Quiérase o no Carl Bernstein y Bob Woodward, al destapar el caso del watergate se «coronaron» como estandartes del nuevo periodismo de investigación. En aquellos años setenta empezaban velar sus primeras armas en el periodismo nombres como Pedro José Ramírez, prestos algún día a emular a sus «héroes» Bernstein-Woodward. Hasta el asunto de la infidelidad conyugal Ramírez siguió los pasos de Carl Bernstein, tal como dejó constancia Nora Ephron en el libro Heartburn, más tarde transcrito en imágenes en Se acabó el pastel (1986) con Jack Nicholson y Meryl Streep compartiendo cabeza de cartel. Ya instalado en la cumbre del periodismo —aunque a veces transite por las catacumbas de la ética y la moral— en calidad de director de El mundo Pedro J. Ramírez parece complacerse que su diario haya contribuido a destronar a Ramón Calderón (1951) merced a un periodismo de investigación que presenta numerosas analogías con el precedente de la caída de Nixon de otra presidencia. Calderón compareció ante los medios de prensa el pasado miércoles por la tarde para hacer oficial su dimisión como presidente del Real Madrid CF. Dos días antes parecía enrrocarse en su postura de seguir adelante con su legislatura, e incluso ante la insistencia de escuchar la palabra dimisión se refirió a la misma en términos de cobardía o como un acto de ocultación de datos comprometedores. Con el rostro perlado de sudor, la voz temblorosa y las mejillas humedecidas, el abogado palentino se acordaba en esos momentos de tensión de su esposa Teresa Galán, que «sin su apoyo no hubiera sido nada en esta vida». En otoño de 1974, cuando el escándalo watergate le llegaba por el cuello, Richard Milhous Nixon (1913-1994), tras negar sistemáticamente la realidad de los hechos, claudicó y se presentó en la sala de prensa de la Casa Blanca con la mente fijada en el pasado, aquella que le convocaba al recuerdo de su madre Hannah Milhous Nixon, cuyo valor quedaría sobradamente demostrado al sobreponerse a la muerte de dos hijos a causa de la tuberculosis y sacar adelante al que acabaría siendo presidente de los Estados Unidos. Ambos de profesión abogados colmaron sus ambiciones a través de un proceso electoral. Pero la sombra de sospecha siempre recayó sobre ellos, anunciando una caída motivada por una afición común a hacer de la mentira un modus vivendi, de las promesas un efecto decorativo y de la arrogancia el mejor antídoto para saberse intocables. Crasso error. El periodismo de investigación no trabaja en las academias de ballet sino en el backstage de la política y los clubes de fútbol —en España—, en la que se concentran el mayor número de especuladores y/o arribistas por metro cuadrado. Constructores que ambicionan algo más que figurar su nombre y apellidos en un solar, a modo de semilla de una ciudad en miniatura; empresarios de todo fuste que quieren forrar las paredes de sus casas localizadas en zonas residenciales con fotografías de futbolistas en el candelero y demás personajes de esquiva moral son los que, a la postre, han acabado dando la estocada definitiva a Ramón Calderón. Ese «informe Haldeman» que para Nixon sería su «sentencia de muerte», llegaría para Calderón en forma de personas contratadas sin carnet de socio del Real Madrid en una asamblea extraordinaria convocada por la junta directiva del club blanco. Los «fontaneros» de la Casa Blanca habían trabajado bien con el único objetivo de derrotar a Ramón Calderón. El victimismo acudió nuevamente a socorrer el honor y la dignidad de un hombre que ha acabado siendo destronado antes de tiempo. Mientras se seca las mejillas por saberse rodeado de «Casios», «Cascas» y «Brutos», Calderón puede encontrar un cierto consuelo al revisar o visitar por primera vez esa pieza maestra llamada Nixon (1995). Ambos saborearon las mieles de sus respectivas Casas Blancas, pero cayeron por la misma pendiente que representa la parte del león más jugosa a efectos de periodistas del calado de Pedro J. Ramírez o José Antonio Abellán, los «Woodward & Bernstein» que firmaron la «sentencia de defunción» en el ámbito futbolístico de Ramón Calderón, al que como Nixon, apodaban «el mentiroso».
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