sábado, 9 de octubre de 2010

«LA FERIA DEL MUNDO», DE E. L. DOCTOROW: ÉRASE UNA VEZ EN LA AMÉRICA DEL BRONX DE LOS AÑOS TREINTA

Curiosamente, dos de mis autores de cabecera, además de ser conocidos en el mundo literario por firmar con las iniciales de sus nombres compuestos, vieron a la misma edad publicados sus respectivos libros de memorias concentrados en sus etapas infantiles y/o adolescentes. E(dgar) L(awrence) Doctorow (1931, Bronx, Nueva York) lo hizo con un decalaje de un año en relación a J(im) G(raham) Ballard (1930-2009), quien construyó una narración superlativa con El imperio del sol (1984), a partir de sus propias experiencias marcadas a fuego en su memoria en sus primeros estadios vitales que transcurrieron en el Shangai de los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, otro punto de coincidencia entre sendos escritores fue la elección de un título para sus respectivas autobiografías (parciales) que llamara a la alegoría, en consonancia con ese espacio mágico, salpicado de realidades históricas y personales insoslayables, que conforman un viaje hacia un pasado siguiendo el dictado del primer mandamiento para un ejercicio forjado desde una memoria perdurable por sequla seculorum: la nostalgia. Nostalgia de una época que Doctorow traza sobre su lienzo creativo una obra que muchos podremos coincidir que no raya a la altura de sus grandes piezas literarias —El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975), ambas igualmente editadas por el sello Miscelánea—, pero que, en cualquier caso, valga el símil cargado de folklore ibérico, el duende del escritor neoyorquino está allí, en cada una de las trescientas cincuenta páginas que conforman La feria del mundo. 
Edgar Lawrence Doctorow.
Cuando se habla de los grandes escritores de la literatura mundial pongamos por caso, para no remontarmos más atrás en el tiempo, del siglo XX, la calidad de las obras de estos insignes autores muchas veces va acompañada de un estilo que peca o despunta (según se prefiera) por un barroquismo formal que se muestra impenetrable a una buena proporción de lectores, más acostumbrados a una sintaxis menos exigente que permite seguir la trama de la historia sin provocar un vaivén de idas y venidas de páginas. Para un servidor, la sencillez expositiva es una cualidad que valoro en grado sumo porque evita distracciones innecesarias y perder el hilo de una trama que debería erigirse en el buque insigna de cualquier narración. Doctorow pertenece a esta raza de narradores de caligrafía franca a lectores de toda condición, pero que al final de un texto, como por ejemplo sucede con La feria mundial, llegas a la conclusión de que se han abierto a tus ojos y tu mente un universo de una extraordinaria riqueza. Una miríada de detalles extraídos del inconsciente y del subconsciente de Doctorow que afloran en el papel y que crean una cosmogonia capaz de acompañarnos, de llevarnos de la mano por ese microcosmos, el del Bronx que recorre desde los primeros años de la Depresión hasta la celebración de la Feria Mundial en 1939, que da nombre a la novela. Doctorow orilla cualquier conato de truculencia (incuso en aquel episodio en que sufrió las envestidas de una enfermedad traicionera instalada en su aparato digestivo), de ajuste de cuentas con aquel lejano pasado que le hubiera resultado menos complaciente; este mago de la escritura lo hace desde un prisma un tanto idealizado, cargado de positivismo el relato de una vida que estuvo a distancia de evaluarse en sus primeras fases como un camino de rosas. La feria del mundo es una obra imantada de una nostalgia que razona sobre aspectos comunes a la inmensa mayoría de los mortales —el despertar a la madurez; las sensaciones del primer amor (el suyo para con Meg, compañera de clase e hija de una vedette de la plataforma acuática ubicada en una de las estencias más concurridas de la Feria Mundial); la capacidad de mimetizar comportamientos de aquellos héroes impresos en los cómics o inmortalizados en las canchas de juego (Edgar, añadiría a esta práctica su inviolable afición por los seriales radiofónicos que conformaban casi un deber más entre su larga lista de tareas extraescolares, y la devoción que sentía por su hermano mayor Donald, músico precoz)— pero invierte los códigos de la sensiblería inherentes a tantas obras con un claro pronunciamiento autobiográfico. Así pues, la lectura de La feria mundial transita de una manera placentera, obrando ese milagro de hacernos partícipes de la vida de un Edgar que a sus nueve años ya caminaba con paso firme hacia una singularidad que encontraría en la literatura el medio donde encauzar su torrente creativo. No obstante, no se desprende de lo relatado por el propio Doctorow un afán por aislar a su propio yo de un contexto que le provocaba animadversión y que le movía a ser diferente. Simplemente, Doctorow muestra un mundo que trataba de remontar los efectos del crack del 29, que forjaba aquellos mitos dispuestos a suplir el vacío que podía generar en no pocas personas la falta de un referente espiritual al que orar, y que contemplaban la llegada de la Feria Mundial o del Zeppelín (surcando el cielo neoyorquino) como eventos de primera magnitud que alimentaban la imaginación de los niños hasta magnitudes infinitas. Aquellas experiencias irían calando en el ánimo de Edgar Doctorow, siendo capaz al cabo de casi medio siglo de condimentar un plato que llevaba tiempo aguardando para ser degustado por muy distintos paladares. Una vez cocinada y servida en el plato en forma de páginas impresas encuadernadas en hilo solo nos queda proceder a su lectura. Un servidor ya lo ha hecho con el consejo que sea la música compuesta por Ennio Morricone para Érase una vez en América (1984) la que cree una sensación mágica de placer al fusionarse dos artes supremos en el mismo espacio temporal. No creo que Doctorow estuviera disconforme con esta propuesta de acompañamiento para una partitura que iba creciendo en la mente de Morricone a la par que el autor de ascendencia rusa (Dave Doctorow, otra enorme personalidad arrinconado por la historia verbigracia, entre otras consideraciones de índole ideológico y de pertenencia a un determinado creado religioso, a la notoriedad alcanzada por uno de sus vástagos) daba los últimos retoques a las galeradas de La feria mundial. Otra pieza más que se integra en ese mosaico de la excelencia relativa a la persona de Edgar Lawrence Doctorow, que el sello Miscelánea ha puesto en circulación a partir del mes de septiembre de 2010. Una apuesta que en la era de internet no cabe duda se evalúa desde el riesgo por saber el número de lectores que puede atraer este semi(desconocido) —por estos lares— prosista llamado E. L. Doctorow. En su Nueva York natal su nombre invita a la reverencia, pero si el buen juicio guía a los miembros de la Academia sita en Oslo que premian anualmente a escritores que han destacado en el panorama mundial por el conjunto de sus respectivas obras (el más reciente, el peruano Mario Vargas Llosa), el Nobel de literatura debería tener en un futuro —medido al corto plazo— al autor de World's Fair entre sus galardonados. Sería entonces cuando las librerías con honores para llamarse como tales echaran mano del catálogo de Miscelánea —a los títulos señalados, añadir el de Homer y Langley (2009), a la que dediqué un post en este blog (Ver enlace), y Ciudad de Dios (1999), que espero comentar próximamente en el mundo de Haldane— para vestir un espacio reservado a His Majesty Edgar Lawrence Doctorow, de oficio genio de la escritura con letras remachadas con motivos dorados.

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