No es demasiado frecuente encontrarte un texto sobre una materia como la de cine en la que el crítico ponga en signos de exclamación «¡lean a...!» al referirse a un autor, en este caso, cuya obra probablemente más conocida fue llevada a la gran pantalla de la mano de Milos Forman. El título en cuestión objeto de reseña dentro de la sección de televisión de un añejo número de la revista Dirigido por..., Ragtime (1981), me puso sobre la pista de E. L. Doctorow. Aquellas palabras de invitación a la lectura —por otra parte, denominador común de los escritos cinematográficos de José María Latorre— que sonaban con cargo de urgencia, digamos, que quedaron grabadas en mi mente a la espera de alguna oportunidad librada por el caprichoso juego del azar que resulta la vida. Así pues, al cabo de los años, en función de acometer el análisis de Ragtime para la monografía que estaba preparando sobre la obra de Milos Forman, me acerqué a Edgar Lawrence Doctorow casi con un sentido del ritual llamando a las puertas del conocimiento del que, a la postre, me certificaría que es uno de los escritores cuál copa de pino que se cuentan entre los mortales. En el espacio de unos meses me encomendé a la lectura de El arca de agua (1994), Billy Bathgate (1989) y Ragtime (1975) con una clara enmienda a seguir degustando ese caviar literario brindado en bandeja de plata. Bien es cierto que El arca de agua palidece frente a ese torrente de creatividad que emana del texto de Ragtime, en la que Doctorow se inspiró en el relato Michael Kolhaas de Heinrich Von Kleist para la confección de uno de sus personajes centrales, el de Coalhouse Walker. Un tanto de lo mismo había hecho el escritor neoyorquino con la primera novela que le distinguiría entre ciertas esferas críticas, El libro de Daniel (1971) que, por diversos avatares editoriales, su presencia en los fondos de las librerías era tirando a inexistente. Dispuesto a cubrir un flanco de la historia norteamericana que había quedado sepultada a nivel bibliográfico, el episodio referido a la condena a la silla eléctrica del matrimonio Rosenberg por presuntamente pasar información a los soviéticos sobre armamento nuclear (un infundio catedralicio), en El libro de Daniel toma la identidad de Paul y Rochelle Isaacson. Para esta ocasión, además del tremendo respeto que me infunde la prosa de Doctorow, el interés por leer El libro de Daniel tenía el añadido de un nombre propio: Sidney Lumet. El veterano cineasta de origen judío brindaría una pluscuamperfecta obra de orfebrería a veinticuatro imágenes por segundo que, otra vez más, la volatilidad del destino ha dejado en tierra de nadie, con pocas posibilidades de acercarse a este pequeño gran triunfo de Lumet, quien persiguió durante una década la opción de llevar a la pantalla El libro de Daniel. Porque, si atendemos al background del director de Filadelfia y una vez cubierta la lectura de la obra de Doctorow no podemos por menos que pensar en la idoneidad de Lumet para Daniel (1983), que la distancia temporal quizás nadara a favor que se optimizara su punto de cocción, con los ingredientes necesarios para articular una magistral pieza de arte, con Andrzej Bartkowiak en la capitanía de la dirección fotográfica —su trabajo cromático debería figurar por «ley» en las escuelas de cine del orbe mundial— antes que rodara por el lodazal de las action movies, eso sí, asomando dólares a mansalva.
Escritor del calibre de su coetáneo Phillip Roth pero, para mi gusto, menos tendente a expresarse desde las alturas que éste, E. L. Doctorow es lo que podría denominar un «príncipe de las letras». Un literato tocado por la divina providencia, haciendo acopio de un conocimiento como pocos de la historia contemporánea de su país —que no el de sus padres: su apellido les delata—, en cuyo barrido se topó con una «mina» por explotar al revisar el caso de los Rosenberg. La narración en la voz del hijo de la pareja —Daniel (en la ficción el único posible, en palabras de Lumet: Timothy Hutton)— es la que incrimina a una izquierda estadounidense de rostro ambivalente, incapaz de resarcirse de las heridas que ha dejado tras de sí un combate a fondo sobre la fragilidad de la memoria. Doctorow arrojó luz sobre esta cruenta, trágica historia que nos habla a media voz de las relaciones paternofiliales. Una lección de alta literatura exenta del oropel publicitario, que debe llenar de orgullo al sello Miscelánea para seguir navegando por las procelosas, a menudo ingratas aguas, de la edición en papel.
Escritor del calibre de su coetáneo Phillip Roth pero, para mi gusto, menos tendente a expresarse desde las alturas que éste, E. L. Doctorow es lo que podría denominar un «príncipe de las letras». Un literato tocado por la divina providencia, haciendo acopio de un conocimiento como pocos de la historia contemporánea de su país —que no el de sus padres: su apellido les delata—, en cuyo barrido se topó con una «mina» por explotar al revisar el caso de los Rosenberg. La narración en la voz del hijo de la pareja —Daniel (en la ficción el único posible, en palabras de Lumet: Timothy Hutton)— es la que incrimina a una izquierda estadounidense de rostro ambivalente, incapaz de resarcirse de las heridas que ha dejado tras de sí un combate a fondo sobre la fragilidad de la memoria. Doctorow arrojó luz sobre esta cruenta, trágica historia que nos habla a media voz de las relaciones paternofiliales. Una lección de alta literatura exenta del oropel publicitario, que debe llenar de orgullo al sello Miscelánea para seguir navegando por las procelosas, a menudo ingratas aguas, de la edición en papel.
1 comentario:
Leí Ragtime y me encantó. Hoy terminé El arca de agua y digo ¡qué pedazo de basura! ¿en serio un mismo hombre escribió dos libros tan diferentes en calidad?
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