jueves, 30 de abril de 2009

EL REY «OBAMA» MANDA, EL TABLERO MUNDIAL DISPONE


El pasado mes de octubre, a poco más de un mes de celebrarse los comicios electorales en los Estados Unidos, entendí que esa imagen de unión entre John Edwards y Barack Obama era la estocada definitiva para que éste último ganara la partida a su oponente republicano, John McCain, por la presidencia del país. Así fue y el 20 de enero del año en curso, Obama juraba el cargo que le acreditaba como el máximo dirigente de la Casa Blanca. La prudencia, buena consejera en estos casos, debía gobernar las opiniones en torno al líder demócrata y, tras los preceptivos cien días de gracia, es tiempo para emitir valoraciones personales, a modo de una primera toma de temperatura sobre el estado de las cosas concernientes a la nueva Administración Obama.
En las escuelas y universidades en las que se imparten cursos de Diplomacia los profesores no se deben cansar de decir aquella frase que, de tanto repetirse, parece una simpleza, algo sobreentendido: «las formas son tan importantes como el fondo». Una lección que el anterior morador de la Casa Blanca, George W. (de Walker, en homenaje, debe ser, a Chuck Norris) Bush, se saltó a la torera en no pocas ocasiones, dejando que el fondo rigiera los destinos de su política. Pero lo que ocurrió es que ese fondo estaba agujereado y por allí se colaron una sarta de mentiras que acabaron con la dinastia Bush en el meridiano de su segundo mandato, el periodo en el que le entró un impulso irrefrenable por purgar sus errores frente a las cámaras. Obama, en cambio, es un dirigente político que cuida con exquisitez las formas con algún que otro desliz en su cuenta de resultados a fecha de hoy. Pero resulta muy difícil conciliar las dos Américas —y cada una de las partes divididas, como si se tratara de una mitosis, en otras tantas— con la sola idea que las políticas progresistas obtendrán un sentido hegemónico en los distintos foros institucionales que rigen los intereses de la nación estadounidense. Enmanuel Kant decía que a todo elemento le corresponde su contrario. Obama practica ese modo de hacer que no es patrimonio de ningún color político, esto es, dibujar un panorama funesto para posteriormente hablar en términos de esperanza, o a la inversa. Los polos opuestos preservan ese viejo dogma de fe de la política que mientras advierte que se ciernen nubarrones en el horizonte el sol puede volver a brillar y ofrecer calor en el ánimo de la población.
Digamos que Barack Obama, empleando símiles ajedrezísticos, ha hecho un buen movimiento de apertura de algunos de los peones con la intención de reconducir el desaguisado de Iraq y que afecta a países de su entorno, en especial Pakistán e Irán. El caballo, pieza codiciada en ajedrez por saber moverse entre casillas sin trazar una línea recta, guarda el perfil de Joe Biden, el vicepresidente bregado en las relaciones internacionales que abrirá nuevas vías de acción para Obama. La «Dama» Hillary Clinton parece moverse en distintas direcciones, sin necesariamente guardar la espalda al «Rey» Obama. Parece, pues, evidente, que el acuerdo de Hillary Clinton por aceptar la secretaría de Estado pasaba por tener una cierta libertad sobre el tablero de la política. Antes de llegar al ecuador del primer mandato presidencial de Obama veremos muchos movimientos de peones, álfiles, caballos y algunos amagos de la Dama. Pero en la segunda parte, aquella que nos introduzca de pleno en la segunda década del siglo XXI, será tiempo para las torres, es decir, el poder militar, y la actuación de un Rey que debe enfrentarse a no pocos dilemas, enderezar el rumbo de errores históricos de bulto y cumplir con sus promesas, con la mirada puesta especialmente en el sistema sanitario que tendrá en la dificultad de parar el avance de la gripe porcina proveniente del país vecino —México— su primera piedra de toque. Obama, a través de su pool de asesores comandados por David Axelrod, ha estudiado al detalle los movimientos de sus antecesores en el cargo, remontándose sobre todo a su referente absoluto, John F. Kennedy. Reyes destronados por un movimiento incorrecto, y otros que sufrieron su particular jaque mate en un corredor asfaltado de Dallas. Obama no es de los que se enrroquen en políticas exentas de riesgo. El «Rey» Obama por sí solo no basta para ganar una partida que parece comprometer al equilibrio mundial, pero en primer término al retorno a la confianza en la economía de un país que entró en una profunda crisis, a distintos niveles, y que aún hoy en día su futuro sigue siendo incierto. Mientras nos acercamos a esas fechas donde se empiece a despejar el futuro de Iraq sin la presencia militar de los Estados Unidos o desmantelar Guantánamo, vamos calibrando las opciones de que Obama pueda ganar por Jaque mate a tantos frentes abiertos que han convertido este planeta en un caldo de conflictos, guerras sin sentido y desigualdades sociales a expuertas. La esperanza, medito, sigue intacta tras haber arrancado las primeras cien páginas de un calendario que tiene fecha de caducidad en 2012.

