lunes, 18 de septiembre de 2017

«EL CRIMEN DEL CONDE NEVILLE» (2015), A PROPÓSITO DE AMÉLIE NOTHOMB, UNA AUTORA «DE NOVELA»

Apenas obtuvo repercusión en nuestro país el premio César concecido a Sylvie Testud por su encarnación de una traductora francesa a su regreso a Japón en Stupeur et tremblements (2003). En cambio, en el país vecino y sobre todo en Bélgica no pasaría desapercibida en determinados círculos culturales esta producción dirigida por Alain Corneau habida cuenta que Sylvie da vida al alter ego de Amélie Nothomb (n. 1966), una de las escritoras más populares en sendos países cuya agitada existencia no gana a un sinfín de anécdotas que la han convertido de facto en un personaje singular y un punto excéntrico. Escritora convulsiva y lectora voraz, la belga Nothomb, como prueba la novela que sirvió de base al film dirigido por Corneau (Estupor y temblores), ha encontrado en su propio relato vital fuente de inspiración para numerosos textos. Una cuestión que no atiende a la extrañeza pero sí, por el contrario, hábitos de conducta que razonan en su peculiar plan por abordar la escritura de tres novelas al año para luego desechar dos de ellas (sic). En ese juego del azar practicado desde que la literatura la procuró una estabilidad económica y una repercusión internacional en forma de premios, Nothomb hubiera podido desechar esa nouvelle llamada El crimen del conde Neville (2015) o, cuanto menos, alojarla en algún cajón a la espera de ser rescatada en periodos de sequía creativa. Pero difícilmente ese escenario se de al corto o medio plazo habida cuenta que Nothomb parece tener activos las veinticuatro horas del día esos mecanismos de la mente capaces de clasificar-catalogar noticias, ideas o datos a la espera de quedar conectados con apremio a transformarse en un relato (corto) o novela. Su escritura, pues, no nace fruto de una metódica fórmula de rastreo de párrafos, frases o palabras con el objetivo de ir encajando en una determinada historia. Nothomb procede a dejarse ir por un caudal de sensaciones al dictado de una fértil imaginación, en una muestra inequívoca que Nothomb pertenece a ese selecto grupo de escritores tocados por la varita mágica de la genialidad. Su narrativa fluye, reservando un espacio central para esos diálogos que procuran la confrontación de pareceres entre personajes (buena parte de los cuales dotados con una cierta aureola esnob) y que dejan filtrar una mordacidad que, en ocasiones, cabalga a los lomos de una ironía subordinada al conocimiento de esos círculos aristocráticos que había tomado contacto a muy temprana edad, al albur del puesto de Diplomático que ocupaba su progenitor. Ese humor que no suele colocarse del lado de la sátira es el que debió degustar Sergi Pàmies, artífice de la traducción de El crimen del conde Neville a cargo del sello Anagrama, en su afán por convertirse en la versión española del sello galo Albin Michel. No en vano, trece de sus relatos y/o novelas servidos por la (afilada y perspicaz) pluma de Nothomb han encontrado acomodo hasta la fecha en la editorial barcelonesa.
   Leída en un suspiro, El crimen del conde Neville recuerda de soslayo la literatura de Oscar Wilde, poblada de ingeniosas frases que han hecho fortuna en el acervo popular. No por casualidad, Amélie Northomb encontraría inspiración en el título de su vigésimo cuarta novela merced al relato de Wilde El crimen de Lord Arthur Saville, al que cita sin rubor en el ecuador de una historia de poco más de cien páginas, destinadas a hacer de la premisa de un eventual asesinato (el de Neville a su propia hija menor Sérieuse) una propuesta de cariz humorístico que nos habla sobre la miserabilidad del ser humano en sus afectos por el poder y la lujuria. Además de habilitar el texto alusiones a otras obras de fuste como Antígona de Sofocles, Sérieuse, hace de la lectura sin freno de los clásicos una barricada frente a un mundo exterior que denigra al alcanzar la adolescencia para solaz desesperación de su progenitor, persuadido en la idea que un eventual enamoramiento con un joven apuesto la desalojará de su autoimpuesto cautiverio. Vanas ilusiones al atender a un personaje díscolo y peculiar, tallado a imagen y semejanza de la precoz miembro de la Academia de la Lengua y de la Literatura Francesas de Bélgica, cuya obra a fecha de hoy lleva camino de quedar sepultada, cuanto menos nominalmente, por piezas literarias que su febril imaginación proyecta en el horizonte de la tercera década del siglo XXI y sucesivas.