domingo, 15 de diciembre de 2013

CAMINO DE LA INDEPENDENCIA (I): UNA VISIÓN PERSONAL SOBRE LA REALIDAD CULTURAL CATALANA

Puede que centenares de miles de personas de Catalunya contemplen el 9 de noviembre de 2014 como una fecha clave para el devenir de sus vidas y sobre todo del anhelo de contribuir a la creación de un estado independiente, segregado del estado español. A todo gesto, acto, posicionamiento, idea, expresión le surge su contrario. En este sentido, el movimiento independentista catalán que ganaría adeptos para la causa en junio de 2010 —creo que ese fue el verdadero punto de inflexión en razón de la manifestación por el recorte del Estatut realizado por el Tribunal Constitucional; luego el 11-S de 2012 y el de 2013 vinieron a refrendar un posicionamiento en defensa de la terra— no es una excepción ya que los denominados partidos nacionales, los que abogan por un estado federal (PSOE, UPyD)) o por mantener el status quo (léase PP) han movido ficha en el sentido de evitar a toda costa la celebración de un referéndum en Catalunya. Choque de trenes dirán algunos. Si vale el símil más bien un tren AVE frente a un tren de mercancías al que se van uniendo más unidades en forma de vagones a medida que el gobierno del PP se empecina en obviar el tema y acogerse a la Carta Magna como si fuera el único salvoconducto para preservar la unidad (sic) del estado español.

   Nací y resido en Catalunya desde hace cuarenta y seis años, es decir, toda una vida. Este es un país para algunos, una comunidad autónoma (menudo eufemismo en los tiempos que corren) para otros o un lugar para existir (para los menos; los que nos guiamos por una concepción más universal acorde a un pensamiento utópico) bastante curioso. He recorrido las calles de sus principales ciudades, he visitado centenares de pueblos, he transitado por carreteras de toda condición en vehículo, pero también en bicicleta y sigo creyendo que es un rincón del mundo maravilloso. Quiero a Catalunya y a su gente. Muchos quizás lo desconozcan pero dirigí y coedité la primera revista de cine en lengua catalana de periodicidad mensual, Seqüències de cinema, y el próximo año se cumple el veinte aniversario de mi primer libro, La generació de la televisió: la consciencia liberal del cinema americà (1994). Leo, hablo y escribo con corrección el catalán. Para el uso diario, en la forma de relacionarme con los demás, el catalán es mi primera lengua. Pero no me siento nacionalista e independentista por la sencilla razón que considero el idioma un factor de enriquecimiento, no conforme a un arma arrojadiza que divida a unos y a otros. El tener una lengua propia es una condición necesaria pero no suficiente para que un pueblo decida segregarse de un crisol de pueblos denominado España. Los que básicamente contemplan la vida desde el prisma económico el independentismo es una razón de peso para justificar su voto afirmativo en caso de darse vía libre a un referéndum. Desde hace tiempo he calibrado en mi fuero interno que la cultura y la difusión de la cultura forma parte de mi «ADN». Y desde esa perspectiva niego la mayor que un hipotético estado catalán nos conduzca a una prosperidad cultural. Más allá del folclorismo con el que los dirigentes políticos juegan a su favor para arrimar el agua a su molino (electoral), nos encontraríamos ante un país encallado en tantas disciplinas artísticas, obligado a exportar talentos porque la demanda interna se situaría bajo mínimos pese a ese factor “corrector” en forma de subvenciones. Por ejemplo, siete millones camino de ocho no da para forjar una industria cinematográfica “a la catalana”. Un par de planos a vista de pájaro en una producción de Zack Snyder sería el presupuesto de un cine cuyos productos acabarían derivándose a la pequeña pantalla, y en concreto, a la sacrosanta casa de TV3 donde alimentarían el bulo de la existencia de una robusta cinematografía catalana apadrinada por Ventura Pons en una suerte de video promocional. ¿O acaso creemos que la cristalización de la independencia catalana llevaría aparejado una explosión de consumo de la cultura autóctona? Me temo que no sería así. Conozco la idiosincrasia del pueblo catalán. Salvo excepciones, aquellos tutelados por un independentismo mórbido (los que operan en la órbita de Ómnium Cultural y demás entidades apostadas en los aledaños del gobierno, los que les dan de comer en forma de generosas subvenciones) prefieren leer en castellano; van a ver películas dobladas al castellano porque aunque les quedara otra, ya se sabe, la fuerza de la costumbre es un arte en sí mismo; sus guías musicales se expresan en la lengua de John Milton, y el consumo de videojuegos, mejor en versión norteamericana que lucen más. Y no hablo de oídas. Seqüències de cinema nació cuando se cumplía el centenario del cine. Entonces, existía un bosque de revistas de cine en lengua castellana, hasta un total de ocho. La lógica dictaba que protegieran una iniciativa privada que apostaba por una publicación en catalán. La dejaron caer. No tuvo subvenciones. Me sentí orgulloso de esa revista por su vocación universal. www.cinearchivo.com hubiera podido desdoblarse en www.cinemaarxiu.cat como una herramienta de consulta válida para el sistema educativo vehiculado en la lengua de Salvador Espriu, pero han preferido gastarse el dinero, por ejemplo, en el servicio de cátering de actos pronacionalistas, como diría el sinpar José María García, reservados a estómagos agradecidos… al poder. Ese poder al que importa la pela (Money, of course) pero hace oídos sordos a esa cultura que no opera sobre el terreno del folclorismo, del localismo a ultranza. Los independentistas llevan en mente una idea de país que un servidor no comulga. No me interesan sus planes; no son los míos. Mi bandera es la cultura y su difusión. Pero la cultura con mayúsculas, no la de cartón de piedra que aboga por un sentimiento identitario de signo localista. La que se sostiene con cimientos sólidos debido al material con el que ha sido efectuado y la que viaja de una parte a otra del planeta sin que nos interroguemos sobre su procedencia. Quizás me equivoqué de país al haber nacido, pero sigo amando esta tierra con una de las lenguas más hermosas que existen en armonía con la lengua castellana, cuya riqueza no es sino una prolongación de la existente en un crisol de identidades que opera bajo la “marca” España.   

lunes, 25 de noviembre de 2013

EN LA MITAD DEL CRUDO INVIERNO, EN EL ECUADOR DEL FIN DE LA NEFASTA «ERA RAJOY»... CON PERMISO DE LA «SECTA»

El pasado jueves día 21 de noviembre se cumplía la primera mitad de la legislatura del Partido Popular (PP) en el gobierno del estado español. No hace falta ser un lince para pronosticar que en la punta de lanza de la acción del gobierno para la segunda parte de la legislatura se situará pura propaganda cocinada en la trastienda del partido con miras a ganarse la confianza del electorado y así repetir victoria a finales de 2015. Un escenario que se me antoja harto improbable si atendemos a que el cabreo de gran parte de la sociedad española es mayúsculo. ERES, cotas de paro instaladas en el 27 %; huelgas auspiciadas por el sector de la educación, de la sanidad, de la limpieza; un sector cultural que se desangra con la estocada que ha supuesto el incremento del IVA al 21%; recortes de salarios, del poder adquisitivo de los pensionistas; de una clase media diezmada... Personalmente, pienso que la sarta de mentiras, medias verdades, falsedades o cómo quiera llamarse no alcanzarán al PP para revalidar la victoria electoral de 2011 que tuvo lugar, cabe recordar, en pleno cisma de un PSOE que había negado hasta la nausea una crisis económica de caballo. Y eso acabaría pasando factura al partido liderado por José Luis Rodríguez Zapatero, conduciéndoles a su particular travesía por el desierto durante un par de años hasta que en estos últimos días han llevado a cabo la escenificación de un “rearme” moral, acoplado de un ejercicio de catarsis.

