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martes, 8 de agosto de 2023

»EL NÚMERO UNO» (1943) de John Dos Passos: LA ESCALADA AL PODER DE HOMER T (DE TRUMPISTA) CRAWFORD

 

Viajero impenitente, incansable conversador, militante de izquierdas y escritor convulsivo, como define E. L. Doctorow a propósito de su extenso prólogo para la edición de Paralelo 42  (1930) —la primera parte de la denominada «Trilogía USA»John Dos Passos (1896-1970) no era «nada dado a la estética del hombre duro, como Hemingway, ni tampoco al romanticismo de la autodestrucción, como Fitzgerald». Todos ellos pertenecían a la denominada «Generación perdida», una generación anterior a la de Edgar Lawrence Doctorow que sembró de publicaciones a lo largo de la primera mitad del siglo XX y que, hoy en día, devienen auténticos clásicos de la literatura norteamericana y, por ende, de la literatura universal. Pero mientras F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, allén de las fronteras estadounidenses, siguen siendo escritores de cita recurrente en tertulias literarias o, a propósito de algunas de las adaptaciones de sus novelas o relatos cortos al cinematógrafo, el conocimiento de la obra de John Dos Passos sigue quedando en una zona de penumbra, a la que tan solo una minoría (en el mejor de los casos) lo relacionan con una determinada pieza literaria. En este escenario, pues, resulta encomiable que el sello Impedimenta haya reparado en una novela de John Dos Passos para incorporarla a su catálogo con el propósito que el enunciado de su argumento reclame la atención de potenciales lectores pegados a una actualidad –como en su tiempo lo habían hecho los integrantes de la «Generación perdida», dejando constancia de ello una proverbial actividad epistolar— capaz de proclamar el «reinado» léase presidencia de los Estados Unidos— de individuos sin escrúpulos (a todos los niveles) con el fin de lograr sus objetivos. El epítome de este perfil de personaje lo encontramos en Donald J. Trump, a quien en su propósito de instaurar un «nuevo Orden» para los Estados Unidos, haciendo del populismo bandera y degradando el valor de sus instituciones, reclama ciertos paralelismos a nivel literario con Berzebus «Buzz» Windip —Eso no puede pasar aquí (1936)—, Willie Stark —Todos los hombres del presidente (1946)— y Homer T. Crawford —El Número Uno (1943)—, «criaturas» nacidas de la pluma de Sinclair Lewis (1885-1951), Robert Penn Warren (1905-1989) y el propio Dos Passos, respectivamente. De manera harto significativa todos estos personajes comparten una misma raíz a efectos de «inspiración» cara a sus propios escritores, la que corresponde a Huey Pierce Long Jr. (1893-1935), quien sin haber cumplido los cuarenta años se perfilaba para «asaltar los cielos» de la presidencia de los Estados Unidos desde su feudo en Louisiana donde fue gobernador y posteriormente senador del estado sureño. Tocado por una vanidad y una egolatría mórbida comparable a la de Donald Trump, Long Jr. dejó por escrito una suerte de autobiografía Every Man is a King (1933)— que sirvió en bandeja el conocimiento «por dentro» de la psique de un personaje que hizo del populismo una forma de vida durante un considerable periodo de su corta existencia. Un auténtico «manjar», en definitiva, para escritores con el propósito de trascender a través de historias que pivotan sobre una figura de sesgo mesiánico que interpela directamente a sus potenciales votantes, dejando que la corrupción sacuda los cimientos de una Democracia que, en determinadas ocasiones de la Historia, puede adoptar formas inherentes a una dictadura. Esta resulta la tesis de It Can’t Happen Here, una novela revestida de sátira social cortesía de Sinclair Lewis mientras que El Número Uno sirvió a un propósito más escorado hacia una narración que si bien caricaturiza al personaje Hank Crawford— no lo despoja de su humanismo. Tres años más tarde, Penn Warren recogió el testigo de John Dos Passos para armar su pieza más célebre, Todos los hombres del presidente, una monumental novela que el cinematógrafo se encargó de adaptar al cabo de unos años de la mano del director y guionista Robert Rossen. Mérito del escritor de ascendencia lusa fue ofrecer algunas pinceladas de un personaje poliédrico el que surge del molde de Huey Long Jr.— que encontraría un mayor desarrollo en una obra que sobrepasado con creces las setecientas páginas. Con una tercera parte del número de páginas de la novela del premio Pulitzer, Dos Passos se las ingenió para elaborar una novela de una exquisita calidad, una pequeña joya encofrada en la editorial Impedimenta, que puede presumir de haber incorporado el nombre de un escritor fundamental de las Letras Estadounidenses del siglo pasado a su impresionante catálogo. 