domingo, 26 de abril de 2009

ROMANTICISMO EN EL SIGLO XXI: UN VALOR RESIDUAL

Muchos han sido los comentarios suscitados en torno al éxito editorial que ha supuesto en este Sant Jordi las dos primeras entregas de la tetralogía Millenium escrita por el sueco Stig Larsson, pero pocos han prestado atención al significado que encierra el título de la obra seminal en los tiempos que corren: Los hombres que no amaban a las mujeres. En otra época quizás podría llamar a la perplejidad que las féminas, a las que se les atribuye el rol de regalar un libro a cambio de recibir una rosa de sus loved one, escogieran una obra con semejante título. Sin querer entrar en honduras en relación al contenido del libro de Larsson, me parece harto significativo que la carencia de amor entre hombres y mujeres que, a priori, se advierte como el leit motiv de la novela, pueda ser un argumento de compra estimulante para el público lector, especialmente entre las que debe hacer el desembolso económico, esto es, las féminas. A través de mi propia percepción, observo que ese mundo futuro descrito por Ray Bradbury en las páginas de Fahrenheit 451 (1955) cada vez gana mayor prestancia en la realidad de nuestros días, no tanto en la suerte que puedan correr los libros impresos con destino a formar parte de un akelarre de perfil incendiario sino más bien al situarnos en un mundo yermo de sentimientos, donde los individuos no han aprendido el significado real de la palabra amar. Ese sentido del romanticismo que hizo fortuna en la literatura y en la música de mediados y finales del siglo XIX, parece condenado inexorablemente a la desaparición en su trascripción a la realidad de nuestros tiempos. Los aspectos materiales han acabado sepultando ese concepto del romanticismo con el devenir de los decenios. Me siento en el vagón del metro o en el autobús y no puedo por menos que experimentar las sensaciones de Clarisse/Julie Christie en la versión cinematográfica de Fahrenheit 451, cuando los pasajeros del tren lanzadera se abrazan a sí mismos o se procuran un beso a la propia imagen que se proyecta en las ventanas, evidenciando la desafección amorosa que padecen. La rúbrica a esta descorazonadora realidad la ponen aquellas personas que se encomiendan a la lectura de Los hombres que no amaban a las mujeres no por su contenido sino por lo revelador del título que han escogido. A modo de antídoto a esta realidad, un servidor se ha provisto de las lecturas estas semanas de Jane Eyre de Charlotte Brontë —en una reciente e impecable edición a cargo de Mondadori dentro de su colección de «Grandes Clásicos»— y Lejos del mundanal ruido de Thomas Hardy —bajo el sello de Alba Editorial—, y ha tenido a bien regalar Matar a un ruiseñor de Harper Lee en una triple dedicatoria que nace de un tronco común, el de una persona que ha hecho de la bondad su principal patrimonio. Pasarán los años y seguirá viva la llama del recuerdo de una persona que me enseñó con letras mayúsculas la palabra amar. Muchas personas pueden decir que han vivido junto a... durante lustros pero sin conocer el significado real del sentido romántico que conferían a sus novelas las hermanas Brontë, Mary W. Shelley, Thomas Hardy y tantos otros. No tan sólo la comprensión de algunas novelas proviene del intelecto sino de la capacidad por haber sabido procesar sentimientos y asimilar en nuestro fuero interno conceptos tales como el romanticismo. Ahora entiendo mucho mejor el pálido fuego que desprende cada una de las páginas que conforman Lolita de Vladimir Nabokov, maceradas a partes iguales por el valor de la (proverbial) capacidad narrativa de su autor y de sus experiencias en el terreno de los sentimientos. He conocido demasiadas mujeres que no amaban a los hombres. Mi instinto de supervivencia me lleva a pensar que sólo aquellas que tienen la capacidad de amar y de que uno sienta la pulsión romántica, valen la pena. La medida de todo ello deviene el tiempo. Ni siquiera la eternidad borra las huellas de un pálpito invadido de romanticismo en la mejor tradición de la literatura del siglo XIX servida por plumas de la exquisitez de les soeurs Brontë, de las que me ocuparé en un próximo post.
Para N. B., la Clarisse de Fahrenheit 451