   Hace poco en el marco de una de esas comidas familiares de “obligado” cumplimiento que se van concentrando a finales de año, mostré mi incredulidad ante una votante del PP del porqué volvían a confiar en un gobierno que desde muchos puntos de vista nos ha devuelto veinte o treinta años en el tiempo en materia de unos derechos colectivos e individuales ganados a pulso con el esfuerzo sobre todo de nuestros progenitores y de nuestros abuelos. Entonces, la sordina atacó sus oídos. Frente a semejante actitud no tuve por menos que formular una pregunta al aire: «tan sols t’importa el del teu voltant si et va bé i la resta gens? («¿tan solo te importa lo de tu alrededor si te va bien y el resto nada?»). La respuesta fue: «Si, és així» («si, así es»). Frente a semejante contestación llegué a la siguiente conclusión expresada en voz alta: «els votants del PP sembleu que pertanyeu a una secta. Facin el que facin els seguiu votant com si fossiu una secta» («los votantes del PP parecéis que pertenecéis a una secta, Hagan lo que hagan los seguís votando como si fueráis una secta»). Una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro. A renglón seguido desistí de mostrar mi enojo frente a esas miradas del resto de los comensales que parecían tensar los músculos de su cara conforme a la viva expresión de la necesidad que la política no interfiera en esa (falsa) armonía presta a presidir una tarde en familia. Al cabo, entendí la realidad de un país que se desmorona pero una buena parte de su población hacen oídos sordos en función de si a ellos les va bien (en su círculo familiar más estrecho, se entiende), ofreciendo ese voto cautivo con el que sintonizan en materia de inmigración, de educación, de soberanía nacional, etc. No puedo llegar a otra conclusión que esa parte de la población que votará el PP a finales de 2015 obedecen a estímulos propios de una secta, en cuya cúpula se encuentran una serie de personajes que en cualquier país con una tradición democrática bien asentada hubieran debido rendir cuentas con el parlamento de rigor para luego hacer frente a un tribunal de justicia. Esa justicia que ha mostrado en un escrito elaborado por el Juez Pablo Ruz indicios de una contabilidad B en el PP que llevan todas las trazas de ser certezas absolutas. Semanas atrás, el presidente del gobierno Mariano Rajoy había negado en una entrevista a una cadena estadounidense la existencia de una financiación irregular del PP. Los asesores de Rajoy trataron de eliminar las preguntas relacionadas con el caso Bárcenas, pero la red nos ha suministrado esa parte oscurecida del "relato" amable de Rajoy frente a los focos de la cadena televisiva USA. En realidad, esa es la táctica en la que se ha instaurado el PP prácticamente desde el principio de la legislatura, pero también bajo el gobierno de José María Aznar. Esta misma semana Rajoy ha sido convocado para que se explique en sede parlamentaria al albur de los escritos del juez Ruz que contradicen ese tono exculpatorio del presidente del gobierno sobre la cúpula de mando del partido de la que formaba parte en la década pasada. La mentira será una vez más la moneda de cambio de un presidente empecinado en hacernos ver una realidad muy distinta a la que se respira a pie de calle. Un ejemplo más: con motivo de cumplirse el ecuador de su legislatura, el ínclito Rajoy, a preguntas de un periodista de RNE, se mostraba firme en su convencimiento que al cierre de la misma el número de parados se reducirá en relación a los que se habían encontrado registrados a su llegada a la Moncloa. Sabe que resulta una auténtica entelequia, pero hace su enésimo brindis el sol. Un sol que ciega la mirada de quienes rigen nuestros destinos, recibiendo eso sí la consigna por parte de su presidente que «resistir es vencer». De ahí que quiera a toda costa la continuidad de cada uno de sus ministros, incluidos José Ignacio Wert y Cristóbal Montoro, el colmo de la desfachatez exhibida al frente de sus respectivas carteras, las de Educación y Cultura, y de Hacienda. Saben que nos llevan al precipicio pero ellos ministros, asesores a la presidencia, directores generales, etc. ya tienen activados sus paracaídas para acabar aterrizando quién sabe si en el comité de gestión o de asesoramiento de una empresa privada ligada al sector financiero, sanitario, bursátil o energético. En todo caso, en mi particular libro de texto figurará la etapa de Mariano Rajoy como la peor de la democracia, en que tardarán años, sino décadas, en corregirse el desaguisado en diversas materias verbigracia de un gobierno que ni siente ni padece para con los más desamparados en justa correspondencia con el temperamento de su nefasto presidente.  

sábado, 23 de noviembre de 2013

««AQUALUNG» (1971) de Jethro Tull: LA VOZ DE LOS MARGINADOS

Atrapados en esa fiebre consumista en los aledaños del periodo navideño no rehuyo la mirada de esos «sin techo», parias de la sociedad que ya no obedecen a un perfil definido antaño sino que han acabado en el sumidero de la marginación inclusive al poco de cumplir los treinta años, siendo indistintamente del género masculino o femenino, procedentes de esas clases medias que han caído en las brasas de un sistema gubernamental que funciona cuál apisonadora sobre la base de cargas fiscales con un efecto estrangulador de la economía productiva. Entonces, echo mano de la discoteca personal relativa al rock y, al llegar a la altura de la «J», me detengo en Jethro Tull para extraer de su fondo musical el célebre Aqualung (1971), un disco que muestra en su portada la imagen de un homeless (el propio Ian Anderson) enfundado en un abrigo de tonos cobrizos mientras al margen derecho superior del plano podemos leer en el encabezamiento de un cartel pegado en la pared la leyenda «Spend Christmas».  Sin duda, para el conocimiento de la obra de Jethro Tull pasa inexcusablemente, en su particular abecedario, por iniciar el recorrido por la «A» de Aqualung, título sugerido por los estímulos sensitivos de Mr. Anderson al acomodar el sonido de desgaste expresado por un mendigo en una noche de frío invierno en forma de bufido con la del pulmón acuático que portan a sus espaldas los buzos. Así de sutil se mostraría Ian Anderson en aquellos tiempos felizmente casado con su primera esposa Jennie. Un matrimonio que, además de compartir techo, lo haría en los créditos del tema del álbum epónimo, aunque la realidad fue sustancialmente diferente dado que Jennie tan solo dio el pie (la fotografía de un homeless y un par de versos introductorios) a un texto cincelado por Ian Anderson, elocuente sobre esa vida misérrima soportada a la intemperie («Do you still remember December foggy freeze / When the ice that clings on to your beard is screaming agony») por un personaje inventado, el de Aqualung, que vuelve a cobrar protagonismo en “Cross Eyed Marry”.
   En los estertores del franquismo, a los censores de la dictadura se les acumularía trabajo. Todo lo que sonaran a pernicioso, que atentara contra el orden moral y las buenas costumbres, era susceptible de eliminarse. Por tanto, en el punto de mira de los censores estaba inexorablemente ese rock proveniente de las Islas Británicas o del otro lado del Atlántico. Por ejemplo, Zuma (1975) de Neil Young debió publicarse en nuestro país sin el tema “Cortez the Killer”. Otro tanto de lo mismo sucedería con “Locomotive Breath”, la canción de cierre (en su cara «B» a efectos de su edición en vinilo) de Aqualung cuyas alusiones religiosas («He picks up Gideons Bible / Open at page one / God he Stole the Andel and the train won’t stop going / No way to slow down») no debieron agradar a la censura. La chapuza acabaría de consumarse cuando la editora discográfica se avino a reemplazar “Locomotive Breath” por el tema “Glory Row”, descarte del posterior disco de Jethro, War Child (1974). Por fortuna, las distintas reediciones de Aqualung contienen uno de los temas más apreciados por los tullianos. La que posee un servidor data de 1996, en conmemoración del 25 aniversario de la publicación de un álbum presidido por numerosos problemas en su fase de grabación. De ello levanta acta Ian Anderson en uno de los cortes del disco-tributo —en forma de bonus tracks— en que rememora con voz calma y, a la par solemne, esos días de invierno de la temporada 1970-71 en los estudios de nuevo cuño Island Records, sitos en la londinense Basing Street. Allí se dieron cita los Led Zeppelin para rubricar asimismo su cuatro álbum, el que les otorgaría un pasaporte a la fama mundial con “Stairway to Heaven”. Esas escaleras al cielo del rock que para Jethro Tull significaría un álbum erróneamente señalado de conceptual, pero que infunde un interés prioritario por mostrar un bestiario en forma de seres camino o instalados en la marginalidad, al tiempo que desprende un aroma autobiográfico (“Cheap Day Return”). Una ráfaga de aire que involucra a Ian Anderson con su figura paterna, intuida tan solo en el conjunto de ese vendaval que se levanta al paso del aliento de la locomotora donde en sus vagones se registra la imagen sombría de un homeless. Ajeno a que algún revisor advierta su presencia y le haga apearse en la siguiente estación, Aqualung sigue el ritmo de los acordes al bajo de Jeffrey Hammond Glenn Cornick le cedería el testigo tras su participación en tres álbumes en estudio, a saber This Was (1968), Stand Up! (1969) y Benefit (1970)—, de la guitarra eléctrica de Martin Barre, de la percusión y la batería de Clive Bunker, del piano y del órgano (con acople del melotrón, instrumento “impositivo” del rock sinfónico de la época) de John Evan, y de la guitarra acústica y la flauta de Mr. Anderson. Una line-up de verdadero calado que principia en la esencia del arte tulliano que en su primer disco de la década de la 70 embestiría con fuerza contra algunos de los pilares “sacrosantos” de las instituciones de la sociedad dispuesta a dar la espalda a los desarraigados, sombras que deambulan bajo las luces de una Navidad en que las apariencias engañan.                

