lunes, 27 de mayo de 2019

«EL OASIS» (1949), de Mary McCarthy: CAMINO A UTOPÍA

Prácticamente desde sus inicios el sello Impedimenta ha querido rei(vindicar) el papel de la mujer en el desarrollo de la literatura preferentemente del siglo pasado. Cumplida una docena de años desde aquel firme propósito –entre otros varios--, la editorial madrileña ha facultado a incorporar a su exquisito catálogo el nombre de Mary McCarthy (1912-1989), presumiblemente una de las intelectuales estadounidenses más distinguidas del siglo XX, en cuyo segundo tercio se acumula –amén de sus tres matrimonios fallidos-- el grueso de sus contibuciones al campo de la prosa, del ensayo, de la crónica y de los artículos periodísticos. En la necesidad por tener presencia algún título de la autora oriunda de Seattle, Impedimenta hizo una prospección por una obra recorrida en su espina dorsal por las propias experiencias vitales de Mary McCarthy, entre las que se cuentan Memorias de una joven católica (1957) publicada en castellano por Lumen en 2001, El grupo (1962) Tusquets para su publicación en castellano en 2004, extraído de la etapa que pasó en el Vassar’s College, How I Grew (1987) y, en forma epistolar, Entre amigas: correspondencia entre Hannah Arendt y Mary McCarthy (1996) editada en 1998 a cargo de Lumen. Sería precisamente Hannah Arendt quien confesó su grata impresión con la lectura de The Oasis, al punto de describirla de manera sintética como «una pequeña obra maestra». Incorporado a modo de elemento promocional en la edición (por primera vez) en lengua castellana, El Oasis (1949) ofrece la medida de la capacidad intelectual de una escritora que, una vez más, esculpió a partir de la realidad unos personajes que intervienen en una especie de cónclave para promover ponencias y análisis sobre cuestionen que comprometen al avance de la sociedad en el ecuador de la pasada centuria. Medio millar personas guiadas por una brújula que apunta a un espacio residencial llamado El Oasis, metáfora de una sociedad –la norteamericana— que confina a sus intelectuales en círculos geográficos muy determinados, que contrasta con ese desierto del razonamiento y de la reflexión cautivo de la inmensa mayoría de la población. En la introducción a cargo de Vivian Gornick queda constancia que Mary McCarthy obtuvo de su conocimiento de primera mano sobre distintas esferas de la intelectualidad estadounidense el material humano con el que iría dando acomodo a un relato breve en torno a las ciento treinta páginas— que volvió a levantar ampollas tras su controvertido debut literario con The Company She Keeps (1942). Precisamente, en los pliegues de esta pequeña obra descubrimos que cada una de las “facciones de pensamiento” en pos de que prevalezcan sus postulados, esto es, los realistas y los puristas, sus respectivos líderes Will Taub y MacDougal Macdermott encuentran acomodo en el molde que procuran Philip Rahv y Dwight MacDonald. Con ellos coincidió por primera vez Mary McCarthy, a propósito de la celebración en la que se dieron cita intelectuales de izquierdas. De aquellas reuniones asimismo McCarthy extrajo anécdotas y situaciones que jugarían a favor a la hora de tejer un relato en que se filtran referencias a piezas de Victor Hugo, Sinclair Lewis o Henry Thoreau, entre otros distinguidos literatos y/o pensadores. Con todo, el ejercicio literario al que se encomendó Mary McCarthy representa una sucesión infinita de frases tocadas por el ingenio a cuenta de una afilada capacidad de observación de su entorno. Un ingenio que se viste con el color del sarcasmo, de lo vitriólico y de lo mordaz, incluso para el pasaje de una mera descripción física de uno de los quinientos invitados a asistir al templo de El Oasis: «Henry, un joven alto y delgado con la cabeza ovoide, que recordaba a una lima de uñas (…)». Por ello, sería preceptivo dejar margen para una segunda lectura que permita ir más al fondo y aparcar (a nivel subconsciente) la forma de una narración que demuestra que la mordacidad y el sarcasmo no son características exclusivas de los escritores varones. Solo una doble lectura, a mi juicio, permite observar con detalle la proeza narrativa cuya autoría descansa en Mary McCarthy, la antítesis del pensamiento reaccionario que demostró tener otra personalidad de la historia de los Estados Unidos del siglo XX de idéntico apellido, pero de nombre de pila Joseph. El otro maccarthismo, el acomodado al plano literario, puede tener su prédica para algunos lectores en El Oasis a la hora de ampliar el terreno en lo sucesivo por parte de Impedimenta a otros textos de su autora que aún queden pendientes de edición en lengua castellana.

martes, 21 de mayo de 2019

«EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS» (1915) de Jack London: PRISIONERO DE LA IMAGINACIÓN


