La primera vez que tuve conocimiento del
nombre de Mark Frost fue hace casi veintiocho años cuando
asistí a la proyección de Los creyentes (1987) en la
sesión de clausura del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Ya
por aquel entonces, en mi primera juventud, había adquirido la costumbre de
reparar en los nombres de los responsables de un trabajo colectivo —el propio
del medio cinematográfico— que, en puntuales ocasiones, podría alcanzar la
categoría de «obra de arte». Una calificación que cabía aplicarla con creces
a El hombre elefante (1980), uno de los films más
determinados para un servidor a la hora de experimentar un proceso de enamoramiento para
con el cine que sigue intacto a día de hoy. Al finalizar esa misma década
trascendió la noticia en los medios de comunicación de antaño —aún en plena era
analógica, sin atisbo de la existencia de internet y todas las derivadas que
ello ha comportado— que el director de aquella joya, David Lynch,
probaría suerte con una serie llamada Twin Peaks.
Ciertamente, entre los platós fuertes que presentaban las cadenas privadas de
nuevo cuño figuraba la emisión de Twin Peaks. Al calor de la
importancia creciente que había generado entre la cinefilia Lynch —todavía
reciente la puesta de largo de la controvertida Corazón salvaje (1989),
una versión sui generis de El mago de Oz de Lewis
Carroll—, la «paternidad» de Twin Peaks fue rápidamente
atribuida al cineasta oriundo de Missoula. En mi caso, el impacto que me había
provocado The Believers hizo que recelara de semejante
ejercicio de reduccionismo, descubriendo a posteriori que la principal premisa
de la serie —el descubrimiento a las primeras de cambio del cuerpo sin vida de
una chica llamada Laura Palmer— cabía adjudicarlo en el haber de Mark Frost,
fruto de una de las historias que le había contado su abuelo siendo pequeño.
Debió resultar, pues, un tanto ingrato para Mark Frost que su nombre quedara
eclipsado por una personalidad tan marcada como la de Lynch, pero ello no
impidió preservar una amistad que duró hasta la muerte de este último, en enero
de este mismo año. Aquel deceso serviría —como ocurre en tantas ocasiones—,
entre otras cuestiones, para recuperar una serie que marcaría a varias
generaciones, a través de su inclusión en las plataformas digitales. De algún
modo, Twin Peaks surgió, desde una perspectiva experimental,
de la combinación de dos talentos de características disímiles, incluso
antagónicas: el temperamento orientado hacia lo onírico, surrealista de David
Lynch, y el perfil netamente narrativo de Mark Frost. De ello da fe la veta
literaria de Frost, quien meses después de haber debutado en la dirección de
largometrajes con El peso de la corrupción (1992), hizo
lo propio en el terreno de la novela con La lista de los siete (1993).
Bien es cierto que Ediciones B había publicado en 2008 una novela posterior de
Frost, Segundo objetivo, pero el sello Impedimenta ha
procurado la edición de un auténtico longseller en países
anglosajones, La lista de los siete. Al igual que ocurre en Segundo
objetivo —un episodio acaecido en las postrimerías de la Segunda
Guerra Mundial, la denominada «Operación Greif»—, para su opera prima
literaria Frost se vale de personalidades históricas reales —el príncipe
Alberto, cuyo secretario guarda relación con el título de la obra; Arthur
Conan Doyle y Bram Stoker, entre otros— para urdir una
historia que nos traslada a la era victoriana. Haciendo alarde de una exquisita
calidad literaria, Frost conjuga un primoroso sentido de la
acción con una mesurada capacidad para que vaya sedimentando en
el lector una trama que abraza lo esotérico, el espiritismo,
las sociedades secretas y, en definitiva, las ciencias ocultas a las que Stoker
fue tan aficionado, antes y durante su mandato como escritor.
No obstante, es el futuro creador —con el cambio de siglo— del detective por
antonomasia del Reino Unido, quien goza del mayor protagonismo en esta soberbia
novela salpimentada de guiños al audiovisual —George
Rathborne, un personaje secundario en la trama, en alusión a una de las
encarnaciones por excelencia en el cinematógrafo de Sherlock Holmes, Basil
Rathbone; la referencia a los canarios que detectan las fugas de gas en un
navío, en referencia a uno de los pasajes de La vida privada de
Sherlock Holmes (1970), una de las masterpiece de Billy
Wilder— y que encuentra entre sus principales virtudes la de atrapar al
lector hasta la última página. Esperemos que, a la vuelta de la esquina,
Impedimenta nos proporcione otra delicatessen de Frost, Los
seis mesías (1995), contando para la ocasión con un traductor
como Alberto Coscarelli —o de su mismo nivel— capaz de
preservar la esencia de una escritura que resulta un puro
deleite para los amantes de la
Literatura.
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