sábado, 25 de abril de 2009

ANATOMÍA DE UN INSTANTE: BALONES FUERA

A las puertas de dilucidarse quién será el campeón de liga en el presente campeonato español, unas imágenes han captado la atención incluso de aquellos que no sienten estima alguna por el «circo del balón redondo», como diría el locutor asturiano Pedro Pablo Parrado. En el requiebro en el área del Real Madrid del jugador del Getafe Casquero parecía gestarse el fin de un sueño para el equipo blanco en su aspiración por desbancar a su eterno rival, el FC Barcelona y, de esta manera, salvar una temporada tumultuosa en lo deportivo y en los despachos. Para solaz desesperación de los aficionados y de los jugadores del Real Madrid, el derribo de Pepeen arte, Képler Laveran Lima Ferreira a Casquero preludiaba que el Barça se haría definitivamente con las riendas del campeonato hasta su desenlace final. Pero la épica no está reñida con el balompié y, hete aquí que en unos minutos el Real Madrid se sobrepuso a la adversidad hasta ganar por un 3-2. Sin embargo, el coste de esta victoria ha dejado imágenes difíciles de olvidar hasta el punto de creer que el otrora señorío del Real Madrid ha quedado en entredicho. Evidentemente, el comportamiento de un solo jugador Pepe no puede llevarnos a conclusiones erróneas pero el proteccionismo ejercido por Juande Ramos para con su zaguero, además de la actitud de mofa mostrada por Marcello en relación a sus colegas de profesión del Getafe, restan peso a los argumentos que quieren hacernos creer que se trata de un mero hecho aislado, consecuencia que en esa jugada les iba la vida.
Para un servidor, ese instante de alienación mental sufrida por Pepe —de otra forma no se explica— en las postrimerías del partido celebrado en el coliseo madrileño ha marcado un antes y un después en el ánimo de los aficionados al fútbol. Pocos, muy pocos podrían entender que el FC Barcelona no sea el indiscutible vencedor de un campeonato que también lo ha sabido ser en el plano moral y ético. La ética de un deporte que Pep Guardiola ha sabido transmitir al colectivo de jugadores que se encuentran bajo su mando. Si Pepe hubiera vestido la camiseta blaugrana y hubiera cometido semejante acto de ensañamiento con el rival, sin duda, el entrenador catalán hubiera salido a la palestra recriminando a su jugador. Quizás no tanto a través de sus palabras como de sus gestos y sus miradas que muchas veces hablan por sí solas. Por el contrario, Juan De Ramos resistía en sala de prensa al tirón de los periodistas, ávidos de un titular que alimentara la defenestración profesional de Pepe. Sus palabras sonaban a vacua disculpa, dando a entender que si, de verdad Pepe quería reventar a patadas a Casquero, lo hubiera hecho. Como consuelo de los seres queridos de Casquero y de los aficionados del Geta en general, Juan De Dios Ramos alertó a los periodistas que Pepe sabe distinguir entre un balón y el cuerpo de una persona. De otra forma, no podría entenderse que el delantero del Getafe no hubiera salido del campo como un balón deshinchado. Tras su triste paso por el Tottenham —eso sí, con los bolsillos bien llenos: allí, en las Islas Británicas, el petrodólar es la moneda de cambio—, Ramos ha encontrado acomodo en el Real Madrid. Los árboles (la racha de resultados positivos), una vez más, no dejan ver el bosque (el comportamiento vergonzoso de entrenador y algunos jugadores que visten la elástica blanca). Johann Cruyff suele decir que «el camino más fácil para ganar es jugando bien». El Barça lo demuestra jornada tras jornada y con ello se gana el aprecio de muchos aficionados que disfrutan de este centenario deporte. Y cabría añadir que el camino más fácil para la honestidad y la credibilidad personal es ser consecuente con los valores que uno defiende. Juande Ramos, con sus omisiones y sus razonamientos exculpatorios, no hace más que refrendar una realidad que habla de un club, el Real Madrid, que ha perdido la vitola del señorío desde hace tiempo. Episodios aislados de agresiones —el del pivot Felipe Reyes en un partido que le enfrentaba a su ex equipo Estudiantes; este último de Pepe, pero no los únicos— desdibujan el eslogan de un club que se ganó el aprecio de muchos aficionados alejados del área de influencia de la capital hispana. Tras cumplir los diez partidos de suspensión impuestos por el Comité de Disciplina Deportiva —a expensas de recursos presentados por el club que le paga— la vuelta a los terrenos de juego de Pepe vistiendo la camiseta blanca sería un signo inequívoco que el cántico más coreado por directivos y técnicos es aquel que señala que todo vale para ganar... en la gloria deportiva. Gracias a Jan Laporta por haber confiado en auténticos gentlemen como Frank Rijkaard o Pep Guardiola para regir los destinos en lo deportivo mientras el sempiterno rival se aviene a contratar a mercenarios con o sin gloria, poco duchos a la hora de manejarse en el terreno de la ética deportiva. Con la épica deportiva parece bastarles.

lunes, 20 de abril de 2009

J. G. BALLARD (1930-2009): UN MITO LITERARIO DEL FUTURO PRÓXIMO

A las puertas de celebrarse el día del libro, Sant Jordi —tradición obliga—, el 23 de abril, hemos conocido la noticia del fallecimiento de Jim Graham Ballard, para el que esto suscribe, uno de mis escritores de cabecera. Las agencias de prensa se han apresurado a destacar las adaptaciones cinematográficas que se hicieron de dos de sus obras literarias, Crash (1973) y sobre todo El imperio del sol (1984), reeditadas por Minotauro el año pasado. Homenaje editorial de una muerte anticipada por él mismo al querer cerrar sin mayor dilación un libro de memorias, Milagros de vida: una autobiografía (2008), fechado en nuestro país ese mismo año y que diera continuidad, desde una perspectiva cronológica, a El imperio del sol, la obra que, a través de su traspaso al celuloide de la mano del dramaturgo Tom Stoppard y del director Steven Spielberg, daría a conocer a muchos —entre los que me cuento— el nombre de Jim Graham Ballard.
A veces, al mirar a través de la microscópica mirilla de la realidad que nos circunda lo hacemos desde el convencimiento que la misma ha sido contaminada por innumerables percepciones externas (relaciones personales, televisión, cine, literatura, periódicos, internet, etc.) que han cicatrizado en nuestro interior. A menudo, esa imagen de la realidad no es nítida, sino que lleva consigo un holograma de sensaciones y de formas similares a las que nos provee un caleidoscopio. Acercarse a esa mirilla literaria que representa Ballard es tanto como observar un espacio invadido de figuras asimétricas, abstracto en su definición pero lúcido en su ácida, sibilina a párrafos, crítica en torno a una sociedad que se esconde debajo de la alfombra que deja ver el dibujo y la textura de mundos que se debaten entre el presente y el futuro más cercano. Abandonarse a la lectura de Ballard deviene zambullirnos en nuestras propias entrañas, a la par que aguardamos el tiempo para la descripción de aquellos pasajes que invariablemente obligan a asomar la cabeza por la ventana y leer con la mirada que aquellos mundos soñados/imaginados por el escritor nacido en Shanghai no son más que una diáfana traslación de los cimientos de la realidad llevados, en ocasiones, a los confines de lo irracional. No hay etapas rosas, ni azules en el creador Ballard; cada una de sus obras son dueñas de una similar percepción, cubiertas por un manto de negrura que invade al ser humano que camina hacia el precipicio del individualismo y de un consumismo salvaje (Bienvenidos a Metro-Center se sitúa en la cúspide de ese pensamiento transcrito al papel). Sin el salvavidas del sentido común («el menos común de los sentidos»), la especie humana descrita por Ballard parece ir a la deriva en un mar desnudo de islas. Ballard ha sido, como tantos otros, un «autor-isla», capaz de crear su propia cosmogonía a partir de saberse en el mirador adecuado que observa desde la distancia la población parapetada en su propio sentido de la felicidad. Mientras unos utilizan como miradores el confort de unos grandes ventanales que den a la Riviera, la Costa Brava o la Toscana, Ballard pasó meses camuflado entre los veraneantes, los «chicos» del Inserso, de Benidorm, y en los aledaños de los aeropuertos ingleses. De ahí extrajo infinitas posibilidades para amueblar historias que se asientan en el concepto ballardiano. Un concepto tan esquivo a nuestro raciocinio como eficaz si desatendemos el valor de la definición y nos dejamos seducir por las sensaciones que emanan del interior de las páginas de sus libros. Un elevado porcentaje de su prosa traducida al castellano se encuentra a buen recaudo merced al sello Minotauro, la editorial que me ha propiciado el descubrimiento de tantos seres tocados por la varita mágica del talento. Dentro de Minotauro se creó en su día una colección bautizada «Utopías». En la misma se pueden localizan obras de Samuel Butler o Alfred Kubin. Cabría pensar en reformular una nueva colección bajo el genérico «Distopías», elevándose como la estrella de la misma el nombre de Jim Graham Ballard, ahora que su reloj vital se ha parado y, de facto, nos referiremos a él en tiempo pretérito. Una contradicción en sí misma para quien será, sin duda, saludado como uno de los grandes visionarios de la literatura del siglo XX. Al igual que a Philip K. Dick, el futuro le reservará una segunda y una tercera oportunidad de que su obra sea (re)descubierta a través de la gran pantalla, con muchas más adaptaciones de los que computan a fecha de hoy. Solo sus relatos cortos representan una mina aún por explotar. Gracis, Jim, por hacernos creer que la literatura fantástica está a la altura de la mejor prosa posible. Él dignificó un género literario un tanto vilipendiado por algunos círculos elitistas con la convicción de que su talento sería reconocido a nivel mundial. El adiós a un escritor de raza que nos deja, sin embargo, una obra inconmensurable en la plasmación de un mundo sumergido... en la sinrazón y en el caos inherente a nuestro tiempo.

