martes, 27 de diciembre de 2016

«THE WHO: 50 ANIVERSARIO DEL ÁLBUM MY GENERATION» (2016) de Mat Snow: LOS «HÉROES» DE QUADROPHENIA, EN UNA JOYA DE LA EDICIÓN EN CUATRICOMÍA

Todo parecía presagiar que con la muerte John Entwistle en 2002, víctima de sus propios excesos etilíticos y de la ingesta de barbitúricos, la sociedad The Who se preparaba para su definitiva disolución. Dos de las cuatro patas que sostenían el proyecto The Who desde 1964 el año de su fundaciónse habían quebrado, y la banda se tambaleaba, al punto que el horizonte musical parecía oscurecerse sin posibilidad de rescate en forma de volver a engrasar una máquina que había funcionado a pleno rendimiento a caballo entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Pero, una vez más, las leyes de la música de rock volvían a dictar sentencia, a favor de esas infinitas prórrogas de que se autoconceden grupos con marcas tan poderosas como las de The Who, cuyo nombre nació a sugerencia de Richard Barnes, roommate de Pete Townshend. Junto a Roger Daltrey, él ha sido el superviviente que ha manejado la nave de The Who después de haber permanecido varado en las costas del rock antes de volver a faenar cuando amainó un temporal que afectó de manera particular a  Townsend cuando una sombra de sospecha sobre un asunto de pederastria le situó en el punto de mira de los tabloides. Entonces, Daltrey no dudó en salir en su defensa de una forma vehemente, algo que complació especialmente a Pete Townshend y sirvió para que ambos supervivientes volvieran a izar la bandera de The Who en diversos escenarios, algunos tan poco frecuentados en sus épocas de mayor esplendor como la capital española. Allí pude verlos en la primavera de este 2016, en el marco del Mad Cool Festival, compartiendo cabeza de cartel con Neil Young. Tanto Young como The Who estuvieron presentes meses más tarde en el Desert Trip, punto de encuentro para una constelación de músicos con el denominador común de haber emergido en esos happy sixties del fenómeno del rock. Como colofón a este resurgimiento mediático de The Who nos llega una joya en formato papel de alto gramaje editado por el sello barcelonés Blume, en conmemoración del 50 aniversario del álbum My Generation. Su autor, Mat Snow (n. 1958), editor de la popular revista Moho, hace un barrido por la historia de The Who a lo largo de medio siglo, aplicándose en el ejercició de la contextualización en aquellos pasajes que lo requiere, como el referido a los primeros capítulos en singular, el relativo a «Los hijos de la guerra», en lo que se denominó los baby boomers, de la que surgieron una lista inabarcable de futuros nombres propios consagrados al rock, el que detalla el alumbramiento de una banda que había adoptado nombres diversos The Aristocats y The Scorpionsantes de adoptar el que, a la postre, sería el definitivo, y el que describe la escena del rock de los años 80, una auténtica travesía por el desierto para grupos que habían consolidado su discurso musical en las décadas anteriores fruto de un afán por la experimentación desbocado, en alianza con una vida de desenfreno en materia sexual y de consumo de droga.
    En buena lógica, las características inherentes a la colección de títulos consagrados a bandas y a cantantes afincados en el rock que ha ido sacando Blume en los últimos años no permite “milimetrar” el área creativa de éstos, pero sí ofrecer una panorámica bastante certera en torno a su relato histórico, salpimentado de diversas anécdotas que nos ayudan a perfilar la singularidad de los integrantes de The Who, de la «D» de (Roger) Daltrey a la «T» de (Pete) Townshend pasando por la «E»de John Entwistle y la «M» de Keith Moon. Sin duda, este último se lleva la palma en cuando a capítulos guiados por los excesos, al punto que falleció a los treinta y dos años, a finales de los setenta, haciendo virar necesariamente el rumbo de la nave The Who con la incorporación de Kenney Jones, ex batería de Faces y Small Faces, quienes fueron sus rivales en la escena musical británica. Seguramente, dentro de la banda John Entwistle sería quien más acusó el golpe por la pérdida de Keith Moon, encomendándose a partir de entonces a incrementar sus rarezas en forma de un coleccionismo galopante en una lujosa mansión de la campiña inglesa. Su deceso registrado a principios del nuevo milenio trajo consigo algunas cuestiones referidas a su vida privada que no habían trascendido a los medios de comunicación (algo ciertamente difícil en un grupo que casi todo parecía compartirlo con sus fans, rasgo distintivo, según Snow, en relación a otras bandas de proyección mundial), caso de su pertenencia a la masonería. Detalles que para un servidor han significado una auténtica sorpresa, al calor de la lectura de una obra magníficamente escrita con alguna que otra pulsión de fan («el mejor álbum de rock en directo de todos los tiempos» al referirse al Live to Leeds, fechado en 1970) y con un excelso despliegue fotográfico, integrado por reproducciones de entradas de concierto, carteles, instantáneas de conciertos, en los estudios de grabación y un largo etcétera. En definitiva, un tesoro a conservar al lado de una fonoteca en que no deben faltar dos monumentales trabajos de The Who de cariz conceptual, Tommy (1969) Quadrophenia (1973), que han tratado de exprimir su jugo comercial y artístico en el campo de la escena teatral, cinematográfica e incluso operísticas. En sendas piezas la intervención de Pete Townshend de cuyas declaraciones/revelaciones de primera mano se ha servido Snow para construir el relato de The Whofue fundamental, en una muestra inequívoca que sin su tesón y su pasión por la música a la que elevó a la categoría de arte, en una muestra de su carácter visionario, parejo al que redundó para su proyecto Lifehouse, una suerte de epifanía sobre lo que estaría por llegar, la era de internethoy en día estaríamos hablando de una banda desalojada de los escenarios en la época del florecimiento de la MTV. Pero, para esta operación de “resistencia” supo de antemano que Pete Townshend debía unir esfuerzos con dos complementos ideales como los del bajista John Entwistle y el vocalista Roger Daltrey, el uno tentado en su momento por ingresar en las filas de Moody Blues y el otro por seguir alimentando su vena interpretativa en el medio cinematográfico.  