domingo, 22 de abril de 2018

«LOS JUICIOS DE RUMPOLE» (1979), de John Mortimer: HISTORIAS DEL OLD BAILEY


Al quedarse completamente ciego Clifford Mortimer, su hijo John, ya superada la adolescencia, le leía poesía y obras en prosa para mitigar, en cierta medida, una carencia física que le acompañaría hasta el resto de sus días. A cambio, John Mortimer (1923-2009) había recibido como herencia adicional infinidad de historias que conoció en boca de su progenitor sobre el mundo de la judicatura, en su calidad de defensor, por regla general, de causa perdidas. A sus cincuenta y cinco años todo este material le sirvió para sentar las bases de la confección de una novela que pivota sobre el personaje del abogado Horace Rumpole, tomado del molde de su figura paterna. Si el año pasado Impedimenta publicó la pieza literaria que lleva por título Los casos de Horace Rumpole, agobado (1978), el sello madrileño regresa en la primavera de 2018 sobre los pasos del elocuente banister con la edición de Los juicios de Rumpole (1979), en que una vez más John Mortimer afila un lápiz provisto de una mina compuesta de una fina ironía, sarcasmo y causticidad con las dosis razonables para mantener la atención del lector mientras esboza una (media) sonrisa al correr de las páginas. Si el lector ya está avisado verbigracia de haber cumplimentado la lectura de Los casos de Horace Rumpole, abogado, la particular diatriba en contra del matrimonio de Rumpole no le pillará con el pie cambiado si accede al contenido de las páginas de The Trials of Rumpole, así como reflexiones en torno al ejercicio de su profesión que encuentran en la frase «La gloria del abogado defensor reside en ser testarudo, descarado, intrépido, tendencioso, intimidante, grosero, ingenioso e injusto» toda una declaración de principios imposible de condensar en una tarjeta de visita. Tampoco queda al margen de sus fobias en esta segunda novela su alergia por las fiestas navideñas y todo lo que ello conlleva, incluido ir de visita a casas de familiares con la compañía de la que «Ha de ser Obedecida», esto es, la ínclita consorte Hilda Rumpole.  
    Dividida en seis partes bajo el génerico Rumpole y… --El ministerio de Dios, El mundo del espectáculo, El animal fascista, La cuestión de la identidad, El camino del verdadero amor y La edad de la jubilación--, y traducida al castellano de manera modélica por Sara Lekanda TeijeiroLos juicios de Rumpole concede un considerable protagonismo a George Frobisher, colega de profesión y amigo personal de Horace fuera de los juzgados, siendo el Bailey de Fleet Street un templo sagrado para dar cumplida cuenta del gusto por los buenos vinos. Uno de esos «pequeños placeres» compartidos que tienen los días contados al entender George Frosbisher la necesidad de ocupar plaza de juez, aunque su destino le alejara de Londres. Lejos de querer seguir los pasos de su compañero de fatigas, Rumpole razona para sí mismo: «¿Un juez de provincias? Era un destino que se me había antojado bastante peor que la muerte». Muestra inequívoca que John Mortimer invocaba a su progenitor, según confesión propia en un programa de la BBC conducido por Ludovic Kennedy y emitido a finales de los años ochenta, poco dado a ampliar su círculo de amistades y haciendo de su hogar un bastión donde encomendarse a sus placeres mundanos, entre éstos, su devoción por la lectura hasta que, como expresa E. L. Doctorow en el arranque de su genial Homer & Langley (2006, Ed. Miscelánea) se produjo un «No perdí la vista de golpe. Fue como en el cine: un fundido lento». En el caso de Mortimer inicia su novela Los juicios de Rumpole con un párrafo narrado en primera persona que marca el diapasón del temperamento mordaz y caústico que recorre una buena parte de las páginas de la segunda entrega en torno a las aventuras y desventuras del distinguido banister: «Me dispongo a tomar la pluma durante un breve e inoportuno cese de la actividad criminal (los villanos de esta ciudad, siguiendo el ejemplo de los mecánicos de coches, parecen haberse decidido tomar un descanso, lo que está provocando que todo vaya a paso de tortuga en el Old Bailey, por no hablar de las lamentables bajas y despidos que, como consecuencia de ello, están teniendo lugar), y me pregunto cuál de los juicios más recientes debería escoger para escribir una crónica». Sin duda, el que hace referencia al juicio de Rex Parkin, miembro del partido fascista British First, es de lo que más jugo extrae la prosa de ese espíritu burlón llamado John Mortimer, quien habla por boca de Horace Rumpole en su descripción de un ecosistema judicial donde su personalidad no pasa inadvertida en sala y tampoco en los pasillos. Su “celebridad”, entre otras consideraciones, se corrige a golpe de citas a Rudyard Kipling, Christopher Marlowe, William Shakespeare y Alfred Tennison, entre otras ilustres plumas, algunas de las cuales triunfaron en el universo teatral. Un espacio al que el propio Mortimer le hubiera gustado transitar con mayor asiduidad, pero las obligaciones contraídas en otros frentes, caso del literario y su serie consagrada a Horace Rumpole (hasta completar un total de ocho novelas), en buena medida, se lo impidieron.



viernes, 29 de marzo de 2013

«CÓMO TODO ACABÓ Y VOLVIÓ A EMPEZAR» (1960): DOCTOROW EN EL LEJANO OESTE


Para el lector no avisado, al fijar su mirada en el texto de la contraportada de la novela de debut de E. L. Doctorow (1931, Nueva York), felizmente traducida al castellano por primera vez, presumiblemente pueda fruncir el ceño y quedarse sin argumentos sobre la conveniencia de hacerse o no con el libro. Más que una síntesis del contenido de la opera prima de Doctorow Miscelánea Editorial optaría por extraer un párrafo (correspondiente a la página 159) y reproducirlo tal cuál en la contraportada, incluyendo, eso sí, parte del título original («Hard Times») en su enunciado final. Óbviamente, si la indecisión se había apoderado de aquellos potenciales lectores al calor del contenido apuntado, Miscelánea hubiera aumentado sus dudas al ofrecer la traducción directa del original, esto es, «Bienvenido a los tiempos duros», en un periodo en que el vocablo crisis se apodera de casi cada rincón de nuestra sociedad. Por ello, la editorial barcelonesa ha preferido escoger un título con marchamo de subtítulo: «Cómo todo acabó y volvió a empezar». Doctorow dio cumplida cuenta de la misma a finales de los años cincuenta, viendo la luz su publicación en 1960, a punto de cerrarse una «década de oro» para el western, el género al que se acoge su pieza de debut sin menoscabo de un tejido dramático cuyas costuras son cosidas por el literato neoyorquino con el hilo de su veta de revisionista histórico.
 
El origen del libro: sus años en la Columbia
 
   Merecedor de un ensayo acorde a la gran cantidad de prohombres de la literatura, ya sea en sus fases iniciáticas o con una obra contrastada a sus espaldas, que fueron contratados por parte de la industria angloamericana durante los años cincuenta y sesenta, E. L. Doctorow se distinguiría entre éstos en su cometido profesional a las órdenes de la Columbia Pictures. A diferencia de sus colegas Ray Bradbury o J. G. Ballard, Doctorow anduvo por la «trastienda» de los estudios cinematográficos con el objetivo marcado de remozar borradores de guión preferentemente para westerns, uno de los géneros-bandera de la Columbia. Por sus manos pasarían infinidad de scripts, abriendo los ojos a Doctorow de que la calidad por regla general se “ausentaba” de esos trabajos y ni tan siquiera una reescritura a fondo los podía salvar de la mediocridad. En buena lid, Welcome to Hard Times nace producto de ese sentimiento por superar las prestaciones de unos profesionales del medio, algunos de ellos reconocidos dentro del mundillo. Es harto elocuente que, a fuerza de leer guiones cautivos de la época del salvaje Oeste, Doctorow fuera asimilando las claves del género para, al cabo, volcarlo sobre su primera novela, pero guardando las distancias sobre una serie de clichés a los que quiso dar la vuelta en un amago de osadía propia de un debutante. Por ventura, pese al interés que nos despierte o deje de despertar una temática westerniana “detonada” con carga transgresora, Cómo todo acabó y volvió a empezar ya nos sitúa en el camino de un escritor de una métrica narrativa precisa, garante del principio de que el texto debe entenderse para luego ser analizado y no a la inversa, y modelado con ese sentido de armonizar el empeño revisionista sobre la historia de los Estados Unidos en sus  últimos doscientos años con el valor de la tradición. Para lograr semejante propósito, Doctorow razonaría que la primera persona —utilizada de manera habitual  en sus novelas— articularía mejor su contenido, aportando un factor de reflexión que no ralentizara el ritmo narrativo, más aún tratándose de una historia focalizada en los «tiempos duros» del Oeste en su definición más salvaje, en la que aflora una figura diabólica en la persona a la que adjetiva como «El Hombre Malo». Su némesis no será otra que Blue, el sheriff de esa parcela de tierra yerma sobre la que se asentará un pueblo, en una pura expresión del «sueño americano».   
 
