A propósito de un post que escribí hace unos días sobre Dalton Trumbo (6/10/08), ejemplificaba en Richard Wright (1945-2008) el poco predicamento que han tenido algunos artistas en aras a favorecer el culto a las estrellas en sus correspondientes disciplinas. Por desgracia, se ha conocido la noticia de su desaparición a los sesenta y tres años, dos menos de los que se ha anunciado en ciertos medios de comunicación. Certificado su deceso, tan sólo quedan dos de los miembros fundacionales de Pink Floyd: el batería Nick Mason y Roger Waters. Más tarde, con el «descenso a los infiernos» de Syd Barrett a causa de su adicción a las drogas que le condujo a un inexorable deterioro físico y mental hasta encontrar la muerte hace un par de años, se incorporaría al grupo Dave Gilmour, un músico first class que hizo aún más grande a Pink Floyd.
Enumerados cada uno de los componentes de Pink Floyd, en realidad, Rick Wright es quien quedaría relegado al quinto y último lugar en un hipotético ranking de popularidad. Magnificado para un servidor la impronta de Syd Barrett en la formación sinfónica por excelencia del rock británico —con permiso de Genesis o Yes—, Rick Wright ejerció un papel, al margen de su valor como teclista, de aglutinador, de unificador en Pink Floyd, máxime cuando nunca tomó claramente partido por los dos grandes egos, Waters y Gilmour. Wright había aceptado sin amago de rencor un papel secundario dentro de Pink Floyd, haciéndose visible en los periodos que sería requerido por Gilmour y Mason para las grabaciones en estudio, cada vez más espaciadas en el tiempo. Cuando Waters estuvo a la greña con Gilmour, con pleitos de por medio tras la salida al mercado de Final Cut (1984), Wright mantuvo una actitud equidistante, dejando que el cometido de fiel escudero del líder del grupo recayera en Nick Mason. Éste sería el único que no probaría fortuna en solitario como compositor, ya que incluso Wright concibió un álbum conceptual entre dos de las piezas maestras de Pink Floyd —The Dark Side of the Moon (1974) y The Wall (1979)—, Wet Dream (1973) («sueños humedos»). Wright se sintió incapaz de despegarse del sonido Pink Floyd que él mismo había ayudado a crear más allá del despliegue de psicodelía que anunciaban los primeros discos del grupo. A tal efecto, Wet Dreams se nutrió de algunos músicos de estudio a requerimiento de Pink Flolyd y además contiene un tema llamado Pink’s Song que dejaba patente la adscripción de Wright por una formación a la que vio nacer con distintos nombres para imponerse finalmente el que les llevaría a la inmortalidad artística. Una adscripción que pasaría de dedicación a jornada completa a tiempo parcial, ya bien entrada la década de los noventa en la que Wright flirtreó con la new age al editarse el álbum Broken China (1996), parapetado en un sonido abstracto y etéreo que trataba de reforzar la idea de un individualismo que le había sido vetado frente a los tres líderes, por orden cronológico, de Pink Floyd, (co)autores de la práctica totalidad de las canciones del grupo. Entre grabación y grabación, Rick Wright acompañaría a Gilmour y Mason en la gira de Division Bell (1994). Parada obligada en la Ciudad Contral tras su exitoso concierto celebrado en el extinto campo de la Avenida de Sarrià (antaño feudo perico), el evento musical que se produjo en el estadio Olímpico de Barcelona —aún guardo como oro en paño la entrada con fecha 27 de julio de 1994— me permitió familiarizarme, a pie de campo, con los rostros de aquellos portentos que seguían afianzando la leyenda de Pink Floyd. Con Nick Mason al fondo del macroescenario y Gilmour presidiendo la función, Wright asumía nuevamente el papel de lugarteniente. A medida que la llama de Pink Floyd se va apagando desde aquel lejano Division Bell, persiste para aquellos que seguimos amando la música de esta formación de enjundia —de las pocas que merecen el calificativo de «legendaria»— la sensación de que parte de aquel compromiso artístico cubierto de autenticidad ha entrado en vía muerta. La desaparición de Wright no ha hecho más que agravar esta sensación, aunque pueda propiciar que se cicatricen algunas heridas del pasado entre Gilmour y Waters, no del todo cerradas incluso después de escenificar una reconciliación en un concierto benéfico en favor de la lucha contra el SIDA. Aunque solo fuera para rendir tributo a Wright, valdría la pena volver a disfrutar en concierto de Pink Floyd, sabiéndose que el que había sido uno de los valores de cohesión de la banda aplaudiría el gesto allí donde quiera que esté. Como lo había sido Shine On Your Crazy Diamond, a modo de homenaje a Barrett poco después de abandonar el grupo, Coming Back to Life, cantada a dos voces por Gilmour y Waters, podría ser uno de esos momentos estelares para evocar a Rick Wright, el «quinto Pink Floyd». Sea como fuere: Whish You Were Here, Rick.