sábado, 18 de abril de 2009

«BREACK POINT»: TENISTAS EN LOS ALTARES... DE LAS IGLESIAS

En estos días, en el Village del torneo de Tenis de Montecarlo uno de los temas que debe ser la comidilla de no pocas tertulias o charlas informales a pie de canapé deviene el enlace conyugal entre Roger Federer —actual nº 2 del ranking ATP—, y Mirka Vavrinec, que se celebró el pasado 11 de abril en la ciudad natal del jugador, Vasilea. Quizás, este evento no signifique nada más allá de constatar que los deportistas de elite, con el horizonte económico aclarado al medio y largo plazo, contraen matrimonio a más temprana edad que el común de los mortales de Occidente, acompañado, como en el caso de la pareja Federer-Vavrinec, de una futura paternidad anunciada a modo de antesala de la boda. Pero tratándose de un tenista, la «leyenda negra» sobre lo acontecido con un reguero de figuras de este deporte que pronunciaron en su día la palabra mágica «sí, quiero» al pie del altar, nubarrones parecen cubrir el cielo donde Federer eleva sus súplicas para que los hados le sean propicios antes de acometer un punto decisivo. Acomodado en la silla que le distinguía como rey del tenis a lo largo de varios años, Roger Federer empezó a flaquearle las fuerzas en los puntos clave hace algo más de una temporada, con un Rafael Nadal pletórico que le iba comiendo el terreno hasta acabar coronándose en el primer puesto de la ATP. Al dar el paso de casarse con la ex tenista Vavrinec, todos los vaticinios apuntan a que Federer inicia su declive con tan sólo 27 años, distanciándose cada vez más del primer lugar y quedándose cada vez más cerca del escalafón más bajo de un virtual podio en beneficio del escocés Andy Murray. No creo equivocarme demasiado si presumo que el tenista helvético se sumará a esa «lista maldita» de profesionales de la raqueta que quisieron alternar la vida deportiva con la conyugal con el pálpito que era la decisión más adecuada en pos de una estabilidad emocional y afectiva. Unos cuantos podrían argüir las contradicciones de tamaño paso al frente, desde el australiano Pat Cash —casado tres años después de ganar Wimbledon y, a partir de ahí, la cuesta en picado que casi le costó la muerte (el suicidio planeó sobre el nido del cuco...)—, el checo Ivan LendlSamantha Frankel se conviritó en su novia vestida de negro: de la luna de miel al ostracismo tenístico, todo en una—, el sueco Björn Bork, el alemán Boris Becker, el catalán Àlex Corretja, la andorrana (a efectos fiscales; rojigualda de corazón) Arancha Sánchez Vicario...
Excuso decir que los casos en sentido contrario son tantos o más, pero la ecuación matrimonio + tenis profesional no ha dado demasiado buen resultado para infinidad de jugadores situados en la parte noble de la clasificación ATP lo constatan las estadísticas. Las razones por las que este binomio no cuaje intuyo —desde la modestia de haber practicado este deporte a una escala amateur— que se debe a que el tenis es un deporte donde la concentración mental es determinante. Alguien dijo que, si nos regimos por una valoración esencialmente de capacitación técnica, entre los Top 50 las diferencias entre unos y otros son mínimas; la cuestión estriba en la fortaleza mental que hace decantar la suerte de un partido a un lado u otro de la red. El brazo de oro que exhibe el mallorquín Nadal sería menos efectivo si su mente no trabajara a pleno gas, interpretando a cada instante la mejor decisión a tomar para que, a la postre, en los tramos decisivos sentenciara a su favor. Y esa mente no parece programada para aislar las variables que contiene el juego del tenis de los asuntos que comporta una vida marital, tributando las obligaciones de satisfacer constantemente a la pareja (en el plano afectivo y sexual), relacionarse con unos suegros que debe ser una caja de sorpresas y tomar nota de cuestiones mundanas del día a día... Para bien del tenis de nuestro país, pues, esperemos que Rafael Nadal aparque los fastos de una hipotética boda con su novia para dentro de mucho, mucho tiempo. Más que una bendición si Nadal anunciara un hipotético enlace conyugal en mitad de su meteórica carrera profesional, se podría interpretar en sentido opuesto. De su amistad sincera con Federer, podrá tomar buena nota. Y si no, al tiempo. Murray y los que vendrán recordarán ese 11 de abril de 2009, el que marcó en rojo Federer en su calendario sentimental haciendo caso omiso de la «leyenda negra» que envuelve a la realeza de los deportistas que visten de Armani.