miércoles, 20 de noviembre de 2013

«LA CARTERA DEL CRETINO» (2013) de Kurt Vonnegut: LA MIRADA DESDE TRAFALMADORE DE UN HUMANISTA

«Dios mío, concédeme la serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
el valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar
 y la sabiduría para distinguirlas»

Reinhold Niebuhr (1892-1971)



Desde que tuvo uso de razón, sobre todo a partir de la experiencia vivida durante la Segunda Guerra Mundial con los bombardeos sobre la ciudad de Dresden (de ahí sacaría las notas necesarias para su ficción literaria Matadero Cinco), Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007) supo las cosas que sí podía cambiar, empezando por evaluarse a sí mismo. Militó en el “Partido Humanista”, siendo un firme defensor de los derechos civiles individuales y colectivos de su país: «Habiendo sido un amante de los indios durante toda mi vida, siempre me escandaliza conocer a blancos que viven cerca de una comunidad india a la que desprecian. No abundan, y por lo que yo he visto, casi todos los miembros de este partido político que defiende la supremacía blanca y el darwinismo social, el partidos de los presidentes Ronald Reagan y George Bush: los Republicanos». Y ya se sabe que la música amansa a las fieras. Él fue una de ellas, una fiera literaria que expresaba sus pensamientos en voz alta, en tribunas académicas o periodísticas sin importarle demasiado herir la sensibilidad en especial de los poderosos. La música que le amansaría durante sus largas horas frente a una máquina de escribir sería esencialmente la ligada a un estilo musical con un color reconocible en su proceso de fermentación: «La gente a la que se considera negra, y que se considera negra a sí misma, es una minoría pequeña y fácil de derrotar, cosa del diez por ciento de todos nosotros. No obstante, esa gente ha realizado en este hemisferio la que tal vez sea la contribución que más consuelo e inofensivos estímulos ha aportado a la civilización mundial: el jazz». Un entretenimiento preferible, en todo caso, a los contenidos de la “caja tonta” de la que Vonnegut expresa que «la televisión norteamericana es muy parecida a una excavadora, en el sentido de que lo convierte todo en algo limpio, pulcro, plano y carente de vida y de personalidad. De todos modos, la mejor analogía de la tele  en el continuo espacio-temporal sería un agujero negro en que los mayores crímenes y estupideces, por no hablar de continentes enteros, podían hundirse hasta desaparecer de nuestras conciencias». Toda esta retahíla de razonamientos vonnegutianos los podemos localizar en el ensayo «El último de Tasmania» incluido en la edición de La cartera del cretino (2013) a cargo del sello de nuevo cuño Malpaso. La imagen icónica de Kurt Vonnegut —una cabellera rizada, una gorra convenientemente ladeada, un bigote poblado, unos ojos saltones y unas ojeras prominentes— domina la fajita que recubre la tapa del libro editado por Malpaso con la intención que pronto mude a otro en que se pueda leer con riqueza tipográfica 2ª edición y así sucesivamente hasta alcanzar la categoría de longseller. Lo será si la mayoría de aficionados a la literatura de cariz subversivo —ciertamente, están/estamos de enhorabuena en los últimos tiempos con a publicación de textos de David Nobbs, Hunter S. Thompson, etc.— acierten en localizar a Vonnegut una figura referencial inexcusable, cuya virtud literaria no estuvo tanto en sobre lo qué escribió sino cómo lo escribió. Y lo hizo con un estilo suelto, sobre la base de un fraseo corto, sin demasiado abalorios aunque el episodio inicial —«Entre tibio y Tumbuctú»— de serie de siete que comprende Sucker’s Portafolio pueda desmentirlo. En el mismo, Vonnegut muestra esa inclinación hacia un relato en el que planea la sombra de la muerte, uno de los temas que le obsesionarían al encarar la recta final de su tramo final, al que pertenece el citado ensayo de 1992 «El último de Tasmania». Más atrás en el tiempo nos debemos remontar para localizar el grueso de los distintos relatos cortos que conforman La cartera del cretino, algunos deudores de su veta teatral administrada no con demasiado fervor crítico en Feliz cumpleaños, Wanda June (1970) con traducción cinematográfica prácticamente opaca al conocimiento del espectador del siglo XXI. Se trata del Episodio dos, «Roma», no demasiado alejado de un guión que hubiera podido llevar la rúbrica de Woody Allen en la línea de Balas sobre Broadway (1994) si no fuera porque la heroína de la función, Melody lo carga el diablo de vitriolo de Vonnegut con frases del jaez de Nunca ha visto la televisión. Nunca he visto una película. Nunca he visto una obra de teatro. Papá dice que los libros, el cine, la televisión y demás son los que ensucian hoy en día la mente de los jóvenes». Un alma pura, en suma, en el erial vonnegutiano atestado de personajes cínicos, ventajistas, inmorales, mezquinos (entre ellos, el viejo Arthur Futz del episodio «París», nativo de Indianápolis, con unas señas de identidad sospechosamente cercanas al entorno afectivo del escritor de idéntica localidad)… y cretinos. Ese cretino al que hace alusión el episodio central de este volumen, un auténtico delicatessen de veinticinco páginas con sorpresa final. Una soberana lección de literatura creativa de tramo corto y preciso, conciso y por encima de todo brillante, calificativo indisociable a un escritor que bebió de muy distintas fuentes —por ejemplo, su interés por la Antropología le llevó a estudiar en profundidad sobre la materia, aunque su tesis no fue admitida a trámite— y que haría de la observación de la propia estupidez humana la herramienta más útil para articular un pensamiento encauzado en una docena de novelas, múltiples ensayos, piezas teatrales e incluso una autobiografía. “Píldoras” de ésta se pueden acceder a través de la lectura del texto que antecede a su inacabado cuento «La ciudad robot y el señor Caslow». Para entonces, La cartera del cretino ya ha proveído al lector de un arte que se mide desde la ironía y la necesidad de entender el mundo con distanciamiento si no queremos caer en un estado de perplejidad absoluta. Palabra de Vonnegut.

Enlace a la página web de Malpaso Ediciones


domingo, 10 de noviembre de 2013

«EL REGRESO DE REGINALD PERRIN» (1977) de David Nobbs: ORDINARIA LOCURA (2ª entrega)

