jueves, 29 de marzo de 2018

LA TIERRA MIRA A 2050: EL INDEPENDENTISMO CATALÁN, DEL SUEÑO AL DELIRIO


Viajar al futuro deviene un ejercicio gratuito, un pasaporte a hacer volar la imaginación, pero también una manera de abrir el foco temporal y entender que la vida de cada uno de nosotros va al compás de ciclos en que se van alternando episodios de bonanza y de turbulencias desde distintos planos, ya sea el social, el económico o el político, entre otros. Ciertamente, si nos situáramos en el tiempo a mediados del siglo XXI, podríamos re(leer) los libros de historia en formato digital o en papel, este último de carácter residual— con ánimo de entender lo acontecido en Catalunya a finales de la segunda década de una centuria caracterizada por la implantación de la inteligencia artificial y del pleno asentamiento de los aparatos tecnológicos que parecen una extensión de nuestro propio cuerpo. Desactivada la capacidad de asombro al calor de una lectura medida desde una considerable perspectiva histórica, el relato de ese periodo ya no conoce de una lectura en clave maniquea, sino que admite distintas tonalidades de grises al tratar de repartir responsabilidades sobre el porqué se llegó a un punto en que la sociedad catalana se entendía desde las trincheras ideológicas de unos y otros, los unionistas y los independentistas. Digamos que al situarnos en el tiempo en el ecuador del siglo XXI, en que aquellos vaticinios tildados de apocalípticos por un sector de la población —entre los que se cuentan infinidad de exégetas del cortoplacismo, uno de los rasgos característicos de gran parte de la clase política— llaman a cumplirse, esto es, un cambio climático que, entre otras cuestiones, ha transformado la mitad sur de la península ibérica en un área semidesértica, la noción del independentismo catalán se diluye en un mar de problemas que guardan estrecha relación con la sostenibilidad del planeta Tierra. De aquellos barros vienen estos lodos. El efecto mariposa ha propiciado que pocas partes de nuestro planeta no hayan quedado afectadam por un cambio climático que se adivina prácticamente irreversible y al cruzar el meridiano de la primera centuria del tercer milenio la Tierra parece mirar con mayor determinación al exterior, a modo de tabla de salvación de la humanidad. Más que nunca, prevalece en este horizonte imaginado pero vestido de realidad a partir de indicadores plenamente contrastados en 2018, la idea de la unión de los pueblos para lograr un fin común aunque las alarmas ya hayan saltado.
    Alrededor de 2050 esa parte de la población que había vivido los acontecimientos de finales de la segunda década del siglo XXI en territorio catalán con el pálpito que la indepedencia podría tener visos de realidad en un futuro próximo, han ido borrando de sus mentes ese anhelo. Bien es cierto que en el Ágora de internet siguen escuchándose voces disidentes que tratan de despertar ese anhelo, mantener una llama que va apagándose a medida que los efectos del cambio climático van ganando cuota de “pantalla” en los telediarios. Los