La película de Burt Kennedy
 
   Paradójicamente, la respuesta que Doctorow perseguía al acometer la escritura de Welcome to Hard Times —primero en forma de historia corta, luego ampliada a las dimensiones propias de una novela— tuvo su “retorno” cuando la Metro-Goldwyn-Mayer compraría los derechos para “traducirla” a la gran pantalla. Enfrascado en su actividad en calidad de escritor —estaba a las puertas de alumbrar El libro de Daniel (1971), que marcaría un punto de inflexión en la apreciación crítica de su obra; a partir de entonces, el rosario de distinciones y premios no ha cesado—, Doctorow quedaría al margen de cualquier influencia sobre el proceso de elaboración del guión pergueñado por Burt Kennedy, quien asismismo se postularía para hacerse cargo de la dirección de la adaptación a la gran pantalla de Welcome to Hard Times. En el lapso de tiempo comprendido entre la aparición en tiendas de la novela y el estreno de la producción cinematográfica homónima, esto es, siete años, el western había experimentado un cierto retroceso, “descabalgándose” de las generosas partidas presupuestarias de antaño y abrazando un componente revisionista que, en cierta manera, se perfilaba acorde al principio vector que movería a Doctorow a la redacción de su opera prima. No obstante, Welcome to Hard Times (1967), aunque se “parapeta” dentro de esa colección de títulos con acuse de recibo revisionista —léase Un hombre (1966), Pequeño Gran Hombre (1970), Soldado Azul (1970), Un hombre llamado caballo (1970) o Pat Garrett y Billy the Kid (1973)— atiende a un semblante más propio del spaguetti-western, del que de manera puntual participaría un otoñal Henry Fonda. Presumiblemente, Doctorow al escribir su novela hubiera podido tener en mente al patriarca de los Fonda para el personaje del sheriff Blue —traspúa un similar sentido de la integridad y del deber cumplido al correr de las páginas del libro— pero el paso de los años jugaba en su contra y con ello se alejaba de la idoneidad para acometer el papel del sheriff local de Hard Times sobre el que pivota el relato en cuestión. Con todo, más próximo a la edad de jubilación que a los cuarenta y nueve años que expresa en una línea de diálogo al referirse a su propia persona, Henry Fonda representaría el principal reclamo de una función cinematográfica en que Kennedy tuvo a su disposición un notable cuerpo de secundarios —la emergente Janice Rule, Keenan Wynn, John Aderson, Warren Oates o Aldo Ray, transfigurando en la figura mefistofélica del «Hombre de Brodie», equivalente al villano ideado por la pluma de Doctorow («El Hombre Malo»)—  y la posibilidad de explayarse en un set de rodaje, en Thousand Oaks (California), donde la sombra de la leyenda del western seguía vigente. No en vano, allí se filmaría parte de Dodge, ciudad sin ley (1939), El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o  El gran combate (1964) antes que los “restos de serie” se proyectaran en el horizonte de un género en franco declive al pasar página de una década arbitrada por numerosas propuestas estadounidenses “contaminadas” por la influencia del spaguetti-western. Welcome to Hard Times no sería esquiva a esta realidad y su título de estreno en nuestro país —Una bala para el diablo— no haría más que acercarla al espacio de los trabajos, por ejemplo, de Sergio Leone, sin reparar que en sus títulos de crédito sobre un fondo de aspecto mortecino se podía leer el nombre de E. L. Doctorow, uno de los grandes literatos de todo los tiempos, los duros y los más propicios para el bienestar.•
 

sábado, 2 de julio de 2011

LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS DE ARTHUR CREW INMAN (1895-1963)

Supongo que para algunos cibernautas del espectro mundial seguir determinados blogs se ha convertido más que en un puro entretenimiento o en pozo de conocimiento sobre determinada(s) materia(s) en un ejercicio que precisa una cierta (re)programación de horarios. Lo digo por la frecuencia y la extensión de los posts con los que obsequian algunos blogeros a sus fieles. No sería de extrañar que tal caudal de textos escritos se debiera, en algunos casos, a esa enfermedad que aún no tiene entrada en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la hipergrafía, que se podría definir como una necesidad compulsiva por escribir. Esta enfermedad sigue siendo muy poco conocida ya que, a menudo ha pasado desapercibida, por ejemplo, entre la clase periodística o en determinados ambientes intelectuales en razón de la imperiosa necesidad de algunos profesionales por alcanzar unos umbrales de trabajo —esto es, textos escritos— con el propósito de cubrir unas determinadas necesidades económicas. No parece haber un origen común que ligue los casos de hipergrafía, pero a mediados los años setenta, los estudios llevados a cabo por Waxman y Geschwind arrojaron cierta luz que explicara, desde razonamientos científicos, el porqué un porcentaje (irrelevante) de la población mostraba una tendencia voraz por escribir a toda hora y en cualquier lugar. Curiosamente, ese porcentaje de afectados de hipergrafía aumentaba de forma significativa entre los que sufrían epilepsia de lóbulo temporal. Por aquel entonces, el caso de Ellen G. White (1827-1915) era el que concitaba un mayor interés dado lo prolífico de su obra escrita a mano. Para hacernos una idea de todo ello, White llegaría a escribir una obra que consta de más de cien mil páginas, el equivalente a haber escrito la friolera de quinientos libros de doscientas páginas de media. O dicho de otro modo, escribir tres páginas y media cada día desde el mismo día que nació (1827) hasta el que murió (1915). Cualquiera que se haya enfrentado al noble arte de escribir prosa o poesía tres páginas y media equivale a tener un día inspirado. La inspiración, empero, no guió la vida de Mrs. White sino más bien una enfermedad de diagnóstico desconocido en aquella época y, por descontado, su devoción religiosa que se tradujo en dar cabida a la creación de la Iglesia  Adventista del Séptimo Día
   Llegados a este punto, se podría favorecer la idea de que Ellen G. White ha debido conservar este record guinness de escritura non stop, pero tuvo en Arthur Crew Inman (1895-1963) un rival de altura. Natural de Atlanta, Inman confeccionaría un diario personal en que computaría un total de… 17 millones de palabras. Si atendemos, por ejemplo, que mi novela El enigma Haldane consta de unas 72.000 palabras (traducible a unas 288 páginas en formato de libro estándart), Inman hubiera podido convertir su diario en 236 libros. Cuarenta y cuatro años volcado en la labor de escribir sin desmayo sobre sus propias experiencias arrojaron en la persona de Inman un cuadro psicológico con tendencia al suicidio. Al cabo del tiempo trascendería que este estadounidense con veleidades de poeta se le trató de epilepsia de lóbulo frontal. Un brote de dicha enfermedad pudo haber sido el detonante de su suicidio registrado la mañana del 12 de diciembre de 1963 en la localidad Brookline, en el estado de Massachussets. Su vida, a la que se le colocaría el cierre a los sesenta y ocho años de edad, tan sólo se entendería al dictado de una tendencia mórbida a la escritura de su propio dietario, pero asimismo habilitando un espacio para dar salida a su vena estrictamente poética o novelística. A la vista de que la inmensa mayoría de sus textos no fueron publicados, Inman sintió el peso del fracaso, aunque no le impidió proseguir su deriva compulsiva por la escritura hasta el fin de sus días. Al rescate de una pequeña proporción de este elefantino dietario acudiría el profesor de Literatura Inglesa y Norteamericana de Harvard Daniel Aaron, quien contribuiría decisivamente a la publicación de dos volúmenes (el uno fechado en 1985, el otro en 1996), a mayor honra de Arthur Crew Inman. Del primero de estos volúmenes tomaría conocimiento Lorenzo DeEstefano, evaluándose como la semilla de la obra teatral Camera obscura, que debutaría en la escena merced a un montaje cortesía del Seattle Repertory Theatre. La obsesión de este dramaturgo con reminiscencias —en su apellido— a un astro del balompié de grato recuerdo para el aficionado madridista y españolista por Inman no acabaría allí. Desde hace tiempo trabaja en el guión de Hipergrafia —previsto su rodaje para 2012—, en que John Hurt se prepara para su particular one man show. Al genial intérprete británico no le tocará lidiar con maratonianas sesiones de maquillaje como las que tuvo que enfrentarse a propósito del rodaje de El hombre elefante (1980). En breve, una vez DeEstefano haya logrado atar los temas de financiación —cosa nada fácil dado lo singular del proyecto—, John Hurt se aplicará a manejar su diestra con soltura. Un papel, sin duda, no apto para afectados de artritis. Presumiblemente, como en el caso de otras enfermedades —la narcolepsia (Mi Idaho privado), la ADL ó Adenoleucodistrofia (El aceite de la vida) o la propia neurofibromatosis quística (El hombre elefante), etc.— que habían permanecido opacas al conocimiento de la sociedad, la hipergrafía salga de su anonimato con el estreno del film de DeEstefano. Al menos un servidor estará presente en las fechas de la puesta de largo de la opera prima de DeEstafano por un triple motivo: conocer más aspectos sobre la poliédrica personalidad de Arthur Crew Inman; la propia particularidad que representa la hipergrafía corporizada en uno de sus casos extremos... y John Hurt. No por casualidad, la única persona que tuve claramente en mente a la hora de escribir El enigma Haldane —los otros son puras abstracciones o sumas de diversas personas, fruto de lecturas o conocimientos reales— fue John Hurt para la construcción literaria del genetista, líder de la secta EFESOS, Ephraim Samsteen. Quién sabe si el ya septuagenario actor inglés algún día lo llegará a representar en la gran pantalla. Por empeño no quedará. Entretanto, Hurt se consagrará en breve a uno de esos retos que miden la grandeza de un actor: recrear el último tramo de la vida del sinpar Arthur Crew Inman. Entiendo que después de haberse librado una obra teatral, operística  (The Inman Diaries) y sobre todo una cinematográfica, el interés por este curioso personaje  crecerá exponencialmente. Su bendición literaria llegaría si E. L. Doctorow se encomendara a crear otra de sus fábulas con trasfondo histórico (estilo la magistral Homer y Langley) resiguiendo el hilo de la vida y milagros de Arthur Crew Inman. Sería, sin duda, toda una enhorabuena para la literatura universal para este primer tramo del tercer milenio.

