jueves, 23 de febrero de 2017

«NEIL YOUNG: HEART OF GOLD» (2016) de Harvey Kubernik: «ILUSTRANDO» UNA «VIDA MUSICAL»

Cuando una editorial del prestigio de Blume con su serie de libros de gran formato y de un exquisito despliegue fotográfico se consagra a la publicación de una monografía sobre Neil Young quiere decir que asistimos a un salto cualitativo por lo que concierne a la visión comercial en nuestro país sobre el músico canadiense. Una situación de la que me siento especialmente satisfecho y que, en la medida que como autor de Neil Young: una leyenda desconocida (2009) reeditada en 2015—  pienso que he contribuido, ni que fuera en una minúscula proporción, a que en el estado español uno de los gigantes de la música aún (muy) activo tuviera su “recompensa” en forma de publicaciones a la altura de su bien ganada solera a escala internacional. Es evidente que, a diferencia de lo que sucedía en nuestro país a la altura de 2009, con un panorama yermo de publicaciones en torno a la figura de Neil Young, el subtítulo que escogí para la ocasión, el de Una leyenda desconocida en referencia a una de las piezas que componen el magistral disco Harvest Moon (1992), vaya teniendo cada vez menos sentido (por fortuna) y Harvey Kubernik, el periodista encargado de la “recomposición” principalmente de la trayectoria musical del astro canadiense, haya apostado por el de Heart of Gold, emblemático tema que formó parte de la «cosecha del 72» y que suele integrarse en el set list de los conciertos del ex miembro de los Buffalo Springfield.
   Kubernick no es ningún desconocido dentro del periodismo musical al haber colaborado en multitud de revistas, llevado a cabo infinidad de entrevistas y amueblado algunas publicaciones a partir de ese trabajo de campo que supone recabar el testimonio de aquellos profesionales que, en un momento u otro, han servido a los intereses artísticos de un determinado músico. Este es el caso de una obra de las características de Neil Young: Heart of Gold (2016), cuya lectura trabaja sobre los parámetros de un periodismo ocioso de dar una perspectiva en torno a Neil Young a la manera de Ciudadano Kane (1941). El Xanadú de Neil Young no sería otro que Broken Arrow, el lugar escogido a unas decenas de kilómetros de San Francisco para que sirviera de nido familiar pero asimismo de estudio de grabación y espacio de recreo para colocar sus trenes eléctricos y una gama de automóviles preferentemente con matrícula de los años cincuenta y sesenta. Así pues, Kubernik actúa de narrador, de hilo conductor de una historia que, al tocar a su fin, llegamos a una conclusión inapelable: la música ha sido y sigue siendo la razón de existir de Neil Percival Young. Siguiendo con el símil referido a Citizen Kane, podemos imaginar al «ciudadano» Young al final de sus días (esperemos que sea dentro de mucho), en su lecho de muerte, en el último suspiro dejando caer de su mano una bola de navidad en que su interior, en lugar de un trineo que lleva grabado en su madera el nombre de Rosebud, observamos el detalle de un ukelele que le habían regalado sus progenitores Scott Young (escritor de ficción sin demasiada fortuna y periodista deportivo de reconocido prestigio) y Rassy (su principal e incondicional apoyo en sus primeros pasos) al cumplir los diez años de edad. A tenor de lo que dictaría la historia particular de Neil Young a partir de bien entrada la década de los sesenta con su participación en los grupos Mynah Birds y sobre todo su ingreso en Buffalo Springfield, el regalo de ese ukelele fue premonitorio, una especie de revelación para un chico al que, a los cinco años se le había tratado de una polio. Por suerte, Neil Young superó el trance, dejándole secuelas de menor consideración a las que sí tuvo que enfrentarse su compatriota Joni Mitchell un extremo que, debo confesar, desconocía, cantante y compositora que aparece junto al autor de Silver & Gold en una de las centenares de instantáneas impresas en esta impecable edición cortesía de Editorial Blume. En la misma se muestra la imagen sonriente y distendida de Young, un estado vital que contrasta con su imagen de personalidad huraña, distante y esquiva que multitud de representantes del sector de la prensa (musical) siguen teniendo de él. Bien es cierto que Neil Young ha tratado de preservar a toda costa una autenticidad observada por sus compañeros de profesión conforme a una de sus principales conquistas. Una de las contrapartidas para conseguirlo ha sido colocar “cortafuegos” que impidieran tergiversar sus opiniones, por ejemplo, en cuestiones sujetas a interpretaciones como las referidas a la política estadounidense, más aún si cabe siendo él canadiense. Por ello, otro de los puntos a favor de la presente monografía es que Kubernik se ha servido de un considerable número de declaraciones o manifestaciones de Neil Young realizadas en distintos periodos durante su impresionante actividad profesional que no parece tener freno. Con ello, Kubernik ha tratado de apuntalar un relato que, en su primera parte, deja al descubierto que algunos de sus amigos de la infancia y de la adolescencia no atendían precisamente al carácter de visionarios. Uno de ellos espetó en cierta ocasión «Neil, deja la música, no vas a llegar a ninguna parte con ello, y ven a jugar con nosotros a Hoquei». A toro pasado, presumo en un tono de disculpa, manifestaría: «esa frase me ha perseguido toda la vida». Y lo que ha perseguido toda la vida a Neil Young es su pacto con la música con una vocación para experimentar que le ha servido de salvoconducto para seguir disfrutando de la misma sobre los escenarios y en los estudios de grabación, invocando a ese espíritu de starting over («empezar de nuevo»), algo muy raro de observar en un músico de su dilatada y exitosa trayectoria, para evitar en la medida de lo posible que la soberbia acabe devorando la capacidad de crear... con o sin duende.          