Después de la deliciosa lectura que procuró a un buen número de habitantes del estado español Caída y auge de Reginald Perrin en lengua castellana el año pasado el guante estaba lanzado. Impedimenta lo ha recogido para este último tramo de 2013 en forma de segunda entrega de las andanzas de Reginald Perrin. Como señala Kiko Amat en su prefacio, la lectura de El regreso de Reginald Perrin (1977) guarda estrecha relación con el contenido de la obra seminal, y por ello es aconsejable “visualizarlas” conforme a un díptico indisociable. Han transcurrido varios meses entre la lectura de una y otra novela. De por medio he asaltado otros textos literarios, pero no me han hecho distraer la atención al tomar contacto de nuevo con el universo de Perrin. Amén de la huella que me dejó la lectura de Caída y auge de Reginald Perrin, ello se debe a que en mi subconsciente perdura aún la poderosa imagen de Leonard Rossiter, con esa figura encorvada (su correspondencia animalesca sería la de un cuervo) que trata de sacudirse una existencia de la que abomina, llevando a cabo un negocio suicida que inopinadamente se traduce en un boom de ventas, computando en el registro mercantil una franquicia de lo más rentable. Es precisamente esa secuencia temporal de la volatil existencia de Reginald Perrin la que se ha enquistada en mi memoria toda vez que vi a mediados los años ochenta la serie de la BBC Caída y auge de Reginald Perrin. Allí donde el bueno de Perrin contempla un negocio cuyo señuelo no es otro que ofrecer basura, cosas inservibles, a un precio que dista de traducirse en módico. Aros cuadrados, saleros sin agujeros, semillas que no se pueden plantar... todo lo absurdamente imaginable está recogido en el catálogo de la tienda Basura que acaba convirtiéndose en un franquicia de tal magnitud que los programas de sobremesa de ámbito nacional se rifan la presencia de su creador en los platós. A cada página leída se nota que el inglés David Nobbs (1935, Orpington, Kent) estaba rodado tras la publicación de la primera novela sobre el personaje en cuestión y parecía perfectamente consciente que tenía ante sí un filón por explotar. Sin tiempo a saborear la recompensa económica, ligada a la satisfacción personal (hasta entonces parecía resignado a que su talento natural podría caer en el más sordo de los olvidos), le hizo meterse en harina y librar el manuscrito de la segunda parte en 1976, justo un año después de la publicación de Caída y auge de Reginal Perrin. Por ello se percibe que El regreso de Reginald Perrin fue gestada conforme a una obra en continuidad, cuyo impulso creativo no se detuvo con el ardid que el ex empleado de la fábrica Lucisol ideara su desaparición para luego volver "a la vida" con otras identidades, a cuál más esperpéntica, absurda o descabalgada de la realidad mundana que le circunda. Mas, Nobbs se reservaría para la segunda entrega una idea que calzaría a la perfección con su manera de contemplar una sociedad capaz de imbuirse de un consumismo destilado de una enfermiza pasión por lo accesorio. En su metáfora sobre la sociedad británica de su tiempo preñada de una mirada harto irónica y de puro vitriolo, Nobbs borda un relato que enfatiza los aciertos de su obra precedente e incluso, merced a la evaluación de algunos tramos (el de la arenga fastizoide del propietario de un pub es desternillante por lo desquiciada de la misma) la podríamos situar un peldaño por encima en su cómputo literario en relación a Auge y caída de Reginald Perrin. Impedimenta ha vuelto a confiar en Julia Osuna Aguilar para la traducción de un texto que corrige al alza el número de expresiones en que inevitablemente cabe tirar del refranero español para que el lector acabe "empatizando" si sabe aún más con las vicisitudes de Reginald Perrin. Éste será coronado entre los emprendedores de las Islas Británicas merced a un negocio, a priori, condenado a convertirse en pasaporte directo para hacerse el harakiri. No hay mejor antídoto para entender el mundo que nos rodea en la actualidad en muchos sentidos, un calco de esa sociedad británica de los años setenta descrita por Nobbs con su habitual finura expositivaque el humor y, en particular, el británico. Un humor, el practicado en las Islas Británicas, cuyo principio activo (léase sustancia granulada) se toma disuelto en agua y se ingiere de un trago largo. Pero en el fondo del vaso sedimenta esa sustancia y se hace perenne en el recuerdo. Ese mismo símil vale para El regreso de Reginald Perrin, una obra que de no contar con un precedente de la categoría de Caída y auge de Reginald Perrin sería saludo como una de las piezas esenciales de un espectro literario que al cabo de los años dominaría la voz de Tom Sharpe. Poco antes, sin embargo, la de Nobbs se dejaría sentir con fuerza en virtud de la creación de un personaje, el de Reginald Perrin, que tiene entrada propia en el acervo popular british desde que su desencajada figura se desprendiera de las páginas y volara a través de la imaginación de multitud de lectores que se sentaban frente al espejo de sus propias realidades. Algunos de ellos deberían recordar frases del estilo tal como reproduce en su prefacio Amat—  Why be happy when you can be normal? («¿por qué ser feliz cuando puedes ser normal?») pronunciadas por madres (sobre)protectoras. Una “normalidad” que, como a un calcetín, Reginald Perrin le da la vuelta en aras a perseguir un ideal de felicidad y, por consiguiente, pisa el acelerador por una autopista cuya única salida da al mar. Ese mar que servirá de escenario para trazar un plan maestro con arreglo a reinventarse y así evitar que la llama del personaje no acabe consumiéndose. Ciertamente, el placer de la lectura de una tercera entrega, la de The Better World of Reginald Perrin (1978) a cuenta de Impedimenta nos aguarda esperemos que al vencer un nuevo año. Entretanto el septuagenario Nobbs debe sentirse congraciado desde su retiro dorado en North Yorkshire que una modesta editorial (grande en cuanto a un primoroso catálogo que ha superado el centenar de títulos) haya tenido a bien extender sus redes sobre una suerte de tetralogía, cuyas dos primeras partes alcanzan un magisterio difícil de soslayar para los amantes de la literatura británica de humor de tonalidades agridulces espolvoreada de una estraña melancolía.  

miércoles, 30 de octubre de 2013

GENERACIÓN NINI, UNA JUVENTUD SIN ESPERANZA: ¿MUROS INFRANQUEABLES?

Año 2013, España. 56% de paro juvenil. La pregunta surge por sí sola en una legión de mentes: ¿para qué seguir estudiando si lo tenemos crudo? El abandono escolar crece. Muchos se agarran a la idea que el aprendizaje de un oficio (no vinculado al ladrillo; mejor relacionado con las nuevas tecnologías) les puede sacar del atolladero. Otros se resignan a seguir aspirando a cursar una carrera universitaria frente al titánico sacrificio que comporta para familias afectadas por la crisis, en que alguno o la totalidad de sus miembros se encuentran sin trabajo. Asimismo, el fenómeno de la “fuga de cerebros” se ha convertido en rutina. Contra su voluntad, lo mejor de una generación abandona nuestro país en busca de oportunidades laborales en el extranjero. A buen seguro, todos ellos lo hacen con el pálpito que regresarán al país que les vio nacer, cuando el temporal del mercado laboral amaine, pero al cabo esta idea se torna en una vacua ilusión. La conclusión: llevamos camino de perder una generación en virtud de esa juventud sin esperanza en que un porcentaje cada vez más significativo de la misma busca su futuro allén de nuestras fronteras. Jóvenes que no se resignan a ver cumplidos sus sueños; trabajan por su dignidad pero también por la de unos padres, un entorno familiar que ha hecho auténticos equilibrios para ofrecerles la puerta de entrada a estudios superiores aun a pesar de la precariedad de sus bolsillos. Ellos llegan a la certeza, cuando no la convicción tras un periodo de aclimatación en otro país: fuera valoran sus conocimientos, aptitud, ganas, empuje, ilusión por seguir creciendo profesional y personalmente; en nuestro país, como reza el documental a mayor gloria de The Doors, podían tatarear when we were strangers («cuando éramos extraños»). La emigración cíclica conforme a lo que diría un sociólogo, al albur de un fenómeno que gana “adeptos” a fuerza de una realidad lacerante del mercado laboral y de un tejido empresarial carcomido por políticas que penalizan mucho más de la cuenta, a diferencia de otros países, a los emprendedores.
    Por contraste, observo de un tiempo a esta parte ese segmento de la población juvenil que ha optado por adoptar el papel de “parásitos” de la sociedad. Han abandonado sus estudios o bien, en el mejor de los casos, han concluido su ciclo de secundaria sin otra perspectiva que aplicarse en el ejercicio de la vagancia. La generación Nini, ni estudia ni trabaja se aisla de la realidad de la sociedad para trazar una vida paralela que funciona a modo de burbuja. Una burbuja que los padres de ellos y ellas no quieren pinchar porque aceptan ya sea un chantaje emocional o de otra naturaleza. Pero, ¿de qué se alimentan, de qué viven cuando el sol deja de broncear sus cuerpos en las terrazas de los bares o de las plazas públicas que hacen suyas? Algunos siguen tirando del grifo de los padres que se colocan la venda y piensan que así les hacen un favor y les mantienen (desde la distancia) a raya. Otros se acomodan a ese juego peligroso de saberse inmunes y plegarse a una vida fácil donde la cultura (?) del esfuerzo deviene una auténtica entelequia. Lo fácil: el robo, la compra-venta de material rodabo, el trapicheo, el tráfico de drogas (se empieza por la maría y se acaba por la farlopa). No tienen un domicilio fijo. Funcionan por clanes. Se buscan unos a otros a través del whatsup o del Facebook para quedar en un determinado sitio. La única esperanza que tienen es pasárselo bien, disfrutar el momento y creer que aquellos dispuestos a esforzarse, a superar barreras son auténticos imbéciles. ¿Quién consiente la existencia de estos “Ninis”? Unos progenitores que han hecho dejación de funciones. En general, se produce un fenómeno asimétrico, en que ya sea el padre o la madre han desistido de seguir luchando y aceptan con doliente resignación que sus hijos hagan y deshagan cuando les plazca, utilizando las casas familiares como un hotel donde pernoctar con o sin la pareja. Un hotel abierto las 24 horas del día con la señal luminosa parpadeando en lo alto de la puerta principal en que se puede leer «vuelve hijo/ja, te queremos». Muchas de esas parejas acaban rompiéndose porque la cobardía de unos o unas no camina en el sentido de la otra parte de la pareja de querer enderezar el rumbo del hijo o la hija extraviados. A esos padres que actúan con esa laxitud no parecen conscientes del error que cometen. A mi entender la solución pasa por cerrar ese grifo del suministro económico y que esos jóvenes, por falta de aire (money, of course) acaben pinchado ellos mismos esas burbujas que se han creado, a modo de muro frente a la verdadera realidad social. Dura, sí, pero en la que no faltan personas, jóvenes y adultos, que tratan de tirar adelante, con la cultura del sacrificio y el esfuerzo por bandera. Si esos progenitores siguen ignorando el problema, echando mano una vez más del mundo musical, estarán colocando another brick in the wall («otro ladrillo en el muro»). Un muro cada vez más elevado en que padres e hijos irán perdiendo contacto visual y lo que es peor, emocional. En un lado del muro esos jóvenes “Nini” se ríen y cantan a coro we don’t need no education («Nosotros no necesitamos ninguna educación»). Roger Waters AKA Pink Foyd dixit. Al otro lado del muro, algunos por la noche no logran conciliar el sueño y se levantan, cuál sonámbulos, con los ojos húmedos. La cobardía les atenaza pero no ha impedido que los ríos de lágrimas formen parte de la geografía de sus rostros.    