martes, 12 de abril de 2011

SIDNEY LUMET (1924-2011): LARGA JORNADA HACIA LA ETERNIDAD


Sidney Lumet secundado por Àlex Carrilero (izda.) y
Christian Aguilera (dcha.)
Corría septiembre de 1993. Sidney Lumet (Filadelfia 1924- Nueva York 2011) visitaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya con motivo de un ciclo que se le ofrecía en torno a su vasta obra que no colocaría el cierre sino más bien tomaba renovados impulsos hasta el punto que llegaría a filmar un par de trabajos que se sitúan entre lo más granado de su director: La noche cae sobre Manhattan (1996) y Antes que el diablo sepa que has muerto (2007). Por aquel entonces empezaba a dar forma a mi primera monografía, La generació de la televisió: la consciencia liberal del cinema americà, que tendría dos «vidas» editoriales, la primera en catalán (1994) y una posterior —revisada y corregida, en castellano (2000)— y la presencia de Lumet en la Ciudad Condal era agua de mayo para alguien persuadido de que la aportación de los directores objeto de estudio representaría un factor que ayudaría a dar cuerpo a la propuesta. Previa cita convenida, me acerqué con mi amigo Àlex Carrilero al hall del Hotel Calderón —lugar de pernoctación otrora obligatorio para futbolistas de la Primera División en vísperas de un partido de liga o de Copa del Rey— y allí estaba Lumet, quien después de una breve conversación con los responsables de la Filmoteca, dio el visto bueno para que aprovecháramos un recorrido en limousine por Barcelona con el fin de efectuar la entrevista pensada... y soñada. Recuerdo el detalle de que Lumet cogió el mamotreto ciclostilado que hacía las veces de galeradas del libro en ciernes y señaló que una de las fotos de la improvisada portada a color presidida por los seis principales miembros de la Generación de la televisión, la de Robert Mulligan estaba extraída de una imagen captada de la pequeña pantalla. Así fue. Para él no había secretos sobre las técnicas fotográficas aplicadas al cine. Àlex y yo vivimos una de esas horas que guardaremos para siempre en nuestros particulares baúles de los recuerdos. Una vez la limousine se situó frente a los estudios de Catalunya Ràdio, Lumet aguardó un instante para que nos fotografiáramos con él. Aquel «joven» que vestía camiseta y pantalones tejanos, próximo a la sesentena, nos acompañó en la propuesta de sonreír a cámara y con ello rubricar un día inolvidable.
   La intuición es uno de los elementos que siempre me han guiado a la hora de interesarme por la carrera de uno u otro director, de un escritor, de un músico, etc. No me van las actitudes gregarias al albur de las modas o de las tendencias, y a los veintitantos supe cuán injusto resultaba ser catalogar sin más a Lumet de mero artesano, un yes man al estilo americano. El tiempo acaba colocando a cada uno en su sitio y me complace pensar que esa defensa acérrima (pero matizada) sobre el cine de Lumet y de otros directores de su generación hoy en día tiene una aceptación más que razonable y extendida. Para aquellos persuadidos en un enrrocamiento atroz, negando el pan y la sal al cine de Lumet —cada vez menos, cabe decirlo— suelen quedar en evidencia cuando sustentan su discurso crítico sobre la base del conocimiento de una docena —a lo sumo— de una filmografía compuesta por cuarenta y pocos largometrajes. Quedan, por tanto, fuera de visión ese iceberg situado bajo la superficie donde sitúo buena parte de los logros de la obra de Lumet, desde el riesgo que comportaría la modélica adaptación de la novela homónima de E. L. DoctorowDaniel (1983): ¿para cuándo una edición en DVD que saque a relucir las virtudes de esa compleja historia trufada de flashbbacks y flashforwards, en sintonía con el planteamiento narrativo de su última película?— hasta esa inspirada pieza de cámara llamada Un lugar en ninguna parte (1988) que define las emociones con la precisión de un cirujano —no puede dejar de conmoverme cuando suena el Fire and Rain de James Taylor en una celebración de cumpleaños donde los regalos tienen un único sentido simbólico—, pasando por La ofensa (1973), El príncipe de la ciudad (1981), la magistral Distrito 34: corrupción total (1990)... Pero entre la abundancia de aciertos sé reconocer esas naderías que Lumet se apresuró a rodar, a veces con un sentido prosaico, otras con la necesidad de ganar confianza en algunos de los aspectos que competen a la dirección —es el caso de Llamada para el muerto (1967), después de haber perfilado una primera etapa en blanco y negro en la trascripción de una realidad que tendría en el operador Boris Kaufman su socio más perspicaz—. Puntos débiles de una filmografía que supo, en cualquier caso, radiografiar infinidad de microcosmos, por lo general, ubicados en la cosmópolis de  Nueva York. Espero perderme algún día por las calles de Nueva York y dibujar una sonrisa plena de satisfacción cuando una de ellas lleve el nombre de Sidney Lumet. Paseando por sus aceras, a buen seguro, me asaltarán las melodías helénicas que Mikis Theodorakis escribió para Sérpico (1974), contemplaré a Al Pacino apelando voz en grito a Ática ante su improvisada audiencia que circunda una entidad bancaria, o convocando a Peter Finch frente a otras audiencias, las catódicas, en uno de esos títulos proféticos que encierra la filmografía de Lumet, Network, un mundo implacable (1976). Y al final de la calle, me sentaré en un banco para recrearme en fragmentos de esa tragedia griega que obedece al nombre de Antes que el diablo sepa que has muerto. Padres e hijos, culpas y perdones. Esa es, en esencia el cine de Lumet, el que apela al individuo en primera instancia. Esperemos que las nuevas generaciones de aficionados, antes que el diablo de la tecnología digital que todo-lo-puede, sepa que haya muerto un cineasta de la categoría de Lumet y se atrevan a ir buceando en una filmografía donde se encuentran todos los colores primarios... del ser humano. Si se hace con el acompañamiento de su espléndido manual Making Movies (1995), el broche de oro  está servido. Gracias, Sidney, por tu cine con sus defectos y enormes virtudes, tu constancia y persuasión, tu talento y dedicación. Y, en definitiva, por ennoblecer ese arte que tanto y tantos amamos. Descanse en paz.

