En un libro titulado Homo faber (Ed. Seix Barral) del helvético Max Frisch se plantea, a través del protagonista, un ingeniero de mediana edad, la idea de que nuestras vidas están regidas por un sistema encriptado de probabilidades que obedecen a parámetros matemáticos. En la novela del suizo se habla del concepto del destino sojuzgado por un mundo dominado por formulismos estadísticos que acaban ahogando la percepción de una vida más sujeta al azar. Pero al entrar en juego una relación sentimental, el pragmatismo de Faber se tambalea y se adivina un intento por huir de un mundo cuyo destino parece ya marcado.
A la luz de los focos de esta realidad que tratan de inculcarnos mediante datos, cálculos estadísticos, simulaciones matemáticas y demás, los aviones suelen cobrar ventaja. Los expertos nos advierten, ufanos ellos, «que nada es más seguro que volar. Es el medio en el que se registran menos accidentes». Una frase hecha que, a fuerza de escucharla numerosas veces, se ha convertido en dogma de fe para los responsables de la aeronáutica mundial. Pero cada x tiempo nos cuestionamos la creencia de la seguridad de los aviones cuando se producen accidentes tan escalofriantes como el registrado ayer, día 20 de agosto, en los aledaños del Aeropuerto de Barajas. Quizás, en algún informe confidencial que descansa en las oficinas de un organismo oficial de la aeronáutica de nuestro país o de la Unión Europea alguién pudo preveer una tragedia de esta magnitud que, a hora de hoy, registra ciento cincuenta y tres víctimas y casi una veintena de heridos con pronóstico grave o muy grave. Estimando el cálculo del (creciente) número de vuelos que se realizan en el espacio aéreo del viejo continente, la vida media de los aviones y otros muchos parámetros arrojan una cifra de muertos a lo largo de un decenio que tan sólo lo acontecido en Barajas sirve para refrendar, para desgraciadamente cuadrar o aproximarse a la estadística vaticinada. Pero nadie que conozca se sube a un avión pensando que tiene uno entre un millón de probabilidades que su destino se trunque en pleno vuelo o en la maniobra de un despegue o un aterrizaje. Esos valores de cálculo estadístico se mueven en el terreno de las proporciones de que padezcas una enfermedad hereditaria de la que jamás has oido hablar y el nombre de la cual resulta del todo desconocida si eres profano en la materia.
La historia de la aviación ha evolucionado a pasos gigantescos en los últimos decenios, en teoría, haciendo disminuir las probabilidades de un accidente de las características del ocurrido en el aeropuerto de Madrid. No obstante, la frecuencia de vuelos ha aumentado aritméticamente y con ello ha equilibrado, en el peor sentido, los logros alcanzados en seguridad en otras áreas, como el sistema de pilotaje automático, que suele estar por duplicado en los aviones relativamente modernos. Quién sabe si en este caso cabría sumar la precariedad laboral de una compañía, Spanair, que ha anunciado el despido de un tercio de su plantilla en poco tiempo, las razones que expliquen un doble intento de despegue sin haber extremado hasta el mínimo detalle las condiciones de seguridad del aeroplano accidentado. Antes de la construcción de proyectos faraónicos que cuestan al erario público unas cifras astronómicas, cabría dar prioridad a activar todos los mecanismos de seguridad para que episodios como el de la T-4 de Barajas (desgraciadamente, con tan poco tiempo de vida, va acumulando su particular «historia negra») de este agosto no vuelvan a producirse. Concedemos al Homo sapiens la capacidad de hacer proezas en el campo de la investigación, llegando incluso a realizar un mapa de nuestro genoma, evaluando los mecanismos biológicos que regulan nuestro determinismo, pero somos incapaces de arbitrar sistemas que hagan un checking de un motor de un aparato que ha dado signos de fallo en su primer intento de despegue. Y la moneda de cambio de esta paradoja inherente a la condición humana han sido ciento cincuenta y tres fallecidos y la tragedia de las familias de éstas que convivirán con el dolor el resto de sus vidas. Al reproducirse estas fatalidades aéreas de forma cíclica me sobrevuela en la memoria una imagen de Crash (1996) de David Cronenberg, a partir de la adaptación de una novela de J. G. Ballard: la de un hospital de aeropuerto donde todas las camas están vacías. La supervivencia, lejos de ser una bendición, muchas veces deviene en una consecuencia indeseada frente al pánico de reproducir día sí y otro también una tragedia que, para algunos, hacen buenas las estadísticas, y para la inmensa mayoría nos golpea en nuestros corazones. Vaya nuestro pesar por todos los que han quedado en el camino. Eso sí, el ruido de fondo de los medios de comunicación escudriñando en el dolor de unos familiares descompuestos ante el horror de pasar por este trance, las autoridades apelando a que se abrirá una investigación que esclarezca lo acontecido (juicios a celebrar a un lustro vista, en el mejor de los escenarios) y la voz de los responsables aeronáticos volviéndonos a recordar la garantía que ofrece la aviación serán los signos inequívocos que la relativa normalidad toma nuevamente las riendas de nuestras vidas. No tardaremos, pues, a perder el miedo a volar que se manifiesta en el fuero interno de muchos de nosotros ante noticias de este calibre. Pero si repasamos nuestra ancestral escala evolutiva hubo un tiempo que fuimos anfibios antes del paso a vertebrados. Por eso está codificado en nuestros genes la «memoria de los peces», aquella que nos hace olvidar de lo ocurrido a muy corto plazo y volver a sentirnos seguros al dirigir nuestras miradas sobre un cielo amortiguado de nubes desde la ventanilla del avión.
