosmopolita oriundo de
Ohio— brindó la que, a mi juicio, se corresponde con una de las grandes novelas
adscritas a la ciencia-ficción de perfil distópico del último tercio del siglo
XX. Al año de su comparecencia en librerías de este hito de la sci-fi, Walter Trevis falleció dejando
tras de sí una huella firme en el
suelo de un género por cuyos derroteros no hubiesen apostado que se podría
conducir el autor de El buscavidas a
los ojos de infinidad de lectores de la época en que vio la luz.
miércoles, 14 de febrero de 2024
«EL ACCIDENTE EN LA A35» de GRAEME MacRAE BURNETT: BAJO LA SOMBRA ALARGADA DE PATRICIA HIGHSMITH
Bajo el título «epílogo
del traductor de la edición inglesa» de la edición de La desaparición de Adèle Bedeau (2021) su autor Graeme Macrae
Burnett relata, a modo de apéndice, una pura invención que involucra al
cineasta Claude Chabrol en la realización de una adaptación de la novela
homónima fechada en 1989. Semejante producción hubiese podido encajar en la
filmografía de Chabrol, quien solía escoger las localizaciones de sus películas
—cuenta la «leyenda»— en
función de su devoción por la rica gastronomía
del país vecino. A buen seguro, Chabrol no hubiese «renegado»
de los placeres culinarios que pudieran ofrecer los restaurantes sitos en Saint
Louis, la localidad que sirve de epicentro de la novela La desaparición de Adèle Brunet. Desde allí se puede desplazar en
automóvil hasta la ciudad de Estrasburgo por una autopista que cubre una
distancia de unos ciento treinta y dos kilómetros. En un día de tránsito normal,
en hora y media nos podemos plantar en Estrasburgo si partimos desde Saint
Louis. De madrugada, la distancia se puede recorrer en menos tiempo, pero
siempre existen contratiempos sobre el asfalto —más si
el firme se encuentra mojado— que pueden precipitar a la desgracia
como lo acontecido con el empresario local Bertrand Barthelme en El accidente en la A55 (2023) cuyo
subtítulo «Un
caso para el inspector Gorski»
lo conecta de facto, a nivel autoral, con La desaparición de Adèle Brunet. El
inspector Gorski acude al lugar del accidente teniendo presente en su mente un
consejo que le había dado —fruto de su larvada experiencia en el Cuerpo de policía—
su predecesor en el cargo, Jules Ribéry: «Los
casos se resuelven con esto, no con esto», aludiendo
en primera instancia al estómago y, en segundo término, a la cabeza. Una
sentencia expresada por el inspector Ribéry que hubiese podido hacer suya
Chabrol, pero aplicada al medio cinematográfico.
La premisa que plantea El
accidente en la A35 podría tener igualmente asiento en el cine del ex
crítico y escritor cinematográfico Chabrol —entre
otros libros, autor de una monografía sobre Alfred Hitchcock abordada en los
años sesenta—, pero su lectura ha coincidido en el
tiempo con el visionado de La cosas de
Richard (1980), en la que Frederic Raphael adapta su propia novela. Se
trata de una producción británica pero «condimentada»
con un «aliño» a la francaise, en que un accidente
automovilístico —en una carretera que cruza la ciudad de
Ipswich— desencadena una serie de situaciones que
convocan a generar dudas sobre los actos previos de la víctima. En el caso de Richard’s Things el implicado en el
siniestro requiere de hospitalización, pero no pierde la vida a las primeras de
cambio. En El accidente en la A35 la
muerte de Bertrand Barthelme se produce de manera fulminante, sin posibilidad
de reanimación. Ya desde sus primeras páginas, la novela se sostiene a nivel
narrativo con la mirada puesta en las enseñanzas de Patricia Highsmith, toda
una especialista en la crónica negra, una de cuyas novelas —El grito de la lechuza—
adaptó Claude Chabrol a finales de los años setenta. El recuerdo de Highsmith
planea de contínuo en El accidente en la
A35, al trenzar en la historia un
juego puramente detectivesco —en la que no falta una figura impositva
del género, la de las pistas falsas— con unas reflexiones de cariz moral, en
que el lector acaba tomando consciencia que lo maniqueo no encuentra asidero en
el desarrollo de la misma. No hay blanco y negro. Será en una zona habitada de
tonalidades grises donde descubramos la verdad de los comportamientos de unos y
otros, en que la precisa pluma de Graeme Macrae Burnet emerge como uno de los
más dinos herederos de la legendaria escritora texana. Si Saint Louis es una
ciudad situada en la divisoria entre Francia y Suiza, por lo que se desprende
de sus cuatro novelas publicadas hasta la fecha de Graeme MacRae Burnet —todas
ellas publicada en lengua española por el sello Impedimenta—,
su fértil obra hace «frontera» con
Highsmith, empadronada en el país helvético y, por consiguiente, bastante «próxima»
a una ciudad en la que el inspector Gorski hace las veces de sheriff local enfrentado a los poderes «ocultos»
de Saint Louis, de los que participaba activamente el finado Bertrand
Barthelme, a la sazón padre de Raymond, un adolescente con veleidades de detective mientras lleva a cabo su particular despertar sexual.
