domingo, 28 de marzo de 2010

«HOMER Y LANGLEY» DE E. L. DOCTOROW: ENSAYO DESDE LA CEGUERA

En 2003 Alfaguara editaba en nuestro país Ensayo sobre la ceguera, una alegoría social brindada por el luso José Saramago, cuyo título bien hubiera servido —con la permuta de la preposición «sobre» por «desde»—, valga la redundancia, de antetítulo de Homer y Langley (2010, Ed. Miscelánea). Última de las obras literarias publicada de E(dgar) L(awrence) Doctorow (Nueva York, 1931) , uno de los escritores que tengo en mayor estima —un «río» con un «caudal» de creatividad inmenso que se expande a un sinfín de «afluentes»—Homer y Langley se presenta como una novedad presta a ganar la atención de los curiosos en vísperas de Sant Jordi. Doctorow es sencillamente un prodigio de escritor, capaz de alumbrar una obra imprescindible de la literatura del siglo XX —Ragtime (1975)—, pero que ha tenido a bien acompañar de otros relatos o novelas que han sido elaborados con un sentido de crónica social e histórica.
Frente a totems de la literatura del calado de El libro de Daniel (1971) —igualmente publicada por Miscelánea—, la citada  Ragtime Billy Bathgate (1989), Homer y Langley opera en una línea más modesta pero igualmente se identifica el magisterio de su autor a la hora de trazar un texto de doscientas páginas que contiene música en cada unas de las composiciones escritas por Doctorow. Como ya había hecho con Ragtime y El libro de Daniel, en Homer y Langley el escritor de ascendencia rusa parte de un hecho verídico para luego crear su propia ficción. El sustrato real es el que compete a Homer Lusk Collyer (1881-1947) y Langley Collyer (1885-1947), hijos del estrafalario doctor Herman Collyer (1857-1923) —de raza le viene al gago— cuyos cadáveres se encontraron en el interior del 153 West 77th Street de Nueva York, en medio de toneladas de periódicos, instrumentos musicales, utensilios de toda forma y tamaño... e incluso un automóvil de grandes proporciones aparcado en uno de los comedores de una vasta propiedad con acceso vedado para funcionarios de la hacienda pública o del ayuntamiento, y demás personal susceptible de soliviantar los ánimos de tan peculiares inquilinos, en especial de Langley, ex combatiente en la Gran Guerra. Con ningún heredero de por medio que hubiera podido demandar algún que otro derecho pecuniario, Doctorow hace uso de los nombres y apellido reales de estos «indigentes del civismo» —en El libro de Daniel sortearía una situación de base similar valiéndose del apellido Isaacson en detrimento de Rosenberg, el matrimonio condenado a la pena capital supuestamente por pasar documentos confidenciales sobre armamento nuclear a los Rusos en plena época de «glaciación» entre los superpotencias mundiales— para elucubrar una ficción en torno a Homer y Langley sobre cómo hubiera podido ser sus respectivas existencias encerrados en un mundo que los situaba al borde de la paranoia. La obra se inicia con una frase que tiene un punto de antológico: «Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento». Al leer esta frase sonreí y dije para mí mismo: puro Doctorow. He leído el libro con fruición, y más que nunca, con la convicción que Kurt Vonnegut Jr. —otro de mis autores de cabecera— parece colarse en no pocos pasajes de Homer y Langley. Este es, por lo que he leído de ambos, lo más cercano de Doctorow al contenido literario de Vonnegut, y viceversa. El equivalente, por tanto, a la descripción de universos que escapan al orden de la lógica en la querencia por razonar en torno a las existencia de un par de individuos que un día decidieron encerrarse en su propio espacio y lanzar la llave al mar. Salvo unos pocos personajes (entre otros, el gángster Vincent, que parece salido de la jungla de asfalto descrita en Billy Bathgate; una alumna de piano de Homer con imagen de ninfa) Homer y Langley habían perdido cualquier contacto con el mundo exterior y pusieron término a esa locura en 1947. No obstante, Doctorow prefiere prolongar la existencia de los hermanos Collyer a los tiempos del hippismo, aquellos que propician que su impostura sea vista por los flower power un camino a seguir, una guía espiritual por los que transitar hacia esas puertas de la percepción con efluvios de LSD. No se me ocurre un director más ajustado a derecho que Terry Gilliam para dar lustre en la gran pantalla a este Homer y Langley. Intuyo que el ex Monty Python ya le habrá echado el ojo a esta pequeña joya perfectamente ilustrativa de los usos y costumbres en el arte de E. L. Doctorow. Lo singular de la propuesta, excusa decirse, está garantizada; la calidad literaria, un imperdible cuando viene consignado por Doctorow. Argumentos de peso para confiar que Homer y Langley sea una elección segura y un propósito de enmienda para aquellos que aún no hayan visitado la obra de Doctorow, a degustarla con toda la intensidad posible en los márgenes de un mercado literario donde lo previsible es la nota dominante.

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