domingo, 28 de noviembre de 2010

LA CIENCIA DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

Al cabo de leer el artículo ¿Por qué no somos inmortales?” de Thomas Kirkwood, en el número 410, correspondiente al mes de noviembre de 2010 de la revista Investigación y ciencia reflexioné hasta qué punto el funcionamiento de las estructuras económicas (empezando por las de más pequeño rango pero no menos importante: la doméstica) se asemejan extraordinariamente a los mecanismos celulares que se organizan en nuestras cada vez más prolongadas existencias. Kirkwood, en su artículo propone una serie de ideas que deben emplazar al lector a pensar por sí mismo, sin menoscabo que el desconocimiento sobre una determinada materia o especialidad científica reprima nuestro ímpetu primario por preguntar el por qué... de tantas cosas. En el fondo del discurso del profesor Kirkwood subyace la preocupación de cómo mejorar la calidad de vida a medida que nos acercamos al final de la misma, más que crear falsas expectativas en el sentido de que los avances científicos nos llevarán, tarde o temprano, a encontrar la piedra roseta en forma del gen o los genes de la inmortalidad. Sucumbir ante el atractivo de unos resultados esperanzadores que se han desarrollado con organismos inferiores suele llevar aparejado, al medio o largo plazo, un profundo sentimiento de frustración en virtud de que los mecanismos o dispositivos celulares no son extrapolables a organismos de la complejidad del ser humano. Kirkwood señala que en los años 80 Michael Klass y Tom Johnson se mostraron perplejos cuando descubrieron que la mutación del gen age-1 comportaba que se prolongara un 40% la longevidad de los nemátodos objeto de estudio. Más adelante se localizaron otros genes que aumentaban la longevidad en idéntica especie. Puestos a investigar el motivo del porqué se daba todo aquello, diversos grupos de investigadores llegaron a una conclusión común: se había dado una alteración del metabolismo del organismo, el que hace posible una redistribución de la energia que se precisa para desarrollar las funciones corporales requeridas. Esos cambios metabólicos no tienen asidero o traducción en organismos superiores ya que el ritmo metabólico es infinitesimalmente inferior en función de la longevidad que ha llevado al Homo sapiens a situarse con una esperanza de vida cada vez mayor, llegando a registrar individuos que completaron su ciclo vital al filo o superar inclusive los ciento veinte años de edad.
Leí en una ocasión de la existencia de una empresa —creo, con sede en Francia— que aplicaba a sus patrones de gestión, organización y producción criterios extraídos de la observación de los mecanismos biológicos y bioquímicos que se dan cita en nuestro propio organismo. Algún día espero, antes que sea arrancada del libro de mi vida, recuperar esta página en gris de mi memoria y reescribir algo con sentido sobre la misma. Pero mientras tanto razono en las analogías que me ha suscitado el texto del catedrático de medicina Thomas Kirkwood: «En todas las etapas de la vida, incluso al final de la misma, el cuerpo hace todo lo posible por mantenerse vivo; no está programado para el envejcimiento y la muerte, sino para la supervivencia. Pero, bajo la intensa presión de la selección natural, las especies acaban por otorgar mayor prioridad al crecimiento y la reproducción (en la perpetuación de la especie) que a la construcción de un individuo imperecedero. Por tanto, el envejecimiento está provocado por la acumulación gradual, a lo largo de la vida, de lesiones moleculares y celulares no reparadas». Al hilo de la comprensión sobre este párrafo brindado por la claridad expositiva del doctor Kirkwood me sobrevino ese patrón de conducta que se da en nuestra sociedad en tiempos de crisis: madres y padres, con los rostros ojerosos, con los cabellos teñidos prematuramente de gris, y la aflicción dibujada en sus caras, que se empeñan en no trasladar su padecimiento a unos vástagos, protegidos en sus particulares urnas de cristal («que no les falte de nada», suelen repetirse over and over esos progenitores acuciados por las penurias económicas que sacuden sus pensamientos a altas horas de la madrugada). La perpetuación de la especie permite que el ciclo continúe. En ocasiones, deberíamos cambiar aquel aforismo de que «la cara es el espejo del alma», y advertir de que la cara de unos —padres— y otros —hijos— es el espejo de nuestros mecanismos celulares en que está escrito nuestra fecha de caducidad una vez que, como esgrime Kirkwood en su ensayo, «cuando las células especializadas abandonaron la tarea de perpetuar la especie, renunciaron también a la inmortalidad; podían desaparecer después de que el organismo hubiese transferido su legado génico a futuras generaciones a través de la línea germinal». Haciendo acopio una vez más de las analogías mundanas —el mejor método para lograr que la ciencia no sea territorio abonado para unos pocos— la secuencia reproducción-crecimiento-muerte sería el equivalente a que una frase se construye sobre la base de sujeto + verbo + predicado. Pero para construir una novela interviene una gramática muy rica, que se ofrece a elaborar subordinadas, intercalar diálogos que, en ocasiones, requieren de respuestas monosilábicas, y un largo etcétera. Esa gran novela que podría titularse, al igual que el artículo de kirkwood, ¿Por qué no somos inmortales? podríamos conocer al detalle de cómo funcionan nuestros mecanismos celulares. De momento, a la luz de las investigaciones de las que tiene conocimiento directo o indirecto Thomas Kirkwood, solo estaríamos capacitados para escribir un opúsculo de lectura recomendada para niños de edades comprendidas entre 5 y 7 años. Hasta que llegue ese día del juicio final para descartar definitvamente la posibilidad de que seamos, como la hidra de agua dulce, inmortales, aprenderemos que en la aplicación farmacológica de la ciencia del envejecimiento radica la esperanza para mejorar aún más nuestra calidad de vida si no pertenecemos a esas bolsas de la población que todo parecen fiarlo a la divina providencia en forma de Dioses que no son de este mundo y habitan en el más allá, ajenos de lo que se cuece a pie de calle, algunas de ellas más semejantes a trincheras. 

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