martes, 14 de abril de 2009

RADIO INSOMNIO 02. 35 A. M.: SINTONIZANDO CON LA VIDA

Los manuales de psiquatría recogen que el insomnio es un trastorno del sueño que suele afectar mayoritariamente a la población adulta. Pero, según mi propia percepción de las cosas, este trastorno que afecta a la conducta humana está lejos de remitir por muy diversas razones. La presión social, laboral, económica o derivada de la convivencia diaria provoca que muchas personas vean alterado su ciclo natural, dejándose llevar por un estado de permanente alerta, incapaces de conciliar el sueño a altas y tempranas horas de la madrugada. Es un sino de nuestros tiempos, del sentirnos constantemente con el aliento en el cogote que aquellas predicciones de futuro no se han cumplido, que aquel camino tomado no ha sido el adecuado o el revisar de contínuo en nuestra particular moviola que hubiera sido si... Sueños rotos que tantas veces ha encontrado al lado del reclinatorio de nuestros pensamientos un aparato que a lo largo de la jornada, para muchos, queda diluido entre un mar de artilugios que inundan nuestros hogares: la radio. Generalmente, una capa de polvo cubre su superficie por el mero hecho que solemos acudir a ella cuando la negra noche se apodera del cielo y, a través de un acto instintivo, pulsamos la tecla correcta (no siempre a la primera) para dejarnos llevar de la mano por la compañía que emana de sus ondas. Luego, cuando la luz diurna toma el mando, la radio regresa a su estado de abandono natural, arrinconada, como si quisiéramos silenciar esa voz cómplice que nos delata nuestro estado de insatisfacción cuando no de frustración. Es como si quisiéramos ahogar una realidad, un estado de las cosas que tan sólo parece tomar forma, corporizarse cuando nuestros ojos cobran una velocidad de vértigo en horario de madrugada. Esa fase R. E. M. que se quiebra inexorablemente al repercutir sobre nuestro subconsciente una mala elección o simplemente al imbocar el porqué no se han cumplido nuestros deseos. Algunos podrán esgrimir que a la radio le llueve la rivalidad de otros artilugios en otras tantas estancias de la casa, desde el ordenador con acceso a internet situado en un cuarto anexo al dormitorio, la televisión digital que presenta una oferta de decenas de canales, o la opción de visionar alguna serie de televisión o película en DVD que aún espera su momento para ser disfrutada en la comodidad del comedor libre de ruidos externos más allá del eco de alguna que otra trifulca conyugal o el ladrido de un can recluido en un balcón que le priva de la compañía de sus amos a la luz de la luna. Pero ninguno de estos aparatos podrá suplir la función de la radio porque está diseñada para esos momentos que el ser humano precisa de una privacidad, a modo de confesionario de nuestras súplicas, lamentos o simplemente para pasar revista a aquellos errores que hemos cometido con el fin de subsanarlos. Al sintonizar una determinada emisora no buscamos necesariamente esos temas que nos traen recuerdos, gratos recuerdos; es más, aquellos géneros musicales que brillan por su ausencia en nuestras particulares discotecas o en nuestros ipods tienen su razón de existir a nuestros oídos en semejante franja horaria. Con ello simplemente advertimos que se despliega de fondo una música que sirve para arroparnos y protegernos de nuestros pensamientos que imploran respuestas a cada minuto. Solo allí toma verdadera dimensión un aspecto que a menudo nos resulta esquivo a nuestro raciocinio: tomar las elecciones acertadas es la mejor de las terapias para combatir el insomnio. Sintonizar con la radio es sintonizar con lo más hondo de nuestros pensamientos, los que nos descubren de qué materia estamos hechos y donde se fraguan las decisiones que se revelan las más importantes de nuestras vidas.

