Días antes de la celebración de un referéndum
convocado por el Govern de la Generalitat de Catalunya el 1-O, contraviniendo toda lógica dictada por el sentido común, asistí a la proyección de Detroit
(2017). Ciertamente, el tema de los disturbios que tuvieron lugar en la ciudad más poblada del estado de Michigan en el verano en el año que nací —en el marco de lo que se dio en
llamar «The Long Hot
Summer of 1967», jugando con el título de la popular película filmada nueve años
antes, a su vez inspirada en una serie de relatos escritor por William Faulkner—
hasta entonces no había sido tratado de una forma directa en la gran pantalla,
a pesar que hubiera sido un material propicio de abordar por realizadores como
John Singleton , el "otro" Steve McQueen y sobre todo Spike Lee. Focalizada de manera especial en lo que
ocurrió en el interior del Algiers Motel, donde el cantante de The Dramatist, una
banda emergente de R&B, se ve
envuelto en unos trágicos acontecimientos, con fuerzas militares y la Guardia
Nacional provocando una auténtica barbarie al saberse atacados por un snipper («francotirador»), Detroit me dejó un gusto agridulce, pero
con la creencia que directora (Kathryn Bigelow) y guionista (Mark Bolan) habían
contribuido decisivamente a sacar a la palestra uno de esos episodios de la
crónica negra de los Estados Unidos del siglo XX que invitan a tomar la
temperatura del grado de racismo que tuvo lugar hace medio siglo y que, por
desgracia, anda lejos de ser eliminado de raíz. Con todo, poco podía imaginar que días
después Catalunya, mi amada Catalunya, se convertiría en campo abonado para la
represión policial fruto de la locura y el despropósito de unos y otros.
Seguramente, muchos de los habitantes de Catalunya tardarán meses, acaso años a
la hora de pasar página de uno de los días más funestos de su historia reciente.
Un día con su correspondiente noche. Parafraseando el título de la película
anterior a Detroit concebida por la
dupla Bigelow-Bolan, esta noche más
oscura en la que, al filo del amanecer escribo estas líneas tratando de
mantener el ánimo sereno y el pulso firme. Ni por asomo un referéndum ilegal
merece que más de ochocientos de mis hermanos
catalanes hayan sufrido heridas de distinta consideración, pero todas ellas con
el denominador común que trabaja asimismo desde un plano psicológico del que
resultará más complejo si cabe recuperarse. Me duele en el alma la
desproporción con la que han actuado cuerpos de la Guardia Civil y de la
Policía Nacional desplazados desde distintos puntos de la geografía española
para cumplir un mandato dictado desde las altas esferas judiciales con hilo (in)directo
con el gobierno del Estado. Decidí no ir a votar al considerar que no había
ninguna garantía legal en relación a una convocatoria camuflada de referéndum.
Pero entendí que esas personas prestas a ir a votar debían hacerlo con plena
libertad. Una vez celebrado ese acto festivo-reivindicativo a favor del
independentismo, tocaría saldar cuentas con aquellos dirigentes políticos obcecados en poner a los pies de los caballos a ediles, personal de centros
públicos y a una ciudadanía que, vistos los resultados, creían que la
violencia policial practicada por los nuevos centuriones formaba parte intrínseca de otras realidades geográficas como la
estadounidense, con el conflicto racial aún latente. Obviamente, a toda
represión policial cabe una respuesta de contraataque por parte de grupos o grupúsculos de personas
violentadas por la situación creada. El campo de batalla estaba servido en
algunos puntos de la geografía catalana, en que una mezcla de odio por saberse “traicionados”
por la policía local —los Mossos d’Escuadra—, presión acumulada durante días y
el desconocimiento del territorio, sirvió de reactivo para que Policía Nacional
y Guardia Civil enloquecieran,
atacando indiscriminadamente a todas aquellas personas de bien (equivocadas o
no al hacer suyo un referéndum con más sombras que luces) que trataban de
defender su derecho a voto y, porqué no, acariciar con las yemas de los dedos
un ideal de independencia. No hay que privar de alcanzar sus sueños a nadie. La imagen de cuerpos y fuerzas de Seguridad del
Estados trepando por una valla como si fueran a asaltar la madriguera de
terroristas de Al Queda o ISIS, quedará grabada para siempre en mi memoria.
Iban a por esas urnas que, a la postre, han resultado el MacGuffin en este relato en
negro que debería cubrir de vergüenza al PP (Partido Popular) con su nefasto
Presidente del Gobierno Mariano Rajoy al frente. Ni una sola traza de humanidad
se pudo leer en sus labios al omitir a las más de ochocientas víctimas de la población civil cuando hizo acto de presencia en esta, la noche más oscura donde actuaron a sus
anchas uniformados en tierra hostil,
algunos de los cuales solo les faltaba lucir en sus cascos la leyenda «Born to Kill»mientran blandían sus porras.
Aún con los ojos humedecidos solo quiero
expresar mi convicción que existe la esperanza de volver a reconstruir esos
puentes que han tratado de dinamitar auténticos descerebrados. Ante la historia
Mariano Rajoy quedará como el máximo responsable de una de las peores
decisiones que ha conocido nuestro país. La llave que puede abrir una eventual
solución se llama PSOE (Partido Socialista Obrero Español), dando por descontado que
Unidos Podemos demostrará una vez más su visión de estado y acierto en el
diagnóstico de situación. Lo dice un catalán que les seguirá votando, aún con
el corazón compungido y con la certeza que asimismo Carles Puigdemont y Oriol
Junqueras deben rendir cuentas con la Historia, a pesar que sean
convertidos en mártires por una significativa porción de mis conciudadanos. En
la irresponsabilidad de ambos por crear un espejismo
en forma de referéndum ilegal en el oasis
catalán radica una de las razones del porqué de la situación creada en nuestro
territorio. El tiempo, dicen, lo cura todo. Habrá, pues, que poner pronto el
contador a cero para volver a dinámicas de antaño, en que iguales podrían
discrepar ideológicamente, pero la convivencia en paz se presumía como una de
las principales conquistas tras la dictadura franquista, aquella en la que en
el imaginario de algunos sigue bien presente.
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