hijos y los nietos de esos conversos y/o convencidos de las bondades del independentismo ya no abrazan la causa de sus progenitores o de sus abuelos; escuchan otras voces, las de los Apóstoles de movimientos ecologistas que tratan de revertir un orden natural, el de los paradigmas impuestos por tecnócratas, neocons y/o ultraliberales que han llevado al planeta al borde de agotar sus recursos naturales. Al albur de la constatación que las previsiones menos halagüeñas sobre el planeta tierra se irían certificando una a una a mediados del siglo XXI se registraría, pues, una segunda oleada que provocó un auténtico tsunami para todos aquellos aún fijados al mástil de un ideal de independencia. Décadas antes, empero –allá por 2030--, esa prospección de futuro elaborada por equipos integrados en el seno de los partidos independentistas ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), PdeCat (bajo diversas formas nominales en una tentativa por reinventarse casi a cada lustro vencido) y la CUP (retroalimentándose de ese sector anticapitalista con una prospección de voto al alza debido a una cada vez más acentuada fractura social) habían quedado en agua de borrajas y el independentismo había caído a los niveles anteriores a 2012, es decir, entre un 20 y un 25% de adhesiones entre la población. Mas, todos esos grupos de trabajo habían descuidado un factor que consideraron marginal. Mientras la crisis originada en 2007 entre otras consideraciones, por la burbuja inmobiliaria— se cebó en el grueso de la población formada por familias de clase media y baja, registrando una zona valle en la secuencia del índice de natalidad, ese “sector oculto” de la población formada por inmigrantes preferentemente, los provenientes del Magreb— contribuyeron sobremanera a incrementar las tasas de natalidad. Los Mohammed, Fatima y Habbib iban ganando la partida (numérica) a los Adrià, Marc, Núria o Júlia, y con ello el sentimiento identitario de un país iba perdiendo enteros a cada mes vencido. El independentismo, con su componente supremacista, no parecía generar sinergias con esa “población oculta”, con una limitada capacidad de integración por lo que concierne a determinadas étnias guiadas por un pensamiento religioso que designa a la mujer por encima de cualquier consideración el papel procreador. Con la demografía disparada alrededor de 2030, ese factor que había sido obviado por ERC, PdeCat y la CUP provocaría un “quebranto” en las aspiraciones independentistas, pero no sería hasta dos décadas más tarde cuando llegaría la “estocada” definitiva verbigracia de un planeta que debía sumar, antes que (sub)dividirse entre naciones o estados, unir antes que escindirse. Más que en ningún otro momento de la historia geológica de la Tierra, cabía poner fronteras a la sinrazón de movimientos independentistas en la realidad de ese mundo que avanza inexorablemente hacia un cambio de paradigma de dimensiones descomunales si no quiere ver como desaparece sobre su superficie una realidad bien conocida desde hacía relativamente poco tiempo.