domingo, 12 de abril de 2009

CARTAS ENVENENADAS, ESPERANZAS RENOVADAS

En mis dos estancias en el País Vasco tuve la fortuna de conversar con una persona de espíritu bohemio y comprometido con la cultural local cuyo conocimiento sobre la realidad de esa magnífica tierra me alentó a pensar que una cosa es lo que se dice y la otra es el status quo de una sociedad que mira el futuro con un permamente resquemor. De todas aquellas conversaciones que compartí asimismo con mi amigo Àlex, me quedaría grabado que la clave, según el donostiarra, para que ETA tocara a su fin pasaba por la actitud que mostrara el PNV. Toda vez que en las pasadas elecciones autonómicas, celebradas el 9 de marzo, el Partido Nacionalista Vasco, pese a obtener mayor números de escaños, no lograba la mayoría suficiente para gobernar en coalición con otros partidos de su órbita nacionalista, esas palabras dictadas desde el conocimiento a pie de calle retornaron a mi memoria como un eco para la esperanza de ver el principio del fin de una lacra que ha calado en diversas generaciones de ciudadanos de un país escindido en un crisol de realidades e identidades. Con el PNV descabalgado del gobierno, cediendo contra su voluntad el testigo al bloque constitucionalista —esos extraños «compañeros de cama» que procura la política ha dado fruto un «matrimonio de conveniencia» formado por el PSE y PPV—, ETA llena sus depósitos de inmundicia con un carta publicada en su caja de resonancia mediática habitual —el Gara— en la que proclama una lucha sin cuartel frente a los que consideran los «enemigos» del pueblo vasco.
Para un país que quiera lucir la vitola de democrático treinta años de pervivencia en el gobierno de un mismo partido es más que suficiente para que se produzca un relevo. Así ha ocurrido en Catalunya, que ha dejado en el banquillo a CIU tras casi un cuarto de siglo dominando a sus anchas las instituciones. Pero evidentemente la realidad catalana no es extrapolable a la vasca por el mero hecho de la implantación en esta última de una organización terrorista que ha provocado centenares de víctimas fuera y dentro de su propio territorio. Entre éstos se cuentan, en un porcentaje considerable, militantes del PP(V) y del PS(O)E que han visto, al no computar los votos de la izquierda abertzale que incumplían unos requisitos mínimos de higiene democrática, la posibilidad de tomar las riendas de unas instituciones que, en muchos aspectos, distaban de ser modélicas. Esencialmente, mantengo que el modelo educativo instaurado en el País Vasco ha sido uno de los principales baluartes para oxigenar a ETA a través de la creación de canteras de futuros terroristas —llámese kaleborrokaque han sufrido un «lavado de cerebro» en forma de odio a todo lo español. Tan sólo de esta forma se explica que un niño vasco sea capaz, en poco más de cuatro o cinco años de adoctrinamiento en determinadas ikastolas, de generar en su fuero interno un odio que le lleve a participar en actos vandálicos excusándose en los valores de defensa de una patria que, según tengo entendido, no ha declarado la guerra a nadie. De la kaleborroka a ingresar en ETA, como dan fe infinidad de detenidos en los últimos años, ha sido el recorrido habitual. Una vez desactivada esa política educativa que ha perpetuado el cainismo durante tantos años, esperamos que sea el inicio de una etapa que los chicos vascos crezcan con otros valores a defender, como el ecologismo, el civismo, la tolerancia, comunes a los países integrados en el núcleo duro de la Unión Europea. Al neutralizar esa espoleta del odio que el PNV se ha encargado de mantener activada durante tanto tiempo, ETA experimentará, al medio plazo, que sus «oficinas de reclutamiento» apenas pueden cubrir unos mínimos y deberán echar el cierre a tanta barbarie. Afortunadamente, a diferencia de lo que había ocurrido con el ejército español al aprobarse la voluntariedad del servicio militar, no serán precisamente los no nacidos en el País Vasco los que cubran esas plazas vacantes en la organización terrorista. Mire por donde se mire, a ETA le quedan algunas, quizás muchas más portadas de diarios digitales o en papel de las deseadas donde publicitar sus intenciones, pero sin los «lavados de cebrero» que nutrían sus canteras es tanto como decir que los reptiles pueden sobrevivir sin hidratar sus escamas. Escamas, en el caso de la serpiente enroscada en un palo a modo de anagrama, impregnadas de odio, dolor y miseria moral.