martes, 22 de octubre de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA» (2005) (QUINTA TEMPORADA): ÁNGELES Y DEMONIOS

El consenso general es que la última temporada de una serie marca la valoración que, al cabo, puedas extraer sobre la misma. Una verdad relativa por cuanto la decepción sobre la elección de un determinado final no debería hacernos perder de vista las virtudes que concurren en las temporadas precedentes. En cierta manera, los seguidores de la serie A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2005) podríamos colegir que la quinta temporada viene a resultar un compendio de los aciertos que atesoraban los cuarenta y un capítulos anteriores. Más, me atrevería a razonar que la evolución de los personajes ha permitido que corriera en paralelo con la exigencia interpretativa, al punto que asistimos a un auténtico recital actoral en su fase final. Se advierte casi una pulsión shakespeariana en el corazón de ese drama, cuando no "maldición" familiar de los Fisher, que tiende sus tentáculos en el devenir de otros grupos o unidades familiares de su entorno. Cierto que en el caso de los Chenowith ya venía de “fábrica” —en no pocas ocasiones Billy (Jeremy Sisto) y Brenda (Rachel Griffiths) ironizan sobre el asunto—, dando por descontado que son un “modelo” de familia disfuncional, agravada por la entrada de Olivier Castro-Staal (Peter Macdissi) conforme al nuevo compañero sentimental de Margaret (Joanna Cassidy) después de enviudar, y por otra parte, Claire Fisher (Lauren Ambrosela novia en fuga del, “redimido”, en apariencia, hermano de Brenda, que va de flor en flor hasta acabar a los brazos de un treintañero (Ben Foster), compañero de trabajo y a las antípodas de su pensamiento ideológico. Con estas cartas sobre la mesa, parecería razonable que la serie televisiva se desplazara invariablemente hacia la realidad de los Chenowith y de su entorno afectivo, pero A dos metros bajo tierra seguiría siendo fiel, hasta el último suspiro, a las extrañas desdichas de los Fisher. Para esta parte final, el “contrapeso” de importancia por lo que compete a los Fisher en relación a Chenowith se concentra sobre todo en la persona de George (James Cromwell). Ruth (Frances Conroy) siente como propio el sufrimiento de George cuando debe ingresar en un hospital psiquiátrico para tratar una patología que trabaja a pleno rendimiento en una mente quebrada por un estado paranoide. A la vuelta al hogar del espigado profesor de geología, Ruth inscribirá de nuevo en el casillero de los fracasos de pareja el nombre de George Sibley, con quien se había casado por la iglesia en una toma de decisión que, en retrospectiva, se advierte todo un error— con la asistencia de la hija de éste, Maggie (Tina Holmes). El sostén del afecto se revela insuficiente para que la relación entre Ruth y George se mantenga en pie, y por tanto, consensúan la decisión de que éste trate de encontrar su propia estabilidad en un piso de alquiler, alejado de la convivencia con otro ser, pero manifestando su deseo de seguir en contacto con su (aún) esposa y Maggie. A fin de cuentas, la necesidad de los artífices de A dos metros bajo tierra por seguir ofreciendo el relato emocional de Ruth se debe a que, a estas alturas de la serie, saben que un porcentaje significativo de espectadores han creado una especial “empatía” con esa matriarca que se desvive por su entorno pero que, al observar en su interior, se va vaciando progresivamente. La culminación de esa realidad íntima se manifiesta en Ruth tras la pérdida de Nate (Peter Krause), uno de los pilares fundamentales de la serie. El fallecimiento del primogénito de los Fisher lleva aparejado un cuestionamiento de orden moral que implica a Maggie y Brenda. Al respecto, el antepenúltimo capítulo “All Alone” muestra el escenario del hospital angelino donde ha ingresado Nate, al que acude en primera instancia Dave (Michael C. Hall) para luego reunirse con otros de los miembros de la familia (su novio Keith/Matthew St. Patrick, recién estrenado su papel de padre "dominante" de dos hermanos de raza negra con una mochila demasiado llena de sinsabores vividos en casas de acogida) y la propia Maggie. Por su parte, Brenda, embarazada de varios meses, llega con retraso porque no estaba enterada de lo ocurrido. En el cruce de miradas sostenido entre Brenda y Maggie se lee el pensamiento de cada una de ellas. Pero Brenda entiende que la infidelidad debe quedar en un segundo plano cuando está en juego en la mesa del quirófano la vida de Nate. La mayor de los hermanos Chenowith vuelve a protagonizar otra de las escenas más sutiles y, a la vez, duras cuando sugiere a Nate, postrado en la cama del hospital —que acabará convirtiéndose en su lecho de muerte— que «superamos esto juntos». Nate niega la mayor y sin verbalizarlo anuncia una separación definitiva. Quizás, en su fuero interno Nate se sabe muy cerca de la muerte y, por consiguiente, nada tiene que perder. Una muerte con la que ha convivido a diario desde que asumió, junto a Dave, la herencia del negocio familiar. Como no podría ser de otra manera, Dave acaba siendo cliente de Fisher & Diaz, una sociedad limitada que se tambalea merced a la inestabilidad emocional que padece Dave. Un escenario ideal para que Rico Díaz (Freddy Rodríguez) saque tajada y quiera comprar las acciones de Dave y de Brenda. Así, el ascensor de ese arribista llamado Rico (un diminutivo, por tanto nada ocioso) se proyecta hasta la última planta del negocio funerario. Una aspiración legítima si se quiere, pero cuestionable en todo caso en su fundamento moral. Todo ello queda refrendado en uno de los tramos del último capítulo, “Everybody’s Waiting”, en que Alan Ball vuelve a tomar las riendas de la dirección (firmaría un total de la seis a lo largo de la misma) que había creado un lustro antes. Más largo que la media —superando de forma excepcional la hora de duración— el título “Everybody’s Waiting” hace referencia a su epílogo. Para la elaboración del mismo, Ball debió tener fresca en la memoria títulos como Magnolia (1999) y Big Fish (2003), dirigidas por Paul Thomas Anderson y Tim Burton, respectivamente. Asimismo, un desenlace que no sorprende en el firmante del guión de American Beauty (1999), cuyo final da un giro de 180º. El de A dos metros bajo tierra también lo hace, siendo fiel a esa idea que la muerte puede ser una prolongación de la vida. Allí donde habitan ángeles y demonios.  