domingo, 19 de diciembre de 2010

EL GRAN HOUDINI: «THE MAN FROM BEYOND»

Viendo recientemente un magnífico film británico dirigido por Edward Dmytryk, The Hidden Room (1949), el segundo punto de giro, el que nos proyecta hasta el final de la historia, guarda mucha relación con el uso del lenguaje. Al cabo, reparé en que el uso idiomático había sido el principal argumento para que Ehrich Weiss, más conocido por su nombre artístico de Harry Houdini (1874-1926), destapara al entramado de farsantes y embaucadores responsables de organizar sesiones de espiritismo, que invitaron al escapista e ilusionista para que entrara en contacto con su difunta madre. Ella, húngara de pura raza, jamás aprendió el inglés y, por tanto, aquellos mensajes cifrados del más allá con la lengua de John Milton por bandera, levantaron la liebre de la indignación en Houdini, quien a partir de entonces consagraría buena parte de sus esfuerzos a desemascarar a los «Moriarty» de turno practicantes de una pseudociencia especialmente sembrada para ser recolectada por mentes tocadas por la ingenuidad, cuando no la desesperación.
Guardo un recuerdo intermitente de la primera vez que confié a mi memoria el nombre de Harry Houdini, pero de lo que estoy plenamente convencido es que éste cobraba vida (eso sí, con las prerrogativas a morir en diversas ocasiones a lo largo de la función fílmica) en la persona de Tony Curtis, otro actor que enmascaraba su origen judío —nacido Bernard Schwartz— con el nombre que le daría celebridad a escala internacional, sobre todo a raíz de propuestas que cautivaron al espectadores de la época y de posteriores como El gran Houdini (1953). Y digo actor porque Houdini tuvo una partipación activa en media docena de producciones de los años veinte, llegándose incluso a triplicarse en productor y guionista en The Man from Beyond (1921) con la intención de hacer de Howard Hillary un personaje a su medida. Dentro de ese espacio difuso al que aludía, brillaba con especial nitidez la secuencia en que Houdini desafiaba las gélidas aguas del Río Hudson, encontrando in extremis un punto de luz en forma de salida a la superficie en medio de esa prisión de agua sellado por caplas de hielo. En realidad, esa secuencia surgiría del imaginario del guionista Philip Yordan porque Harry Houdini se embarcó en numerosas gestas que le colocarían en el frontispicio de la muerte, pero ninguna de ellas le convocaría en un río helado en la ciudad de Nueva York, al menos, a tenor de la documentación recopilada a lo largo de la pasada centuria. Fuera o no producto de la imaginación de los responsables creativos de El gran Houdini, esta producción Paramount me cautivó durante buena parte de mi adolescencia y, a partir de entonces, mi fascinanción por el personaje de Houdini me ha movido a distintas lecturas sobre su obra, vida y milagros, al visionado de documentales y alguna que otra aproximación, más o menos cercana, al personaje en la oscuridad de las salas, concretamente, en El último gran mago (2008). Al calor de las apuestas por dar cancha al tema del ilusionismo —El ilusionista (2006) y El truco final (2006)—, se debió desenpolvar un guión que debió dormir el sueño de los justos en algunos cajones de las productoras, dando vía libre a este El último gran mago, en que las expectativas pronto se diluyeron para un servidor cuando se sitúa al personaje de Houdini (un imposible Guy Pearce; la directora aussie Gillian Armstrong barrió para casa) en su ocaso profesional y su combate se dirime —en tierras escocesas— con esos espiritistas de tres al cuarto más que con cadenas, cubas de aguas selladas herméticamente o camisas de fuerza que no dejan extender las alas colgado de lo alto de un edificio neoyorquino. De esta proeza final dan fe los documentales que se conservan y que Milos Forman adecuaría para el prólogo de Ragtime (1981), aunque poco más se sabría a lo largo de sus dos horas de metraje de Harry Houdini, un personaje con un mayor desarrollo en ese crisol de individuos que se dan cita en el Monumento literarío por excelencia de E. L. Doctorow. Sinceramente, pienso que Doctorow es el escritor más capacitado para trazar un relato, a la manera de Homer y Langley (2007), en que la ficción biográfica se desenvuelva en un contexto histórico que él conoce al dedillo. A la espera que algún día el novelista neoyorquino de ascendencia rusa se anime a ello, sigo persuadido con la idea de encontrar la llave que abra ese baúl en forma de un guión lo suficientemente atractivo para adecuarse a la gran pantalla en relación a un personaje al que el cine no ha hecho la justicia debida. Paul Verhoeven —al igual que Dmytryk, el otro licenciado en Ciencias Exactas del «planeta Cine»—, según recoge uno de los capítulos de la monografía sobre el director holandés subtitulada Carne y sangre (2001, Ed. Glenat), y escrita por mi buen amigo Tomás Fernández Valentí, intentaría desarrollar el script de un biopic (parcial) sobre Houdini, pero se quedaría en una tentativa. Por mi parte, a lo largo de ese 2011 que se anuncia en un horizonte muy cercano, me procuraré las lecturas de Houdini!!!: Career of Ehrich Weiss (1997) de Kenneth Silverman y The Secret Life of Houdini: The Making of American's First Superhero Mystery (2007) de William Kaush y Harry Sloman con el propósito de llegar a determinadas conclusiones sobre la viabilidad de un proyecto que podría caminar de la mano del guión de El enigma Haldane ya escrito, cuya novela homónima se materializará en las librerías a partir del próximo mes de marzo de 2011. En este mundo de la producción, que me animo a lanzarme con la enmienda a reinventarme —pero sin abandonar la nave que he ido pilotando a lo largo y ancho del decenio que está a punto de tocar a su fin—, siempre es mejor tener uno o varios guiones alternativos bajo el brazo. El enigma Haldane —seguramente destinado al mercado anglosajón— será uno, y el otro, de momento, tiene ciertos números de formularse en la persona de Harry Houdini, quien curiosamente dirigió su único film —en 1923— con el título... Haldane of the Secret Service…Casualidades terrenales o del más allá... quién sabe.

