miércoles, 27 de agosto de 2008

DIGITALIZANDO NUESTRAS VIDAS


Durante mis años en la Universidad cursando estudios de biología había dos publicaciones científicas traducidas al castellano que pugnaban por ocupar horas de lectura en los aledaños de la facultad, en el autobús o en el tren. Mundo científico e Investigación y ciencia han pasado a formar parte del imaginario del estudiante de ciencias; no había preferencias por una u otra, sino simplemente en función del poder económico de cada uno se optaba por la compra de una revista o dos cada mes. Claro que había oportunidades que no se podían malograr: el día en que la editorial que publicaba Investigación y ciencia habilitó un stand en el entorno de las facultades de ciencias de la Universidad Autónoma de Barcelona; fuimos unos cuantos que nos beneficiamos de una promoción de varios libros monográficos que regalaban a cambio de una suscripción que nunca se llegaría a oficializar en forma de cobro a contrarremborso. Una vez concluída la carrera de biológicas, seguí interesándome en adquirir ejemplares sueltos de ambas revistas en función de un contenido orientado hacia una de mis grandes pasiones: la genética.
Llevaba tiempo, sin embargo, sin acercarme a la lectura de estos dos auténticos tothems de la divulgación científica en formato revista. Revisando el ejemplar correspondiente a mayo de 2007 (el año que se cumplía el 30 aniversario) de la edición española de Scientific American ha habido un tema que me ha llamado la atención fuera de mi campo de interés primordial en materia científica. En el artículo Una vida digital Gordon Bell y Jim Gemmell proponen una reflexión y/o evaluación de lo acontecido con la experiencia del primero. Ambos trabajan desde hace tiempo para Microsoft y, ya se sabe que en el alma de todo investigador existe la tentación de extraer consecuencias de sus propias teorías conviriténdose uno mismo en «conejillo de indias». A Craig Venter le pudo su egolatría y, a través de su empresa Celera, llevó a cabo el Proyecto Genoma Humano, en paralelo con el programa con fondos públicos dirigido por James D. Watson, secuenciando el mapa genómico humano... extraído de su propio ADN. Lo de Bell ha sido menos ambicioso, pero igualmente de proporciones mesiánicas: establecer un programa minucioso de digitalización de gran parte de la información que ha recibido a lo largo de varios años. Es decir, crear un archivo digital de todo lo que le relaciona con su entorno visual y auditivo, captando instantáneas de los lugares que visita, páginas web a las que accede, música que se descarga, emails que envía o recibe, etc. Gordon Bell y Jim Gremmel parecen complacidos con la idea de que tal caudal de información (la mayor parte, transferida en imágenes) servirá de utilidad a una progenie que podrá empaparse de la biografía de un familiar, sabiendo incluso el detalle de qué portal estaba visitando a las 9 de la mañana del 11 de septiembre de 2001. La aventura urdida por Bell empezó en 1998, pero no sería hasta varios años después cuando su proyecto cobraba visos de realidad al tener acceso a un sistema digital que hiciera más automática la transferencia de información evaluada dentro del proyecto de investigación MyLifeBits («pedazos de mi vida»). Las aplicaciones terapeúticas que se puedan derivar de experiencias con pacientes con una progresiva pérdida de memoria (no necesariamente vinculada con la enfermedad del Alzheimer) parece una de las finalidades del aún embrionario MyLifeBits. Pero lo que Bell no desvela es si las luces de neón de los moteles o el aparato lumínico que acompaña a los salones recreativos son captados por los sensores de la SenseCam que lleva colgando cuál amuleto. Sería de utilidad saberlo si alguno de sus descendientes le da algún día por el hábito de las tragaperras o busca consuelo en la compañía de damas que no le recuerdan ni de soslayo a la santa. Eso sería como tener la enciclopedia personal de cada uno pero con páginas «digitales» arrancadas. Demasiadas hagiografías aflorarían sin saber realmente de qué pie cojea cada uno. Pero dada la vinculación de Bell y Gemmell con Microsoft, entramos en una nueva era en la que toda esta entelequia digital cobrará visos de la realidad en nuestras vidas. No tardaremos, pues, a escuchar el tamido de una campana proveniente del centro de investigación de Microsoft en San Francisco: eso sí, con el nombre de pila de Gordon. Preparémonos a revivir el sueño del padre de Mark Lewis (Michael Powell) en Peeping Tom / El fotógrafo del pánico (1960) en su versión digital y con una compresión de la información de nuestras vidas concentrado en un milímetro cuadrado.

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