Una nueva guerra fría parece llamar a la puerta en función de lo ocurrido este verano en Georgia, con un gobierno ruso envalentonado que anhela los tiempos de imperialismo soviético. Este hecho, unido a la noticia de la revelación que ha supuesto el nombre de Sarah Palin en la convención republicana celebrada la semana pasada, me plantea un ejercicio de política-ficción, por otra parte, uno de mis (sub)géneros preferidos. Veamos. Hace más de medio siglo, en plena guerra fría, Richard Condon elucubró con la idea de una conspiración política a través de un soldado, Raymond Shaw, sometido a un lavado de cerebro en suelo asiático durante la guerra de Corea y que, a su regreso a los Estados Unidos, se le encomendó la misión de atentar contra el senador John Iselin. En realidad, todo había sido una argucia de la esposa de éste último para hacer evidente su ambición por el poder. Publicada con retraso en nuestro país con la llegada de la Democracia, desde entonces The Manchurian Candidate ha quedado al margen de cualquier iniciativa editorial no se sabe bien porqué razones. Ese rango de «maldito» que ostenta, a efectos editoriales la novela de Condon, asimismo se le podría atribuir al film homónimo dirigido por el gran John Frankenheimer, cuyo paralelismo con el asesinato de John F. Kennedy motivó que Frank Sinatra, intérprete y a la sazón productor, moviera todos los hilos posibles para que este título del catálogo de la United Artists quedara fuera de circulación durante un cuarto de siglo.
En 1987, levantado el veto por el propio Frank Sinatra —aunque nunca me llegué a creer esta versión oficiosa porque hubo mar de fondo entre el croner y el clan Kennedy por asuntos relacionados con la Mafia—, tuve ocasión de asistir a la proyección de The Manchurian Candidate en el marco del fenecido Festival de Cine de Barcelona. Pese a tratarse de una reposición, la censura franquista había dejado sin sentido parte del metraje de un film ya complejo de por sí y, por tanto, aquella proyección cumplía honores de estreno, al menos en algunos países europeos. Para un servidor, Sarah Palin es la viva encarnación de la Sra. Iselin que tomaba el rostro de Angela Lansbury, mientras que John McCain se asemeja a su tocayo, el Sr. Iselin (James Gregory), otro senador del Partido Republicano hermanados por aspirar a las máximas cotas políticas posibles. El guionista George Axelrod y Frankenheimer tomaron como referente a Joseph McCarthy —tristemente célebre por añadir un nuevo –ismo al diccionario merced a su actividad en contra de los filocomunistas— para perfilar el trazo caricaturesco que demandaba el Sr. Iselin. Como la Sra. Iselin, Sarah Palin es un ser que manipula su entorno familiar para la causa: la que la debe comprometer por la carrera presidencial, a sabiendas que los setenta y dos años del ahora cabeza visible del Partido Republicano, John McCain, tendrá complicado, si obra el «milagro», de cubrir una sola legislatura. Bien es cierto que existe un precedente reciente de presidente longevo, Ronald Reagan, pero se abren numerosos interrogantes si alguien que ha sufrido tres melanomas realmente es un signo de garantía de futuro, que no de fortaleza. A los electores republicanos, que un buen porcentaje de ellos refundaría el Ku Klux Klan sin pensárselo dos veces, parecen recelar de ese rostro avejentado de McCain y quizás confiar más en las hechuras de la segunda de a bordo, Palin, cuya mirada aviesa y cómplice es la que ha concitado la atención de los congresistas. Ella se basta y sobra para aplacar los ataques provenientes de la clase pudiente de Washington, aquella que a su entender fabrica titulares de prensa —con el Washington Post siempre solícito para dar cancha a otros watergates— que intentan erosionar su imagen pública y privada. Muchos fundamentalistas de la extrema derecha que militan en el Partido Republicano soñarían con el mejor de los mundos de la política norteamericana al cambiar el curso de la historia si un Barack Obama, imparable para hacerse con la presidencia de los Estados Unidos en noviembre de este año, conoce los últimos minutos de su vida en un espacio abierto de una ciudad similar a Dallas y, ante la conmoción colectiva de su hipotético asesinato, Mrs. Iselin/Palin toma las riendas de la nación una vez puesto en conocimiento del pueblo norteamericano que la frágil salud de McCain aconseja su retiro de la política. Solo así se podría dar la triste circunstancia que una fundamentalista como Palin alcance semejante posición en el organigrama gubernamental de los Estados Unidos. Ni me quiero imaginar una Casa Blanca con un cuadro familiar que deja en mantillas al de Julio Iglesias y con la imagen de George Bush al que cada mañana Palin debería dedicar, mínimo, una oración. La oratoria por videoconferencia de Bush Jr. era la que dejaba entrever esa sonrisa llena de malevolencia de Palin, asintiendo con la cabeza a cada una de sus palabras proferidas por «el mensajero del miedo» (en virtud de su política militarista a raíz del 11-S), un calificativo que le va como un guante al texano, además de solaparse con el título dado en nuestro país tanto a la fábula literaria de Condon como al film de Frankenheimer y Axelrod.