jueves, 18 de enero de 2024
«¡MIRA LOS ARLEQUINES!» (1974) de VLADIMIR NABOKOV: EL CANTO DE CISNE DE UN «MAGO» DE LAS PALABRAS
Descontado el libro El original de Laura —publicado
a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010—,
cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una
pieza aún «en fase de construcción»,
¡Mira los arlequines! (1974) pasa por
ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977)
en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde
distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural
al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia
que el fin de sus días se revela cercano —máxime en alguien que padeció dolor
crónico durante algunas etapas de su azarosa vida—, Nabokov
prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico —Habla memoria (1967)— pero
desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer
acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a
sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a
la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés
(con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en
lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna —el
ruso—, todas ellas al servicio de una
narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente.
Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya
fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la
(controvertida) publicación de Lolita
(1955) y su posterior adaptación al celuloide —con
guion propio— servida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas
a una de los Opus magna del escritor
de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras
cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido
en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me
reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o
una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia
de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert,
Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte,
la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta
última alusión mostrada bajo una luz un
tanto difusa sirve de ejemplo de la
afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en
inglés equivale a «tonto, estúpido»—,
algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos,
pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin
Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada
del presente volumen.
Novela refractaria o, cuanto menos, de
difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada
de múltiples (auto)referencias —de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la
realidad van de la mano— que procuraba a sus escritos Vladimir
Nabokov, ¡Mira los arlequines! cumple con creces las expectativas de los
amantes de su prosa trenzada (en
ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia
de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que
constantemente nos asaltan las dudas.
Para ello, podemos requerir del comodín
de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas.
Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich
Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo
continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para
muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason,
etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)»,
tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».
miércoles, 22 de noviembre de 2023
«GENTE QUE LLAMA A LA PUERTA» (1983) de Patricia Highsmith: IMPULSO CRIMINAL
Publicado en el verano de
1922 por el sello Anagrama, Diarios y
cuadernos (1941-1995) representa un auténtico «tesoro»
para estudiosos de la obra de la escritora Patricia Highsmith. Curiosamente, a
lo largo de sus mil doscientas cincuenta páginas –que lo convierten de facto en uno de los más extensos del
señorial catálogo de Anagrama—no queda constancia por escrito de su parecer en
torno a A sangre fría (1965), de
Truman Capote. A buen seguro, Highsmith tuvo una opinión bien formada sobre la Opus magna de su compañero de profesión,
quien asimismo pasó largas temporadas en el viejo continente. En cierto
sentido, podría entenderse Gente que
llama a la puerta (1983) —una de las novelas postreras de Highsmith—
conforme a otra vuelta de tuerca de In
Cold Blood, con una interesante «variante», la
propia de recaer el acto criminal en uno de los integrantes de una familia de
fuertes convicciones religiosas, aparentemente modélica a los ojos de una
comunidad del interior de los Estados Unidos. Así pues, los Alderman de Gente que llama a la puerta encuentran
sus «equivalentes»
en los Clutter de A sangre fría.
Similar en número de páginas a la novela que estableció un paradigma dentro de
la literatura —saludada como la primera obra de «no-ficción»— del
siglo XX, People Who Know On the Door fundamenta
su narrativa sin emplear el recurso epistolar —como
acontece en A sangre fría—,
dejando patente el estilo inherente a la escritora texana, esto es, un trazo limpio, directo, amarrado a una prosa que no precisa
tener al lado una batería de diccionarios para atender al detalle de su
contenido. Más que erigirse en cronista de un asesinato «a
sangre fría» que sirviera en bandeja un alegato en
contra de la pena de muerte, Patricia Highsmith coloca la lupa sobre la
hipocresía de la sociedad estadounidense bienestante que conocía de primera
mano —en singular, la ciudad de Bloomington (en el estado de Indiana), que
sirve de molde para el ficticio municipio de Chalmerston que deviene uno de los «personajes»
de la novela— y que tiene en el cabeza de familia de
los Alderman, Richard, su máxima expresión. Él es quien se opone al aborto
cuando su hijo mayor Arthur ha dejado embarazada a la joven estudiante Maggie,
menor de edad. Fruto de la cura «milagrosa» de su
hijo pequeño Robbie, Richard pasa a formar parte de las filas de la Primera Iglesia
del Evangelio de Cristo, en un contexto —en plena era Reagan— de
repliegue patriótico, pero también de
fuerte implantación de sectas de toda clase y condición que encontrarían en la
televisión —en un pasaje de la novela se alude a la
aparición de un telepredicador—
una ventana de oportunidad
para dar a conocer sus mensajes.
