martes, 30 de septiembre de 2008

NORMAN MAILER: RETRATO EPISTOLAR

En la edición digital del rotativo El País se ha publicado un artículo (Ir al web) referido al escritor Norman Mailer (1923-2007) en el que se hace eco de un dato que parece fuera de toda lógica racional y más desde la perspectiva del Homo sapiens en la «era de internet»: se han recopilado y ordenado un total de 52.000 cartas en torno al autor de Los desnudos y los muertos (1948). Aplicando el principio de reciprocidad, esto es, que a una carta recibida, él respondiera o a la inversa, 21.000 serían las cartas que firmaría en vida el controvertido escritor. Claro está que la cifra puede variar en función de si él hubiera recibido una proporción mayor de correspondencia de la que él hubiera redactado a sus secretarias o, en su voluntad de preservar cierta confidencialidad, las hubiera escrito de su puño y letra. Pero la estimación media, es decir, las 21.000 cartas, arroja una escrita/redactada cada día a lo largo de sesenta años, los que recorren desde los veintitrés años hasta semanas antes de su fallecimiento, a los ochenta y tres años, víctima de un cáncer. Me atrevo a elucubrar que Norman Mailer fue, hasta hace unos meses, el escritor contemporáneo que poseía una auténtica plusmarca entre los de su gremio nacidos en el siglo XX: su pasión por su trabajó le llevó a imprimir millones de palabras, ya sea al teclear una máquina de escribir o acompañar la estilográfica con el pulso de su mano diestra o, en su defecto, transcritas a una secretaria de las muchas que desfilaron a lo largo de casi seis décadas consagradas a la creación literaria y periodística.
Con semejantes datos, podría uno llegar a la conclusión que Mailer devino un asceta dedicado en cuerpo y alma a su pasión, en la más pura formulación a lo J. D. Salinger o Emily Dickinson. Sin embargo, esta imagen dista mucho de la realidad, ya que su éxito alcanzado a los veintisiete años con su primera obra de ficción, Los desnudos y los muertos, Pulitzer incluido —todo un récord de precocidad, uno más—, una vida decantada hacia la lujuria, el hedonismo, los excesos etílicos y la promiscuidad sexual como pocos. El «combustible» necesario para que Mailer generara páginas y páginas a diario, algunas que pasaría a limpio y verían la luz en forma de obras mastodónticas, que le granjearon fama y dinero, pero también una invitación a la controversia por el contenido de las mismas y porqué no decirlo, una vanidad que le impedía saber acotar, pulir retratos biográficos, en ocasiones, excesivamente áridos. Mailer puede ser que haya pasado a la posteridad por haber biografiado, a su manera, a nombres ilustres o (tristamente) célebres, pero asimismo tomó cumplida cuenta de su entorno (des)afectivo para dar hondura psicológica y verismo a algunos de sus relatos. En dos de éstos, El parque de los ciervos (1955) y El fantasma de Harlot (1991), Norman Mailer construyó una ficción literaria a partir, entre otras muchas consideraciones, sobre todo en el segundo caso, de su relación amor-odio con Adele Morales. Medio cubana, la que había sido la segunda esposa de Mailer hace unos años relató, a cambio de una importante cantidad de dinero, el tormento vivido junto al literato, al que en uno de sus arrebatos de ira, la clavó un puñal por la espalda. De ese episodio acaecido el 19 de noviembre de 1960 no parece ocuparse, en su derivación epistolar, la ingente cantidad de documentación seleccionada y ordenada por un cuerpo de allegados de Mailer y profesionales varios, entre los que destaca Lawrence L. Schiller, el responsable tras las cámaras de la que considero la más feliz de las adaptaciones llevada al celuloide del escritor de Nueva Jersey, La canción del verdugo (1982), reciclada en miniserie debido a su extraordinario metraje. Al menos, de lo leído en el artículo de El País no ha trascendido ninguna carta de autoinculpación que, en su tiempo, mereció las disculpas o el sobreseimiento moral de la comunidad intelectual y artística estadounidense, quienes parecían rendirle pleitesía y situarlo por encima del bien y del mal. No serían de la misma opinión el rosario de esposas que convivieron con Mailer, dejando tras de sí una prole de nueve hijos. Muchos se interrogarán, a estas alturas, que hubiera sido del escritor judío si la era de internet se hubiera avanzado unas décadas; aventuro que se precisaría de un ejército de documentalistas y varias habitaciones para depositar lo escrito por este gigante de las letras. Pero igual, en este supuesto, con fecha 19 de noviembre de 1960, Mailer se hubiera apremiado a darle a la tecla «delete» antes de que dejara cualquier rastro en un em@il de una autoinculpación que nunca aconteció en la realidad. En cualquier caso, 52.000 cartas son demasiadas para que no quede constancia de esta mancha terrible en la vida de un personaje de la talla de Mailer, un fenómeno digno de estudio y, según lo leído en El País-digital, aún con más razón de ser.

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