sábado, 9 de octubre de 2010

«LA FERIA DEL MUNDO», DE E. L. DOCTOROW: ÉRASE UNA VEZ EN LA AMÉRICA DEL BRONX DE LOS AÑOS TREINTA

Curiosamente, dos de mis autores de cabecera, además de ser conocidos en el mundo literario por firmar con las iniciales de sus nombres compuestos, vieron a la misma edad publicados sus respectivos libros de memorias concentrados en sus etapas infantiles y/o adolescentes. E(dgar) L(awrence) Doctorow (1931, Bronx, Nueva York) lo hizo con un decalaje de un año en relación a J(im) G(raham) Ballard (1930-2009), quien construyó una narración superlativa con El imperio del sol (1984), a partir de sus propias experiencias marcadas a fuego en su memoria en sus primeros estadios vitales que transcurrieron en el Shangai de los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, otro punto de coincidencia entre sendos escritores fue la elección de un título para sus respectivas autobiografías (parciales) que llamara a la alegoría, en consonancia con ese espacio mágico, salpicado de realidades históricas y personales insoslayables, que conforman un viaje hacia un pasado siguiendo el dictado del primer mandamiento para un ejercicio forjado desde una memoria perdurable por sequla seculorum: la nostalgia. Nostalgia de una época que Doctorow traza sobre su lienzo creativo una obra que muchos podremos coincidir que no raya a la altura de sus grandes piezas literarias —El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975), ambas igualmente editadas por el sello Miscelánea—, pero que, en cualquier caso, valga el símil cargado de folklore ibérico, el duende del escritor neoyorquino está allí, en cada una de las trescientas cincuenta páginas que conforman La feria del mundo. 
Edgar Lawrence Doctorow.
Cuando se habla de los grandes escritores de la literatura mundial pongamos por caso, para no remontarmos más atrás en el tiempo, del siglo XX, la calidad de las obras de estos insignes autores muchas veces va acompañada de un estilo que peca o despunta (según se prefiera) por un barroquismo formal que se muestra impenetrable a una buena proporción de lectores, más acostumbrados a una sintaxis menos exigente que permite seguir la trama de la historia sin provocar un vaivén de idas y venidas de páginas. Para un servidor, la sencillez expositiva es una cualidad que valoro en grado sumo porque evita distracciones innecesarias y perder el hilo de una trama que debería erigirse en el buque insigna de cualquier narración. Doctorow pertenece a esta raza de narradores de caligrafía franca a lectores de toda condición, pero que al final de un texto, como por ejemplo sucede con La feria mundial, llegas a la conclusión de que se han abierto a tus ojos y tu mente un universo de una extraordinaria riqueza. Una miríada de detalles extraídos del inconsciente y del subconsciente de Doctorow que afloran en el papel y que crean una cosmogonia capaz de acompañarnos, de llevarnos de la mano por ese microcosmos, el del Bronx que recorre desde los primeros años de la Depresión hasta la celebración de la Feria Mundial en 1939, que da nombre a la novela. Doctorow orilla cualquier conato de truculencia (incuso en aquel episodio en que sufrió las envestidas de una enfermedad traicionera instalada en su aparato digestivo), de ajuste de cuentas con aquel lejano pasado que le hubiera resultado menos complaciente; este mago de la escritura lo hace desde un prisma un tanto idealizado, cargado de positivismo el relato de una vida que estuvo a distancia de evaluarse en sus primeras fases como un camino de rosas. La feria del mundo es una obra imantada de una nostalgia que razona sobre aspectos comunes a la inmensa mayoría de los mortales —el despertar a la madurez; las sensaciones del primer amor (el suyo para con Meg, compañera de clase e hija de una vedette de la plataforma acuática ubicada en una de las estencias más concurridas de la Feria Mundial); la capacidad de mimetizar comportamientos de aquellos héroes impresos en los cómics o inmortalizados en las canchas de juego (Edgar, añadiría a esta práctica su inviolable afición por los seriales radiofónicos que conformaban casi un deber más entre su larga lista de tareas extraescolares, y la devoción que sentía por su hermano mayor Donald, músico precoz)— pero invierte los códigos de la sensiblería inherentes a tantas obras con un claro pronunciamiento autobiográfico. Así pues, la lectura de La feria mundial transita de una manera placentera, obrando ese milagro de hacernos partícipes de la vida de un Edgar que a sus nueve años ya caminaba con paso firme hacia una singularidad que encontraría en la literatura el medio donde encauzar su torrente creativo. No obstante, no se desprende de lo relatado por el propio Doctorow un afán por aislar a su propio yo de un contexto que le provocaba animadversión y que le movía a ser diferente. Simplemente, Doctorow muestra un mundo que trataba de remontar los efectos del crack del 29, que forjaba aquellos mitos dispuestos a suplir el vacío que podía generar en no pocas personas la falta de un referente espiritual al que orar, y que contemplaban la llegada de la Feria Mundial o del Zeppelín (surcando el cielo neoyorquino) como eventos de primera magnitud que alimentaban la imaginación de los niños hasta magnitudes infinitas. Aquellas experiencias irían calando en el ánimo de Edgar Doctorow, siendo capaz al cabo de casi medio siglo de condimentar un plato que llevaba tiempo aguardando para ser degustado por muy distintos paladares. Una vez cocinada y servida en el plato en forma de páginas impresas encuadernadas en hilo solo nos queda proceder a su lectura. Un servidor ya lo ha hecho con el consejo que sea la música compuesta por Ennio Morricone para Érase una vez en América (1984) la que cree una sensación mágica de placer al fusionarse dos artes supremos en el mismo espacio temporal. No creo que Doctorow estuviera disconforme con esta propuesta de acompañamiento para una partitura que iba creciendo en la mente de Morricone a la par que el autor de ascendencia rusa (Dave Doctorow, otra enorme personalidad arrinconado por la historia verbigracia, entre otras consideraciones de índole ideológico y de pertenencia a un determinado creado religioso, a la notoriedad alcanzada por uno de sus vástagos) daba los últimos retoques a las galeradas de La feria mundial. Otra pieza más que se integra en ese mosaico de la excelencia relativa a la persona de Edgar Lawrence Doctorow, que el sello Miscelánea ha puesto en circulación a partir del mes de septiembre de 2010. Una apuesta que en la era de internet no cabe duda se evalúa desde el riesgo por saber el número de lectores que puede atraer este semi(desconocido) —por estos lares— prosista llamado E. L. Doctorow. En su Nueva York natal su nombre invita a la reverencia, pero si el buen juicio guía a los miembros de la Academia sita en Oslo que premian anualmente a escritores que han destacado en el panorama mundial por el conjunto de sus respectivas obras (el más reciente, el peruano Mario Vargas Llosa), el Nobel de literatura debería tener en un futuro —medido al corto plazo— al autor de World's Fair entre sus galardonados. Sería entonces cuando las librerías con honores para llamarse como tales echaran mano del catálogo de Miscelánea —a los títulos señalados, añadir el de Homer y Langley (2009), a la que dediqué un post en este blog (Ver enlace), y Ciudad de Dios (1999), que espero comentar próximamente en el mundo de Haldane— para vestir un espacio reservado a His Majesty Edgar Lawrence Doctorow, de oficio genio de la escritura con letras remachadas con motivos dorados.