viernes, 10 de abril de 2009

DAVE WARNER: UN AUSTRALIANO POLIFACÉTICO

No acierto a comprender cuales son las verdaderas razones pero desde hace tiempo me he sentido, en cierta manera, fascinado por el continente australiano. A falta de pisarlo algún día, Australia, pese a contar con una población equivalente o incluso inferior a la del estado español en la actualidad —en torno a los cuarenta millones de habitantes, concentrados en su mayoría en el sudeste de una isla con proporciones de continente—, goza de un porcentaje de celebridades per capita nada desdeñable. La fuga de cerebros en distintas áreas es moneda común en un país que además del déficit que padece —la falta de agua potable— desde hace décadas, se suma la reciente oleada de calor que derivó en una tragedia para lo población colindante a Sydney en forma de incendios de consecuencias devastadoras en el plano humano y en el material. El primer ministro Kevin Rudd, al hilo de los acontecimientos dijo que «estamos ante una matanza». De haber tenido la oportunidad de entrevistar a algunos de esos serial killers que operan a campo libre —resiguiendo el sentido expresado por Mr. Rudd— Dave Warner (Bieton, 1955) ya hubiera podido anunciar su regreso a un espacio bien conocido por este polifacético aussie: la crónica policíaca. Al hablar de Warner se puede hacer siempre que evitemos la ortodoxia porque es un personaje de lo más curioso e impredecible. Dos de mis pasiones, la música y la literatura, se dan la mano, a nivel profesional, en la persona de Dave Warner, quien tras una prolongada estancia en Londres, pulsando la escena (contra)cultural del momento, empezaría a forjar su propia leyenda en su país natal con una rosario de discos que recorren las escencias del hard-rock con propósito de enmienda hacia el punk. Bajo la denominación Dave Warner’s from the Suburbs, el cantante australiano, entre grabación y grabación consagrada a su banda, se dejó arrastrar por una vena un tanto irreverente con un álbum cuya autoría («Dave Warner and the Happy Hookers») que no deja lugar a las dudas sobre su propósito: The Dark Side of the Scum (1989). En ese triángulo isósceles que fuera la piedra roseta para los Pink Floyd —a partir de entonces, las ventas de sus discos se multiplicaron exponencialmente—, el sentido lúdico-festivo de Warner le llevaría a que impactara sobre el mismo un balón de rugby, deporte nacional por esas latitudes. Al cambiar de década, Warner quiso reinventarse y después de obtener distintas moratorias su primera novela en ciernes, City of Light (1995), su publicación le abría nuevas expectativas. Las letras de algunas de sus composiciones ya contenían referencias a un asesino en serie que se convertiría en el antagonista de su obra, que pivota sobre el one private eye «Snowy» Lane. Lo paradójico es que, al cabo de unos años de editarse, un serial killer operaría en el mismo escenario que el ideado por Warner en City of Light, título que alude a Perth... además de saberse que el policía encargado de la investigación obedecía al apellido de Lane... Sin el carácter proféctico de ésta —¿la ficción imita a la realidad o a la inversa?—, Warner ha acometido otros proyectos literarios, en especial la serie bajo el genérico Murder In the..., historias que cabalgan a los lomos del inspector Andrew «The Lizard» Zik. Afición por los sobrenombres, como vemos, no le falta a Warner. El suyo bien podría ser el de Dave «el polifacético» Warner, quien ha hecho su particular inmersión en el cine, pero sin perder de vista la literatura, la escritura de guiones para televisión y la música, esa amante que susurra al oído que no le abandone nunca. Un amor a primera vista que le dio popularidad a Warner y un crédito entre la profesión que redundaría en la declaración que Bob Dylan hizo en su día, señalándole como su músico australiano favorito. Con permiso de Nick Cave (coetáneo de Warner), dirán algunos.

martes, 7 de abril de 2009

«MUÑECOS INFERNALES: MORENO'S CUT» Y «ESCOPETA NACIONAL IV»: DOS GUIONES PARA LA MINISTRA GONZÁLEZ SINDE

En función del cargo de Ministra de Cultura que debe asumir desde ahora y hasta, en el peor de los escenarios, se supone que dentro de tres años, muchos pueden pensar que Ángeles González Sinde puede dar por enterrada su faceta de guionista sine die. Creo, a mi modesto entender, que se equivocan. La política hispana es un constante hervidero de historias que llaman a ser llevadas a la gran pantalla. Tomemos, por ejemplo, dos sucesos recientes y veamos sus posibilidades para su hipotética filmación. En primer lugar, se me antoja que González Sinde podría ir sacando punta al siguiente plot: unos desconocidos entran en la lujosa residencia de un ex ventrílocuo que se dedica a la producción de programas de formato ligero para el ente público. Después de oponer una leve resistencia, el millonario sexagenario sufre una brutal paliza y ve esquilmado parte de su espectacular patrimonio. Transcurridos unos meses, José Luis Moreno –ese es su nombre y apellido en cuestión— sale del hospital con el rostro y el cuerpo entumecido pero fuera de peligro. Al cabo, Moreno acepta participar en un acto público con el Ministro del Interior para agradecer a la Benemérita que los asaltantes estén a buen recaudo. Casi un año más tarde, por un error judicial el Albano-Kosovar, cabecilla del grupo que asaltó la mansión de Moreno y estuvo a punto de matarlo, sale a la calle por su propio pie. Al conocerse esta noticia, el Ministro del Interior trata de excepcional este hecho mientras que Moreno vive con el temor de toparse nuevamente con los que hubieran podido ser sus «verdugos». Pero para sentirse más protegido en la soledad de su hogar, Moreno desempolva los muñecos a los que él puso voz. Una visita inesperada hará que los muñecos cobren de nuevo vida siguiendo las instrucciones que les dicta un Moreno que clama venganza desde lo más profundo de su ser... La historia se cierra con José Luis Moreno anunciando su regreso a la televisión con un programa de vídeos domésticos grabados por particulares. Entre este popurri de imágenes amateurs se cuela (¿por error?) las de unas extrañas criaturas de pequeñas dimensiones arremolinados en torno a un corpulento hombre que parece haber perdido la cadencia de su ritmo cardíaco... Algunos dirán, un remake made in Spain de un capítulo de Al caer la noche / Night Must Fall, aquel film de sketches del cine británico de los cuarenta, que Richard Attenborough retomó a finales de los setenta para llevar a cabo la realización de Magic con un comedido Anthony Hopkins desenvolviéndose como ventrílocuo. La originalidad tampoco es la materia de la que se forja la siguiente historia. Ésta tiene un tratamiento menos elaborado si cabe por cuanto, en realidad, se trata de una revisitación, de una puesta al día de La escopeta nacional (1977), en torno a una cacería que convoca a ministros, jueces, fiscales y políticos de distinto pelaje. Cuando Pedro Solbes mostraba su envidia por la condición de ex Ministro de Mariano Fernández Bermejo lo hacía para poder integrarse en esas cacerías de fin de semana y reencontrarse con esa España profunda, de caverna que tan sabiamente retrató el vallisoletano Miguel Delibes en Los santos inocentes, transcrita de forma soberbia en imágenes por Mario Camus. La trama de intriga se revela en este contexto rural, el de la España del deep-south, cuando el ojo gandul de Solbes —aquel que le daba un plus de credibilidad en su debate cara a cara con Manuel Pizarro— le juega una mala pasada y en lugar de dar caza a un ejemplar de la fauna autóctona se ceba en las posaderas de un tránsfuga que participaba en ese espectáculo coral al aire libre, escopetas en ristre.
Lejos de lo que se pueda presuponer, pues, González Sinde puede salir reforzada como guionista porque una cosa es lo que se cuenta desde fuera y otra vivirlo desde dentro. Claro que lo trascendente desde fuera es que será la Ministra del cánon digital, aquel impuesto que debe curar los males de una cultura audiovisual fusilada por los internautas a expuertas. Puertas adentro, González Sinde, a cada ministerio, convención de partido o reunión de Barones que acuda verá las infinitas posibilidades de historias para ser transcritas al papel en formato final draft. A eso se llama tener «buena estrella» aunque algunos de sus amigos y familares le habrán advertido aquello de la «vida que te espera».