domingo, 18 de marzo de 2018

«BIG LITTLE LIES» (2017, Primera temporada): VIVIENDO EL SUEÑO AMERICANO


Aún no tenemos la perspectiva suficiente para evaluar al detalle la realidad de lo acontecido en la pequeña pantalla con el advenimiento del nuevo milenio. En esta Golden Age of Television que seguimos disfrutando por lo que concierne a las (mini)series de televisión de ámbito anglosajón, en el que presumo podría ser un ensayo que cubriera el primer cuarto del siglo XXI, al atender a propuestas en que la mujer jugara un papel preponderante, sin duda, destacaría con luz propia Big Little Lies (2917-       ), nacida de una novela homónima escrita por Liane Moriarty. Al igual que su hermana mayor Jacyln, Liane Moriarty es nativa de Australia, el país donde su coetánea Nicole Kidman empezó a consolidar una trayectoria cinematográfica que se cuenta entre las más sólidas y ricas entre las actrices de su generación. Cumplido el medio siglo de existencia, Kidman precisamente asumiría el rol de Celeste Wright, uno de los personajes medulares de la novela de Liane Moriarty, que el año pasado tuvo traducción en la pequeña pantalla en forma de serie televisiva, a razón de siete episodios por temporada, por debajo de la media de capítulos librados en una serie estándart. David A. Kelley, el showrunner de Big Little Lies y, a la sazón esposo de Michelle Pfeiffer, tuvo fundamentados motivos para no tentar en demasía la suerte, dejando que siete episodios supusiera el número idóneo para cerrar una first season con un denominador común en su cuadro interpretativo con un diáfano acento femenino Nicole Kidman, Reese Whiterspoon, Shailene Woodley y Laura Dern, además de contar con la participación de un único director, el quebequés Jean-Marc Vallée. Cineasta del que no faltan en su filmografía títulos que proyectan una imagen moderna y reivindicativa del papel de la mujer en el seno de la sociedad actual –Alma salvaje (2014) podría entenderse conforme a su máxima expresión a través del personaje encarnado por la propia Whiterspoon y favorable a la causa del movimiento LGTBI la oscarizada Dallas Buyers Club (2013), Vallée ha sabido conducir con buen pulso esta función televisiva que arranca con unos soberbios títulos de crédito en que las imágenes y el tema Cold Little Heart de Michael Kiwanuka fusionan un idéntico sentimiento de hedonismo. Vidas transitadas por la lujuria, la joir de vivre y la sofisticación, pero que por debajo de su superficie esconde una realidad que mueve a la inquietud, cuando no a la desesperanza y a un temor fundado.
    Para Nicole Kidman Big Little Lies ha comportado el retorno al espacio televisivo donde había sido observada con lupa a propósito de su intervención en la miniserie Hotel Bangkok (1989), en la antesala de su eclosión a escala internacional con Calma total, rodada ese mismo año con bandera australiana. En las postrimerías del siglo XX Kidman tocaría el cielo interpretativo de la mano de Stanley Kubrick con su sensacional composición en Eyes Wide Shut (1999), la obra póstuma del realizador norteamericano que sería materia de estudio obligada por Vallée a la hora de encarar un high point en el desarrollo dramático de la primera temporada de Big Little Lies. Éste se daría a la altura del tercer episodio, Living the Dream, en que Celeste y su pareja Perry Wright (Alexander Skarsgård) acuden a una cita con una psicóloga especializada en parejas en crisis que requieren de ayuda “externa” para sacar a flote un matrimonio que va a la deriva. Previamente, asistimos a la escena en que Perry viola a su propia esposa, dejando a las claras el perfil de un hombre posesivo que teme perder su “bien” más preciado, constantemente sometida a la mirada de varones, pero también de aquellas féminas. Una escena que cobra una inusitada fuerza al prender junto a la llama musical de la canción Helpless, obra de Neil Young. Vallée volvería a recurrir al cancionero de su compatriota para uno de los postreros episodios de la primera temporada de la serie de marras, en aquella escena donde un desolado Perry quien combate con sus demonios interiores en un intento por apaciguar sus reacciones irracionales— trata de encontrar un oasis de tranquilidad en la lujosa cocina de su inmueble de Monterrey al compás del Harvest Moon. Precisamente otra apelación al planeta identificado más cercano a la órbita terrestre, aparece en el título de la producción cinematográfica que  sirvió de carta de presentación de Whiterspoon, Man on the Moon (1991), un majestuoso drama sobre el despertar de la sexualidad en los páramos de Louisiana, en un ámbito rural que ejerce un enorme contraste con los dominios de ese pueblo costero de California privativo de la clase alta. Allí donde emerge la menuda figura de una actriz como Whiterspoon veintiséis años después de su debut guiado por el tacto de Robert Mulligan. Un film que comportaría el cierre de la selecta filmografía de Mulligan y el inicio de la correspondiente a Whiterspoon, uno de los vértices que sustentan una magnífica serie donde ese mar que baña las costas de Monterrey procura turbulencias por debajo de ese manto gris de aparente calma. Cabe, pues, aguardar a la segunda temporada ya con la presencia de Meryl Streep en el rol de la madre de Perry—para ir calibrando la importancia de Big Little Lies en la Golden Age of Television en su aportación a un discurso de corte feminista pero no observado desde los estratos más marginales de la sociedad sino más bien al contrario.      

