De forma excepcional me acerco en este blog a los nombres propios del cine, aquellos que alimentaron una afición desde los tiempos de la adolescencia y, si me apuran, desde la infancia. Y la noticia del fallecimiento de Paul Newman representa la pérdida de uno de los pesos pesados del cuadrilátero cinematográfico, a la par que un corredor de fondo que supo progresar en los kilómetros finales de una carrera que arrancaría a mediados los años cincuenta. Precisamente, buceando en la memoria uno de los primeros recuerdos que tengo de Paul Newman es ejerciendo de púgil, enfundado en unos guantes que le comprometían con el personaje de Rocky Graziano. Su título, Marcado por el odio (1956) daba la medida de la intención de reciclar un material biográfico al más puro estilo self made man, pero con la determinación propia de un director tras las cámaras como Robert Wise que volvió a contar con Newman en Mujeres culpables (1957), ya en un papel episódico. En esta cinta con localizaciones en el continente austaliano, Newman coincidiría por primera vez en los platós con la que sería su esposa, Joanne Woodward. Un compromiso que ha durado hasta la muerte de éste. Preguntado en ocasiones porqué nunca había tenido tentaciones de ser infiel a Mrs. Woodward, Newman, con su habitual sorna, contestaba: «¿Por qué voy a comer patatas fritas si en casa tengo solomillo?». Con ella tuvo una intermitente experiencia cinematográfica conjunta que se tradujo en taquilla de forma desigual, aunque con un logro de alto vuelos: Raquel, Raquel (1968). Newman había tomado la determinación de dirigir sus propios proyectos, en una decisión que pudo sorprender en su tiempo, situado en el punto álgido de atención mediática por su significación de estrella absoluta.
La eterna disyuntiva entra la estrella y el actor se dio en el fuero interno de Paul Newman. Con tan sólo un par de producciones en su haber, Newman había alcanzado el favor del público —especialmente, el femenino— que bendecía la intensidad de sus ojos azules. Sin embargo, somos unos cuantos los que pensamos que la presencia del rubio actor en algún que otro film nos privó de alguna que otra obra maestra. Lo hubiese sido, a mi entender, en el caso de Hud (1963), un neowestern rodado en formato panorámico y en un magistral blanco y negro, en el que Newman reprodujo el estereotipo de joven atormentado al estilo Warren Beatty en Su propio infierno (1962) o James Dean en Rebelde sin causa (1955). Los denodados esfuerzos de Martin Ritt —un cineasta familiarizado con los intérpretes del Método; no en vano impartió clases en el Actors Studio— por hacer de Newman un actor cual copa de pino habían quedado en entredicho, entre otras cosas, porque nunca se le han dado bien los disfraces. La mirada es el valor supremo de la expresión de un actor. Y por mucho que luciera un bigote a lo Pancho Villa (Cuatro confesiones) o se colocara una larga cabellera para simular ser un indio (Hombre), siempre veíamos al Newman de los ojos azules más intensos del firmamento cinematográfico. Pero la perseverancia de Ritt obtuvo sus frutos y al final de la década de los sesenta Paul Newman había obrado un sustancial cambio de la mano del realizador George Roy Hill y de su compañero de reparto Robert Redford. Digamoslo sin tapujos: Dos hombres y un destino (1969) no es un gran film pero tiene los rostros perfectos para contar una historia que alcanzaría el aura de mito del western merced a Newman & Redford/Butch Cassidy & Sundance Kid. La Sociedad Anónima formada por este triunvirato de profesionales se prolongaría con El golpe (1972), el otro título que recuerdo con agrado de mi adolescencia en un cine de barrio con la presencia de un Newman al que le empezaban a asomar las canas. Años más tarde, la desgracia se cebó en Newman debido a la muerte en trágicas circunstancias de su hijo Scott Newman. Pero como los grandes hombres, él supo salir del pozo y levantarse; sabía que había perdido parte de su atractivo físico pero había ganado en sapiencia a la hora de enfrentarse ante las cámaras. Hay pocos casos en la historia del cine de esta progresión, dejando boquiabiertos a los espectadores con soberbias interpretaciones ya rebasado el medio siglo de existencia. Ausencia de malicia (1981), Veredicto final (1982), El escándalo Blaze (1988), Creadores de sombras (1989), Ni un pelo de tonto (1994), Al caer el sol (1997) o Camino a la Perdición (2002) demostraron que Paul Newman ganó con los años, como un buen reserva de vino del Penedès o de Rioja. Más aún que dos de los actores que tengo en mi particular «olimpo» de héroes de la gran pantalla, Burt Lancaster y Kirk Douglas, cuyos respectivos declives físicos corrieron en paralelo con sus decadencias artísticas. Gracias, Paul, por haber sabido vencer a las derrotas y derrotar a las victorias en forma de una modestia que le llevó a relativizar su labor interpretativa a golpe de declaraciones llenas de sarcasmo e ironía. Un peculiar humor del que debieron disfrutar su viuda, la gran Mrs. Woodward, su entorno familiar y sus amistades, pero que el resto de los mortales siempre tendremos el consuelo de revisitar sus films para seguir creyendo que Paul Newman es inmortal. Print the Legend.