lunes, 30 de septiembre de 2013

EL «OTRO» MAESTRO JOAQUÍN RODRIGO, DE PRIMER APELLIDO VALLET, DE OFICIO, AMANTE DEL CINE

Ese mismo año que Joaquín Rodrigo, uno de los ilustres compositores españoles del siglo XX, fallecía —1999— quedaría sembrado de noticias luctuosas en torno a realizadores y técnicos cinematográficos de verdadera enjundia —Stanley Kubrick, Charles Crichton, etc.—  que se quedarían a las puertas del nuevo milenio. Por aquel entonces, el otro Joaquín Rodrigo con el primer apellido "intercalado", el de Vallet, se situaba en la frontera de publicar sus primeros artículos o reseñas críticas en un medio que le diera las tablas necesarias para seguir prosperando en el ejercicio de una afición que trataría de reformularse en una profesión. El portal Miradas de cine  se lo brindaría y desde entonces Vallet no ha abandonado su dedicación por la escritura sobre temas cinematográficos, avivando una pasión que se tornará, a buen seguro, “eterna”.
   Conocí a Joaquín Vallet Rodrigo (Cullera, Valencia, 1978) en persona hace unos años cuando él empezaba a velar sus primeras armas en www.cinearchivo.com. Hubo circunstancias complejas por aquel entonces y, sin duda, Ximo fue uno de los baluartes de un portal llamado a convertirse en un referente de las publicaciones on line con una base de datos por lo que concierne al estado español realmente potente. Después de pasar por un periodo rodeado de personas que, en realidad, el cine les importaba un bledo o, cuanto menos, los contenidos de ese portal les resultaban indiferentes, encontrar a una persona como Ximo Vallet resultó un efecto balsámico por el severo contraste entre ambos mundos, esto es, el del pasotismo y el de la pasión, el de la indiferencia y el del compromiso. Fue un placer discutir o intercambiar opiniones sobre este noble arte con una persona que, al margen de su enciclopédico conocimiento, transmite un amor por el cine que no tiene límites. Echo de menos a veces esas charlas telefónicas que, a la par de ir al encuentro de nuestros directores e intérpretes predilectos, encontraba el aliento de un amigo en tiempos en que trataba de borrar de la memoria las sombras de un pasado referidas a unas personas que dejaban tanto que desear. Vallet fue el hombre clave para entender que hoy en día, tras el naufragio, cinearchivo.com sea el portal de referencia que anhelamos cuando el proyecto arrancó en 2001 en esa odisea por el espacio de internet. Una docena de años on line de la que me enorgullezco sobre todo por el hecho de haber entrado en contacto con personas de la calidad humana y de la pasión cinéfila de Joaquín Vallet. Sentí como propio el alumbramiento de su primera obra cinematográfica relativa al realizador norteamericano Joseph Losey. No es por casualidad que sea uno de los mejores libros —de los que conozco, que son bastantes— de la colección “Signo e Imagen / Cineastas”, de Editorial Cátedra, con esa capacidad de combinar un tono ameno y didáctico con una información milimetrada que le llevaría a visionar cada uno de los largometrajes del ex blacklisted, una misión ciertamente encomiable por la dificultad de recopilar una lista cercana a los cuarenta títulos. Semejante dedicación de Vallet por rastrear cada rincón posible en el espacio de internet y en el mundo de las ediciones digitales, valdría para su siguiente libro, Diccionario de películas. El cine de terror (2012) de T&B Editores. Empero, me entristecí que Vallet ni tan siquiera citara en la solapa de su segunda monografía el nombre de cinearchivo al enumerar los distintos medios en los que ha ido forjando su categoría de crítico e historiador cinematográfico. En esa decisión adoptaba por Vallet tomaba la palabra la voz de la frustración, alimentada por una serie de equívocos y porqué no decirlo, por la combustión inherente a un sentimiento de lo que hubiera podido ser y no fue. No resulta fácil permanecer por tiempo indefinido en ese "nido de víboras", en ese espacio donde los silencios de unos expresan la idea que los otros también merecen atención, y así hasta crearse un círculo vicioso retroalimentado por la envidia y el complejo de superioridad o inferioridad, según sea el caso. A sus treinta y cinco años Vallet Rodrigo rubrica su tercer libro dedicado a su admirado Terence Fisher, el segundo para Cátedra, que refuerza su dimensión de analista de primer nivel, en que vuelve a asomar su capacidad por expresar su visión sobre una determinada obra sin obviar la carga de emoción que implica la misma, a menudo, a través de unos maximalismos “marca de la casa”.
   Hace tiempo que debía este escrito a Ximo, quien lleva camino de ser saludado como el «otro» maestro Rodrigo de ascendencia valenciana, de primer apellido Vallet y residente Over the Rainbow, allí donde el Séptimo Arte adopta sus mejores ropajes de la mano de una infinita nómina de realizadores, técnicos e intérpretes por los que él sigue sintiendo (una enorme) devoción. Gràcies Ximo per a la teva amistat i la teva passió. Tots, d’una manera o altre, t'ho seguim agraint.


                                                          
                                                       
                     

lunes, 23 de septiembre de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA. CUARTA TEMPORADA» (2004): CAMINOS SENTIMENTALES DE IDA Y VUELTA

Uno de los preceptos que suelen cumplirse en series de larga duración las evaluadas en más de tres o cuatro temporadases que los personajes en liza suelen retornar, en un momento u otro, a la casilla de partida en materia sentimental con el ánimo de superar experiencias que devienen, en algunos casos, traumáticas. A dos metros bajo tierra (2000--2005) no es una excepción a esta suerte de "axioma" que compete a las series dramáticas televisivas. Así, al encarar su penúltima temporada en Six Feet Under tanto Nate (Peter Krause) como su hermano menor David Fisher (Michael C. Hall) entienden que la ansiada estabilidad emocional se las procura la compañía de Brenda Chenowith (Rachel Griffiths) y Keith Charles (Matthew St. Patrick), y vicecersa. Ambos han atravesado por periodos convulsos. En el caso de Nate fruto de la pérdida de Lisa (Lily Taylor) que le lleva a actuar “sin control” y que se cobrará su factura más adelante en forma de enemistad con la familia directa de la difunta. Por su parte, David padece el ataque de un autoestopista con piel de cordero en el quinto capítulo, “That’s My Dog”, en que una vez más Alan Poul raya a gran nivel en la dirección de una pieza que no deja aliento al espectador. Simplemente, se trata de un prodigio en la administración del tempo que deriva en una función terrorífica, a modo de contrapunto de los otros episodios de la serie que transitan por cauces narrativos bien distintos salvo puntuales pinceladas con un toque perverso o, cuanto menos, malévolo, localizado en sus cada vez menos importantes prólogos. A partir de entonces, un traumatizado David busca refugio en Keith, pero éste debe cumplir compromisos laborales de guardaespaldas de caprichosas celebrities por todo el territorio nacional. La situación acaba tornándose insostenible, máxime cuando Keith cae en la trampa tendida por una odiosa estrella de la showbusiness, y observa como el mundo se desmorona bajo sus pies si no acude en auxilio de un desesperado Dave. La situación de éste fuerza a Nate a replantearse su regreso a la actividad en una funeraria en pleno trasiego de personal. A la salida de Arthur Martin (Rainn Wilson: lástima que su aportación al conjunto de la serie haya quedado “empobrecida” y “acortada”; presumo que este sería uno de los focos principales de discusión entre los guionistas habituales) se une la situación de Rico Díaz (Freddy Rodríguez), quien incluso llega a dormir en su puesto de trabajo cuando es expulsado de su propio hogar una vez se descubre una infidelidad con una voluptuosa, a la par que inestable, mujer dedicada al mundo del strip-tease. Con todo, la fortaleza mental de Ruth (Frances Conroy) alienta su capacidad para aglutinar a sus seres queridos cerca de ella, aunque las tensiones con su nueva pareja, George Sibley (James Cromwell), se van acrecentando al punto del anuncio de una eventual ruptura. No obstante, Ruth reconsidera tal decisión después de un impasse (viaje a México incluido que sirve de velado homenaje a Thelma & Louise cuando un plano la capta junto a su amiga Bettina/Kathy Bates colocándose las gafas de sol y adoptando ambas un sentido de liberación) y se entrega nuevamente al buen funcionamiento de una familia instalada en  “cambios perpetuos”. Los Fisher se observan bajo una luz disfuncional (para acabar de rizar el rizo, Claire/Lauren Ambrose mantiene una experiencia lésbica con Edie, encarnada por Mena Suvari, un fichaje asumido por el propio creador de la serie, Alan Ball, en atención a su participación en American Beauty por cuyo libreto obtuvo un Oscar), similar a la que irradia las vidas de los Chenowith. El humor negro acude en volandas cuando se trata de dar cobertura a los diálogos mantenidos entre los integrantes de una familia cuyo pater familias, el doctor Bernard (Robert Foxworth), fallece de manera repentina, dejando a su viuda Margaret (Joanna Cassidy) el campo expedito para mostrarse al mundo “rejuvenecida” en compañía de Olivier (Peter Maccdisi), el altivo e "indigesto" profesor de artes plásticas de Claire. Quizás los guionistas de A dos metros bajo tierra forzarían demasiado la máquina al colocar a un "rehabilitado" para la vida civil Billy (Jeremy Sisto), el hermano de Brenda, en calidad de profesor suplente, en el mismo instituto de Artes Plásticas que recibe clases la menor de los Fisher. Una forma de relacionar personajes en un entorno más cercano que sirva para encender la espoleta dramática necesaria para mantener en alerta a los seguidores de la serie. Abierto el posibilismo que Claire y Billy vayan más allá de mostrar entre sí una cierta empatía, la cuarta temporada de Six Feet Under pretende dar lustre a un interrogante si cabe aún más grande al calor de la obsesión que preside el comportamiento de George, dispuesto a hacer de un refugio antiatómico situado en el subsuelo de la empresa funeraria (todo un guiño a la ironía teñido de azabache) su principal fortín. Su carácter cada vez más escorado hacia la misantropía coloca al espectador vigilante a lo que puedan deparar los siguientes (y últimos) doce episodios de una serie que, a la altura de su cuarta temporada, el reemplazo de su cuadro de productores y asimismo del director de fotografía titular Alan Caso—  fue toda una apuesta de buscar nuevas motivaciones. Y a fuer de ser sinceros, lo lograron.         