Patricia Highsmith, cronista de su tiempo, no pasaría por alto esa oleada
evangelizadora que sacudiría de norte a sur, de este a oeste su país de
nacimiento, al que —dicho sea de paso— criticó
(preferentemente desde su destierro europeo)
el apoyo sistemático al gobierno de Israel por sus políticas segregacionistas
en relación al pueblo palestino y que, por desgracia, sigue cobrando actualidad
a raíz de lo acontecido en la franja de Gaza. Aunque ello la comportara perder
lectores, Patricia Highsmith dedicó Gente
que llama a la puerta «al valor del pueblo palestino y de sus
líderes en la lucha por recuperar una parte de su patria»,
apostillando, «este libro no tiene nada que ver con su problema». Empero, bien
mirado, tanto lo que se refiere al contenido del libro como al sempiterno
conflicto entre Israel y Palestina, en su raíz atendemos a un fanatismo
religioso que propicia, en el caso de Gente
que llama a la puerta, una serena reflexión en torno a lo lesiva que pueda
resultar una educación que abomina, por ejemplo, sobre las prácticas abortivas,
y que puede llegar a tener un «efecto boomerang» en forma de parricidio a sangre fría
perpetrado por un menor de edad —de dieciséis años— que
cuenta los días para salir de Foster House
—un correccional para chicos
de su edad— y hacer carrera en el ejército o la Marina, tal como vaticina su hermano
mayor Arthur, el principal protagonista de una pieza escrita por Highsmith,
publicada en 1983, el mismo año que visitó Barcelona para reunirse con Jorge
Herralde, en vísperas de un acuerdo contractual que ligaría a la texana de «por
vida» con el sello barcelonés. De aquel
encuentro y de su posterior visita a Donosti y Madrid queda constancia escrita
en Diarios y cuadernos, la voluminosa obra que precede —siguiendo
el timeline— a
la reedición —editada por primera vez en 1984—
de Gente que llama a la puerta dentro
de la Biblioteca consagrada a Patricia Highsmith.
martes, 21 de noviembre de 2023
«UNA CABEZA CERCENADA» (1961) de Iris Murdoch: RELACIONES PELIGROSAS
Si hiciéramos una estadística referida
exclusivamente a la comunidad cinematográfica en los últimos veinticinco años
con una elevada probabilidad 1999 sería el que registraría uno de los picos de
defunciones más acentuado. En aquel último año de la pasada centuria, a las
puertas del siglo XXI y, por ende, del nuevo milenio, nos dejaron los cineastas
Stanley Kubrick, Charles Crichton, Robert Bresson y Edward Dmytryk, y los
intérpretes Dirk Bogarde, George C. Scott y Oliver Reed, por citar algunos de
los más relevantes de una extensa lista. Tampoco resultó marginal el número de
escritores que perecieron a lo largo de los meses anteriores a colocar el
contador a «0» con el «2» delante. Por ejemplo, Iris Murdoch (1919-1999) lo
hizo en el verano de aquel año tras haber pasado por una etapa devastadora
sobre todo para su entorno familiar y de amistades ya que la había sido diagnosticado
Alzheimer. Una recta final especialmente cruel para alguien que había
depositado en su privilegiada mente la proeza de armar un total de veintiséis
novelas, además de numerosos ensayos –filosóficos, biográficos, etc.-- y
artículos, que la llevaron a ser nombrada en 1987 Dama del Imperio Británico.