sábado, 4 de abril de 2009

DIANE ARBUS: RETRATOS CON INFINIDAD DE GRISES

A diferencia de lo que suele ocurrir en Gran Bretaña, al otro lado del «charco», en los Estados Unidos, no suele extrañar que uno de los hijos se encargue de la biografía de un/a progenitor/a que alcanzara determinado grado de notoriedad en función de cada una de las disciplinas que les tocaron en suerte desarrollar. Por citar tan sólo algunos ejemplos encontramos los casos de Susan Cheever, Carrie Goldsmith o Cheryl Crane en relación al escritor John Cheever, el compositor Jerry Goldsmith o la actriz Lana Turner, respectivamente. Féminas, todas ellas, que dieron testimonio escrito de los avatares de sus padres, que despuntaron en sus respectivas profesiones. Esa cosanguineidad podría penalizar en algunos aspectos a la hora de abordar la biografía, pero por otra parte impulsa al lector a creer que se ofecen verdades como puños que la perspectiva del tiempo puede contribuir a alterar pero difícilmente a eliminar ese fondo de realidad que se dibuja al mirar hacia el pozo de los recuerdos. De eso se lamentaba Elsa Dorfman en su reseña sobre el libro de Patricia Bosworth en torno a la figura de la fotógrafa Diane Arbus (1923-1971). A juicio de Dorfman, la monografía de Bosworth publicada en 1984 y reeditada en 1995 (ir a enlace), incurría en numerosos errores, además de resaltar su pobreza gramatical. Una circunstancia, no obstante, que no sería óbice para que de este libro se extrajera la sustancia de un guión que daría lugar a Retrato de una obsesión (2007), que hace unos días visioné por primera vez con el pálpito de conocer algo verdaderamente revelador sobre la enigmática Diane Arbus, que tomaba el cuerpo y el alma de Nicole Kidman con una baño de color azabache en su cabellera. Además del personaje en cuestión, conociendo que su director, Steven Shainberg, había pasado una larga temporada en un templo consagrado a la cultura zen, la propuesta estaba lejos de servirse en una bandeja de ortodoxia narrativa. Shainberg, con el concurso de su guionista, se apartaría considerablemente de la obra de Bosworth para trazar su propio itinerario fílmico, haciendo volar la imaginación de lo que hubiera podido ser la relación de Arbus con los freaks que poblaron sus álbumes profesionales. Porque en eso consistía la singularidad de Arbus, hija de familia-bien que hizo sus primeros pinitos de la mano de papá, quien le abrió las puertas de par en par de las revistas de moda de la época —Harper’s Bazar, Esquire, Vogue...— Acercarse a la obra gráfica de Arbus es casi como hacerlo de un catálogo de out systems que pululaban por la América inmediatamente posterior al final de la Segunda Guerra Mundial hasta abrazar los años de la contracultura. Entre enanos, travestidos, «hombres-lobo», prostitutas y demás se colarían de rondón una joven Mia Farrow, el escritor Norman Mailer o la actriz Mae West en esas fotografías en blanco y negro captadas por la cámara de Arbus. Éstas engalanaron diversas exposiciones a partir de la primera que se dedicó a la esposa de Allan Arbus en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, allá por los años setenta. La prematura muerte de Arbus —a los cuarenta y ocho años de edad— avivó el culto a su personalidad, señalándola como una artista que ofrecía destellos de luz a esa cara oculta de la luna, del american way of life que tuvo, entre sus correligionarios de la época, entre otros muchos, al citado John Cheever. Me temo que el cine aún no ha sabido reconocer a Arbus la influencia que llegó a ejercer en determinados directores de fotografía, diseñadores de producción o directores. Una exposición al respecto parecería preceptiva en los años venideros porque, como había sucedido en su tiempo con el retratista de la modernidad enfundado en pintor, Edward Hooper, antes de colocar todas las piezas sobre el lienzo de una obra cinematográfica a menudo es necesario mezclar colores en forma de artes que corren en paralelo. A bote pronto, una galería podría dedicarse a la relación entre la obra de David Lynch y Diane Arbus, pero en la contigua se podrían habilitar retazos de las influencias de visionarios como Stanley Kubrick que tomaron el molde de las gemelas retratadas en Nueva Jersey en 1967 para percutir al espectador con algunas de las escenas más truculentas de El resplandor (1980) (ver imagen derecha post), o hacernos creer que Lilith (1964) de Robert Rossen buscaba entre sus referentes en ese mundo apartado de la realidad donde fue a parar Arbus en tres ocasiones —el de un campamento nudista que, a los ojos de la época, se transfiguraba en una suerte de psiquiátrico—, parada previa a un sucidio que se adivinó como el colofón de una existencia marcada por un profundo desapego con un mundo que parecía no ser el suyo. Un mundo que deformó a su conveniencia a través del objetivo de su cámara fotográfica.