sábado, 24 de diciembre de 2016

«BRAVURA» (1984) de Emmanuel Carrère: A VUELTAS CON EL MITO DE FRANKENSTEIN

Próximo a llegar a la centena de títulos publicados dentro de la colección «Panorama de narrativas» de la editorial Anagrama –un hito al que muy pocos sellos afincados en nuestro país pueden presumir, desde hace tiempo he sentido curiosidad por un artista pluridisciplinar llamado Emmanuel Carrère (París, 1957), tangencialmente relacionado con el mundo del cine, aunque su verdadero campo de acción se sitúa en una literatura que ha cultivado de manera profesional desde hace más de treinta años. Con buen tino, el sello Anagrama ha rescatado en estas fechas prenavideñas uno de los “textos de juventud” de Carrière, Bravura (1984), a propósito de la celebración del doscientos aniversario de la creación de una de las obras magnas de la literatura universal relativas al fantástico y/o de terror: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary W. Shelley. Al atender al contenido de sus posteriores novelas, no debería sorprender que la propuesta de Carrère merecedora de los Premios Prix de la Pasion y Prix de la Vocation fuera orientada hacia la noción de collage de mundos reales que se superponen con imaginarios, además de introducir sus experiencias de índole personal que, para buena parte de los lectores, puede llamar a cierto desconcierto. Necesariamente, una novela de tales características demanda una lectura atenta, reposada, dispuesta para ir desentrañando las claves de un relato que muestran sobre su tapiz narrativo a personalidades adueñadas de una aureola de misticismo el calor propio de la proximidad, con las características inherentes a los mortales, sometidos a sus debilidades, a sus vanidades, frustraciones, deseos y, al fin y al cabo, necesidades mundanas. Al correr de las páginas de Bravoure podemos llegar a la conclusión que Carrère, antes de cumplir la treintena, ya presentaba las credenciales para convertirse en uno de los escritores con mayor talento de su país de origen con un dominio descomunal sobre todos los resortes que convergen en lo que podríamos colegir un narrador “total”. Presumiblemente, desde la perspectiva de su condición de cineasta –guionista, actor y eventual director—Carrère hubiera tenido la tentación de sumarse a la efeméride de la creación de la Magnum Opus de Mary Shelley con una apuesta cinematográfica que inflexiona más en el espacio de Haunted Summer (1988), dirigida por el checo Iván Passer, en que quedan convocados en Villa Diodati, en Suiza, Lord Byron, el matrimonio formado por Mary Wollstonecraft y Percy Shelley, y el doctor John William Polidori. En ese espacio helvético, para combatir la falta de verano verbigracia de los cambios climatológicos provocados, al parece, por el efecto de la entrada de un volcán en eurupción en Italia, se dará carta de naturaleza a la escritura de Frankenstein o el moderno Prometeo y El vampiro, escrito este último por Lord Byron. A partir de esta premisa, Carrère da rienda suelta a su febril imaginación, confeccionando un retablo literario que nos habla, entre otras cuestiones, de las distintas identidades que cohabitan en una sola persona, como sucede en El adversario (1999, Ed. Anagrama), adaptada al celuloide en 2002 por Nicole García y protagonizada por Daniel Auteil. En el caso de Bravura se me antoja mucho más compleja su eventual adaptación a la gran pantalla si no se procede a ir a su esqueleto argumental, despojándolo así de las múltiples ramificaciones que presenta el relato. Solo de esta forma se podría, según mi criterio, se podría vislumbrar una suerte de adaptación en disposición de ensanchar el espacio de producciones que toman como referencia un microcosmos formado por un reducido grupo de personas cultivadas que, a modo de antídoto frente al tedio que reinaba en Villa Diodati sometido a las leyes de una naturaleza caprichosa, emergieron dos textos “fundacionales” dentro de la literatura del género de terror del siglo XVIII. En este sentido, la lectura de Bravura se hace especialmente recomendable para todos aquellos proclives a la heterodoxia referidos a textos de naturaleza “inmortal”, elaborados en estado de gracia… para desgracia de aquellos invadidos por una (in)sana envidia y/o por el pálpito de sentirse traicionados al haber lanzado al vuelo una semilla en forma de idea que no tardaría en germinar en la mente de Mary W. Shelley.    