Idéntica distinción recibió años más tarde de manos de Isabel II Judi Dench, la actriz que encarnaría a la
escritora inglesa –en las postrimerías de su existencia cuando la citada
enfermedad hizo estragos-- en Iris (2001), toda vez que los herederos de Iris Murdoch y,
en singular, su marido durante más de cuarenta y cinco años, John Bailey, dio
su aprobación a modo de honrar la memoria –valga la expresión-- de una de las
plumas más brillantes de la Literatura
Británica de la segunda mitad del siglo XX. En lo que llevamos de centuria,
Impedimenta se ha encargado de ir al «rescate» de varias de las novelas que
jalonan sus exquisita obra, la última de las cuales lleva por título Una
cabeza cercenada (1961). Mas, se trata de la única de las novelas escrita
por Iris Murdoch que, hasta la fecha, mereció una adaptación cinematográfica,
errática a nivel de producción ya que tardó un par de años en comparecer en
salas comerciales en algunos países. Con
un equipo artístico conformado por segundas o terceras opciones, según el
relato del propio coproductor del film, Elliot Kastner, A Severed Head
(1971) tuvo su punto de partida, a
efectos de rodaje, en 1969, el mismo año que el divorcio podía darse en el
Reino Unido sin la obligación de demostrar conductas que podrían ser
calificadas de inmorales, tal como detalla el traductor Enrique Maldonado
Roldán en una de las contadas anotaciones a pie de página que encontramos en la
edición de Impedimenta de Una cabeza cercenada. Pero, en cambio, en el
campo literario no existían tales restricciones en el amanecer de los años
sesenta, permitiendo a Iris Murdoch dar rienda suelta a una historia que
convoca, entre otros asuntos espinosos --refractarios a la moral de los sectores
más conservadores y/o tradicionalistas de la sociedad británica--, el tema del
incesto. Como es preceptivo en la obra de Dame Iris Murdoch, el relato de A Severed Head encuentra
anclaje en un ambiente de clase media-alta, en la que no faltan representantes
de la intelectualidad, todo ello a través de la voz de una narración en primera
persona, la propia de Martin Lynch-Gibbon. A sus cuarenta y un años –una edad
similar a la que tenía sir Ian Holm, el
actor al que da vida en la gran pantalla en la película dirigida por Dick
Clement-- Martin Lynch-Gibbon experimenta un punto de inflexión en su relación
conyugal con Antonia, cuyo romance con
su amante Palmer Anderson opera en un nivel de discrecionalidad pero sin necesidad
de evitar que quede velado al conocimiento de su marido. Un arranque que
podría ser una réplica de infinidad de premisas argumentales que concurren en
el terreno literario pero que Murdoch
orienta al correr de las páginas hacia un alambicado cruce de pequeños relatos
conectados entre sí ya sea por afinidades afectivas y/o de parentesco. La prosa
de Murdoch fluye con su habitual tono irónico, acaso sarcástico en su
exploración de aquellos conductas humanas que guardan relación con los
«placeres culpables» y que para satisfacción de lectores devotos de la
heterodoxia, en pleno fragor del swining london, pudieron
degustar desde la salida al mercado de la quinta de las novelas de la
escritora, poeta y filósofa de ascendencia irlandesa. Ciertamente, la errática
carrera comercial de la referida cinta no ayudó a popularizar Una cabeza
cercenada –una expresión utilizada por Honor Klein, la hermana de Palmer
Anderson, presumiblemente el personaje más enigmático de la función--, siendo
el guion de Frederic Raphael –que asimismo toma inspiración en una obra teatral
previa urdida por J. B. Priestley-- presentado conforme a un fiel ejercicio de
adaptación de la novela de Iris Murdoch. Para Raphael, el impacto que le
provocó saber del deceso de Kubrick con quien había trabajado codo a codo en la
elaboración del libreto de Eyes Wide Shut (1999), se sumaría meses
después la noticia del fallecimiento de Iris Murdoch, siendo el único guionista que ha logrado traducir
hasta la fecha una novela nacida del
talento de una escritora que se «coronó» en el campo de las Letras bien entrada
la década de los sesenta y, a efectos, de situarse entre la realeza de
las Islas, a finales de los años ochenta, concretamente el mismo año que vio la
luz en tiendas y grandes superficies El libro y la hermandad (1987),
asimismo publicada por el sello Impedimenta dentro su eventual Colección
consagrada a Jean Iris Murdoch.