miércoles, 4 de septiembre de 2013

FRANCISCO MARHUENDA: EL «BUFÓN» DEL PERIODISMO EN LA «CORTE DEL REY RAJOY»

En tiempos en que el debate político se sitúa en la primera plana de la actualidad, entre otras cuestiones, por mor de la aparición de múltiples escándalos de corrupción, difícil resulta evitar la presencia de Francisco Marhuenda García (Barcelona, 1961) en las mesas de debate, ya que se ha convertido en habitual contertulio de televisiones privadas, públicas o emisoras radiofónicas. De entrada sorprende el don de la «ubicuidad» mediática de Marhuenda dada su condición, en teoría, de director del diario La razón. Concesiones, intuyo, de los accionistas del rotativo madrileño a cambio de que esa cuota de opinión resulte rentable para la empresa. En este sentido, la estrategia de situar a Marhuenda en el punto de mira de los espacios de opinión, en especial los televisivos, ha contribuido a un incremento significativo de ventas de La razón, que parece haberse quedado solo en la defensa de las políticas auspiciadas por el PP en el primer tramo de la legislatura, y sobre todo valida a pies juntillas las explicaciones de la cúpula del partido sobre el «caso Bárcenas» sin encomendarse a una información objetiva que cualquier de los mortales razonaría, cuanto menos, susceptible de ser veraz. No en vano, la impronta de Marhuenda se deja sentir en la orientación de un periódico que, a veces, abandona uno de los principales mandatos de tan noble profesión para fiar la suerte de sus escritos a la bondad que su director atribuye a la persona de Mariano Rajoy y quienes lo rodean, con la salvedad del ex tesorero Luis Bárcenas.
    Un personaje de la catadura moral de Marhuenda denigra la profesión de periodista hasta límites insospechados. Jamás le vemos en una actitud de conceder ni tan siquiera el beneplácito de la duda en torno a asuntos que llevan “carga explosiva” en sus contenidos referidos a la persona de Mariano Rajoy convirtiéndose, de esta forma, en correa de transmisión de la cúpula directiva del PP que niega sistemáticamente la mayor. Más allá de los colores políticos por los que sienta más o menos simpatía, mi visión del periodismo se sitúa a las antípodas de la de Marhuenda, enrocado en un posicionamiento a la defensiva cuando se sitúa en el disparadero el PP, cuestionado por distintos frentes en el manejo del «caso Bárcenas», sinónimo de prácticas de financiación ilegal sostenidas en el tiempo por espacio de veinte años. Él parece sentirse cómodo en ese oasis de autocomplacencia; se parapeta en su hoja curricular para aplacar las insidias (según su razonamiento) de algunos de sus compañeros de debate; repite el mantra de la honorabilidad de su Presidente (y amigo para el que había trabajado durante seis años en calidad de Director de Gabinete del Ministerio de Administraciones Públicas y Director General de Relaciones con las Cortes durante el mandato de José María Aznar) y juega a retroalimentar la dicotomía izquierdas y derechas en un ejercicio de simplismo que provoca sonrojo en la voz de alguien que imparte clases en una universidad. «No es verdad» repite en forma de latiguillo alguien que se siente “acorralado” por sus compañeros de mesa. En ocasiones éstos no dan crédito a las palabras expresadas por un Marhuenda ensimismado en sus paupérrimas argumentaciones disculpatorias en que el periodismo no rima con el ejercicio que practica en su defensa numantina en torno al Presidente del Gobierno.
   Expreso mi convencimiento que Marhuenda acompañará a Rajoy y otros miembros del actual gobierno del PP prestos a rendir cuentas en virtud de esa red de mentiras que han tratado de ocultar en relación al estercolero de corrupción que se localizaba bajo sus pies durante un largo periodo de tiempo. En las facultades de periodismo deberían mostrarse participaciones radiofónicas y televisivas de Marhuenda a modo de ejemplo de lo que lamina la imagen de la profesión. Que alguien como él llegara a ser director de un rotativo de alcance nacional expresa en qué manos descansa la información. Marhuenda representa la peor cara del periodismo no por el discurso de sesgo (ultra)conservador que maneja sino por el profundo desprecio que siente por lo que debería ser una práctica amparada en la búsqueda de la verdad de las cosas a partir de una concienzuda labor de investigación. Todas esas bravatas, sentencias “a la contra” expresadas en la persona de Marhuenda llevan curso de caer en saco roto. Cuando se le recuerde lo errática de sus predicciones se mostrará, a buen seguro, impertérrito, como si no fuera con él. Ilustrativo de un personaje cuyo recuerdo perdurará en la “cámara de horrores” de un periodismo zafio que busca cobijo bajo la sombra de un árbol. Un árbol con demasiadas ramas torcidas que ofrecen una silueta de salud más bien maltrecha en cuyo tronco se graba el anagrama del PP.        

viernes, 30 de agosto de 2013

MADRID-MIAMI-MADRID: ¿LA JUGADA MAESTRA DE CHACÓN (Y BARROSO)?

Agosto de 2013. Un nuevo curso político se avecina. El PP, el partido instalado en el gobierno con mayoría absoluta encara la segunda parte de la legislatura con numerosos frentes abiertos que pasan por la reforma laboral (susceptible de una serie de cambios en virtud de que los resultados distan de ser los óptimos), la educativa, la sanitaria (que han puesto en pie de guerra a ambos sectores), y la declaración de soberanía de Catalunya, en que el próximo 11 de septiembre se marcará un nuevo punto de inflexión. Es un país que “arde” por los cuatro costados, pero el gobierno espera que los datos del turismo y de las exportaciones apaguen un fuego que ha calcinado la vida de muchos de nuestros conciudadanos por mor de ese factor abrasivo que representa el poder de una banca que ni siente ni padece; únicamente se guía por el señuelo del «Dios» dinero y deben rendir cuentas a esas cúpulas directivas que viven instalados desde hace tiempo en sus particulares «Elysiums». En este panorama de turbulencia social, política, económica y financiera por el que transita el estado español, Carme Chacón, ex ministra de Defensa con José Luis Rodríguez Zapatero, ha diseñado una estrategia, una particular jugada maestra que busca un objetivo a medio plazo con arreglo a unas aspiraciones políticas que no tienen coto. Un ardid que parece jugar al despiste, hiciéndonos creer que su temporal abandono de la actividad política dejando su escaño de diputada obedece a una llamada a su “necesidad” de dar clases en Miami en una prestigiosa universidad. Si fuera así, ¿por qué solo un año? Podría plantearse, en función de cómo se sintiera en su regreso a la docencia, una línea de continuidad y así orientar el curso de su vida hacia un nuevo estímulo profesional que no pasara por la política, donde su imagen quedaría seriamente dañada por su connivencia con las políticas emprendidas por José Luis Zapatero, de la que no fue nada ajeno ese estratega en la sombra llamado Miguel Barroso, a la sazón marido de la ex diputada catalana. Como tampoco ha sido ajeno Barroso en esta jugada maestra perpetrada para sacar a su mujer de la tormenta política durante diez meses, tiempo suficiente para que en el socialismo español se abra un periodo de elección de candidatos para unas primarias donde debe salir el aspirante a ocupar cargo en la Moncloa si el descalabro del PP es lo suficientemente pronunciado al albur de los escándolos suscitados por el caso Würtel, el caso Bárcenas y una economía que se ve incapaz de aplacar unas cifras de paro que, en el menor de los escenarios de verano de 2014, se estabiliza sin amago de remontar.