sábado, 17 de diciembre de 2016

«LECCIÓN DE ALEMÁN» (1963) de SIEGFRIED LENZ: EL CLÁSICO «OCULTO» DE LA LITERATURA GERMANA

Para la inmensa mayoría de lectores de nuestro país la literatura alemana sigue siendo una auténtica desconocida más allá de la obra de algunas personalidades bien significativas a escala mundial. A las puertas del siglo XXI, Günther Grass recibió el Premio Nobel de Literatura y con ello el repunte de ventas de determinados textos suyos cumplió, una vez más, esa inveterada tradición no escrita. Mas, su muerte acaecida en 2015, devolvió a la figura de Grass a un plano de actualidad, yendo de la mano de una polémica por su presumible pasado vinculado al nacionalsocialismo mucho antes de convertirse en un literato de fama mundial. En cambio, la noticia del deceso un año antes de Siegfried Lenz había pasado absolutamente desapercibida en los medios de comunicación españoles, en cuyas redacciones debían fruncir el ceño al unísono cuando aparecía en alguna página de un diario digital allén de nuestras fronteras su nombre. Esta realidad sería bien distinta en Alemania, ya que Siegfried Lenz se le relaciona sobre todo por haber escrito Deutschstunde (1968), novela de lectura obligada en las escuelas germanas de grado medio. A modo de aperitivo, el sello Impedimenta había publicado en 2014 El barco faro (1960), cuya adaptación a la gran pantalla, como detallo en mi escrito para el portal www.cinearchivo.net (ver enlace), fracasó en taquilla pese a lo atractivo de su reparto y de un director, el polaco Jerzy Skolimowski, con pedigrí de cineasta de culto. Con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores Alemán para su traducción una labor titánica a cargo de Ernesto Calabuig Impedimenta ha acometido en el otoño de este 2016 la publicación de la Opus Magna de Lenz, Lección de alemán, en una firme voluntad por otorgarle el rango de importancia que no pudo merecer en vida, cuanto menos, desde la perspectiva de la edición en lengua castellana.
    “Eterno” aspirante al Premio Nobel de Literatura distinción que, además de Grass, recibió HeinrichBöll en 1977, para los que fueron dos de sus compañeros de generación integrados en el denominado Grupo 47, Lenz demuestra con una sola pieza literaria, Lección de alemán, el alcance de su maestría en una narración extremadamente detallista, precisa, llena de brillo en el uso de las expresiones que inflexiona hacia lo alegórico (un trazo distintivo de El barco faro) y que convierte, en definita, la escritura en arte. Lo hace a través de un personaje, Siggi Jepsen, recluído en un reformatorio durante veinte años de su existencia, quien al cabo de los años 1953vuelve la mirada hacia ese periodo oscuro, que arranca en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, este efecto de flashback responde bien a los estímulos de un relato cinematográfico, pero la dificultad estriba en reproducir ese puzzle de mil piezas que incrimina a una compleja telaraña de de sentimientos, pensamientos, reflexiones contraidos por ese narrador omniscente que es Siggi Jepsen, implicando no tan solo a su entorno familiar (su hermano Jasp, su padre, un policía de la localidad de Rügbull, etc.) sino al conjunto de individuos que forman parte del reformatorio y asimismo el pintor Max Ludwig Nansen, a quien las autoridades nazis confiscan su obra y le privan de seguir ejerciendo su trabajo diario. Inapelablemente, tamaña decisión define el rumbo que persigue una novela manufacturada cuál orfebre por Lenz, con una capacidad “sobrenatural” por trascender la fotografía de un preciso instante y capturar cualquier partícula en suspensión que implique al alma de unos individuos que, al fin y al cabo, nos sirven para medir sus sufrimientos, sus anhelos, el alcance de sus frustraciones y sobre todo, desde un plano sociológico, identificar los puntos de sutura de un cuerpo, el de la Alemania de postguerra, que conllevó un desgarro generacional y que afectaría al sentido de la identidad nacional. Tras la edición de Lección de alemán no cabe otra que seguir apostando por la publicación de textos escritos por un prosista de primera división, entre otros, la que se adivina su opera prima Der Überläuter (El desertor, en su traducción al castellano), obra desconocida hasta este año que hecha el cierre con la buena nueva de haber corregido un deber histórico para con la obra de Siegfried Lenz. Pasos necesarios para dar luz a una obra equiparable, desde el punto de vista de la calidad literaria, a la de Günther Grass, cuya El tambor de hojalata (1959) ejerció una notable influencia sobre Lección de alemán. Sendas piezas literarias que participan de la condición de Clásicos de las Letras Alemanas.     