A la luz de los focos de esta realidad que tratan de inculcarnos mediante datos, cálculos estadísticos, simulaciones matemáticas y demás, los aviones suelen cobrar ventaja. Los expertos nos advierten, ufanos ellos, «que nada es más seguro que volar. Es el medio en el que se registran menos accidentes». Una frase hecha que, a fuerza de escucharla numerosas veces, se ha convertido en dogma de fe para los responsables de la aeronáutica mundial. Pero cada x tiempo nos cuestionamos la creencia de la seguridad de los aviones cuando se producen accidentes tan escalofriantes como el registrado ayer, día 20 de agosto, en los aledaños del Aeropuerto de Barajas. Quizás, en algún informe confidencial que descansa en las oficinas de un organismo oficial de la aeronáutica de nuestro país o de la Unión Europea alguién pudo preveer una tragedia de esta magnitud que, a hora de hoy, registra ciento cincuenta y tres víctimas y casi una veintena de heridos con pronóstico grave o muy grave. Estimando el cálculo del (creciente) número de vuelos que se realizan en el espacio aéreo del viejo continente, la vida media de los aviones y otros muchos parámetros arrojan una cifra de muertos a lo largo de un decenio que tan sólo lo acontecido en Barajas sirve para refrendar, para desgraciadamente cuadrar o aproximarse a la estadística vaticinada. Pero nadie que conozca se sube a un avión pensando que tiene uno entre un millón de probabilidades que su destino se trunque en pleno vuelo o en la maniobra de un despegue o un aterrizaje. Esos valores de cálculo estadístico se mueven en el terreno de las proporciones de que padezcas una enfermedad hereditaria de la que jamás has oido hablar y el nombre de la cual resulta del todo desconocida si eres profano en la materia.
La historia de la aviación ha evolucionado a pasos gigantescos en los últimos decenios, en teoría, haciendo disminuir las probabilidades de un accidente de las características del ocurrido en el aeropuerto de Madrid. No obstante, la frecuencia de vuelos ha aumentado aritméticamente y con ello ha equilibrado, en el peor sentido, los logros alcanzados en seguridad en otras áreas, como el sistema de pilotaje automático, que suele estar por duplicado en los aviones relativamente modernos. Quién sabe si en este caso cabría sumar la precariedad laboral de una compañía, Spanair, que ha anunciado el despido de un tercio de su plantilla en poco tiempo, las razones que expliquen un doble intento de despegue sin haber extremado hasta el mínimo detalle las condiciones de seguridad del aeroplano accidentado. Antes de la construcción de proyectos faraónicos que cuestan al erario público unas cifras astronómicas, cabría dar prioridad a activar todos los mecanismos de seguridad para que episodios como el de la T-4 de Barajas (desgraciadamente, con tan poco tiempo de vida, va acumulando su particular «historia negra») de este agosto no vuelvan a producirse. Concedemos al Homo sapiens la capacidad de hacer proezas en el campo de la investigación, llegando incluso a realizar un mapa de nuestro genoma, evaluando los mecanismos biológicos que regulan nuestro determinismo, pero somos incapaces de arbitrar sistemas que hagan un checking de un motor de un aparato que ha dado signos de fallo en su primer intento de despegue. Y la moneda de cambio de esta paradoja inherente a la condición humana han sido ciento cincuenta y tres fallecidos y la tragedia de las familias de éstas que convivirán con el dolor el resto de sus vidas. Al reproducirse estas fatalidades aéreas de forma cíclica me sobrevuela en la memoria una imagen de Crash (1996) de David Cronenberg, a partir de la adaptación de una novela de J. G. Ballard: la de un hospital de aeropuerto donde todas las camas están vacías. La supervivencia, lejos de ser una bendición, muchas veces deviene en una consecuencia indeseada frente al pánico de reproducir día sí y otro también una tragedia que, para algunos, hacen buenas las estadísticas, y para la inmensa mayoría nos golpea en nuestros corazones. Vaya nuestro pesar por todos los que han quedado en el camino. Eso sí, el ruido de fondo de los medios de comunicación escudriñando en el dolor de unos familiares descompuestos ante el horror de pasar por este trance, las autoridades apelando a que se abrirá una investigación que esclarezca lo acontecido (juicios a celebrar a un lustro vista, en el mejor de los escenarios) y la voz de los responsables aeronáticos volviéndonos a recordar la garantía que ofrece la aviación serán los signos inequívocos que la relativa normalidad toma nuevamente las riendas de nuestras vidas. No tardaremos, pues, a perder el miedo a volar que se manifiesta en el fuero interno de muchos de nosotros ante noticias de este calibre. Pero si repasamos nuestra ancestral escala evolutiva hubo un tiempo que fuimos anfibios antes del paso a vertebrados. Por eso está codificado en nuestros genes la «memoria de los peces», aquella que nos hace olvidar de lo ocurrido a muy corto plazo y volver a sentirnos seguros al dirigir nuestras miradas sobre un cielo amortiguado de nubes desde la ventanilla del avión.
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