En 1987, levantado el veto por el propio Frank Sinatra —aunque nunca me llegué a creer esta versión oficiosa porque hubo mar de fondo entre el croner y el clan Kennedy por asuntos relacionados con la Mafia—, tuve ocasión de asistir a la proyección de The Manchurian Candidate en el marco del fenecido Festival de Cine de Barcelona. Pese a tratarse de una reposición, la censura franquista había dejado sin sentido parte del metraje de un film ya complejo de por sí y, por tanto, aquella proyección cumplía honores de estreno, al menos en algunos países europeos. Para un servidor, Sarah Palin es la viva encarnación de la Sra. Iselin que tomaba el rostro de Angela Lansbury, mientras que John McCain se asemeja a su tocayo, el Sr. Iselin (James Gregory), otro senador del Partido Republicano hermanados por aspirar a las máximas cotas políticas posibles. El guionista George Axelrod y Frankenheimer tomaron como referente a Joseph McCarthy —tristemente célebre por añadir un nuevo –ismo al diccionario merced a su actividad en contra de los filocomunistas— para perfilar el trazo caricaturesco que demandaba el Sr. Iselin. Como la Sra. Iselin, Sarah Palin es un ser que manipula su entorno familiar para la causa: la que la debe comprometer por la carrera presidencial, a sabiendas que los setenta y dos años del ahora cabeza visible del Partido Republicano, John McCain, tendrá complicado, si obra el «milagro», de cubrir una sola legislatura. Bien es cierto que existe un precedente reciente de presidente longevo, Ronald Reagan, pero se abren numerosos interrogantes si alguien que ha sufrido tres melanomas realmente es un signo de garantía de futuro, que no de fortaleza. A los electores republicanos, que un buen porcentaje de ellos refundaría el Ku Klux Klan sin pensárselo dos veces, parecen recelar de ese rostro avejentado de McCain y quizás confiar más en las hechuras de la segunda de a bordo, Palin, cuya mirada aviesa y cómplice es la que ha concitado la atención de los congresistas. Ella se basta y sobra para aplacar los ataques provenientes de la clase pudiente de Washington, aquella que a su entender fabrica titulares de prensa —con el Washington Post siempre solícito para dar cancha a otros watergates— que intentan erosionar su imagen pública y privada. Muchos fundamentalistas de la extrema derecha que militan en el Partido Republicano soñarían con el mejor de los mundos de la política norteamericana al cambiar el curso de la historia si un Barack Obama, imparable para hacerse con la presidencia de los Estados Unidos en noviembre de este año, conoce los últimos minutos de su vida en un espacio abierto de una ciudad similar a Dallas y, ante la conmoción colectiva de su hipotético asesinato, Mrs. Iselin/Palin toma las riendas de la nación una vez puesto en conocimiento del pueblo norteamericano que la frágil salud de McCain aconseja su retiro de la política. Solo así se podría dar la triste circunstancia que una fundamentalista como Palin alcance semejante posición en el organigrama gubernamental de los Estados Unidos. Ni me quiero imaginar una Casa Blanca con un cuadro familiar que deja en mantillas al de Julio Iglesias y con la imagen de George Bush al que cada mañana Palin debería dedicar, mínimo, una oración. La oratoria por videoconferencia de Bush Jr. era la que dejaba entrever esa sonrisa llena de malevolencia de Palin, asintiendo con la cabeza a cada una de sus palabras proferidas por «el mensajero del miedo» (en virtud de su política militarista a raíz del 11-S), un calificativo que le va como un guante al texano, además de solaparse con el título dado en nuestro país tanto a la fábula literaria de Condon como al film de Frankenheimer y Axelrod.
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