domingo, 28 de marzo de 2010

«HOMER Y LANGLEY» DE E. L. DOCTOROW: ENSAYO DESDE LA CEGUERA

En 2003 Alfaguara editaba en nuestro país Ensayo sobre la ceguera, una alegoría social brindada por el luso José Saramago, cuyo título bien hubiera servido —con la permuta de la preposición «sobre» por «desde»—, valga la redundancia, de antetítulo de Homer y Langley (2010, Ed. Miscelánea). Última de las obras literarias publicada de E(dgar) L(awrence) Doctorow (Nueva York, 1931) , uno de los escritores que tengo en mayor estima —un «río» con un «caudal» de creatividad inmenso que se expande a un sinfín de «afluentes»—Homer y Langley se presenta como una novedad presta a ganar la atención de los curiosos en vísperas de Sant Jordi. Doctorow es sencillamente un prodigio de escritor, capaz de alumbrar una obra imprescindible de la literatura del siglo XX —Ragtime (1975)—, pero que ha tenido a bien acompañar de otros relatos o novelas que han sido elaborados con un sentido de crónica social e histórica.
Frente a totems de la literatura del calado de El libro de Daniel (1971) —igualmente publicada por Miscelánea—, la citada  Ragtime Billy Bathgate (1989), Homer y Langley opera en una línea más modesta pero igualmente se identifica el magisterio de su autor a la hora de trazar un texto de doscientas páginas que contiene música en cada unas de las composiciones escritas por Doctorow. Como ya había hecho con Ragtime y El libro de Daniel, en Homer y Langley el escritor de ascendencia rusa parte de un hecho verídico para luego crear su propia ficción. El sustrato real es el que compete a Homer Lusk Collyer (1881-1947) y Langley Collyer (1885-1947), hijos del estrafalario doctor Herman Collyer (1857-1923) —de raza le viene al gago— cuyos cadáveres se encontraron en el interior del 153 West 77th Street de Nueva York, en medio de toneladas de periódicos, instrumentos musicales, utensilios de toda forma y tamaño... e incluso un automóvil de grandes proporciones aparcado en uno de los comedores de una vasta propiedad con acceso vedado para funcionarios de la hacienda pública o del ayuntamiento, y demás personal susceptible de soliviantar los ánimos de tan peculiares inquilinos, en especial de Langley, ex combatiente en la Gran Guerra. Con ningún heredero de por medio que hubiera podido demandar algún que otro derecho pecuniario, Doctorow hace uso de los nombres y apellido reales de estos «indigentes del civismo» —en El libro de Daniel sortearía una situación de base similar valiéndose del apellido Isaacson en detrimento de Rosenberg, el matrimonio condenado a la pena capital supuestamente por pasar documentos confidenciales sobre armamento nuclear a los Rusos en plena época de «glaciación» entre los superpotencias mundiales— para elucubrar una ficción en torno a Homer y Langley sobre cómo hubiera podido ser sus respectivas existencias encerrados en un mundo que los situaba al borde de la paranoia. La obra se inicia con una frase que tiene un punto de antológico: «Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento». Al leer esta frase sonreí y dije para mí mismo: puro Doctorow. He leído el libro con fruición, y más que nunca, con la convicción que Kurt Vonnegut Jr. —otro de mis autores de cabecera— parece colarse en no pocos pasajes de Homer y Langley. Este es, por lo que he leído de ambos, lo más cercano de Doctorow al contenido literario de Vonnegut, y viceversa. El equivalente, por tanto, a la descripción de universos que escapan al orden de la lógica en la querencia por razonar en torno a las existencia de un par de individuos que un día decidieron encerrarse en su propio espacio y lanzar la llave al mar. Salvo unos pocos personajes (entre otros, el gángster Vincent, que parece salido de la jungla de asfalto descrita en Billy Bathgate; una alumna de piano de Homer con imagen de ninfa) Homer y Langley habían perdido cualquier contacto con el mundo exterior y pusieron término a esa locura en 1947. No obstante, Doctorow prefiere prolongar la existencia de los hermanos Collyer a los tiempos del hippismo, aquellos que propician que su impostura sea vista por los flower power un camino a seguir, una guía espiritual por los que transitar hacia esas puertas de la percepción con efluvios de LSD. No se me ocurre un director más ajustado a derecho que Terry Gilliam para dar lustre en la gran pantalla a este Homer y Langley. Intuyo que el ex Monty Python ya le habrá echado el ojo a esta pequeña joya perfectamente ilustrativa de los usos y costumbres en el arte de E. L. Doctorow. Lo singular de la propuesta, excusa decirse, está garantizada; la calidad literaria, un imperdible cuando viene consignado por Doctorow. Argumentos de peso para confiar que Homer y Langley sea una elección segura y un propósito de enmienda para aquellos que aún no hayan visitado la obra de Doctorow, a degustarla con toda la intensidad posible en los márgenes de un mercado literario donde lo previsible es la nota dominante.

miércoles, 17 de junio de 2009

DOCTOROW, EL «PRÍNCIPE DE LAS LETRAS»: A PROPÓSITO DE «EL LIBRO DE DANIEL»

No es demasiado frecuente encontrarte un texto sobre una materia como la de cine en la que el crítico ponga en signos de exclamación «¡lean a...!» al referirse a un autor, en este caso, cuya obra probablemente más conocida fue llevada a la gran pantalla de la mano de Milos Forman. El título en cuestión objeto de reseña dentro de la sección de televisión de un añejo número de la revista Dirigido por..., Ragtime (1981), me puso sobre la pista de E. L. Doctorow. Aquellas palabras de invitación a la lectura —por otra parte, denominador común de los escritos cinematográficos de José María Latorre— que sonaban con cargo de urgencia, digamos, que quedaron grabadas en mi mente a la espera de alguna oportunidad librada por el caprichoso juego del azar que resulta la vida. Así pues, al cabo de los años, en función de acometer el análisis de Ragtime para la monografía que estaba preparando sobre la obra de Milos Forman, me acerqué a Edgar Lawrence Doctorow casi con un sentido del ritual llamando a las puertas del conocimiento del que, a la postre, me certificaría que es uno de los escritores cuál copa de pino que se cuentan entre los mortales. En el espacio de unos meses me encomendé a la lectura de El arca de agua (1994), Billy Bathgate (1989) y Ragtime (1975) con una clara enmienda a seguir degustando ese caviar literario brindado en bandeja de plata. Bien es cierto que El arca de agua palidece frente a ese torrente de creatividad que emana del texto de Ragtime, en la que Doctorow se inspiró en el relato Michael Kolhaas de Heinrich Von Kleist para la confección de uno de sus personajes centrales, el de Coalhouse Walker. Un tanto de lo mismo había hecho el escritor neoyorquino con la primera novela que le distinguiría entre ciertas esferas críticas, El libro de Daniel (1971) que, por diversos avatares editoriales, su presencia en los fondos de las librerías era tirando a inexistente. Dispuesto a cubrir un flanco de la historia norteamericana que había quedado sepultada a nivel bibliográfico, el episodio referido a la condena a la silla eléctrica del matrimonio Rosenberg por presuntamente pasar información a los soviéticos sobre armamento nuclear (un infundio catedralicio), en El libro de Daniel toma la identidad de Paul y Rochelle Isaacson. Para esta ocasión, además del tremendo respeto que me infunde la prosa de Doctorow, el interés por leer El libro de Daniel tenía el añadido de un nombre propio: Sidney Lumet. El veterano cineasta de origen judío brindaría una pluscuamperfecta obra de orfebrería a veinticuatro imágenes por segundo que, otra vez más, la volatilidad del destino ha dejado en tierra de nadie, con pocas posibilidades de acercarse a este pequeño gran triunfo de Lumet, quien persiguió durante una década la opción de llevar a la pantalla El libro de Daniel. Porque, si atendemos al background del director de Filadelfia y una vez cubierta la lectura de la obra de Doctorow no podemos por menos que pensar en la idoneidad de Lumet para Daniel (1983), que la distancia temporal quizás nadara a favor que se optimizara su punto de cocción, con los ingredientes necesarios para articular una magistral pieza de arte, con Andrzej Bartkowiak en la capitanía de la dirección fotográfica —su trabajo cromático debería figurar por «ley» en las escuelas de cine del orbe mundial— antes que rodara por el lodazal de las action movies, eso sí, asomando dólares a mansalva.
Escritor del calibre de su coetáneo Phillip Roth pero, para mi gusto, menos tendente a expresarse desde las alturas que éste, E. L. Doctorow es lo que podría denominar un «príncipe de las letras». Un literato tocado por la divina providencia, haciendo acopio de un conocimiento como pocos de la historia contemporánea de su país —que no el de sus padres: su apellido les delata—, en cuyo barrido se topó con una «mina» por explotar al revisar el caso de los Rosenberg. La narración en la voz del hijo de la pareja —Daniel (en la ficción el único posible, en palabras de Lumet: Timothy Hutton)— es la que incrimina a una izquierda estadounidense de rostro ambivalente, incapaz de resarcirse de las heridas que ha dejado tras de sí un combate a fondo sobre la fragilidad de la memoria. Doctorow arrojó luz sobre esta cruenta, trágica historia que nos habla a media voz de las relaciones paternofiliales. Una lección de alta literatura exenta del oropel publicitario, que debe llenar de orgullo al sello Miscelánea para seguir navegando por las procelosas, a menudo ingratas aguas, de la edición en papel.

sábado, 23 de mayo de 2009

DOCTOROW «APADRINA» EL SELLO MISCELÁNEA

Si hace unos pocos años saludábamos la aparición de un sello como Libros del Asteroide, podemos hacer lo propio con la aparición de otra editorial que parece seguir la estela de calidad que propone la nave que comanda Luis Solano. Se trata de Editorial Miscelánea, una empresa barcelonesa de nuevo cuño que, para abrir boca, tiene entre su catálogo dos obras de enjundia de Edgar Lawrence Doctorow (ver foto): El libro de Daniel (1971) y Ragtime (1975). De la primera la disfruté no hace demasiado y sigo pensando que estamos ante una de las piezas narrativas mejor escritas de la segunda mitad del siglo XX, de la que Milos Forman extrajo una buena película pero en ninguna caso la producción magistral que algunos apuntan (al menos, en mi opinión). Sidney Lumet —uno de los directores que apoyaron a Forman cuando éste poco menos que había decidido tomar las de Villadiego cuando los tanques asomaron por las calles de Praga en una primavera que poco tuvo de «juegos florales»— pudo, después de varios aplazamientos en el tiempo, dar forma a un gran trabajo a partir del material literario de El libro de Daniel. Tras haber perdido el rastro de una edición del mismo a cargo de El Aleph (1997), la buena nueva llega en forma de nueva edición de El libro de Daniel con la intención de disfrutar en breve de cada una de sus más de trescientas páginas. Parcialmente inspirado en la historia de la condena a la pena capital (a la silla eléctrica) del matrimonio integrado por Ethel y Julius Rosenberg—acusados de pasar información sobre armas nucleares a los soviéticos en plena Guerra Fría—, este título esencial de la corta pero suculenta bibliografía de Doctorow hace un barrido por las décadas inmediatamente posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Igualmente, en el arranque de la historia de El libro de Daniel —al inicio de los años cincuenta— se sitúa el relato Mister Sebastian y el Mago negro de Daniel Wallace, al que por estos pagos se le asocia con ser el escritor de Big Fish, cuya traslación a la gran pantalla cabría imputar en el debe de Tim Burton con el inestimable auxilio de su guionista John August. La premisa argumental de Mister Sebastian y el Mago negro tiene todos los precicamentos para haberla suscrito Kurt Vonnegut. Pero, leído Big Fish —August debió aplicar el bisturí a fondo para repercutir una narración bien equilibrada entre lo alegórico, lo fantástico y lo real—, el estilo de uno y otro difieren notablemente. Iniciamos nuestro descenso de James Meek, La hija del corregidor de Andrea Vitali y Tigre blanco de Aravind Adica (con el Premio Man Booker a cuestas) completan la oferta editorial, a fecha de hoy, de Miscelánea. Para los amantes de la literatura con letras doradas o plateadas, la mejor de las suertes para la andadura editorial de Miscelánea. Hacerse con un par de títulos del maestro Doctorow —es una burla que el Príncipe de Asturias de Las Letras ni tan siquiera lo tenga entre una lista de posibles; eso sí, cuando esté a punto de ingresar en la sección de obituarios (esperemos que sea dentro de mucho tiempo), algún despabilado del jurado se acordará de incluirlo— es toda una declaración de principios de que la cosa va en serio. Contraviniendo al título de Meek, esperemos que inicien el ascenso... editorial con tres puntos suspensivos, la marca corporativa que servirá al lector para identificar este nuevo sello de calidad.