martes, 6 de diciembre de 2016

«TRUE DETECTIVE» (2015), SEGUNDA TEMPORADA: «SHORT CUTS»

Después de haber pasado por una etapa en que los estrenos de sus películas se contabilizaban por fracasos, Robert Altman experimentó un repunte en su carrera cinematográfica merced a El juego de Hollywood (1992) y Vidas cruzadas (1993). Con el paso de los años esta última, una adaptación sui generis de una serie de relatos breves escritos por Raymond Carver, se ha convertido en una producción enormemente influyente por lo que concierne a su estructura narrativa, sobre la base de diversas historias urbanas que van entrelazándose, configurando una especie de guía emocional de individuos, en una elevada proporción, que van a la deriva, sin rumbo fijo. A punto de atravesar el umbral del nuevo milenio, Paul Thomas Anderson recogió, en parte, la herencia de su admirado Altman, para dar carta de naturaleza a otro shortcuts, la superlativa Magnolia (1999). Steven Soderbergh (Traffic), Alejandro González Iñárritu (28 gramos), Paul Haggis (Crash) y otros directores siguieron los postulados de ese tratamiento coral que hizo fortuna en 1993 en las carteleras de medio mundo.
   Bien entrado el siglo XXI, una vez consolidada la apreciación, cuando no certidumbre, que asistimos a una nueva «Edad de Oro de la Televisión» por lo que atañe a las series emitidas por la pequeña pantalla, la segunda temporada de True Detective (2015) sigue las coordenadas del planteamiento narrativo que hizo fortuna en Vidas cruzadas, aunque con anterioridad Altman ya había dado muestras de sentirse especialmente cómodo en este tipo de historias corales, eso sí, más focalizadas en un ámbito familiar y/o en grupos cerrados. Bajo estas señas, Nick Pizziolato, el show runner de True Detective, se desmarcó de la fórmula empleada para la primera temporada, la del relato en flashback de dos policías (encarnados por Matthew McDonaughey y Woody Harrelson) sobre la investigación llevada a cabo de una serie de crímenes que habían quedado sin revolver. Esa fórmula utilizada por Pizziolato permitía ahondar en la psique de unos personajes desnortados en sus respectivas existencias que tienen en su trabajo una tabla de salvación con la que capear el temporal emocional derivado de problemas que comprometen a sus entornos familiares, ya sea en tiempo pretérito o presente. En cambio, para la second season, Pizziolato empieza a construir un relato que se va ramificando en progresión aritmética hasta mostrar un árbol cuyas raíces se van pudriendo en un subsuelo donde anida la corrupción en torno a Vinci, una ciudad imaginaria, pero que parece hermana gemela de una real, Vernon, situada en idéntico estado, el de California. Los intereses espúreos de políticos, empresarios y policías locales en relación a la construcción de un tren de alta velocidad que conecte el sur con el norte de un estado con dimensiones propias de un país resulta el motor que dinamiza el relato, arrojando un balance de numerosos muertos y/o desaparecidos, además de una cuoto de extorsiones y otros actos punitivos que traen en jaque a las autoridades locales. Cierto que esa música ya nos suena, nos resulta próxima al calor de haber asistido al visionado, por ejemplo, de Chinatown (1974) y su