domingo, 5 de febrero de 2017

JOHN HURT (1940-2017) IN MEMORIAM: EL ADIÓS A UN MAESTRO DE LA INTERPRETACIÓN

«Por unos instantes, Ephraim se mesó su larga cabellera desde la frente hasta la parte superior sin dejar de perder la forma unas ondulaciones que le daban un aire juvenil a una cara afilada surcada por unas marcadas arrugas en su frente. Se observaba una extraña simetría añadida en su rostro fruto de una edad que le situaba próximo a la setentena: sus cejas poco pobladas y enarcadas parecían proyectar un reflejo, una sombra en las bolsas de unos ojos diminutos punteados por una mancha de color azul marino. La línea de su lacio cabello simulaba otro efecto simétrico en relación a un bigote poblado con caída a ambos lados de una boca que conservaba la integridad de sus piezas dentales». Esta descripción física sobre Ephraim Samsteen el científico que lidera una secta dedicada a la clonación humana en mi novela El enigma Haldane (2011) se inspiró en John Hurt. Se trata del único personaje de esta ficción literaria que toma el molde de un personaje real, el propio de uno de los actores que desde mi primer encuentro en la gran pantalla con El hombre elefante (1980) más me han fascinado y que desde entonces he situado en un imaginario pedestal. No cabe duda que mi sueño hubiera sido que Hurt fuera el Ephraim Samsteen en una hipotética adaptación al cine de El enigma Haldane. Así lo consideré una vez completada la novela, elaborando un guión cinematográfico a renglón seguido que espero algún día tenga traducción en imágenes. En cualquier caso, este proyecto no contaría con la participación de Hurt, fallecido el pasado 25 de enero, víctima de un cáncer. Hurt llegó a cumplir setenta y siete años, la mayor parte de los cuales dedicados a su gran pasión: la interpretación.
    Para alguien que inicia el tránsito de la infancia a la adolescencia, la visión en una sala oscura, compartida con desconocidos, de El hombre elefante en versión doblada al catalán al amparo de la nueva Política Lingüística impulsada por la Generalitat de Catalunyano podía por menos que quedar impregnada a fuego en la memoria. Bajo esa “máscara” de John Merrick «el hombre elefante» se encontraba su tocayo Hurt, asumiendo un reto que la inmensa mayoría de sus colegas de profesión hubieran rechazado excudándose que no querían someterse a una auténtica “tortura” en los preliminares de cada jornada de rodaje, fruto de las necesidades de un maquillaje cortesía de Christopher Tucker que debía ser convincente en aras a representar a un auténtico monstruo en pantalla. Pero el reto resultaba doble: en John Merrick debía aflorar un perfume de humanidad que percibiera el olfato del espectador, al punto que al final de la función las mejillas se impregnaran de lágrimas. El hombre elefante no nació para ser degustada exclusivamente por un público selecto, avisado del carácter iconoclasta de su director, David Lynch, a raíz de la puesta de largo de su opera prima Cabeza borradora (1976). El hombre elefante nació para activar las emociones del espectador, aquellas aptas para conmovernos y hacernos recordar que lo monstruoso puede mostrarnos su lado humano. Por ello, John Hurt hizo de su interpretación una auténtica proeza que no pasó inadvertida entre directores y guionistas de diversas partes del mundo, fiados a la idea que alguien capaz de echarse a sus espaldas un personaje de las características de John Merrick cualquier reto por complicado que pudiera parecer estaría dispuesto a asumirlo.