viernes, 9 de marzo de 2018

«LA CÁMARA VERDE» de Martine Desjardins: LA CAÍDA DE LA CASA DELMORE


Resulta curioso y hasta cierto punto sorprendente que la ciudad de Montreal tenga a dos de sus más (re)conocidas ciudadanas a mujeres con idéntico nombre y apellido. A buen seguro, la escritora Martine Desjardins (n. 1957) se toma el hecho que tenga una “rival nominal” la activista política nacida en la capital del Québec en 1981— con ese sentido del humor tan particular que transita por el arco de distintos tonos oscuros— que muestra en su quinta pieza literaria, La cámara verde (2017), editada por primera vez en lengua castellana gracias al sello Impedimenta. Asimismo, la confusión puede darse en relación a este título, idéntico en su original: La chambre verte— al film dirigido por François Truffaut en 1978 completando así el denominado «Ciclo de las velas» a partir de diversos relatos escritos por Henry James. Este último contribuyó sobremanera a la literatura gótica con piezas como Otra vuelta de tuerca, de cuyo inmueble principal un imponente castillo victoriano— Martine Desjardins (escritora) toma el molde para crear una ficción literaria con la peculiaridad que acontece en Montreal en el periodo presente y hace del humor negro una carta abierta a que el lector transite por sus páginas esbozando una media sonrisa.
    Sobrepasado con creces el centenar de libros publicados, a fecha de hoy, por Impedimenta, si desplegáramos un virtual mapamundi para ubicar el origen de los autores que forman parte de este suculento catálogo la “plaza” de Canadá quedaría cubierta por Martine Desjardins con esta delicatessen que se lee con fruición, asomando un timbre propio que, si acaso, recuerda de soslayo la literatura de David Nobbs (un nombre alineado geográficamente con multitud de escritores en la “casilla” de Gran Bretaña; no en vano, una de las señas de identidad de Impedimenta) en esa descripción de personajes reglados por conductas esquivas a la ortodoxia, y Jane Austen, Penelope Fitzgerald Stella Gibbons cuando el foco se concentra en el personaje de Penny Sterling, la mecha que prende para que estalle en mil pedazo el (des)orden que impera en la hacienda de los Delmore, una «familia Monster» con acento quebequés. Horneada a fuego lento verbigracia de una narradora que bien hubiera podido formar parte del gremio de escritores con sello so british, La cámara verde hace del humor negro su estilete en un espacio invadido por una familia que trata de sacar tajada de la posibilidad que uno de sus miembros contraiga matrimonio con Penny Sterling, un nombre que adopta un doble significado vinculado con ese “principio activo” (el dinero) inspirador de una especie de congregación de corte sectario con domicilio fiscal en la cámara verde de marras. En las páginas dedicadas a pormenorizar las cuestiones que implican a esta congregación familiar Diana Arbus hubiera tenido material de sobras para ampliar su catálogo fotográfico de personajes freakies, en singular las hermanas Mórula, Glástula y Blástula (sic), auténtico compendio de lo “antifemenino” en que el Dinero se revela un Bien supremo, objeto de adoración y sujeto a un mandamiento de obligado cumplimiento sopena de adoptar medidas drásticas por parte del patriarca Louis-Dollar (otro apellido con intencionalidad "redoblada"), Martine Desjardins eleva la mirada por encima de ese ejercicio de descripción de ambientes y de presentación de personajes que hacen acto de presencia en la primera parte del libro. El ardid que se dibuja en las páginas finales no es más que la constatación de la habilidad de Martine Desjardins por conducirnos hacia los derroteros de una literatura barnizada de ironía, con apremio a que el lector sienta compasión por esos personajes desnortados, cuando no yendoal precipicio moral e imaginario.
    Presumiblemte, La cámara verde sea el punto de partida por parte de Impedimenta para que integre algunos de los otros títulos de la autora canadiense a su selecto catálogo, con especial atención por Maleficium (2009), incursión en la novela fantástica que, a buen seguro, despertará la curiosidad de muchas aficionados a este género literario. Por esta pieza Desjardins recibió el premio Jacques Brossard, distinción que ha repetido con La chambre verte, una de esas apuestas que permiten descubrir un talento literario indiscutible, que realiza inserciones en la piel humana de una innoble familia canadiense empleando a modo de cutícula un humor de exquisita finura y precisión en su lenguaje, no exento de expresiones (por ejemplo, “pimplar”) captadas a ras de calle.

