domingo, 7 de septiembre de 2025

«LA LISTA DE LOS SIETE» (1993) de MARK FROST: CONAN DOYLE, «DOCTORADO» EN INVESTIGADOR EN PRIMERA PERSONA

 

La primera vez que tuve conocimiento del nombre de Mark Frost fue hace casi veintiocho años cuando asistí a la proyección de Los creyentes (1987) en la sesión de clausura del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Ya por aquel entonces, en mi primera juventud, había adquirido la costumbre de reparar en los nombres de los responsables de un trabajo colectivo —el propio del medio cinematográfico— que, en puntuales ocasiones, podría alcanzar la categoría de «obra de arte». Una calificación que cabía aplicarla con creces a El hombre elefante (1980), uno de los films más determinados para un servidor a la hora de experimentar un proceso de enamoramiento para con el cine que sigue intacto a día de hoy. Al finalizar esa misma década trascendió la noticia en los medios de comunicación de antaño —aún en plena era analógica, sin atisbo de la existencia de internet y todas las derivadas que ello ha comportado— que el director de aquella joya, David Lynch, probaría suerte con una serie llamada Twin Peaks. Ciertamente, entre los platós fuertes que presentaban las cadenas privadas de nuevo cuño figuraba la emisión de Twin Peaks. Al calor de la importancia creciente que había generado entre la cinefilia Lynch —todavía reciente la puesta de largo de la controvertida Corazón salvaje (1989), una versión sui generis de El mago de Oz de Lewis Carroll—, la «paternidad» de Twin Peaks fue rápidamente atribuida al cineasta oriundo de Missoula. En mi caso, el impacto que me había provocado The Believers hizo que recelara de semejante ejercicio de reduccionismo, descubriendo a posteriori que la principal premisa de la serie —el descubrimiento a las primeras de cambio del cuerpo sin vida de una chica llamada Laura Palmer— cabía adjudicarlo en el haber de Mark Frost, fruto de una de las historias que le había contado su abuelo siendo pequeño. Debió resultar, pues, un tanto ingrato para Mark Frost que su nombre quedara eclipsado por una personalidad tan marcada como la de Lynch, pero ello no impidió preservar una amistad que duró hasta la muerte de este último, en enero de este mismo año. Aquel deceso serviría —como ocurre en tantas ocasiones—, entre otras cuestiones, para recuperar una serie que marcaría a varias generaciones, a través de su inclusión en las plataformas digitales. De algún modo, Twin Peaks surgió, desde una perspectiva experimental, de la combinación de dos talentos de características disímiles, incluso antagónicas: el temperamento orientado hacia lo onírico, surrealista de David Lynch, y el perfil netamente narrativo de Mark Frost. De ello da fe la veta literaria de Frost, quien meses después de haber debutado en la dirección de largometrajes con El peso de la corrupción (1992), hizo lo propio en el terreno de la novela con La lista de los siete (1993). Bien es cierto que Ediciones B había publicado en 2008 una novela posterior de Frost, Segundo objetivo, pero el sello Impedimenta ha procurado la edición de un auténtico longseller en países anglosajones, La lista de los siete. Al igual que ocurre en Segundo objetivo —un episodio acaecido en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, la denominada «Operación Greif»—, para su opera prima literaria Frost se vale de personalidades históricas reales —el príncipe Alberto, cuyo secretario guarda relación con el título de la obra; Arthur Conan Doyle y Bram Stoker, entre otros— para urdir una historia que nos traslada a la era victoriana. Haciendo alarde de una exquisita calidad literaria, Frost conjuga un primoroso sentido de la acción con una mesurada capacidad para que vaya sedimentando en el lector una trama que abraza lo esotérico, el espiritismo, las sociedades secretas y, en definitiva, las ciencias ocultas a las que Stoker fue tan aficionado, antes y durante su mandato como escritor. No obstante, es el futuro creador —con el cambio de siglo— del detective por antonomasia del Reino Unido, quien goza del mayor protagonismo en esta soberbia novela salpimentada de guiños al audiovisual —George Rathborne, un personaje secundario en la trama, en alusión a una de las encarnaciones por excelencia en el cinematógrafo de Sherlock Holmes, Basil Rathbone; la referencia a los canarios que detectan las fugas de gas en un navío, en referencia a uno de los pasajes de La vida privada de Sherlock Holmes (1970), una de las masterpiece de Billy Wilder— y que encuentra entre sus principales virtudes la de atrapar al lector hasta la última página. Esperemos que, a la vuelta de la esquina, Impedimenta nos proporcione otra delicatessen de Frost, Los seis mesías (1995), contando para la ocasión con un traductor como Alberto Coscarelli —o de su mismo nivel— capaz de preservar la esencia de una escritura que resulta un puro deleite para los amantes de la Literatura.          


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