martes, 8 de agosto de 2023
»EL NÚMERO UNO» (1943) de John Dos Passos: LA ESCALADA AL PODER DE HOMER T (DE TRUMPISTA) CRAWFORD
domingo, 18 de junio de 2023
«LA CHICA QUE VIVE AL FINAL DEL CAMINO» (1974) de Laird Koenig: LA POESÍA DE LO OCULTO
En los orígenes como editor profesional de Enrique Redel tuvo cabida la creación del sello Opera prima en que ya podíamos advertir su excelente gusto literario. De entre los títulos que encontraron acomodo en la Editorial Opera Prima, dentro de su colección Imperdibles, figura El otro (1971), escrita por Thomas Tryon, quien sorprendió a propios y extraños cuando colgó los «hábitos» —valga la referencia a su performance en El Cardenal (1963)— de actor y emprendió una actividad que le reportó una inusitada aureola «de culto». Publicada por segunda vez en lengua española en 2001 (tomando así el relevo de una seminal edición en el haber de Grijalbo) en el referido sello editorial, Redel rescató en 2019 El otro para que formara parte del catálogo de Impedimenta, un sello indisociable a la trayectoria profesional (y vital) del editor madrileño a partir de 2007. Cuatro años después de «resucitar» el texto de Tryon con una portada que hace referencia al film homónimo dirigido por Robert Mulligan merced a un art work, Impedimenta presenta una pieza literaria con la rúbrica de Laird Koenig, La chica que vive al final del camino (1974), hija de su tiempo y nacida bajo la influencia de The Other en no pocos aspectos. Al igual que en la novela que elevó a la condición de «escritor de culto» a Tryon, la obra pergeñada por Koenig relata una historia focalizada en un entorno rural y protagonizada por un (pre)adolescente, en este caso Rynn Jacobs, de trece años. No cabe duda que Koenig conocía al detalle la novela elaborada por Tryon, mostrando su huella no tanto por lo que concierne al personaje de Rynn —una chica, al fin y al cabo— sino en referencia al personaje (de ascendencia italiana) de Mario Podesta. Aspirante a emular a grandes referentes del mundo de la magia (y también el escapismo) como Harry Houdini, Howard Thurston o Harry Blackstone Sr., a sus dieciséis años Mario Podesta trata de ganarse el afecto de Rynn Jacobs, encomendándose ambos a reproducir viñetas propias de adultos, en que una cena íntima (regada con vino e iluminado el comedor con velas) puede servir de antesala a la culminación del acto sexual. No en vano, Mario utiliza para sus ejercicios de magia un bigote postizo, un apósito empleado por uno de los hermanos gemelos Holland en El otro, mostrando en cierta manera una «continuidad» entre el texto de Tryon y el de Koenig, más aún si cabe cuando un roedor entra en «escena» en uno de los pasajes más truculentos de La chica que vive al final del camino.
Pertenecientes al espectro de lo que se ha dado en denominar «American Gothic», El otro y La chica que vive al final del camino comparten además el hecho que sus sendas traslaciones a la gran pantalla fueron guiadas con un cierto sentido de la «inmediatez» sobre la base de adaptaciones de sus propios autores. No obstante, Laird Koenig, a diferencia de Tryon, quedó excluido a la hora de formar parte del equipo de producción de La chica del sendero (1976) –el título escogido para su fugaz estreno en nuestro país en salas comerciales— y de ahí que su control sobre el producto final resultara inexistente. Eso sí, Koenig pudo preservar el contenido de buena parte de las líneas de diálogo que él mismo había escrito para su segunda novela, dejando patente que Rynn Jacobs representa un espíritu libre, un verso suelto dentro de un orden establecido —con las líneas bien delimitadas entre el universo de los adultos y de los niños— verbigracia de la educación recibida por parte de su progenitor, el poeta Leslie Jacobs, quien llegó a conocer a Sylvia Plath durante el periodo que ésta compartía su vida con el también poeta Ted Hughes. Empero, el favoritismo en esta disciplina artística por lo que compete a Rynn responde al nombre de Emily Dickinson, cuyo aislamiento de la sociedad de su tiempo no la impidió manufacturar unos poemas que golpean a esos corazones solitarios, entre otras consideraciones, afligidos por la pérdida o ausencia de seres queridos. Una nota culta en referencia a Dickinson que suma en el conjunto de una proverbial novela —aunque sin llegar a los niveles de excelencia de El otro— adaptada por el cinematógrafo en formato de coproducción —francocanadiense— y despuntando entre su equipo artísticotecnico Jodie Foster en la piel de Rynn Jacobs el mismo año que tributaba su nombre en los títulos de crédito de Taxi Driver (1976). Si para la producción dirigida por Martin Scorsese debieron recurrir a la hermana mayor de Jodie, Connie Foster para determinadas escenas (para no entrar en conflicto a nivel sindical ya que interpreta a una prostituta), en el caso de la pieza de culto de Laird Koenig recurrió a una historia de hermanos (gemelos) para iluminar el camino literario a recorrer y que concluyó en 1974 con su publicación en inglés. Casi cincuenta años más tarde The Little Girl Who Lives Down the Lane encuentra en la «Casa de Impedimenta» su lugar idóneo para una edición en lengua española con traducción a cargo de Jon Bilbao, otro de los autores integrado al extraordinario catálogo del sello madrileño.