La proverbial capacidad de los hermanos Joel y Ethan Coen por dar acomodo a un número ciertamente considerable de historias para el medio cinematográfico tiene entre sus fundamentos la habilidad de procesar textos de autores preferentemente estadounidenses y hacerlos pasar por el sedal de sus propias aspiraciones autorales. Situados en la divisoria entre el espacio cinematográfico y el televisivo verbigracia de su condición de producto made in Netfilix, el estreno en las plataformas digitales —y de manera puntual su comparecencia en salas comerciales— de La balada de Buster Scruggs (2018) ha servido, entre otras cuestiones, para fijar la atención en Jack London (1876-1916), el novelista, cuentista, aventurero y ensayista que creó la serie de historias que concurren en la producción dirigida y guionizada por los hermanos Coen. Sin duda, cumplido con creces el centenario de su nacimiento, John Griffith Chaney operando bajo el álias de Jack London en virtud de sus atribuciones de escritor salvada una etapa prosaica y una vida sojuzgada por un sentido itinerante— sigue siendo un pozo sin fondo a la hora de amueblar relatos fílmicos que, por lo general, incursionan en el género de aventuras. No en vano, algunas de sus más célebres narraciones —La llamada de lo salvaje (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906), etc— han cobrado relevancia en la historia de un género literario con una amplia tradición entre sus compatriotas estadounidenses, pero asimismo en países del viejo continente y de Asia. Empero, El vagabundo de las estrellas (1915) al que Fernando Savater se refiere en su prólogo para Nørdica Editorial con el título El peregrino de la estrella, el empleado por una añeja edición de un sello valenciano, a día de hoy, sigue quedando al margen de cualquier tentativa de ser trasladada a la gran pantalla dada la extrema dificultad a la hora de acomodar al terreno de los imágenes una novela de carácter eminentemente introspectivo, narrado (en primera persona) por un convicto llamado Darrell Standing. De manera puntual, Standing interpela al lector en la necesidad de establecer un cordón umbilical desde el plano emocional con aquellos prestos a dejarse seducir por la fragancia de la obra de un escritor que por aquel entonces acumulaba infinitas horas de vuelo. Pero sin este ardid la novela hubiese podido funcionar de igual modo; se trata de un relato en blanco y negro (el color que mejor le sentaría para una eventual traslación al cinematógrafo) que nos sumerge en una realidad que coloca de manera perenne a nuestro héroe en el frontispicio de la muerte. Lejos de claudicar frente a las acciones de sus torturadores los guardias y el alcaide de la prisión de San Quintín, Standing extrae de sus pensamientos la materia prima para crear una realidad paralela, aquella capaz de explorar en mundos que pertenecen a periodos de la Historia muy diversos (incluido el de la crucifixión de Jesucristo) donde solo se ha podido viajar a través de la lectura de libros en que computa en primera instancia el género de aventuras. En este sentido, El vagabundo de las estrellas —en una proverbial traducción al castellano de Héctor Arnau— puede entenderse conforme a una carta abierta de amor a la literatura, en forma de corolario, cuya publicación se sitúa en los estertores de una vida que se apagó a las puertas de cumplir su cuarenta y un aniversario. La mitad de su corta existencia la dedicó en cuerpo y alma a la escritura de decenas de miles de páginas, un porcentaje residual de las cuales quedó al arbitrio de quienes lo juzgaban —entre ellos colegas de profesión— con el calificativo de «plagiador». No fueron pocas las evidencias de semejante práctica por parte de London, quien además del dolor moral que le comportó sentirse atacado con vileza por periodistas, editores y escritores a los que en verdad apreciaba, sufrió el físico a propósito de sus problemas hepáticos, agudizados por sus tendencias dipsómanas. En buena lid, el padecimiento físico de Darrell Standing doblemente prisionero, el de una celda espartana y de reducido tamaño, y el que le procura quedar atrapado en una camisa de fuerza (de ahí el título original de la novela de marras: The Jacket) durante varios días— va de la mano del propio Jack London en la recta final de una existencia en la que logró, eso sí, rubricar una auténtica obra maestra. En no pocos pasajes de El vagabundo de las estrellas, anexionados con la desbordante imaginación de Standing los lectores que hayan podido disfrutar de sus relatos de aventuras reconocerán su huella indeleble. Pero en esta ocasión la fórmula utilizada por London trasciende el marco propio del género, elevándolo a los altares de una obra que, como pocas, deviene una oda al poder de ensoñación que procura la literatura, a modo de punto de fuga de cada una de nuestras realidades cotidianas. A modo de botón de muestra de las enseñanzas que deja una lectura calibrada desde lo emocional sobre la capacidad de resistencia del ser humano, subrayo en rojo (virtualmente) una párrafo que define al personaje creado por el autor californiano: «Como digno heredero de las leyes de Mendel, debo reconocer que no soy otra cosa que mi pasado. Todos mis seres anteriores, con sus voces, sus ecos y sus impulsos residen dentro de mí. En mi modo de actuar, en el fuego de mis pasiones, en las intermitencias de cada uno de mis pensamientos intervienen todas y cada una de mis existencias anteriores: todos los seres que me precedieron y que formaron parte en el proceso de mi creación». Amén.