    Gracias, en parte, a John Hurt y El hombre elefante extraje la idea desde temprana edad que el cine deviene un medio al que debemos conceder una gran importancia sobre los aspectos técnicos (ambientación, maquillaje, fotografía, sonido, composición musical), pero la interpretación es el fuego principal que suministra calor... un calor humano real, “palpable” que obra el milagro de conmovernos en torno a una historia que se proyecta sobre una superficie blanca a veinticuatro imágenes por segundo. Ese calor humano lo he sentido tan cercano quizás sin la intensidad de El hombre elefante, una película que visito regularmentecuando ha asomado en infinidad de ocasiones en pantalla John Hurt, que desde principios de los ochenta ha convertido el asistir a ver una producción cinematográfica con el actor inglés entre su reparto como si se tratara de una suerte de ritual. Ciertamente, algunas películas no llegarían a estrenarse en salas comerciales de nuestro país, pero me he ocupado de estar atento al mercado videográfico y en formato digital para ir completando un mosaico interpretativo que, por lo general, inflexiona en personajes que operan fuera de la ortodoxia (el preso Max en El expreso de medianoche, Winston Smith en 1984, el multimillonario S. R. Hadden en Contact, La «condesa» en Ellas también se deprimen, Jellon Lamb en La propuesta, Mr. Summers en Todos los animales pequeños y un largo etcétera). Sin duda, Ephraim Samsteen hubiera tenido encaje en esa galería de personajes interpretados por Hurt tallados por una percepción de la vida alejada de los convencionalismos, de las reglas impuestas; personajes que se revelan contra su época y su tiempo. Descontada la imposibilidad de escribir un libro sobre John Hurt veo misión imposible que las editoriales de nuestro país se avengan a una operación de riesgo de semejantes características, a modo de tributo del gran actor británico me gustaría regresar, cuanto menos una vez al año sobre una de las películas interpretadas por él. Emulando a Jim Jarmusch su director en Dead Man (1995) y Solo los amantes sobreviven (2013), sendas propuestas situadas en los arrabales del Sistema, me agradaría formar parte de una especie de sociedad “semisecreta” denominada «Los hijos de John Hurt». La condición para la adimisión en dicha sociedad sería la de haber heredado algún rasgo de John Hurt. Me gustaría creer que en mi caso fuera la humanidad que ha destilado en tantas ocasiones en la gran pantalla para el que considero sigue valorando conforme a uno de los más grandes actores de la Historia del cine. Gracias John. Rest in peace.