Enumerados cada uno de los componentes de Pink Floyd, en realidad, Rick Wright es quien quedaría relegado al quinto y último lugar en un hipotético ranking de popularidad. Magnificado para un servidor la impronta de Syd Barrett en la formación sinfónica por excelencia del rock británico —con permiso de Genesis o Yes—, Rick Wright ejerció un papel, al margen de su valor como teclista, de aglutinador, de unificador en Pink Floyd, máxime cuando nunca tomó claramente partido por los dos grandes egos, Waters y Gilmour. Wright había aceptado sin amago de rencor un papel secundario dentro de Pink Floyd, haciéndose visible en los periodos que sería requerido por Gilmour y Mason para las grabaciones en estudio, cada vez más espaciadas en el tiempo. Cuando Waters estuvo a la greña con Gilmour, con pleitos de por medio tras la salida al mercado de Final Cut (1984), Wright mantuvo una actitud equidistante, dejando que el cometido de fiel escudero del líder del grupo recayera en Nick Mason. Éste sería el único que no probaría fortuna en solitario como compositor, ya que incluso Wright concibió un álbum conceptual entre dos de las piezas maestras de Pink Floyd —The Dark Side of the Moon (1974) y The Wall (1979)—, Wet Dream (1973) («sueños humedos»). Wright se sintió incapaz de despegarse del sonido Pink Floyd que él mismo había ayudado a crear más allá del despliegue de psicodelía que anunciaban los primeros discos del grupo. A tal efecto, Wet Dreams se nutrió de algunos músicos de estudio a requerimiento de Pink Flolyd y además contiene un tema llamado Pink’s Song que dejaba patente la adscripción de Wright por una formación a la que vio nacer con distintos nombres para imponerse finalmente el que les llevaría a la inmortalidad artística. Una adscripción que pasaría de dedicación a jornada completa a tiempo parcial, ya bien entrada la década de los noventa en la que Wright flirtreó con la new age al editarse el álbum Broken China (1996), parapetado en un sonido abstracto y etéreo que trataba de reforzar la idea de un individualismo que le había sido vetado frente a los tres líderes, por orden cronológico, de Pink Floyd, (co)autores de la práctica totalidad de las canciones del grupo. Entre grabación y grabación, Rick Wright acompañaría a Gilmour y Mason en la gira de Division Bell (1994). Parada obligada en la Ciudad Contral tras su exitoso concierto celebrado en el extinto campo de la Avenida de Sarrià (antaño feudo perico), el evento musical que se produjo en el estadio Olímpico de Barcelona —aún guardo como oro en paño la entrada con fecha 27 de julio de 1994— me permitió familiarizarme, a pie de campo, con los rostros de aquellos portentos que seguían afianzando la leyenda de Pink Floyd. Con Nick Mason al fondo del macroescenario y Gilmour presidiendo la función, Wright asumía nuevamente el papel de lugarteniente. A medida que la llama de Pink Floyd se va apagando desde aquel lejano Division Bell, persiste para aquellos que seguimos amando la música de esta formación de enjundia —de las pocas que merecen el calificativo de «legendaria»— la sensación de que parte de aquel compromiso artístico cubierto de autenticidad ha entrado en vía muerta. La desaparición de Wright no ha hecho más que agravar esta sensación, aunque pueda propiciar que se cicatricen algunas heridas del pasado entre Gilmour y Waters, no del todo cerradas incluso después de escenificar una reconciliación en un concierto benéfico en favor de la lucha contra el SIDA. Aunque solo fuera para rendir tributo a Wright, valdría la pena volver a disfrutar en concierto de Pink Floyd, sabiéndose que el que había sido uno de los valores de cohesión de la banda aplaudiría el gesto allí donde quiera que esté. Como lo había sido Shine On Your Crazy Diamond, a modo de homenaje a Barrett poco después de abandonar el grupo, Coming Back to Life, cantada a dos voces por Gilmour y Waters, podría ser uno de esos momentos estelares para evocar a Rick Wright, el «quinto Pink Floyd». Sea como fuere: Whish You Were Here, Rick.
1 comentario:
Emotivo texto. Tuve el privilegio de ver a Pink Floyd en concierto en el estadio de Sarrià en el año 1988. Disfruté igualmente de una memorable actuación de Roger Waters en el barcelonés Palau Sant Jordi, en mayo de 2002. "The Wall" es, en mi modesta opinión, una obra maestra incontestable. Gilmour es un instrumentista portentoso; su solo de guitarra en "Another Brick in the Wall" debiera ser de aprendizaje obligatorio por todo aspirante a guitarrista. La portada del recopilatorio "A Collection of Great dance songs" siempre ha ejercido una honda fascinación en mí. Entreveo en la misma una suerte de misterio que, no obstante, no alcanzo a desvelar. Descanse en paz Rick Wright.
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