Superado el ecuador del siglo XXI presumo que los nuevos volúmenes consagrados a la
Historia del estado español reservarán un generoso espacio a trazar una
panorámica sobre lo acontecido en la segunda década de esta centuria en el
noreste del país, concretamente en Catalunya. En ese recorrido cronológico no
faltará el detalle de lo ocurrido en octubre de 2017, un mes que arrancó con un seudoreferéndum y concluyó con la aplicación del artículo 155 de la Constitución
Española como antídoto a la decisión del Govern de la Generalitat de Catalunya
de proclamar la DUI, esto es, la Declaración Unilateral de Independencia de Catalunya.
Condenada al fracaso desde su fecha de nacimiento al no haber obtenido el
beneplácito de las cancillerías europeas y de prácticamente la totalidad del
resto del mundo, la DUI representaría un órdago al Estado español impulsada por
un govern liderado por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, sendos máximos mandatarios de PDeCat (Partit Demòcrata de Catalunya) y ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), respectivamente. La suma
de ambos partidos arroja como resultado de la ecuación Junts pel Sí, un
proyecto surgido con el objetivo de alcanzar la independencia con el inestimable
apoyo de la CUP, formación de carácter asambleario e instalado en la noción
del anticapitalismo. En diversas ocasiones he tratado de razonar el porqué de
esa precipitación al lanzarse al vacío en un proyecto suicida, con el Estado
español evitando que no se quiebre el status
quo. Al cabo, la explicación la encuentro tras varias lecturas reveladoras
de un hecho determinante: para tirar adelante un proyecto de tamaña envergadura
cabía tener al frente personajes desligados de un sentido de la realidad que, a
buen seguro, les hubiera comportado frenar sus impulsos primarios. El uno (Junqueras), creyente acérrimo del catolicismo, apelando a cuestiones divinas buscando en su bondad y de quién les rodea un
escudo protector frente a toda suerte de críticas; el otro (Puigdemont) imbuido
de una mística que ya había cultivado durante sus años de adolescencia y
juventud en su localidad natal de Amer (un pequeño municipio de la comarca de
la Selva envuelto de un manto de naturaleza), reactivado exponencialmente al
conocer a la que hoy en día sigue siendo su esposa, Marcela Topor. Sin
parentesco alguno con el artista pluridisciplinar Roland Topor, la rumana Marcela
padeció las calamidades inherentes a la dictadura de Nicolae Ceaucescu y encontró refugio
en el teatro para dibujar ventanas de esperanza de cara al futuro. La
representación escénica de piezas de su coetáneo Eugène Ionesco —figura capital
de la cultura en su país de nacimiento— llevaron a Marcela Topor a participar
en uno de los festivales de teatro que se programan anualmente en Girona. A
partir de asistir a la representación de la pieza El rey se ha muerto —cuyo protagonista curiosamente se llama
Berenguer, apellido enrraizado a la propia Historia de Catalunya a través de
una nissaga de poder— Marcela y Carles
Puigdemont cruzaron sus destinos, procurando que sus aficiones comunes
sirvieran para ir apuntalando una relación de pareja.
La celebridad de Ionesco viene determinada
por haber sido el impulsor de lo que se dio en llamar «El teatro
del absurdo». Desde el plano del subconsciente el título de El rey se ha muerto debió seducir a Puigdemont antes de asistir a
la representación de la obra de Ionesco en un teatro gerundense a finales del
siglo pasado cuando ocupaba el cargo de director del Centre de Cultura de
Girona. Allí, sobre los escenarios, lucía la figura de Marcela, quien poco más
tarde asumiría la condición de rasputina
en el contexto de ese «teatro del absurdo» en el que se ha convertido la
política en Catalunya a partir de que la CUP “destronara” al Rey Artur(o) Mas sopena de amenaza de convocatoria de nuevos comicios electorales de ámbito autonómico (sic) en 2016. Para la inmensa
mayoría de los habitantes con derecho a voto de Catalunya, el sustituto de Mas resultaba
ser un auténtico desconocido con la salvedad de haber sido edil en el
ayuntamiento de Girona con el cambio de milenio. Pronto salieron a relucir
detalles sueltos de su biografía fuera de la esfera política. Por razones
óbvias reparé en aquellos gustos musicales que le llevaron a ejercer de bajista
en una banda denominada Zénit. Me llamó la curiosidad su afición por Motörhead.
Luego entendí el porqué: la conexión con el satanismo y la brujería que había
sido una de sus pasiones de adolescencia. Ya instalado en la cuarentena, la
entrada en contacto con Marcela avivó esa llama semiapagada por esos temas
esotéricos. En esa dimensión sobrenatural a la que acuden representaciones
provenientes de la tradición pagana de Centroeuropa es donde su ubica el hoy
president de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont, cuya decisión de
hacerse fuerte en el Palau de la Generalitat, pasando a residir allí sine die (la amenaza de una hipotética detención planea sobre el nido del cuco), abunda
sobre algo que hace meses he meditado: no solo trata de escapar
de la legalidad sino de la realidad. Entretanto, la rasputina sigue tratando de hacer vida normal en Girona. La conexión entre ambos no tan solo viaja por skype
o por línea telefónica, sino por vía espiritual. En una de las escasas
entrevistas que ha concedido Marcela Topor manifestó que «no le importaba
salir de la Unión Europea con tal que Catalunya se independizara de España». En manos
de una conversa con aspiraciones de rasputina y un fanático mórbido del
independentismo (en sus años de juventud llegó a utilizar un falso DNI
catalán para identificarse en distintas plazas hoteleras de Europa) se
encuentra el destino de Catalunya, a los ojos de aquellos que no dudarían en
aclamarlo como el President de la República del nou Estat. Óbviamente, el Estado
español se verá impelido a aplicar el artículo 155 de la Carta Magna y de no
deponer su actitud Puigdemont le espera un horizonte judicial sumamente
complicado. Me aventuro a creer que el destierro de los Cárpatos no resultaría un
mal destino para alguien que quiso llevar a Catalunya al zenit del independentismo, impelido por esa conexión de tintes esotéricos
con su consorte Marcela. Ella que había nacido
para educarse en el infierno, que diría el finado Lemmy Kilmister, el líder
espiritual de Motörhead, banda de cabecera de alguien como Carles Puigdemont, a quien no
deseo ver en prisión; más bien intuyo que puede acabar en algún otro tipo de espacio con paredes bien
acolchadas por si le sobreviene un mal pensamiento.
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