Hace poco más de una docena de años algunos nos habíamos dejado embriagar por los aromas de un formato que iba a revelarse como el cine del futuro. Así se habían pronunciado para sus campañas de marketing los responsables de los IMAX, entre los que figuraba Douglas Trumbull, presente estos días por Sitges para impartir una master class con el primer título que le dio prestigio internacional, 2001: una odisea del espacio (1968). Contagiándome del entusiasmo de aquel periodo de bonanza de las salas IMAX, entendía que su triple formato —Omnimax, alta definición y 3-D— cubría todas las expectativas imaginables para proyectar obras cada vez con mayor peso a nivel narrativo después de vencer una etapa inicial en la que el reto suponía manejar cámaras de varias toneladas de peso. Las alas de coraje (1995) y Nueva York: un viaje a través del tiempo (1996) representaban sendas apuestas que nadaban a favor de la idea que IMAX había dejado de gatear para empezar a caminar con un paso más o menos firme y desenvuelto. Pero unos años más tarde llegaría el tiempo para la desilusión o el desencanto; constantes cambios en la cúpula directiva de los IMAX dejaban un trasfondo de impotencia por equilibrar unos balances económicos que hacían inviable rebasar los diez millones de dólares de media por cada producción. Entretanto, se sucedían las producciones de carácter documental, sin posibilidad de que intentos aislados de ampliar el abanico temático calaran, reduciendo a una insignificante porción las apuestas por un cine de ficción. Al repasar de vez en cuando la programación del IMAX en Barcelona, desde el subconsciente parecía asentir con la cabeza el comentario de un compañero de instituto sobre el indudable triunfo del chip sobre un formato demasiado costoso y limitado tecnológicamente. Le rebatí movido por un entusiasmo casi adolescente, pero la realidad de la cosas me hizo ver al cabo lo acertado del comentario de aquel compañero de clase.
Casi como un acto primigenio, el que nos convoca en ocasiones a revivir instantes del pasado con la intención de encontrar un destello de conquista, una gloria fugaz o un pequeño descubrimiento, regresé al escenario de IMAX–Port Vell. El programa doble parecía adelantar la percepción de una realidad que transitaba entre el olvido, el abandono y la nostalgia. Una sala que sería incapaz de albergar más de una decena de personas diseminadas por una grada empinada que compite en altura con una pantalla equivalente a siete pisos. Pese al buen tono de la primera de las propuestas, Gigantes del océano / Gegants de l'oceà (2007), un documental que habla de los descubrimientos paleolíticos llevados a cabo por los Sternberg en el centro de los Estados Unidos —el Tirosauro, el Gilucus, la expresión más primitiva del tiburón y otros depredadores marinos que habitaban en aguas relativamente de poca profundidad hasta su extinción— y con una reproducciones infográficas espectaculares (con el añadido de las 3-D), pesaba demasiado el sentimiento del final de una época revelada del todo efímera: la de los IMAX. Varios factores han contribuido a su «extinción» virtual de los cines especializados en proyectar en este formato: al apuntado sobre la imposición del digital, cabe sumar el elevado coste de la entrada, la imposibilidad de construir salas, al menos una por capital de provincia, y unos adolescentes, los que en teoría deberían sustentar con su frecuencia este negocio, que siguen prefiriendo el uso de una videoconsola. Argumentos que se iban multiplicando en mi mente hasta que advertí de la llamada para una segunda proyección, Shackelton, una aventura Antártica (2001), que hace referencia a la odisea vivida por Sir Ernest Shackelton a principios del siglo XX al frente de una expedición de veintisiete miembros cuyo objetivo final sería, debido a la pérdida del navío Endurance, la pura supervivencia. Volveré en un posterior post sobre la figura de este insigne explorador irlandés, cuya existencia tan sólo puede ser tachada de excepcional y, a la par, que ejemplar. Al contemplar este magnífico documental me sentí en la piel del personaje encarnado por Ben Johnson en La última película (1971), también conocida como La última sesión. Tan sólo cabría permutar las escenas de las reses de Wagonmaster (1950) por las de unas espectaculares imágenes de la Antártida, allí donde a punto estuvo de perecer Shackelton. Pero para los IMAX se me antoja que ya ha dejado de existir cualquier rastro de esperanza en forma de una base ballenera en la isla de Georgia del Sur, el lugar tantos días y tantas noches soñado por Shackelton y sus dos compañeros quienes, una vez consumada su enorme hazaña, encomendarse al rescate del resto de la tripulación del Endurance. Resistir para morir. Así pues, punto final a un formato que ni tan siquiera ha llegado a la juventud, al menos en el sentido y con las dosis de entusiasmo necesarias que un servidor lo entendió en el periodo que el cine convencional alcanzaba su centenario.
Casi como un acto primigenio, el que nos convoca en ocasiones a revivir instantes del pasado con la intención de encontrar un destello de conquista, una gloria fugaz o un pequeño descubrimiento, regresé al escenario de IMAX–Port Vell. El programa doble parecía adelantar la percepción de una realidad que transitaba entre el olvido, el abandono y la nostalgia. Una sala que sería incapaz de albergar más de una decena de personas diseminadas por una grada empinada que compite en altura con una pantalla equivalente a siete pisos. Pese al buen tono de la primera de las propuestas, Gigantes del océano / Gegants de l'oceà (2007), un documental que habla de los descubrimientos paleolíticos llevados a cabo por los Sternberg en el centro de los Estados Unidos —el Tirosauro, el Gilucus, la expresión más primitiva del tiburón y otros depredadores marinos que habitaban en aguas relativamente de poca profundidad hasta su extinción— y con una reproducciones infográficas espectaculares (con el añadido de las 3-D), pesaba demasiado el sentimiento del final de una época revelada del todo efímera: la de los IMAX. Varios factores han contribuido a su «extinción» virtual de los cines especializados en proyectar en este formato: al apuntado sobre la imposición del digital, cabe sumar el elevado coste de la entrada, la imposibilidad de construir salas, al menos una por capital de provincia, y unos adolescentes, los que en teoría deberían sustentar con su frecuencia este negocio, que siguen prefiriendo el uso de una videoconsola. Argumentos que se iban multiplicando en mi mente hasta que advertí de la llamada para una segunda proyección, Shackelton, una aventura Antártica (2001), que hace referencia a la odisea vivida por Sir Ernest Shackelton a principios del siglo XX al frente de una expedición de veintisiete miembros cuyo objetivo final sería, debido a la pérdida del navío Endurance, la pura supervivencia. Volveré en un posterior post sobre la figura de este insigne explorador irlandés, cuya existencia tan sólo puede ser tachada de excepcional y, a la par, que ejemplar. Al contemplar este magnífico documental me sentí en la piel del personaje encarnado por Ben Johnson en La última película (1971), también conocida como La última sesión. Tan sólo cabría permutar las escenas de las reses de Wagonmaster (1950) por las de unas espectaculares imágenes de la Antártida, allí donde a punto estuvo de perecer Shackelton. Pero para los IMAX se me antoja que ya ha dejado de existir cualquier rastro de esperanza en forma de una base ballenera en la isla de Georgia del Sur, el lugar tantos días y tantas noches soñado por Shackelton y sus dos compañeros quienes, una vez consumada su enorme hazaña, encomendarse al rescate del resto de la tripulación del Endurance. Resistir para morir. Así pues, punto final a un formato que ni tan siquiera ha llegado a la juventud, al menos en el sentido y con las dosis de entusiasmo necesarias que un servidor lo entendió en el periodo que el cine convencional alcanzaba su centenario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario