En un ya lejano pase televisivo, dentro del espacio Sesión de noche emitido un sábado por la noche en la primera cadena de TVE descubrí por
primera vez El coleccionista (1965). Era una de aquellas
películas que vistas en la adolescencia o en la primera juventud difícilmente
se olvidan. Desde entonces traté de buscar infructuosamente la novela de
partida obra de John Fowles (1926-2005). A lo largo de los últimos diez años he
tenido la oportunidad, empero, de leer buena parte del patrimonio literario de
Fowles, llegando a la conclusión que su enorme talento, su condición de erudito,
puesto al servicio de un rosario de novelas, ensayos, relatos cortos y poesía,
no ha sido lo suficientemente valorado por estos lares. En realidad, Fowles ha
sido un autor que ha tenido mal encaje dentro de las corrientes literarias
anglosajonas surgidas en el siglo XX. Más que un escritor al uso, Fowles devino
un pensador que trató de reflexionar sobre el periodo que le tocó vivir,
estableciendo una peculiar dialéctica que atravesaba indistintamente el corazón
de la filosofía, la política, la educación o el arte, entre otros asuntos.
Juicios a menudo medidos desde el escepticismo que se iría acrecentando a
medida que iba cubriéndose el último tramo de la centuria pasada. No por
casualidad, algunas de sus propuestas narrativas juega con el “enfrentamiento”
entre individuos que pertenecen, por lo general, a esferas sociales,
intelectuales y generacionales disímiles. Un planteamiento narrativo que Fowles
dio carta de naturaleza en El
coleccionista (1963) y El mago
(1965), y que encontramos en otras piezas literarias, como es el caso de La torre de ébano y El pobre Koko, contenidas en la colección de textos manufacturados
por el autor inglés que Impedimenta ha sacado al mercado en el último
trimestre de 2017. Editada por primera vez por Plaza & Janés en 1976, el
sello madrileño recupera esta serie de cuatro relatos y la novela corta que da
nombre a la colección, fundamentales para calibrar el alcance de una pluma tan
vigilante en el cuidado del lenguaje, en ocasiones afinada hacia un sarcasmo “heredado”
de su admirado Thomas Love Peacock (1785-1866), coetáneo y amigo de Percy B. Shelley.
De hecho, Peacock se cuela por la puerta de atrás del relato El pobre Koko, en el que Fowles puso
negro sobre blanco un episodio verídico que experimentó en sus propias carnes.
Al leer esta gema literaria con fruición desviaba un pensamiento hacia La naranja mecánica (1962) de Anthony
Burgess –modélicamente trasladada a la gran pantalla por Stanley Kubrick–,
concretamente en aquel pasaje donde Alex DeLarge irrumpe en el caserón del
profesor Alexander en horario nocturno. Pero asimismo me retrotraía a la
memoria ese “duelo” librado entre el aristócrata taimado Andrew Wike y el peluquero cockney Milo Tindle en La huella, la pieza
teatral servida por Anthony Shaffer que tuvo una pluscuamperfecta traducción en
pantalla manejada tras las cámaras por Joseph L. Mankiewicz y con Michael Caine
y Sir Laurence Olivier como pareja protagonista. Curiosamente, sendos intérpretes vinculados, de una
manera indirecta o directa al patrimonio literario del propio Fowles; el uno
(Caine) a través de su participación en la adaptación cinética de El mago –en el papel del joven
Nicholas–, rodada parcialmente en el refugio
estival del escritor inglés, Mallorca, y el otro (Olivier) procurando una de
sus postreras apariciones en la hacienda televisiva con una versión de la
novela corta La torre de ébano. Se
trata de una delicada pieza literaria enquistada
en esa dialéctica que nos ayuda a definir el pensamiento crítico de su
autor a través de la contraposición de caracteres tomando como eje temático la
observación del arte y del uso que hacemos del mismo. Ni por asomo el
septuagenario Olivier se correspondía con la imagen abstracta que debió hacerse
Fowles al insuflar vida al profesor de arte Henry Breasley, en cierta forma una
extensión del propio pensamiento del escritor británico que pasaría largas
temporadas entre las Islas Baleares, alternando con su estancia en el condado
de Dorset, cuna de Mr. Peacock.
Más allá de La torre de ébano y El pobre
Koko, otros tres textos –Eliduc (un
bello cuento que recupera mitos y leyendas bretones que rivaliza, en cierta
manera con el mito artúrico pero despojado de su alcance a escala planetaria), El enigma (direccionado hacia el espacio
de la intriga que compromete al futuro de un parlamentario supuestamente
secuestrado) y La nube (con un
propósito coral que, a mi juicio, desdibuja el juego psicológico pretendido)
jalonan esta colección que viste nuevamente de elegancia, exquisitez y savoir faire el itinerario literario que
desde hace casi diez años nos reserva el sello Impedimenta con parada obligada
en la hacienda británica. Allí donde nació y creció John Robert Fowles antes de
ampliar su formación intelectual en plazas como Francia o Grecia.
Sería precisamente el país heleno el que acomodaría para su parque audiovisual
el documental I epistrofi tou mago
(2000), uno de los escasos testimonios a cámara de un Fowles que por aquel
entonces trataba de librar batalla a
la apoplejía que sufría. Al cabo de un lustro John Fowles falleció, siendo
enterrado en el municipio de Lyme Regis, en Dorset, envuelto de un manto de
naturaleza. A partir de entonces, se ha sucedido la publicación de la obra de
Fowles en lengua castellana en distintas editoriales, tomando últimamente el testigo
Impedimenta con la impresión del relato corto El árbol (1979) y La torre de
ébano (1974).
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