   Miguel Barroso sabe, en definitiva, que la medicina en materia de marketing de las empresas donde ha ocupado altos cargos, asimismo se puede aplicar a su mujer. Con ello, Barroso & Chacón pretenden presentar una candidatura de cara a las hipotéticas primarias de una mujer que ha sabido labrarse un prestigio a escala internacional, manejándose con idiomas en un centro docente de pedigrí (en una zona que el primero conoce francamente bien; allí se sustanciaron algunos de sus negocios y se extendió su red de contactos para saciar su ambición devoradora) y ofrecen una imagen de renovación. La antítesis de lo que representa Alfredo Pérez Rubalcaba, la vieja imagen del aparato del PSOE, en la frontera de la jubilación y con demasiadas tablas, pero carcomidas por sus reiteradas presencias en las cúpulas de mano de los distintos gobiernos socialistas desde la etapa de Felipe González. Pero existe una duda razonable si semejante estrategia dará sus frutos en virtud de si Rubalcaba, astuto como pocos, nombra un delfín para que, en vistas del descalabro que se anuncia en el horizonte de un otoño caliente sembrado de huelgas desde distintos flancos de la sociedad –amén de esa marea verde cada vez más visible en las plazas públicas y en las calles de nuestro país– y empieza a mover ficha. Entonces, habrá posicionado a su candidato, alguien que haya exhibido un perfil de fidelidad y se haya mostrado especialmente activo en el combate “cuerpo a cuerpo” con los altos mandos del PP y de un Mariano Rajoy que, ni por asomo, repetirá en los próximos comicios electorales. Su propósito no va más allá de concluir una primera legislatura. En él muchos reconocerán el ángel redentor de un socialismo demasiado resabiado de alguien como Chacón, cuyos hilos sigue moviendo ese siniestro individuo llamado Miguel Barroso. Ya sin el apoyo de José Antonio Griñán, el aún presidente el PSOE salpicado por escándalo de los ERE en Andalucía, y de la plana mayor del PSC (Partit dels Socialistes de Catalunya) con Pere Navarro al frente, que no comulga con sus tesis de pedir ni tan siquiera un referéndum para la soberanía de la autonomía donde ella nació, Carme Chacón buscaría el voto de esas nuevas generaciones de socialistas para que comulgaron con ruedas de molino…Un molino cuyas aspas se mueven sin cesar gracias un viento proveniente de la costa sur de los Estados Unidos y que tiene visos, según las predicciones metereológicas de Miguel Barroso y Carme Chacón, de convertirse en un vendaval de renovación de progresismo por su paso por la península ibérica.  

miércoles, 28 de agosto de 2013

«PROCOL HARUM» (1967): BAJO LA SOMBRA MÁS PÁLIDA QUE EL BLANCO

No tengas un éxito demasiado temprano, puede ser contraproducente para tu carrera. Este consejo o advertencia se elevaría a la categoría de aforismo, en especial, entre la comunidad de artistas que alumbrarían con sus obras el espacio de la música, del cine, de la literatura y demás disciplinas encardinadas en la cultura. Abril de 1967. Gary Brooker, ex Paramount, vuelve a probar fortuna creando un grupo cuyo nombre viene sugerido por el manager Guy Stevens, al toparse con el gato de Keith Reid, el que se vislumbra el artífice de las letras en su condición de poeta en ciernes. Procol Harum es lo suficientemente llamativo y, a la par, misterioso para ganar el consenso del quinteto de nuevo cuño. Un halo de misterio asimismo envuelve las letras de “A White Shade of Pale”, el tema por el cual Procol Harum se le asociará por los tiempos de los tiempos. Ninguna otra canción de la banda inglesa llegaría a eclipsar ni tan siquiera a aquel tema de cuatro minutos surgida merced a una conjunción de “astros” favorables bajo la constelación del rock progresivo que iniciaba su particular singladura por aquel entonces, del r&b y de la música clásica, dos focos demasiado potentes de los que Gary Brooker quedaría deslumbrado mientras cultivaba una ecléctica formación.
   Me dejo llevar por el vuelo de la imaginación atendiendo a la circunstancia que la fecundación del óvulo materno para engendrar a un servidor coincidiría en el tiempo abril de 1967 con otra creación, la de una pieza musical cuyas escuchas no parecen tener fin. Una pieza de alto voltaje hipnótico. En esa ecuación participada por Brooker, el teclista Matthew Fisher y Reid en la escritura de sus crípticas letras, la música de Johann Sebastian Bach (1685-1750) se extendería conforme a una alfombra melódica donde se depositan sobre la misma figuras compositivas propias del rythm & blues y el rock progresivo en su definición más psicodélica. Ésta hubiera sido una canción que calzaría a la perfección en forma de colofón, de fin de fiesta, de un disco que no sobrepasa los cuarenta minutos de duración. El alma de la canción rezuma un sentido de despedida; visualizamos esa sala de baile a altas horas de la madrugada, desnuda de participantes pero con el recuerdo de una pérdida, de una oportunidad perdida, de un desencuentro que se anuncia a la manera de despedida. Allí radicaría el quid de la cuestión sobre la intemporalidad de “A White Shade of Pale”, el título que acompañaría al álbum epónimo para su edición discográfica en los Estados Unidos.
   Más allá de la sombra más pálida que el blanco, en Procol Harum (1967) interfieren igualmente distintos (sub)estilos operados por una formación de combo con el añadido del órgano Hammond comandado por Fisher capaces de actuar en armonía. En el fuero interno de los miembros de la banda parecía habitar una impostura un tanto lúdica para el bautismo discográfico. Por momentos, se crea la sensación que asistimos a distintos “palos” del blues: ora contorneándose hacia el que responde a estímulos más atemperados (“Something Following Me”), sin desgarros vocales que valgan y con algún que otra requiebro psicodélico que orbita en el planeta Pink Floyd; ora unos devaneos hacia la bluegrass (“Mabel”) con apremio al sentido lúdico que asimismo computa en el tema “Good Captain Clark”anteriormente señalado; ora fusionándose con el paisaje rock modelado por las guitarras “conjuntadas” de David Knights al bajo y Ray Royer.
   Procol Harum se cierra con un tema instrumental en el que resuena con brío el ascendente “bachiano” localizado en la pieza mayor del disco. Un fondo musical que parece proyectarse en la luz de los tiempos del prog rock, buscando en sus pliegues “metamorfearse” en las construcciones musicales inherentes a una superbanda del calado de Emerson Lake & Palmer, cuya armadura también estaría forjada por un órgano del cual se extraían de sus entrañas la fuerza de un demiurgo como Bach. Con estos dos temas situados en ambos “extremos” del disco se mostraría a las claras que la modernidad de Bach no pasaría inadvertida para varias generaciones de músicos. ELP, Walter (Wendy) Carlos, Hans Zimmer... pero también Procol Harum, instalados, a las primeras de cambio, en el Olimpo de los custodios de un cancionero celestial que se mece al compás de las almas dolientes de los habitantes del planeta tierra allá donde se encuentra una chica más pálida que el color blanco en el interior de una sala de fiesta.  


                                           Invitación a escuchar el álbum completo 
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