domingo, 4 de marzo de 2018

«RELATOS» de Patricia Highsmith: CUENTOS PARA NO DORMIR


Por regla general, las imágenes que circulan por internet o en papel de Patricia Highsmith (1921-1995) dejan translucir una personalidad arisca, refractaria al contacto con sus semejantes, y con rostro prematuramente envejecido. De ahí el acierto de Daniel Burch Caballé a la hora de dibujar (desconozco si a partir de un original fotográfico) a Patricia Highsmith en una actitud más serena y cercana, acariciando a un gato, animal doméstico por el que sentía auténtica pasión. No en vano, la escritora texana se reconocía en algunas de las características propias de estos felinos. Imagen impresa en el centro de la portada con —fondo rosáceo— de la antología de relatos más completo acometido en lengua castellana sobre la prolífica obra de Patricia Highsmith. Una iniciativa editorial que inevitablemente debía correr a cargo del sello barcelonés Anagrama, que ha tenido desde hace décadas a la novelista, cuentista y ensayista norteamericana una de sus preferidas de un catálogo que frisa nada menos que los mil títulos. Así pues, además de las antologías de relatos Once,  Pequeños cuentos misóginos y Crímenes bestiales ya publicados con anterioridad en sendos volúmenes, para la presente publicación se integran la serie de cuentos bajo el genérico A merced del viento y La casa negra.  
   Desde hace muchos años he sido un lector voraz de Patricia Highsmith en su derivada de novelista, especialidad para la que demostraría un talento sobrenatural con la escritura de Extraños en un tren (1950), sin aún haber alcanzado la treintena. A la altura de finales de los años cuarenta Patricia Highsmith ya dominaba una técnica narrativa provista de una cualidad rara que sobresalga en una persona instalada en la veintena: una capacidad detallista que sumerge y atrapa al lector hasta conducirlo al desenlace final. Aunque Patricia Highsmith contaba con veintinueve años cuando vio publicada su primera novela Strangers On a Train, podría decirse, al igual que Truman Capote, que era una veterana de la escritura. De tal suerte que, al cumplir los quince años, a modo de refugio de una vida familiar instalada en un tobogán emocional no llegó a conocer a su progenitor biológico hasta los doce años y de su padrastro apenas aprehendió su apellido, que ciertamente parecía el propio de un literato que se hiciera respetar, las horas de escritura se irán multiplando con el paso de los años. Tomaba forma, por tanto, la figura de narradora que llegó a publicar una treintena de novelas buena parte de las cuales consagradas al personaje de Tom Ripley— y numerosos cuentos de cuya lectura se podría inferir un complemento y/o un esbozo de esos mundos literarios socorridos por una veta de misterio e intriga que sigue haciendo las delicias de millones de lectores diseminados por todo el mundo. Sería demasiado prolijo atender a la significación de cada unas de las piezas literarias que jalonan esta suprema antología que ha requerido, en el caso de A merced del viento y La casa negra, de traducciones ex novo en el haber de Ariel Dilon y Martín Schifino, respectivamente. Pero existe un patrón de conducta en estos escritores no necesariamente fechados en exclusiva en la primera o segunda etapa de juventud de Patricia Highsmith (algunos los concibió en una década especialmente fecunda para ella, los años setenta), referido a la observación del mundo animal. De esas dotes “entomológicas” Highsmith extrae ideas o conceptos extrapolables a esas comunidades abastecidas de seres humanos que incurren sistemáticamente en un afán depredador para sacar rédito en ese juego con el poder que, a menudo se convierte en un juego por la supervivencia. Seres amorales, corrompidos que van perfilándose en un horizonte de novelas trufadas de ingenio literario y que, en cierta manera, tuvieron su primera redacción en cuentos que fluctúan entre el par de páginas y la veintena de páginas de extensión. En éstas Patricia Highsmith muestra una madurez inusitada, haciéndose adictivas un crisol de piezas de formato corto para un lector que conoce y reconoce varios de los tics de la escritora sureña afincada en Suiza por voluntad propia desde principios de los años setenta— merced a sus novelas de largo alcance. Cuando un concluye la lectura de sus casi novecientas páginas una cuarta parte de las cuales pueden considerarse inéditas en el catálogo de Anagrama reservado a la autora estadounidense— tiene el pálpito que su formación universitaria hubiera podido estar vinculada a las Ciencias Naturales más que a carreras humanísticas o técnicas. Con todo, ese podría ser un indicio primigenio de unas señas identitarias literarias únicas e irrepetibles, prestos a amueblas edificios literarios en que los pilares que los sustentas se encuentran carcomidos por la codicia, la vanidad y el egoísmo inherente al ser humano. De ahí que la misoginia galopara a su libre albredrío no tan solo en la serie de cuentos de cierta fama culterana que lleva la rúbrica de Highsmith, sino también en piezas recién bautizadas en lengua castellana bajo la égida de Anagrama como A merced del odio y sobre todo la sensacional La casa negra, integrada por un total de once relatos. Curiosamente, la misma cifra que compromete al primer bloque del presente volumen, prorrogado por un admirador de Patricia Highsmith, su colega Graham Greene. Él supo detectar antes que muchos el factor humano de Mrs. Highsmith.