domingo, 5 de mayo de 2019

«VOCES HUMANAS» (1980) de Penelope Fitzgerald: DESPACHOS DE GUERRA


Dentro del mundo literario el de Penelope Fitzgerald (1916-2000) representa un caso ciertamente singular. No en vano, su pulsión como escritora despertó tardíamente, ya cumplidos los cincuenta y cuatro años. Pero, a la vista del contenido de las novelas que llegó a publicar en una franja de apenas dieciocho años desde 1977 hasta 1995, Penelope Knox su apellido antes de contraer primeras nupcias con el soldado irlandés Desmond Fitzgerald— echó mano de una existancia previa repleta de experiencias en distintos ámbitos y, por consiguiente, susceptibles que el valor del detalle de lo vivido cotizara a favor de ser transcrito en la hoja de papel con visos de enriquecer sobremanera el sustrato literario. Asimismo, no cabe perder la perspectiva de su propio linaje familiar, con la figura del pater familiar Edmund Knox, el editor de Punch, la revista satírica británica por antonomasia surgida en la cuarta década del siglo XIX. De la lectura de tan célebre publicación a temprana edad iría forjándose un peculiar sentido de humor que quedaría reflejado en obra que empezó a levantar el vuelo a mediados los años setenta —con la publicación de la biografía de Edward Burne-Jones— y que no se detuvo hasta el fin de sus días, en los primeros compases del nuevo milenio, a propósito de la antología de cuentos The Means of Escape (2000), publicado a título póstumo. A un lustro de haber acomodado el ensayo a mayor gloria del pintor prerrafaelita del siglo XIX, Penelope Fitzgerald podía vanagloriarse de tener impresas un total de cuatro novelas, a razón casi de una por año. Una gesta que hasta entonces pocos compatriotas británicos habían cosechado a semejante edad —sesenta y cuatro años—, culminando esa década prodigiosa con Human Voices (1980).
    Fruto de la notable acogida dispensada con el repóquer de publicaciones dedicadas a la obra de Penelope Fitzgerald con La Librería como punta de lanza (presentada en tres ediciones distintas, una en castellano, otra en catalán y una especial conmemorativa del centenario del nacimiento de la escritora), el sello Impedimenta reservó para el primer trimestre de 2019 la puesta de largo de Voces humanas (1980), una oda al personal que trabajó en la BBC durante la Segunda Guerra Mundial en condiciones que pusieron a prueba no tan solo su capacidad de resistencia sino su compromiso irreductible por mantener informado a la población civil. La propia Penelope Knox había sido empleada en uno de los departamentos de la BBC en los denominados años del Blitz. Una vez transcurridos casi cuarenta años de aquella experiencia, Penelope ya con el apellido Fitzgerald luciendo en las portadas de sus libros— acomodó una pieza literaria evocadora de un periodo observado con una mirada idealizada sobre valores tales como la solidaridad, el sentido del deber y el espíritu fraternal establecido entre compañeros de profesión. Sobre estos pilares, pues, se levantó un muro que trataba de contrarrestar el efecto de los continuos bombardeos por parte de la aviación nazi sobre suelo londinense, procurando viñetas de auténtico horror. Penelope Fitzgerald se emplea a fondo para que la lectura de Voces humanas se canalice por los conductos del tono amable, prensado de idealismo pero sin que descuidemos en modo alguno el contexto de degradación de la fisonomía de un ciudad que no hacía demasiadas décadas había sido considerado uno de los puntos neurálgicos a escala mundial. Una ciudad con hechuras de megápolis densamente poblada, a la que quedó convocada Penelope Knox pocos años después de haber nacido en Lincoln, la capital del condado de Lincolnshire situado al noreste de Inglaterra. Otrora un asentamiento celta, Lincoln alumbró en el ecuador de la Gran Guerra a una escritora que, al calor de la publicación de gran parte de las novelas que ha impreso el sello Impedimenta hasta la fecha, debería ser observada como un auténtico tesoro de la literatura británica. Una obra trenzada desde, en buena lid, desde las experiencias vividas, constatable por ejemplo en esta historia coral de voces humanas que apagan la llama del sufrimiento y la desesperación, y apuestan para que salga a la superficie lo mejor de nuestra especie. Doscientas páginas que se leen con fruición, sumergiendo al lector en un microcosmos que nos alienta a pensar que incluso en las horas más oscuras de la Historia de Inglaterra del siglo pasado quedaba una ventana abierta para la esperanza, a la que se acogían Delta, Lise, Annie, Sam y otros tantos que operaban bajo el manto de la BBC en tiempos convulsos.