La eterna disyuntiva entra la estrella y el actor se dio en el fuero interno de Paul Newman. Con tan sólo un par de producciones en su haber, Newman había alcanzado el favor del público —especialmente, el femenino— que bendecía la intensidad de sus ojos azules. Sin embargo, somos unos cuantos los que pensamos que la presencia del rubio actor en algún que otro film nos privó de alguna que otra obra maestra. Lo hubiese sido, a mi entender, en el caso de Hud (1963), un neowestern rodado en formato panorámico y en un magistral blanco y negro, en el que Newman reprodujo el estereotipo de joven atormentado al estilo Warren Beatty en Su propio infierno (1962) o James Dean en Rebelde sin causa (1955). Los denodados esfuerzos de Martin Ritt —un cineasta familiarizado con los intérpretes del Método; no en vano impartió clases en el Actors Studio— por hacer de Newman un actor cual copa de pino habían quedado en entredicho, entre otras cosas, porque nunca se le han dado bien los disfraces. La mirada es el valor supremo de la expresión de un actor. Y por mucho que luciera un bigote a lo Pancho Villa (Cuatro confesiones) o se colocara una larga cabellera para simular ser un indio (Hombre), siempre veíamos al Newman de los ojos azules más intensos del firmamento cinematográfico. Pero la perseverancia de Ritt obtuvo sus frutos y al final de la década de los sesenta Paul Newman había obrado un sustancial cambio de la mano del realizador George Roy Hill y de su compañero de reparto Robert Redford. Digamoslo sin tapujos: Dos hombres y un destino (1969) no es un gran film pero tiene los rostros perfectos para contar una historia que alcanzaría el aura de mito del western merced a Newman & Redford/Butch Cassidy & Sundance Kid. La Sociedad Anónima formada por este triunvirato de profesionales se prolongaría con El golpe (1972), el otro título que recuerdo con agrado de mi adolescencia en un cine de barrio con la presencia de un Newman al que le empezaban a asomar las canas. Años más tarde, la desgracia se cebó en Newman debido a la muerte en trágicas circunstancias de su hijo Scott Newman. Pero como los grandes hombres, él supo salir del pozo y levantarse; sabía que había perdido parte de su atractivo físico pero había ganado en sapiencia a la hora de enfrentarse ante las cámaras. Hay pocos casos en la historia del cine de esta progresión, dejando boquiabiertos a los espectadores con soberbias interpretaciones ya rebasado el medio siglo de existencia. Ausencia de malicia (1981), Veredicto final (1982), El escándalo Blaze (1988), Creadores de sombras (1989), Ni un pelo de tonto (1994), Al caer el sol (1997) o Camino a la Perdición (2002) demostraron que Paul Newman ganó con los años, como un buen reserva de vino del Penedès o de Rioja. Más aún que dos de los actores que tengo en mi particular «olimpo» de héroes de la gran pantalla, Burt Lancaster y Kirk Douglas, cuyos respectivos declives físicos corrieron en paralelo con sus decadencias artísticas. Gracias, Paul, por haber sabido vencer a las derrotas y derrotar a las victorias en forma de una modestia que le llevó a relativizar su labor interpretativa a golpe de declaraciones llenas de sarcasmo e ironía. Un peculiar humor del que debieron disfrutar su viuda, la gran Mrs. Woodward, su entorno familiar y sus amistades, pero que el resto de los mortales siempre tendremos el consuelo de revisitar sus films para seguir creyendo que Paul Newman es inmortal. Print the Legend.
1 comentario:
Inmortal como su interpretación en "El buscavidas" o su parlamento en una de las escenas postreras de "Veredicto final". Descanse en paz.
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