continuación, Two Jackes (1990), o L. A. Confidential (1997). Pero, merced a esta nueva realidad televisiva que asistimos de un tiempo a esta parte, para la segunda temporada de True Detective nos enfrentamos a un relato de unas ocho horas de duración, presumiblemente demasiado enrevesado debido a la multitud de subtramas que acaban concurriendo en esta propuesta de la cadena HBO. Al llegar a la altura del quinto episodio Other Lives («Otras vidas»), empezamos a despejar algunas incógnitas que se revelan claves para entender el fundamento de determinadas acciones o inacciones. Un episodio situado en el ecuador de la segunda temporada que demuestra el buen pulso narrativo de su director John Crowley, en estado de gracia ese 2015 al haber filmado el estupendo largometraje Brooklyn, que presentó sus credenciales de cara a las nominaciones al Oscar en diversos apartados. Presumiblemente, la presencia de Crowley podría haber sido una sugerencia del propio Colin Farrell, quien ya había trabajado con su compatriota irlandés en InterMission (2003). Sin duda, para un servidor de esta segunda temporada de True Detective conservaré las imágenes impactantes de las escenas en que representantes de la alta sociedad californiana se encomiendan a esas otras vidas, llenas de lujuria, de private pleasures, a costa de chicas convenientemente dopadas para mostrarse sumisas y receptivas a todo tipo de excesos sexuales. La agente Ani Bezzerides (soberbia Rachel McAdams) “interactúa” en ese escenario que parece cruzar la mirada con Eyes wide shut (1999) y adquirir un sesgo polanskiano cuando Crowley emplea la cámara subjetiva para ser los “ojos” de la policía infiltrada, expuesta a un peligro real. Guardándole las espaldas se encuentra el detective Ray Velcoro (Farrell) y el oficial Paul Woodrugh (Taylor Kitsch), quienes penetran en la boca del lobo, esto es, una mansión convertido en una auténtica bacanal para uso y disfrute de una clase bienestantes que se sabe intocable frente a cualquier tipo de investigación de carácter fiscal, administrativo y judicial. En el trasfondo de este relato turbio de corrupción política, administrativa, pero también moral, opera, cuál doctor Mabuse, Frank Semyon (Vince Vaughn), un siniestro personaje que busca su retiro dorado una vez completada su particular misión. La misma está a punto de concretarse en el episodio final, Omega Station (Estación Omega), título que hace referencia a una joya arquitectónica que hubiera hecho las delicias de Brian De Palma como escenario para alguna de sus películas. No por casualidad, el postrer episodio de la segunda temporada de True Detective cuenta con la dirección de Crowley, demostrando una capacidad narrativa de la que adolecen, a mi juicio, los seis episodios restantes. Incluso Crowley se permite un cierto toque “autoral” en sendos episodios con la inserción de escenas en las que aparece cantando una joven en un local nocturno con una voz y una cadencia musical que recuerda a Aimée Mann, y que asimismo nos retrotrae a la imagen de Annie Ross en un night club en esa pieza referencial llamada Vidas cruzadas que ha traspasado las barreras del ámbito cinematográfico para situarse en las entrañas de historias diseñadas para el formato televisivo.