sábado, 6 de septiembre de 2008

DALTON TRUMBO, «EL BRAVO»


En el ámbito de numerosas disciplinas artísticas tendemos a asignar, dentro de las mismas, grados de idolatría o de admiración en función de la labor que desempeñe uno u otro individuo/personaje. Pocos serían los que se atreverían a crear un club de fans en torno al teclista Richard Wright, «el lado oscuro», a efectos de popularidad, de Pink Floyd, el que siempre queda en último lugar, cuando no en el olvido, al enumerar a los componentes del grupo británico de rock sinfónico. En este sentido, en el cine se produce un fenómeno «bipolar»: la mayoría prestan atención a las estrellas que iluminan la gran pantalla y una minoría lo hace en relación a los directores. Nada más. Ahí acaba la cosa, salvo un espacio residual reservado a los compositores, cuyos fans se dejan oír en las plateas de los cines cuando, por ejemplo, luce el nombre de Jerry Goldsmith en los créditos de El otro (1972) mientras se escucha su música. La única «música» que se puede oír de un guionista es la palabra, aquella que provee de sentido, de unidad, de cuerpo a una historia que luego la mecánica propia del cine relega a un segundo plano reservándose, por regla general, los honores a los directores de turno.
Desde hace muchos años tuve conocimiento de Dalton Trumbo (1905-2006), acaso uno de los pocos guionistas que gozó de cierto rango de «estrella» y al que normalmente se le asocia por su (único) trabajo tras las cámaras, Johnny cogió su fusil (1971), a partir de una novela suya que Luis Buñuel estuvo tentado de llevarla al celuloide. Si hubiera sido así, la significación mediática de Trumbo sería menor hoy en día, juzgando que, en realidad, Johnny cogió su fusil sería una película «de» Buñuel, basada en una novela, para aquellos «cazadores de datos», de uno de los denominados «Diez de Hollywood». La plana mayor de estos represaliados por el marccarthismo pertenecía al incipiente sindicato de guionistas de los Estados Unidos. Es evidente que, aunque tan sólo hubiera sido a nivel de subconsciente, mi corriente de admiración por Trumbo proviene de su inquebrantable voluntad por defender sus principios que le costaría, a la postre, tener que valerse durante una docena de años de seudónimos o de «tapaderas» para poder subsistir en el negocio del cine.
Pero transcurridos más de treinta años desde su fallecimiento, se repiten algunos lugares comunes erróneos por lo que concierne a Trumbo. Bien es cierto que colaboró con una pléyade de cineastas e intérpretes judíos —Otto Preminger, Kirk Douglas, Stanley Kubrick, John Frankenheimer, etc.—, aunque nunca lo fue. Ese equívoco asimismo se extiende a su labor como novelista, una faceta muy poco conocida con la excepción de Johnny cogió su fusil, escrita a mediados los años treinta. Dentro de su colección Narrativa, el sello Plataforma Editorial ha publicado recientemente La noche del Uro (ir a web Editorial) una obra inacabada pero que nos pone sobre la pista del inmenso talento literario del firmante del guión de Espartaco (1961). Por encima de cualquier valoración apriorística, Dalton Trumbo se distinguió por reflexionar sobre la condición humana hasta el punto de lograr un ejercicio que muy pocos escritores han osado llevar a término: confrontar dos modelos de pensamiento tan antagónicos como los de un oficial nazi, quien ordenó numerosos crímenes en distintos campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, frente a los personajes de corte idealista, que abominan del totalitarismo —podríamos denominarlos sus alter ego— que esculpió para la pantalla grande resiguiendo sus postulados ideológicos (Espartaco, Los valientes andan solos, The Brave One, El hombre de Kiev, Papillón, etc.) Acercarse a una obra como La noche del Uro deviene un ejercicio de constante reflexión, sabiendo el lector que esta biografía inventada sobre un nazi contada en primera persona está escrita de puño y letra por alguien que obtuvo celebridad merced a un pensamiento a las antípodas del oficial Grieben. Hay libros de los que es fácil apartarte y dejarlos que descansen en las estanterías por tiempo indefinido. En cambio, obras como La noche del Uro están convocadas para ser revisadas porque es la voz de un pensador capaz de haberse enfrentado a la esencia de la complejidad humana quien nos brinda algunas de las más lúcidas reflexiones que uno haya podido leer. Sirva un párrafo del libro, para certificar que Dalton Trumbo cobraba ventaja sobre otros guionistas porque conocía al milímetro al ser humano y sobre todo al hombre:
«... Los niños, los jóvenes, e incluso los hombres, se sienten más cómodos entre sí de lo que pueden esperar estarlo con miembros del otro y bello sexo. Se exigen menos mutuamente y el sentimiento emocional entre ellos es más profundo porque no intervienen para turbarlo las tensiones de las diferencias sexuales. Como sus intereses son los mismos, sus deseos, sus sueños y sus metas provocan, no los engaños de la rivalidad celosa, sino la abierta honestidad de la competencia amistosa masculina». (pág. 89) Solo la aguda observación del entorno convoca a estos pensamientos que, sean o no certeros en su totalidad o quizás fallidos parcialmente (según el prisma con el que se mire), dimensionan la figura de un escritor que de no haberse dedicado en cuerpo y alma al mundo del cine, a buen seguro se situaría entre las grandes plumas anglosajonas del siglo XX. A modo de coda de este post, suscribo, pues, las palabras impresas en la contraportada de su colega Ring Lardner Jr., quien también formó parte de los «diez de Hollywood»: «En esta obra se combina la mirada interior del lado más oscuro del espíritu humano con una prosa superlativa y una de las más fascinantes revelaciones de la mente de un escritor jamás publicado».

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